REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO SANTO 26-03-16

Jesus en la tumba

Hoy, Sábado Santo, no hay liturgia; por eso no hay lecturas. Durante el día de hoy tampoco se celebra la Eucaristía. La Iglesia nos brinda la oportunidad de continuar en silencio contemplando a Jesús muerto. Con la Vigilia Pascual que celebramos en la noche se inaugura el Tiempo Pascual.

Las Normas Litúrgico-Pastorales para el Sábado Santo, haciendo referencia a la Carta Circular sobre la preparación y celebración de las fiestas pascuales, establecen que durante el Sábado Santo la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su Pasión y Muerte y su descenso a los infiernos, y esperando, en la oración y el ayuno, su Resurrección. Por eso se aconseja prolongar durante ese día el “sagrado ayuno pascual” que se practicó ayer.

Hoy es un día lleno de emociones encontradas, en el cual lloramos la muerte de Jesús, pero a la vez estamos en la espera ansiosa de su gloriosa Resurrección y la alegría que experimentaremos al escuchar el Pregón Pascual.

Durante aquél primer Sábado Santo, mientras todos se dispersaron confundidos, como ovejas sin pastor ante la muerte de Jesús, solo una persona mantuvo su fe incólume con la certeza de que si Jesús había dicho que resucitaría al tercer día, iba de hecho a resucitar: su Madre María. Ese día, dentro del profundo dolor que le causó la pérdida de su Hijo, en el mismo momento que corrieron la piedra que serviría de lápida al sepulcro, comenzó para la María lo que yo llamo su “segundo Adviento”. Aquí se pone de manifiesto la fe inquebrantable de María en su Hijo, de quien ella tiene la certeza de que es Dios.

Tuvimos un párroco que decía que tal era la certeza de María de que su Hijo iba a resucitar, que cuando finalmente abandonó el sepulcro, mientras todos seguían preguntándose qué iba a pasar ahora que Jesús había muerto, ella se fue a su casa a limpiarla y disponer todo para cuando su Hijo regresara. De hecho, si examinamos los relatos sobre la resurrección, encontraremos que su madre no estaba entre las mujeres piadosas que fueron al sepulcro para terminar de embalsamar a Jesús. Algunos se preguntan por qué. La contestación es obvia: ¿Cómo iba a ir su Madre a embalsamarlo, cuando estaba esperando su Resurrección? Y aunque las Escrituras tampoco lo dicen, yo también tengo la certeza de que Jesús fue a visitar a su Madre antes que a sus discípulos.

Como sabemos, la liturgia dedica los sábados a María. Santo Tomás nos dice que esto se debe a que en ese primer Sábado Santo solo ella tenía fe absoluta en el Redentor, y en ella descansó la fe de toda la Iglesia entre la muerte y resurrección de Jesús. Por eso la Iglesia también nos la propone como modelo de fe para todos los creyentes.

Hoy es un buen día para continuar meditando sobre el santo sacrificio de la Cruz ofrecido de una vez y por todas por nuestra salvación y la del mundo entero, mientras nos preparamos para la “Gran Noche”, cuando cantaremos el Aleluya anunciado la gloriosa Resurrección de Nuestro Salvador, que culminó su Misterio Pascual.

¡Vivimos para esa noche!

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR 06-08-15

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

Hoy celebramos la fiesta de la Transfiguración del Señor, otro de esos eventos importantes que aparecen en los tres evangelios sinópticos. La liturgia de hoy nos presenta la versión de Mateo (17,1-9).

Nos dice la lectura que Jesús tomó consigo a los discípulos que eran sus amigos inseparables: Pedro, Santiago y su hermano Juan, y los llevó a un monte apartado, que la tradición nos dice fue el Monte Tabor. Allí “se transfiguró delante de ellos”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad, apareciendo también junto a Él Moisés y Elías, “conversando con Él”.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, esta narración está tan preñada de simbolismos, que resulta imposible reseñarlos en estos breves párrafos. No obstante, tratemos de resumir lo que la transfiguración representó para aquellos discípulos.

