El Evangelio de hoy (Mt 22,1-14) nos presenta otra de las parábolas del Reino. Esta vez Jesús compara el Reino con un banquete de bodas. En la lectura que contemplamos hoy, Jesús continúa enfatizando la apertura del Reino a todos por igual, sin distinción entre “malos y buenos”.
En esta ocasión el mensaje gira en torno a la invitación, al llamado, a la vocación (de latín vocatio, que a su vez se deriva de vocare = llamar) que todos recibimos para participar del “banquete” del Reino (nuestra vocación a la santidad), y la respuesta que damos a la misma.
Nos narra la parábola que un rey celebraba la boda de su hijo con un gran banquete y envió a sus criados a invitar a sus numerosos invitados y ninguno aceptó. Envió nuevamente a los criados, pero algunos convidados prefirieron atender sus asuntos (“uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios”), mientras los restantes mataron a los criados. Esto provocó que el rey montara en cólera y mandara matar a los asesinos e incendiar su ciudad.
Entonces el rey dijo a sus criados: “‘La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda’. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos”.
Esta parábola pone de relieve que normalmente cuando estamos satisfechos con lo que tenemos, no sentimos necesidad de nada más, ni siquiera de Dios. Y cuando recibimos su invitación, hay otras cosas que en ese momento son más importantes (mi trabajo, mi negocio, mis propiedades, mi familia, mi auto, mis diversiones). Está claro que la entrada al banquete del Reino requiere una invitación. Pero hay que aceptar esa invitación ahora, porque la mesa está servida, y lo que se nos ofrece es superior a cualquier otra cosa que podamos imaginar. Por eso Jesús nos dice: “El que a causa de mi Nombre deje casa, hermanos o hermanas, padre, madre, hijos o campos, recibirá cien veces más y obtendrá como herencia la Vida eterna” (Mt 19,29). Pero si algo caracteriza a Jesús es que nos invita pero no nos obliga.
Otra característica de la invitación de Jesús expresada en la parábola, es su insistencia. Él nunca se cansa de invitarnos, de llamarnos a su mesa (Cfr. Ap 3,20). Jesús quiere que TODOS nos salvemos. Por eso el rey recibió a todos, “malos y buenos”, hasta que “la sala de banquetes se llenó de comensales”.
Pero, como hemos dicho en ocasiones anteriores, la invitación de Jesús viene acompañada de lo que yo llamo la “letra chica”, las condiciones del seguimiento, que muchos encuentran “duras” (Cfr. Jn 6,60), por lo que optan por rechazar la invitación, mientras otros pretenden aceptar la invitación al banquete sin “vestirse de fiesta”. Ante estos últimos el rey dijo a sus criados: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. “Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos”.
Señor, dame la gracia para aceptar tu invitación con alegría sin que mis “asuntos” me impidan asistir “vestido de fiesta” para ser contado entre el grupo de los “escogidos” a participar del banquete de bodas del Cordero (Cfr. Ap 19,9).
Hoy, jueves posterior a la solemnidad de
Pentecostés, celebramos la Fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. Por
ello, nos apartamos momentáneamente de las lecturas del tiempo ordinario para
dar paso a las lecturas propias de la Fiesta.
Como primera lectura la liturgia nos ofrece
dos alternativas. La primera de ellas es el “Cuarto canto del Siervo” (Is
52,13-15; 53,1-12). Este pasaje prefigura la pasión de Cristo y su muerte
redentora. Es el que contiene los versículos que leía el eunuco de la reina
Candace de Etiopía (“Como oveja fue llevado al matadero; y como cordero que no
se queja ante el que lo esquila, así él no abrió la boca. En su humillación, le
fue negada la justicia. ¿Quién podrá hablar de su descendencia, ya que su vida
es arrancada de la tierra?”), a quien Felipe se le acercó y se los explicó,
aprovechando para anunciarle la Buena Nueva de Jesús, luego de lo cual, el
etíope pidió ser bautizado (Hc 8,26-40).
