REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DECIMOSEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 21-07-22

Cuando lees la Biblia, ¿lo haces como si fuera una novela u otra obra literaria, o como la Palabra de Dios viva?

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Mt 13,10-17) continúa desmenuzando el pasaje que leíamos ayer, en el cual Jesús propone a los que le escuchan la parábola del sembrador. El pasaje de hoy sirve como paréntesis entre la parábola y la explicación de esta que Jesús hace a sus discípulos más adelante (13,18-23).

“¿Por qué les hablas en parábolas?”, le preguntan sus discípulos. Jesús les contesta: “A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender”.

Anteriormente hemos dicho que el significado de las parábolas solo puede ser entendido por los que tienen una disposición favorable para con Dios, pues es algo que es concedido por pura gratuidad de parte de Dios a las personas de fe, y negado a los “autosuficientes”. Así, el que tiene fe entenderá cada día más y más de los misterios del Reino, y al que no tiene fe, “se le quitará hasta lo que tiene”.

Dios es un misterio, y la palabra “misterio” viene del griego antiguo μυστήριον (mystērion), que significa algo que no se puede comprender o explicar. Por eso ese misterio es comprendido solo por aquellos a quienes Dios se lo ha revelado y tienen la disposición de recibirlo. No es algo que dependa de la capacidad intelectual de la persona. Por el contrario, se trata de reconocer nuestra pequeñez y abrirnos a Dios con corazón humilde, sensible y dispuesto, pues Él siempre ha mostrado preferencia por los humildes y los débiles al momento de mostrarles las maravillas y los misterios del Reino (Cfr. Mt 11,25).

Jesús nos está diciendo que la verdad contenida en el Evangelio no es de orden intelectual. Es una verdad que solo se percibe cuando abrimos nuestro corazón al Amor incondicional de Dios, que es el Espíritu Santo que se derrama sobre nosotros y nos lo enseña todo (Jn 14,26).

Continúa diciendo el Señor a sus discípulos: “¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron”.

De ahí la importancia de invocar el Espíritu Santo para que venga en nuestro auxilio cuando leemos las Sagradas Escrituras, y nos ayude a entender las verdades de fe que Dios nos ha revelado en ellas para nuestra salvación, siempre bajo la guía del Magisterio de la Iglesia.

Cuando lees la Biblia, ¿lo haces como si fuera una novela u otra obra literaria, o como la Palabra de Dios viva?

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 05-05-22

Hoy encontramos a Felipe convirtiendo y bautizando a un alto funcionario de la reina de Etiopía, esto a apenas unos meses de la Resurrección de Jesús.

La primera lectura de hoy (Hc 8,26-40) nos presenta a Felipe, quien ha salido de Jerusalén luego de la muerte de Esteban y ha continuado la propagación de la Buena Noticia, siguiendo el mandato de Jesús de ir por todo el mundo y proclamar el Evangelio (Mc 16,15), reiterado en la promesa de Jesús a los apóstoles antes de su ascensión (Hc 1,8) de que recibirían el Espíritu Santo y darían testimonio de Él hasta los confines de la tierra. Hoy encontramos a Felipe convirtiendo y bautizando a un alto funcionario de la reina de Etiopía, esto a apenas unos meses de la Resurrección de Jesús. Es el comienzo de ese testimonio que llevará al mismo Felipe a evangelizar hasta el actual Sudán al sur del río Nilo. Y el “motor” que impulsaba esa evangelización a todo el mundo era la fe Pascual, guiada por el Espíritu Santo que les había sido prometido y que recibieron en Pentecostés.

Aquél etíope encontró el Evangelio, no en el templo, sino en la carretera de Jerusalén a Gaza. ¡Jesús viene a nuestro encuentro en las calles, en las carreteras, en todos los caminos! El Evangelio es Palabra de Dios viva, y nos sale al paso donde menos lo imaginamos. Al igual que Felipe, todos estamos llamados a proclamar la Buena Noticia de la Resurrección a todo el que se cruce en nuestro camino.

En el pasaje evangélico que contemplamos hoy (Jn 6,44-51) Jesús se describe una vez más como el pan de vida que ha bajado del cielo: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él ya no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”.