Los discípulos ya han comprendido que Jesús es el Mesías; por eso lo han dejado todo para seguirlo, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no han logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Así que Él decide brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro.

Pedro quedó tan impactado por esa experiencia, que cuando escribió su segunda carta (primera lectura de hoy, 2 Pe 1-16-19), lo reseñó con emoción, recalcando que fue “testigo ocular” de la grandeza de Jesús, añadiendo que escuchó la voz del Padre que les dijo: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo”.

El simbolismo de la presencia de Moisés y Elías en este pasaje es fuerte, pues Moisés representa la Ley, y Elías a los profetas (la Ley y los Profetas son otra forma de referirse al Antiguo Testamento). Y el hecho de que aparezcan flanqueando a Jesús, quien representa el Evangelio, nos apunta a la Nueva Alianza en la persona de Jesucristo (los términos “Testamento” y “Alianza” son sinónimos), la plenitud de la Revelación.

Pero hay algo que siempre me ha llamado la atención sobre el relato evangélico de la Transfiguración. ¿Cómo sabían los apóstoles que los que estaban junto a Jesús eran Moisés y Elías, si ellos no los conocieron y en aquella época no había fotos? Podríamos adelantar, sin agotarlas, varias explicaciones, todas en el plano de la especulación.

Una posibilidad es que al quedar arropados de la gloria de Dios se les abrió el entendimiento y reconocieron a los personajes. Otra posible explicación que es que por la conversación entre ellos lograron identificarlos.

Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística. Pidamos al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz del Padre que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

REFLEXIÓN PARA EL DECIMOSÉPTIMO DOMINGO DEL T.O. (B) 26-07-15

Multiplicacion de los panes Juan

La liturgia de hoy nos presenta la versión de Juan del pasaje de la multiplicación de los panes y los peces (Jn 6,1-15). Los sinópticos también recogen este pasaje (Mt 14,13-21; Mc 6,32-44; Lc 9,10-17), convirtiéndose en uno de los pocos milagros que recogen los cuatro evangelistas, lo que apunta a su historicidad y al impacto que ese episodio tuvo en los evangelistas. También puede influenciar el hecho de que lo relacionaban con el episodio del profeta Eliseo que nos presenta la primera lectura de hoy (2 Re 4,42-44).

El domingo pasado nos habíamos quedado en la antesala de este milagro en el evangelio según san Marcos. Hoy interrumpimos la lectura de Marcos, para dar paso a la versión de Juan, que sirve de preámbulo al “discurso del pan de vida” que cubre todo su capítulo 6, que estaremos leyendo durante cinco domingos consecutivos, hasta retomar a Marcos en el 22º domingo del tiempo ordinario.

De entrada hay que señalar tres detalles que hacen la versión de Juan diferente a la de los sinópticos: Los panes eran de cebada, que era un pan más asequible, el “pan de los pobres” (en la primera lectura los panes que trajeron a Eliseo eran de cebada); el hecho de que en esta versión es Jesús mismo quien reparte los panes, a diferencia de los sinópticos, en los cuales son los discípulos quienes hacen la repartición; y el énfasis de Juan en el hecho de que “estaba cerca la Pascua”. Todos estos elementos hacen de la narración de Juan una prefiguración, un anticipo de la última cena y la institución de la Eucaristía.

La multiplicación de los panes es un “signo” que va más allá de la mera multiplicación material. Ese pan “inferior”, por la bendición que Jesús pronuncia sobre él se convierte en el verdadero “pan de vida” (Cfr. Jn 6,35), que es un alimento fundamental, espiritual, que recibimos de manos de Jesús, por mera gratuidad. Y dentro del marco de la Pascua, se nos presenta Él mismo como alimento pascual.