Esa imagen del “cordero”, que sin abrir la
boca es conducido al matadero, fue sin duda la que motivó a Juan a referirse a
Jesús como el “cordero de Dios” (Jn 1,36) que quita el pecado del mundo. En
este pasaje, profundo en su contenido y en su significado, encontramos un
diálogo en el que participan Dios y una multitud anónima con la cual podemos
identificarnos. Y si leemos y meditamos el canto, podemos comprender el alcance
de la pasión y muerte redentora de Jesús, que Él mismo constituyó en memorial, “como
sacerdote excelso al frente de la casa de Dios”, mediante la institución de la
Eucaristía (ver la otra lectura alternativa propuesta para hoy – Hb 10,12-23).
La lectura evangélica de hoy es la narración
que nos legó Lucas de la institución de la Eucaristía (Lc 22,14-20). “Con ansia
he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”. Esas palabras de
Jesús reflejan su corazón sacerdotal, su deseo de no abandonar a los suyos. Él había
prometido enviarnos “otro” consolador, “otro” paráclito (Jn 14,16). Se refería
a “otro” consolador porque si bien es cierto que el Espíritu Santo nos acompaña
en todo momento y lugar, Él mismo, Jesús-Eucaristía, es también nuestro
consolador. Para eso instituyó la Eucaristía. Él tenía padecer su pasión y
muerte para luego ascender al Padre, pero su amor le movía a permanecer entre
nosotros. Así que decidió quedarse Él mismo con nosotros en las especies
eucarísticas. De paso, como Sumo y Eterno Sacerdote, nos santificó legándonos
el memorial de su pasión.
En nuestro bautismo todos hemos sido
configurados con Cristo como sacerdotes, profetas y reyes. Así, ejerciendo nuestro
sacerdocio común, cada vez que participamos de la celebración eucarística, nos
ofrecernos a nosotros mismos como hostias vivas, uniendo nuestro sacrificio al
único y eterno sacrificio ofrecido por Él para nuestra salvación, en una
completa oblación al Padre.
Hoy es también un día para orar por nuestros
sacerdotes, para que el Señor les brinde las fuerzas y la perseverancia para
ejercer su sacerdocio sacramental, que permite a Jesús, Sumo y Eterno
Sacerdote, continuar ejerciendo el suyo a través de ellos.
La primera lectura de hoy (Hc 8,26-40) nos
presenta a Felipe, quien ha salido de Jerusalén luego de la muerte de Esteban y
ha continuado la propagación de la Buena Noticia, siguiendo el mandato de Jesús
de ir por todo el mundo y proclamar el Evangelio (Mc 16,15), reiterado en la
promesa de Jesús a los apóstoles antes de su ascensión (Hc 1,8) de que
recibirían el Espíritu Santo y darían testimonio de Él hasta los confines de la
tierra. Hoy encontramos a Felipe convirtiendo y bautizando a un alto
funcionario de la reina de Etiopía, esto a apenas unos meses de la Resurrección
de Jesús. Es el comienzo de ese testimonio que llevará al mismo Felipe a
evangelizar hasta el actual Sudán al sur del río Nilo. Y el “motor” que impulsaba
esa evangelización a todo el mundo era la fe Pascual, guiada por el Espíritu
Santo que les había sido prometido y que recibieron en Pentecostés.
Aquél etíope encontró el Evangelio, no en el
templo, sino en la carretera de Jerusalén a Gaza. ¡Jesús viene a nuestro
encuentro en las calles, en las carreteras, en todos los caminos! El Evangelio
es Palabra de Dios viva, y nos sale al paso donde menos lo imaginamos. Al igual
que Felipe, todos estamos llamados a proclamar la Buena Noticia de la
Resurrección a todo el que se cruce en nuestro camino.
En el pasaje evangélico que contemplamos hoy
(Jn 6,44-51) Jesús se describe una vez más como el pan de vida que ha bajado
del cielo: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto
el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma
de él ya no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de
este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del
mundo”.