“El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”… Juan sigue presentándonos a “Jesús Eucaristía”, poniendo en boca de Jesús un lenguaje eucarístico que nos presenta el pan que es su propia carne, para que el que crea y lo coma tenga vida eterna. La promesa de vida eterna. Restituir al hombre la inmortalidad que perdió con la caída y expulsión del paraíso. El hombre fue creado para ser inmortal; vivía en un jardín en el que había un árbol de la vida del que no podía comer, pues Yahvé le había advertido que “el día que comas de él, ten la seguridad de que vas a morir”. La soberbia llevó al hombre a comer del árbol, y la muerte entró en el mundo.

Jesús nos asegura que quien coma su cuerpo recuperará la inmortalidad. Se refiere, por supuesto, a esa vida eterna que trasciende a la muerte física, sobre la cual esta ya no tendrá poder. Pero para recibir los beneficios de ese alimento de vida eterna  es necesario creer; por eso, la frase “Yo soy en pan de vida” está precedida en este pasaje por esta aseveración de parte de Jesús: “Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna”.

Esas es la gran noticia de Jesús, la Buena Nueva por excelencia para nosotros. Si aceptamos su invitación a hacernos uno con Él en la Eucaristía, Él nos dará su vida eterna. ¿Aceptas?

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 22-04-21

“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre”.

La primera lectura de hoy (Hc 8,26-40) nos presenta a Felipe, quien ha salido de Jerusalén luego de la muerte de Esteban y ha continuado la propagación de la Buena Noticia, siguiendo el mandato de Jesús de ir por todo el mundo y proclamar el Evangelio (Mc 16,15), reiterado en la promesa de Jesús a los apóstoles antes de su ascensión (Hc 1,8) de que recibirían el Espíritu Santo y darían testimonio de Él hasta los confines de la tierra. Hoy encontramos a Felipe convirtiendo y bautizando a un alto funcionario de la reina de Etiopía, esto a apenas unos meses de la Resurrección de Jesús. Es el comienzo de ese testimonio que llevará al mismo Felipe a evangelizar hasta el actual Sudán al sur del río Nilo. Y el “motor” que impulsaba esa evangelización a todo el mundo era la fe Pascual, guiada por el Espíritu Santo que les había sido prometido y que recibieron en Pentecostés.

Aquél etíope encontró el Evangelio, no en el templo, sino en la carretera de Jerusalén a Gaza. ¡Jesús viene a nuestro encuentro en las calles, en las carreteras, en todos los caminos! El Evangelio es Palabra de Dios viva, y nos sale al paso donde menos lo imaginamos. Al igual que Felipe, todos estamos llamados a proclamar la Buena Noticia de la Resurrección a todo el que se cruce en nuestro camino.

En el pasaje evangélico que contemplamos hoy (Jn 6,44-51) Jesús se describe una vez más como el pan de vida que ha bajado del cielo: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él ya no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”.

“El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”… Juan sigue presentándonos a “Jesús Eucaristía”, poniendo en boca de Jesús un lenguaje eucarístico que nos presenta el pan que es su propia carne, para que el que crea y lo coma tenga vida eterna. La promesa de vida eterna. Restituir al hombre la inmortalidad que perdió con la caída y expulsión del paraíso. El hombre fue creado para ser inmortal; vivía en un jardín en el que había un árbol de la vida del que no podía comer, pues Yahvé le había advertido que “el día que comas de él, ten la seguridad de que vas a morir”. La soberbia llevó al hombre a comer del árbol, y la muerte entró en el mundo.

Jesús nos asegura que quien coma su cuerpo recuperará la inmortalidad. Se refiere, por supuesto, a esa vida eterna que trasciende a la muerte física, sobre la cual esta ya no tendrá poder. Pero para recibir los beneficios de ese alimento de vida eterna  es necesario creer; por eso, la frase “Yo soy en pan de vida” está precedida en este pasaje por esta aseveración de parte de Jesús: “Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna”.

Esas es la gran noticia de Jesús, la Buena Nueva por excelencia para nosotros. Si aceptamos su invitación a hacernos uno con Él en la Eucaristía, Él nos dará su vida eterna. ¿Aceptas?

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DÉCIMO SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 23-07-20

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Mt 13,10-17) continúa desmenuzando el pasaje más largo que leímos el decimoquinto domingo del tiempo ordinario, hace poco más de una semana, en el cual Jesús propone a los que le escuchan la parábola del sembrador. El pasaje de hoy sirve como paréntesis entre la parábola y la explicación de la misma que Jesús hace a sus discípulos más adelante (13,18-23).