Ya desde el capítulo 2, Juan nos había presentado a Jesús como el nuevo Templo. Ahora vemos a la gente acudiendo a la persona Jesús para celebrar la Pascua. Ya no hay que ir al Templo de Jerusalén a celebrar la Pascua, sino allí donde esté Jesús. En este mismo contexto, no debemos olvidar que antes de celebrar la Pascua los judíos tenían que purificarse. Por eso el profeta Jeremías (7,1-11) nos advertía que en vano buscaríamos al Señor en el Templo si no enmendamos nuestra conducta y nuestras acciones.

Del mismo modo, si nos acercamos a recibir el “pan de vida” de la Eucaristía sin habernos arrepentido de nuestros pecados con el firme propósito de enmendar nuestra conducta y nuestras acciones, y recibido la absolución sacramental, estaremos consumiendo, no el pan de vida, sino nuestra propia condenación (Cfr. 1 Cor 11,27).

El Señor, que es el verdadero Templo, nos espera hoy en el templo parroquial para ofrecerse Él mismo en su Palabra y en el Pan de Vida de la Eucaristía. No desperdiciemos esa oportunidad. Y si no puedes, o no estás preparado para recibirle sacramentalmente, arrepiéntete de todo corazón, ábrele la puerta de tu corazón, y Él “entrará en tu casa, y cenará contigo, y tú con Él” (Cfr. Ap 3,20).

Que pasen un hermoso domingo lleno de la PAZ que solo Él puede brindarnos.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (B) 31-05-15

Santisima Trinidad 2

Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, ese misterio insondable del Dios Uno y Trino. Un solo Dios, tres personas divinas. Y la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Mt 28,16-20) es la conclusión del Evangelio según san Mateo. En ese pasaje Jesús afirma en forma inequívoca que todo el poder que se le ha dado, y que Él transmite a sus discípulos al enviarlos a hacer discípulos de todos los pueblos proviene del Dios Uno y Trino. Por eso los envía a bautizar “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.

Durante la cincuentena de Pascua, mientras nos preparábamos para la solemnidad de Pentecostés, leíamos el libro de los Hechos de los Apóstoles que centraba nuestra mirada en la tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo consolador que los apóstoles recibirían en Pentecostés reunidos en torno a María, la madre de Jesús y madre nuestra, dando origen a la Iglesia misionera.

Eso le infunde un carácter Trinitario a la Iglesia, ya que esta nace de la promesa del Padre que se hace realidad en Pentecostés a fin de que la comunidad dé testimonio del Hijo; y es el Espíritu quien guía la obra de evangelización y le da la fuerza necesaria para dar testimonio de Jesús en medio de persecuciones y luchas.

“Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ‘¡Abba!’ (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Segunda lectura de hoy (Rm 8,14-17).

Es decir, que podemos participar de la vida eterna gracias a ese Amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo. La fórmula es sencilla: El Padre ama al Hijo con amor infinito y el Hijo ama al Padre de igual modo; y ese amor que se genera entre ellos es el Espíritu de la Verdad que se derrama sobre nosotros y nos conduce a la Verdad plena, que es el Amor incondicional de Dios.

Esa identidad entre el Padre, el Hijo y el Espíritu es la que hace posible la promesa de Jesús a sus discípulos al final del Evangelio de hoy: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Porque donde está el Padre está el Hijo, y está también el Espíritu; y donde está el Espíritu están el Padre y el Hijo. De este modo, en la acción del Espíritu Santo se nos revela, no solo el amor de Dios, sino la plenitud de la Trinidad.

De eso se trata la Trinidad, pues todo el misterio de Dios se reduce al amor: “Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor” (1Jn 4,7-8).

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 23-05-15

espiritu santo iglesia

¡Mañana es Pentecostés! La solemnidad que celebra la venida del Espíritu Santo sobre el colegio apostólico reunido en torno a María, la madre de Jesús. Si bien la Iglesia gira en torno al Misterio Pascual de Cristo, es el Espíritu quien guía a los pecadores que la componemos para tomar las decisiones más humanas de Su Iglesia. Por eso ha perdurado dos mil años, a pesar de las debilidades de sus miembros.

Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy nos presentan el pasaje final del libro de los Hechos de los Apóstoles (28,16-20.30-31) y la conclusión del Evangelio según san Juan (21,20-25).