“El pan que yo daré es mi carne para la vida
del mundo”… Juan sigue presentándonos a “Jesús Eucaristía”, poniendo en boca de
Jesús un lenguaje eucarístico que nos presenta el pan que es su propia carne,
para que el que crea y lo coma tenga vida eterna. La promesa de vida eterna. Restituir
al hombre la inmortalidad que perdió con la caída y expulsión del paraíso. El
hombre fue creado para ser inmortal; vivía en un jardín en el que había un
árbol de la vida del que no podía comer, pues Yahvé le había advertido que “el
día que comas de él, ten la seguridad de que vas a morir”. La soberbia llevó al
hombre a comer del árbol, y la muerte entró en el mundo.
Jesús nos asegura que quien coma su cuerpo recuperará
la inmortalidad. Se refiere, por supuesto, a esa vida eterna que trasciende a
la muerte física, sobre la cual esta ya no tendrá poder. Pero para recibir los
beneficios de ese alimento de vida eterna
es necesario creer; por eso, la frase “Yo soy en pan de vida” está
precedida en este pasaje por esta aseveración de parte de Jesús: “Os lo
aseguro: el que cree tiene vida eterna”.
Esas es la gran noticia de Jesús, la Buena
Nueva por excelencia para nosotros. Si aceptamos su invitación a hacernos uno
con Él en la Eucaristía, Él nos dará su vida eterna. ¿Aceptas?
El Evangelio que la liturgia propone para hoy
(Lc 1,1-4; 4,14-21) contiene el pasaje del llamado “discurso programático” de
Jesús, recogido en la lectura del libro de Isaías que Jesús leyó en la sinagoga
de Nazaret, donde se había criado.
Al finalizar la lectura, Jesús enrolló el
libro, lo devolvió al que le ayudaba, y dijo: “Hoy se cumple esta Escritura que
acabáis de oír”. Es en este momento que queda definida la misión de Jesús,
asistido por el Espíritu Santo. Nos encontramos en el inicio de esa misión que
culminará con su Misterio Pascual (pasión, muerte y resurrección). Pero antes
de ascender en gloria a los cielos, nos encomendó a nosotros, la Iglesia, la tarea
de continuar su misión: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda
la creación” (Mc 16,15).
Y a cada uno de nosotros corresponde una tarea
distinta en esa evangelización. Sobre eso nos habla san Pablo en la segunda
lectura de hoy (1 Cor 12,12-30). En esta carta san Pablo nos presenta a la
Iglesia como cuerpo de Cristo: “Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos
miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo
cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y
libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo….
El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo… Dios distribuyó el cuerpo y cada
uno de los miembros como él quiso. Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde
estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno
solo… Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro. Y
Dios os ha distribuido en la Iglesia…”
El éxito de la misión evangelizadora de la
Iglesia depende de cada uno de sus miembros, pues de lo contrario quedaría
coja, o muda, o tuerta, o manca. Una diversidad de carismas (Cfr. 1 Co 12,11) puestas al servicio de
un fin común: cumplir el mandato de ir por todo el mundo a proclamar la Buena
Nueva a toda la creación.
Aunque en una época se pensaba en esos
carismas del Espíritu como don extraordinario, casi milagroso, concedido de
manera excepcional a unos “escogidos”, el Concilio Vaticano II dejó claramente
establecido que “el mismo Espíritu Santo, no solamente santifica y dirige al
pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las
virtudes, sino que ‘distribuyendo sus dones a cada uno según quiere’ (1 Co 12,
11), reparte entre toda clase de fieles, gracias incluso especiales, con las
que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios
provechosos para la renovación y más amplia y provechosa edificación de la
Iglesia” (Lumen Gentium 12). Eso nos
incluye a ti y a mí. ¡Atrévete!
En este día del Señor, pidámosle que nos
permita reconocer los dones que el Espíritu ha derramado sobre nosotros, y nos
conceda la gracia de ponerlos al servicio de su cuerpo, que es la Iglesia, para
continuar Su misión evangelizadora.