“¿Por qué les hablas en parábolas?”, le preguntan sus discípulos. Jesús les contesta: “A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender”.

Anteriormente hemos dicho que el significado de las parábolas solo puede ser entendido por los que tienen una disposición favorable para con Dios, pues es algo que es concedido por pura gratuidad de parte de Dios a las personas de fe, y negado a los “autosuficientes”. Así, el que tiene fe entenderá cada día más y más de los misterios del Reino, y al que no tiene fe, “se le quitará hasta lo que tiene”.

Dios es un misterio, y la palabra “misterio” viene del griego antiguo μυστήριον (mystērion), que significa algo que no se puede comprender o explicar. Por eso ese misterio es comprendido solo por aquellos a quienes Dios se lo ha revelado y tienen la disposición de recibirlo. No es algo que dependa de la capacidad intelectual de la persona. Por el contrario, se trata de reconocer nuestra pequeñez y abrirnos a Dios con corazón humilde, sensible y dispuesto, pues Él siempre ha mostrado preferencia por los humildes y los débiles al momento de mostrarles las maravillas y los misterios del Reino (Cfr. Mt 11,25).

Jesús nos está diciendo que la verdad contenida en el Evangelio no es de orden intelectual. Es una verdad que solo se percibe cuando abrimos nuestro corazón al Amor incondicional de Dios, que es el Espíritu Santo que se derrama sobre nosotros y nos lo enseña todo (Jn 14,26).

Continúa diciendo el Señor a sus discípulos: “¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron”.

De ahí la importancia de invocar el Espíritu Santo para que venga en nuestro auxilio cuando leemos las Sagradas Escrituras, y nos ayude a entender las verdades de fe que Dios nos ha revelado en ellas para nuestra salvación, siempre bajo la guía del Magisterio de la Iglesia.

Cuando lees la Biblia, ¿lo haces como si fuera una novela u otra obra literaria, o como la Palabra de Dios viva?

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DÉCIMO CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 09-07-18

En la primera lectura de hoy (Os 2,16.17b-18.21-22), el profeta Oseas nos presenta la figura de Dios como amante de Israel. Más tarde, los “profetas mayores”, Jeremías, Isaías y Ezequiel retomarán esa figura de Dios-amante. Oseas nos presenta a Yahvé como el esposo-amante que se siente traicionado por su esposa infiel, que es el pueblo de Israel.

El mismo Oseas vivió en carne propia esa experiencia, pues Yahvé le ordenó casarse con una prostituta que le fue infiel: “Ve y cásate con una de esas mujeres que se entregan a la prostitución sagrada y ten hijos de esa prostituta. Porque el país se está prostituyendo al apartarse de Yahvé” (Os1,2).

El pasaje que nos ocupa hoy es parte de un cántico que ocupa casi todo el capítulo 2 del libro, que comienza con una denuncia y condena de la mujer infiel, para luego dar paso a ese coloquio amoroso lleno de perdón, misericordia y reconciliación. Es el reflejo del amor incondicional de Dios por nosotros, quien es capaz de seguir amándonos a pesar de nuestras infidelidades. Yahvé le dice a Oseas: “Vuelve a querer de nuevo a una mujer adúltera que hace el amor con otros, así como Yahvé ama a los hijos de Israel a pesar de que lo han dejado por otros dioses…” (3,1). Pero el pueblo de Israel no le hizo caso a Oseas, y continuó su decadencia, hasta culminar con la destrucción del reino del norte a manos de Asiria en el año 722 A.C.

¿Cuántas veces nos hemos “prostituido”, adorando otros “diosecillos” que nos apartan de nuestro Dios-esposo que es todo fidelidad? Pero Él nos sigue amando, “a pesar de que lo [hemos] dejado por otros dioses”. Y Él sigue esperándonos, como el esposo amante que espera a su esposa infiel para perdonarla y reconciliarse…

Se nos dice que la Palabra de Dios es viva y eficaz, que es tan vigente hoy como lo fue cuando fue escrita. Prestemos atención a lo que nos dijo a través de Oseas, hace alrededor de 2,300 años: “Escuchen lo que dice Yahvé, hijos de Israel. Yahvé tiene un pleito pendiente con la gente de esta tierra, porque no encuentra en su país ni sinceridad, ni amor, ni conocimiento de Dios. Solo hay juramentos en falso y mentiras, asesinato y robo, adulterio y violencia, crímenes y más crímenes. Por eso el país está en duelo y están deprimidos sus habitantes” (4,1-3a).