La lectura de Hechos nos narra la actividad de Pablo durante su primer cautiverio en Roma, y cómo su cautiverio (aunque estaba en lo que hoy llamaríamos “arresto domiciliario”) no fue impedimento para que él continuara su misión evangelizadora; estando preso, recibía a todos los que acudían a visitarle, “predicándoles el reino de Dios y enseñando lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbos”.

Aun estando en prisión, supo experimentar la verdadera libertad producto de saberse amado por Dios y estar haciendo su voluntad. Mediante su testimonio en Roma, Pablo da cumplimiento la promesa y el mandato de Jesús a sus discípulos antes de su Ascensión: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra”.

Desde el principio hasta el final, vemos en el libro de los hechos de los Apóstoles la acción del Espíritu Santo en el desarrollo y expansión de la Iglesia por todo el mundo conocido.

El relato evangélico, por su parte, nos presenta la continuación del pasaje de ayer, con el diálogo entre Jesús y Pedro, que concluyó con el mandato de Jesús: “Sígueme”. Jesús le había dicho a Pedro que él iba a seguir su misma suerte, que iba a experimentar el martirio. Pedro probablemente se siente orgulloso de seguir los pasos del Señor. Entonces ve que Juan les está siguiendo mientras caminan, y ese deseo humano de compararse con los demás, de saber si otro va a tener el mismo privilegio que yo, le lleva a preguntarle a Jesús: “Señor, y éste ¿qué?”.

El mero hecho de referirse a Juan como “este”, implica cierto grado de orgullo, de aire de superioridad. Después de todo, ya había sido “escogido” para tomar las riendas de la Iglesia naciente. Jesús no pierde tiempo e inmediatamente lo baja de su pedestal: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”. En otras palabras, cumple tu misión, y deja lo demás en las manos del Padre.

Nuestra Iglesia es Santa, pero está compuesta por pecadores que aspiramos a la Santidad; y solo guiados y asistidos por el Espíritu puede seguir adelante y llevar a cabo su misión evangelizadora para que se cumpla la voluntad del Padre: que no se pierda ninguna de las ovejas de su rebaño.

¡Ven Espíritu Santo!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 22-05-15

pedro me amas

Ya en el umbral de Pentecostés, la liturgia nos propone como lectura evangélica (Jn 21,15-19) la conclusión del Evangelio según san Juan, que nos ha acompañado durante prácticamente toda la Pascua. Este pasaje constituye, junto a Mt 16,18, lo que tal vez sea el argumento bíblico más decisivo sobre el primado de Pedro en la Iglesia universal.

Jesús, en su infinita pero misteriosa sabiduría, ha escogido a uno de sus amigos íntimos para que “apaciente sus corderos”, “pastoree sus ovejas”. Sí, al mismo Pedro que, luego de haber asegurado que estaba dispuesto a dar su vida por Él (Jn 13,37), había terminado negándolo tres veces (Mt 26,69-75). Mientras las multitudes seguían y aclamaban a Jesús, era fácil decir que estaba dispuesto a dar la vida por Él. Cuando se vieron rodeados de soldados y amenazados, ese entusiasmo se esfumó. Trato de imaginarme la angustia, la frustración, la vergüenza que sintió Pedro al recordar las palabras de Jesús cuando le dijo que antes de que cantara el gallo le habría negado tres veces.

Ahora se encuentran por última vez, luego del suceso traumático de la muerte de Jesús y su posterior resurrección. Ya todos comprendían lo que Jesús les había adelantado sobre su resurrección. Una vez más el ambiente es de sobremesa; acababan de consumir parte del producto de la pesca milagrosa, y Jesús y su amigo Pedro tienen un “aparte”, probablemente tomando un corto paseo a orillas del lago de Tiberíades. Jesús quiere confiarle a Pedro el rebaño que con tanto amor Él había juntado. Por eso el diálogo gira en torno al principal requisito que tiene que cumplir el que vaya a asumir semejante tarea: el amor.