El evangelio que leemos en la liturgia para
hoy (Mt 22,1-14) nos presenta la parábola del banquete de bodas. En esta
parábola Jesús compara el Reino de los cielos con un banquete de bodas, y al
anuncio de la Buena Nueva del Reino con la invitación al banquete. Ya se acerca
su hora, Jesús sabe que su tiempo se acaba y está “pasando balance” de su
gestión.
Jesús está consciente que los suyos (los
judíos) no “aceptaron su invitación” (“Vino a los suyos, y los suyos no lo
recibieron”. – Jn 1,11), no le hicieron caso. Cada cual siguió ocupándose de
“lo suyo”. Para estos, sus asuntos eran más importantes que la invitación. Inclusive
llegaron al extremo de agredir físicamente a los portadores de la invitación.
¡Cuántas veces tenemos que sufrir esos desplantes los que nos convertimos en
portadores de la Buena Nueva!
Ante el desplante de sus invitados, el rey
pide a sus criados que inviten a todos los que encuentren por el camino: “Id
ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a
la boda”. Y los criados, salieron a los caminos e invitaron a todos los que
encontraron, “malos y buenos”.
Resulta claro que el Reino es para todos,
malos y buenos; tan solo hay que aceptar la invitación y “ponerse el traje de
fiesta”. Todos hemos sido invitados al banquete de bodas del Reino. Pero como
hemos dicho en días anteriores, esa invitación tiene unas condiciones, una
“letra chica”. Tenemos que dejar atrás nuestra vestimenta vieja para vestir del
traje de gala que amerita el banquete de bodas.
Hay un versículo de esta lectura que resulta
un poco desconcertante. Me refiero al tratamiento severo que el rey la da al
que no vino ataviado con el vestido de fiesta: “Atadlo de pies y manos y
arrojadlo fuera, a las tinieblas” (v. 13). Se han escrito “ríos de tinta” sobre
el posible significado de este verso, pero los exégetas no se ponen de acuerdo
sobre qué estaba pensando Jesús cuando dijo esa frase (incluyendo el tenebroso
“llanto y rechinar de dientes” que le sigue). Tal vez la respuesta esté en la
oración que antecede a la condenación: “El otro no abrió la boca”. Otras
versiones dicen “El hombre se quedó callado”. En otras palabras, se le dio la
oportunidad y la ignoró. Se le invitó, vino a la boda, se le dijo que no estaba
vestido apropiadamente, y en lugar de corregir la situación, optó por quedarse
callado. Es decir, compró su propia condenación. Me recuerda el pasaje de la
Primera Carta a los Corintios, en el que Pablo nos narra la Cena del Señor,
refiriéndose a los que se acercan a la Eucaristía sin la debida preparación:
“El que come y bebe indignamente, come y bebe su propia condenación” (11,29).
No hay duda que el Señor nos invita a todos a
su Reino, santos y pecadores. Pero para ser acreedores de sentarnos al “mesa
del banquete”, lo menos que podemos hacer es lavar nuestra túnica. Así
llegaremos a formar parte de aquella multitud, “imposible de contar” de toda
nación, raza, pueblo y lengua, que harán su entrada en el salón del trono del
Cordero, “vestidos con sus vestiduras blancas” (Cfr. Ap 7,9).
Hemos recibido la invitación. Tenemos dos
opciones: la aceptamos o la rechazamos. Si la aceptamos, lo menos que podemos
hacer es ir vestidos apropiadamente. Anda, ¡ve a reconciliarte!
Hoy, jueves posterior a la solemnidad de
Pentecostés, celebramos la Fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. Por
ello, nos apartamos momentáneamente de las lecturas del tiempo ordinario para
dar paso a las lecturas propias de la Fiesta.