¿Les resulta familiar esta descripción? ¿No es acaso una descripción de lo que está viviendo nuestro pueblo? Dios nos sigue hablando a través de su Palabra. ¡Escuchémosle!

La lectura evangélica (Mt 9,18-26), por su parte, nos presenta la versión de Mateo de un episodio que aparece en los tres sinópticos, con sus consabidas variantes (Cfr. Mc 5,21-43; Lc 8,40-56), y que combina dos milagros, la curación de la hija de Jairo, y la curación de la hemorroísa. En nuestra reflexión para el pasado domingo XIII comentamos la versión de Marcos.

Esta lectura nos recalca la importancia de la fe, que es algo más que creer en Dios, es creerle, creer en su Palabra salvífica. Ahí estriba tal vez el problema de nuestra sociedad actual. Puede que creamos que Dios “existe”, pero, ¿le creemos y actuamos de conformidad? Mientras no lo hagamos, estaremos “al garete”, a merced del maligno…

Señor, ¡aumenta mi fe!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 19-04-18

La primera lectura de hoy (Hc 8,26-40) nos presenta a Felipe, quien ha salido de Jerusalén luego de la muerte de Esteban y ha continuado la propagación de la Buena Noticia, siguiendo el mandato de Jesús de ir por todo el mundo y proclamar el Evangelio (Mc 16,15), reiterado en la promesa de Jesús a los apóstoles antes de su ascensión (Hc 1,8) de que recibirían el Espíritu Santo y darían testimonio de Él hasta los confines de la tierra. Hoy encontramos a Felipe convirtiendo y bautizando a un alto funcionario de la reina de Etiopía, esto a apenas unos meses de la Resurrección de Jesús. Es el comienzo de ese testimonio que llevará al mismo Felipe a evangelizar hasta el actual Sudán al sur del río Nilo. Y el “motor” que impulsaba esa evangelización a todo el mundo era la fe Pascual, guiada por el Espíritu Santo que les había sido prometido y que recibieron en Pentecostés.

Aquél etíope encontró el Evangelio, no en el templo, sino en la carretera de Jerusalén a Gaza. ¡Jesús viene a nuestro encuentro en las calles, en las carreteras, en todos los caminos! El Evangelio es Palabra de Dios viva, y nos sale al paso donde menos lo imaginamos. Al igual que Felipe, todos estamos llamados a proclamar la Buena Noticia de la Resurrección a todo el que se cruce en nuestro camino.

En el pasaje evangélico que contemplamos hoy (Jn 6,44-51) Jesús se describe una vez más como el pan de vida que ha bajado del cielo: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él ya no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”.

“El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”… Juan sigue presentándonos a “Jesús Eucaristía”, poniendo en boca de Jesús un lenguaje eucarístico que nos presenta el pan que es su propia carne, para que el que crea y lo coma tenga vida eterna. La promesa de vida eterna. Restituir al hombre la inmortalidad que perdió con la caída y expulsión del paraíso. El hombre fue creado para ser inmortal; vivía en un jardín en el que había un árbol de la vida del que no podía comer, pues Yahvé le había advertido que “el día que comas de él, ten la seguridad de que vas a morir”. La soberbia llevó al hombre a comer del árbol, y la muerte entró en el mundo.

Jesús nos asegura que quien coma su cuerpo recuperará la inmortalidad. Se refiere, por supuesto, a esa vida eterna que trasciende a la muerte física, sobre la cual esta ya no tendrá poder. Pero para recibir los beneficios de ese alimento de vida eterna  es necesario creer; por eso, la frase “Yo soy en pan de vida” está precedida en este pasaje por esta aseveración de parte de Jesús: “Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna”.

Esas es la gran noticia de Jesús, la Buena Nueva por excelencia para nosotros. Si aceptamos su invitación a hacernos uno con Él en la Eucaristía, Él nos dará su vida eterna. ¿Aceptas?