Jesús conoce lo que hay en nuestros corazones, al punto que las palabras a veces pueden hasta tornarse en obstáculos. Pero aun así le pregunta tres veces (el mismo número de las negaciones): “¿me amas más que éstos?”; “¿me amas?”; “¿me quieres?”. Nos dice la escritura que a la tercera pregunta Pedro “se entristeció”. Probablemente recordó las negaciones, y también cuando su mirada se cruzó con la de Jesús en casa de Caifás. Jesús sabe que Pedro le ama, pero quiere que Pedro esté seguro que le ama. Porque la labor que le va a encomendar es una de amor, pues solo el que ama “hasta que le duela”, al punto de dar la vida, puede predicar el amor. Todo eso está implícito en la última palabra: “Sígueme”.

Jesús le está confiando su más preciado tesoro, y le está pidiendo que ese mismo amor que le tiene a Él, lo demuestre en su entrega incondicional a ese “rebaño”. Después de todo, la misión de Pedro, junto a los demás discípulos va a ser solo una: predicar el Amor a todo el mundo. Esa es también nuestra misión, y sobre esa gestión hemos de rendir cuentas. Como nos dijo san Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor”.

Consciente del alcance y significado de la pregunta, cierra los ojos, examina tu corazón y contesta la pregunta que Jesús te está haciendo: “¿me amas?”

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 21-05-15

Papa Francisco unidad de los cristianos

El evangelio de para hoy nos presenta la conclusión de la oración sacerdotal de Jesús, después de la última cena (Jn 17,20-26). Y como para recalcar la importancia de la unidad de los cristianos, Jesús reitera la petición que ya había hecho al Padre en el versículo 11 (“…para que sean uno como nosotros”), pero esta vez de manera más explícita: “[P]ara que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”.

En su oración Cristo enfatiza que el modelo y fundamento de la unidad entre los cristianos está precisamente en la unidad entre el Padre y el Hijo; en que abandonemos nuestros egoísmos, nuestra “autosuficiencia”, para dar paso a una vida vivida en comunión y dependencia, como Él y el Padre. Esa comunión y dependencia logra su máxima expresión en el misterio de la Santísima Trinidad, en la cual Padre, Hijo y Espíritu Santo forman una comunión en prefecta armonía.

¡Cuántas divisiones vemos a diario en nuestras familias, nuestras comunidades, nuestras parroquias, nuestros movimientos apostólicos! ¿Y qué de la multiplicidad de sectas y denominaciones “cristianas” que reclaman su propia “verdad”?

Esa división, entre fariseos y saduceos, la encontramos en la primera lectura (Hc 22,30;23,6-11), al punto que se produjo un altercado entre ambas facciones, llegando a la gritería, que terminó dividiendo la asamblea. Aunque gracias a esa división Pablo evitó ser condenado en ese momento, vemos que eso no es lo que Jesús quiere para nosotros, sus seguidores.

Vivimos hambrientos de unidad. Jesús nos está diciendo que la unidad que Él pide para nosotros solo vamos a encontrarla en la unidad de Cristo con el Padre. ¿Cómo podemos encontrarla?

En esta antesala de Pentecostés, pidamos al Espíritu Santo que avive en nosotros el don de Ciencia que recibimos en nuestro Bautismo, para que podamos reconocer el rostro de Jesús en todo el que se cruce en nuestro camino, sin importar su raza, origen, nacionalidad, credo, ideología, estatus social, etc. Eso nos permitirá amarle como el Padre ama a Cristo, y como Cristo nos ama a nosotros. Solo así podremos hacer realidad la petición de Jesús al Padre: “…que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”.

Refiriéndose a la unidad de los cristianos, el papa Francisco ha dicho que “nos necesitamos unos a otros, necesitamos encontrarnos y confrontarnos bajo la guía del Espíritu Santo, que armoniza la diversidad y supera los conflictos”, añadiendo que “la unidad se hace caminando” y que “muchas controversias entre los cristianos, heredadas del pasado, pueden superarse dejando de lado cualquier actitud polémica o apologética, y tratando de comprender juntos en profundidad lo que nos une, es decir, la llamada a participar en el misterio del amor del Padre, revelado por el Hijo a través del Espíritu Santo”.