Como primera lectura la liturgia nos ofrece
dos alternativas. La primera de ellas es el “Cuarto canto del Siervo” (Is
52,13-15; 53,1-12). Este pasaje prefigura la pasión de Cristo y su muerte
redentora. Es el que contiene los versículos que leía el eunuco de la reina
Candace de Etiopía (“Como oveja fue llevado al matadero; y como cordero que no
se queja ante el que lo esquila, así él no abrió la boca. En su humillación, le
fue negada la justicia. ¿Quién podrá hablar de su descendencia, ya que su vida
es arrancada de la tierra?”), a quien Felipe se le acercó y se los explicó,
aprovechando para anunciarle la Buena Nueva de Jesús, luego de lo cual, el
etíope pidió ser bautizado (Hc 8,26-40).
Esa imagen del “cordero”, que sin abrir la
boca es conducido al matadero, fue sin duda la que motivó a Juan a referirse a
Jesús como el “cordero de Dios” (Jn 1,36) que quita el pecado del mundo. En
este pasaje, profundo en su contenido y en su significado, encontramos un
diálogo en el que participan Dios y una multitud anónima con la cual podemos
identificarnos. Y si leemos y meditamos el canto, podemos comprender el alcance
de la pasión y muerte redentora de Jesús, que Él mismo constituyó en memorial, “como
sacerdote excelso al frente de la casa de Dios”, mediante la institución de la
Eucaristía (ver la otra lectura alternativa propuesta para hoy – Hb 10,12-23).
La lectura evangélica de hoy es la narración
que nos legó Lucas de la institución de la Eucaristía (Lc 22,14-20). “Con ansia
he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”. Esas palabras de
Jesús reflejan su corazón sacerdotal, su deseo de no abandonar a los suyos. Él había
prometido enviarnos “otro” consolador, “otro” paráclito (Jn 14,16). Se refería
a “otro” consolador porque si bien es cierto que el Espíritu Santo nos acompaña
en todo momento y lugar, Él mismo, Jesús-Eucaristía, es también nuestro
consolador. Para eso instituyó la Eucaristía. Él tenía padecer su pasión y
muerte para luego ascender al Padre, pero su amor le movía a permanecer entre
nosotros. Así que decidió quedarse Él mismo con nosotros en las especies
eucarísticas. De paso, como Sumo y Eterno Sacerdote, nos santificó legándonos
el memorial de su pasión.
En nuestro bautismo todos hemos sido
configurados con Cristo como sacerdotes, profetas y reyes. Así, ejerciendo nuestro
sacerdocio común, cada vez que participamos de la celebración eucarística, nos
ofrecernos a nosotros mismos como hostias vivas, uniendo nuestro sacrificio al
único y eterno sacrificio ofrecido por Él para nuestra salvación, en una
completa oblación al Padre.
Hoy es también un día para orar por nuestros
sacerdotes, para que el Señor les brinde las fuerzas y la perseverancia para
ejercer su sacerdocio sacramental, que permite a Jesús, Sumo y Eterno
Sacerdote, continuar ejerciendo el suyo a través de ellos.
En el relato evangélico de ayer (Mc 6,7-13), se
nos presentaba a Jesús haciendo el primer “envío” de sus discípulos. Los envió
de dos en dos, así que descenderían sobre seis ciudades o aldeas a la vez. Pero
aun así, esa misión puede haber tomado meses. El evangelista no nos dice qué
hizo Jesús durante esos meses. A mí me gusta pensar que debe haber aprovechado
ese tiempo para visitar a su madre, sobre quien los evangelios guardan un
silencio total durante esta etapa de su vida. Trato de imaginarme la escena, y
la felicidad que se dibujó en el rostro de María al ver a su hijo acercarse a
la casa.
De todos modos, Marcos aprovecha ese
“paréntesis” en la narración para intercalar el relato de la muerte de Juan el
Bautista (6,14-29). Algunos ven en este relato un anuncio por parte del
evangelista de la suerte que habría de correr Jesús a consecuencia de la
radicalidad de su mensaje. Juan había merecido la pena de muerte por haber
denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían los de su tiempo,
ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con Herodías, la esposa
de su hermano Herodes Filipo. Jesús, al denunciar la opresión de los pobres y
marginados, y los pecados de las clases dominantes, se ganaría el odio de los
líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían asesinándolo.