¡Amén, amén, amén!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 19-05-15

Espiritu Santo paloma 3

Continuamos nuestra ruta hacia Pentecostés, y el Espíritu Santo continúa ocupando un papel protagónico en la liturgia pascual.

La primera lectura (Hc 20,17-27) nos presenta el discurso de despedida de Pablo a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso. Pablo hace un recuento de la labor que ha realizado en esa comunidad (“Vosotros sabéis que todo el tiempo que he estado aquí, desde el día que por primera vez puse pie en Asia, he servido al Señor con toda humildad, en las penas y pruebas”…) y, aunque reconociendo sus limitaciones humanas, manifiesta haber cumplido su misión.

Al mismo tiempo encontramos a un Pablo que se muestra dócil a la voz del Espíritu Santo y reconoce que es Él quien le guía en su misión: “Y ahora me dirijo a Jerusalén, forzado por el Espíritu. No sé lo que me espera allí, sólo sé que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me asegura que me aguardan cárceles y luchas”. Por eso reconoce que su misión no ha concluido y, más aún, que le esperan grandes retos, persecuciones, encarcelamientos, luchas. “Pero a mí no me importa la vida; lo que me importa es completar mi carrera, y cumplir el encargo que me dio el Señor Jesús: ser testigo del Evangelio, que es la gracia de Dios”.

Igual sentido de “misión cumplida” encontramos en la lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Jn 17,1-11a), que es el comienzo de llamada “oración sacerdotal” de Jesús, que ocupa todo el capítulo 17 del evangelio según san Juan.

Luego de concluida la “despedida” de sus discípulos que hemos estado leyendo en los días anteriores, Jesús se dirige al Padre con la satisfacción de haber cumplido la misión que este le había encomendado: “Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste”.

Concluida Su vida terrenal corresponde a los discípulos (eso nos incluye a nosotros) cosechar los frutos de su misión y continuar la misma. Por eso le ruega al Padre por sus discípulos, por nosotros: “Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por éstos que tú me diste, y son tuyos. Sí, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti”.

Hace dos días celebramos la Ascensión de Nuestro Señor a los cielos. Ahora quedamos nosotros “en el mundo”.

En la primera lectura vimos cómo Pablo entendió cuál era su misión y estuvo dispuesto a pagar el precio. Y tú, ¿estás dispuesto a pagar el tuyo?

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 18-05-15

he vencido al mundo

El evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Jn 16,29-33) es la conclusión del discurso de despedida de Jesús al finalizar la última cena. Y justo en ese momento vemos una afirmación de fe de parte de los apóstoles: “Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que saliste de Dios”. Pero esa “fe” es producto de la euforia de haber tenido ese encuentro con la divinidad de Jesús, de haber comprendido finalmente que Jesús es el Hijo de Dios.

Jesús, que se encarnó para conocer de cerca nuestras emociones y nuestras debilidades, sabe que esa fe de los apóstoles no ha sido probada (Cfr. 1 Pe 1,7; Prov 17,3) y, más aún, sabe que fallarán en la primera prueba de fuego, fracaso que estará representado en las negaciones de Pedro. “¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo”. La fe de los apóstoles no ha sido fortalecida por la prueba. Tienen que percatarse de su fragilidad y de su incapacidad para enfrentar por sí mismos la prueba de fe.

Recordemos que Jesús siempre que nos señala una debilidad, nos da la fórmula para sobreponernos a ella: “Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo”. Los apóstoles y los demás discípulos no lo comprenderán hasta que reciban la fuerza del Espíritu en Pentecostés. Entonces sabrán que no están solos, y que si Jesús “venció al mundo” ellos, y nosotros, podremos también vencer al mundo.