Marcos coloca este relato con toda intención
después del envío de los doce, para significar la suerte que podía esperarles a
ellos también, pues la predicación de todo el que sigue el ejemplo del Maestro
va a provocar controversia, porque va a obligar a los que lo escuchan a
enfrentarse a sus pecados. De este modo, el martirio de Juan el Bautista se
convierte también en un anuncio para los “doce” sobre la suerte que ha de
esperarles.
Hoy nosotros estamos llamados a volver los
ojos a Cristo, “el mismo ayer y hoy y siempre”, como termina la primera lectura
de hoy, tomada del último capítulo de la carta a los Hebreos (13, 1-8). El
autor finaliza su carta con una serie de consejos para llevar una vida virtuosa
de acuerdo con las enseñanzas de Jesús. Virtudes que cobran relevancia en la
sociedad desordenada y egoísta que nos ha tocado vivir: la hospitalidad, la
compasión por los que se ven privados de su libertad, por los enfermos y los
que sufren por cualquier causa, el respeto a la santidad del matrimonio, la
confianza en la Divina Providencia, y el agradecimiento a los predicadores y
gobernantes.
Esa conducta y ese mensaje pueden resultar
escandalosos, especialmente para aquellos que adelantan una agenda que pretende
desvirtuar la institución de la familia y el matrimonio, quienes nos criticarán
e intentarán acallarnos. El autor nos exhorta a poner toda nuestra confianza en
Dios, citando el Salmo 118: “El Señor es mi auxilio: nada temo; ¿qué podrá
hacerme el hombre?”
Esa es la confianza que debemos tener cuando
llevemos a cabo nuestra misión profética de anunciar la Buena Nueva y denunciar
el pecado y la injusticia donde les veamos. Para eso fuimos ungidos en nuestro
bautismo.
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12)
nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalara que Lucas
es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos
narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
El evangelio que leemos en la liturgia para
hoy (Mt 22,1-14) nos presenta la parábola del banquete de bodas. En esta
parábola Jesús compara el Reino de los cielos con un banquete de bodas, y al
anuncio de la Buena Nueva del Reino con la invitación al banquete. Ya se acerca
su hora, Jesús sabe que su tiempo se acaba y está “pasando balance” de su
gestión.
Jesús está consciente que los suyos (los
judíos) no “aceptaron su invitación” (“Vino a los suyos, y los suyos no lo
recibieron”. – Jn 1,11), no le hicieron caso. Cada cual siguió ocupándose de
“lo suyo”. Para estos, sus asuntos eran más importantes que la invitación. Inclusive
llegaron al extremo de agredir físicamente a los portadores de la invitación.
¡Cuántas veces tenemos que sufrir esos desplantes los que nos convertimos en
portadores de la Buena Nueva!
Ante el desplante de sus invitados, el rey
pide a sus criados que inviten a todos los que encuentren por el camino: “Id
ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a
la boda”. Y los criados, salieron a los caminos e invitaron a todos los que
encontraron, “malos y buenos”.
Resulta claro que el Reino es para todos,
malos y buenos; tan solo hay que aceptar la invitación y “ponerse el traje de
fiesta”. Todos hemos sido invitados al banquete de bodas del Reino. Pero como
hemos dicho en días anteriores, esa invitación tiene unas condiciones, una
“letra chica”. Tenemos que dejar atrás nuestra vestimenta vieja para vestir del
traje de gala que amerita el banquete de bodas.