Estamos a una semana de la celebración de la gran fiesta del Espíritu Santo, la Solemnidad de Pentecostés, en la que celebraremos la venida del Espíritu Santo sobre aquellos discípulos que se encontraban reunidos en oración junto a María, la Madre de Jesús en la estancia superior, en el mismo lugar en que Jesús había instituido la Eucaristía. Y las lecturas de esta semana, especialmente la primera lectura, continuarán presentándonos la acción del Espíritu Santo en aquella Iglesia incipiente.

Así, la primera lectura de hoy (Hc 19,1-8) nos muestra cómo cuando Pablo les impuso las manos a doce gentiles convertidos de la ciudad de Éfeso, “bajó sobre ellos el Espíritu Santo, y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar”. Se trata del mismo Espíritu que nosotros recibimos en nuestro Bautismo. Tan solo tenemos que invocarlo y Él vendrá sobre nosotros. Tal vez no hablemos en lenguas, pero la fuerza del Espíritu nos permitirá enfrentar con valentía las adversidades, la enfermedad y el sufrimiento cuando estas se crucen en nuestro camino, para con nuestra conducta dar testimonio de que Jesucristo es el Señor. Esa será nuestra mejor predicación.

Que pasen una hermosa semana en la PAZ que solo el Espíritu, que es el Amor de Dios que se derrama sobre nosotros, puede brindarnos.

Aprovecho para darles las gracias a todos los que estuvieron orando por los que estuvimos de retiro este fin de semana.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA 13-05-15

espiritusanto

La liturgia continúa preparándonos para la Fiesta de Pentecostés que estaremos celebrando dentro de poco más de una semana. Tanto el libro de los Hechos de los Apóstoles, que nos ha venido mostrando el papel protagónico del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia primitiva, como el relato evangélico de Juan con las promesas de Jesús respecto al Defensor, nos ponen en perspectiva para “saborear” el evento de Pentecostés en toda su grandeza.

En la lectura evangélica de hoy (Jn 16,12-15), Jesús nos revela la tarea fundamental del Espíritu que hemos recibido de Él: nos “guiará hasta la verdad plena”; porque es “el Espíritu de la verdad”. Y esa verdad plena no es otra que Dios es amor. Un Padre que nos ama “hasta el extremo”; que ha sido capaz de sacrificar a su único Hijo para tengamos vida eterna.

Y podemos participar de esa vida eterna gracias al amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo. Por eso recitamos en el Credo Niceno-Constantinopolitano (el Credo “largo” que rezamos en la liturgia eucarística): “Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. El Padre ama al Hijo con amor infinito y el Hijo ama al Padre de igual modo; y ese amor que se genera entre ellos es el Espíritu de la Verdad que se derrama sobre nosotros y nos conduce a la Verdad plena.

Ese Espíritu que nos conduce a la plenitud del Amor es el que nos permite sentirnos seguros al llevar a cabo la misión que Jesús nos encomendó. “Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,3-5).

Jesús nos asegura, además, que lo que el Espíritu nos comunique en ese coloquio amoroso “no será suyo: hablará de lo que oye y [n]os comunicará lo que está por venir”. Por eso el Espíritu le glorificará, porque será de Él que reciba todo lo que nos ha de revelar. Es decir, que el Espíritu nos ha de conducir al conocimiento de la Verdad plena que se ha manifestado en la persona de Jesús. Y el que conoce a Jesús, conoce al Padre (Jn 14,7).

No se trata de que el Espíritu nos revele nuevas verdades. No. La revelación de Dios culminó, terminó, con la persona de Jesucristo. Pero el Espíritu nos conducirá al pleno conocimiento de esa Verdad revelada por Cristo que encontramos en su Palabra, que es Él mismo y que nos conduce al Padre (Cfr. Jn 14,6).

Pidamos al Espíritu Santo que se derrame sobre nosotros para poder acceder al depósito de la fe (constituido por la Palabra y la Santa Tradición) guiados por el Magisterio de la Iglesia, para poder llegar a la “verdad plena” que Jesús nos reveló.