Hay un versículo de esta lectura que resulta un poco desconcertante. Me refiero al tratamiento severo que el rey la da al que no vino ataviado con el vestido de fiesta: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas” (v. 13). Se han escrito “ríos de tinta” sobre el posible significado de este verso, pero los exégetas no se ponen de acuerdo sobre qué estaba pensando Jesús cuando dijo esa frase (incluyendo el tenebroso “llanto y rechinar de dientes” que le sigue). Tal vez la respuesta esté en la oración que antecede a la condenación: “El otro no abrió la boca”. Otras versiones dicen “El hombre se quedó callado”. En otras palabras, se le dio la oportunidad y la ignoró. Se le invitó, vino a la boda, se le dijo que no estaba vestido apropiadamente, y en lugar de corregir la situación, optó por quedarse callado. Es decir, compró su propia condenación. Me recuerda el pasaje de la Primera Carta a los Corintios, en el que Pablo nos narra la Última Cena, refiriéndose a los que se acercan a la Eucaristía sin la debida preparación: “El que come y bebe indignamente, come y bebe su propia condenación” (11,29).
No hay duda que el Señor nos invita a todos a
su Reino, santos y pecadores. Pero para ser acreedores de sentarnos al “mesa
del banquete”, lo menos que podemos hacer es lavar nuestra túnica. Así
llegaremos a formar parte de aquella multitud, “imposible de contar” de toda
nación, raza, pueblo y lengua, que harán su entrada en el salón del trono del
Cordero, “vestidos con sus vestiduras blancas” (Cfr. Ap 7,9).
Hemos recibido la
invitación. Tenemos dos opciones: la aceptamos o la rechazamos. Si la
aceptamos, lo menos que podemos hacer es ir vestidos apropiadamente.
Hoy, jueves posterior a la solemnidad de
Pentecostés, celebramos la Fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. Por
ello, nos apartamos momentáneamente de las lecturas del tiempo ordinario para
dar paso a las lecturas propias de la Fiesta.
Como primera lectura la liturgia nos ofrece
dos alternativas. La primera de ellas es el “Cuarto canto del Siervo” (Is
52,13-15; 53,1-12). Este pasaje prefigura la pasión de Cristo y su muerte
redentora. Es el que contiene los versículos que leía el eunuco de la reina
Candace de Etiopía (“Como oveja fue llevado al matadero; y como cordero que no
se queja ante el que lo esquila, así él no abrió la boca. En su humillación, le
fue negada la justicia. ¿Quién podrá hablar de su descendencia, ya que su vida
es arrancada de la tierra?”), a quien Felipe se le acercó y se los explicó,
aprovechando para anunciarle la Buena Nueva de Jesús, luego de lo cual, el
etíope pidió ser bautizado (Cfr. Hc 8,26-40).
Esa imagen del “cordero”, que sin abrir la
boca es conducido al matadero, fue sin duda la que motivó a Juan a referirse a
Jesús como el “cordero de Dios” (Jn 1,36) que quita el pecado del mundo. En
este pasaje, profundo en su contenido y en su significado, encontramos un
diálogo en el que participan Dios y una multitud anónima con la cual podemos
identificarnos. Y si leemos y meditamos el canto, podemos comprender el alcance
de la pasión y muerte redentora de Jesús, que Él mismo constituyó en memorial, “como
sacerdote excelso al frente de la casa de Dios”, mediante la institución de la
Eucaristía (ver la otra lectura alternativa propuesta para hoy – Hb 10,12-23).
La lectura evangélica de hoy es la narración
que nos legó Lucas de la institución de la Eucaristía (Lc 22,14-20). “Con ansia
he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”. Esas palabras de
Jesús reflejan su corazón sacerdotal, su deseo de no abandonar a los suyos. Él había
prometido enviarnos “otro” consolador, “otro” paráclito (Jn 14,16). Se refería
a “otro” consolador porque si bien es cierto que el Espíritu Santo nos acompaña
en todo momento y lugar, Él mismo, Jesús-Eucaristía, es también nuestro
consolador. Para eso instituyó la Eucaristía. Él tenía padecer su pasión y
muerte para luego ascender al Padre, pero su amor le movía a permanecer entre
nosotros. Así que decidió quedarse Él mismo con nosotros en las especies
eucarísticas. De paso, como Sumo y Eterno Sacerdote, nos santificó legándonos
el memorial de su pasión.
En nuestro bautismo todos hemos sido
configurados con Cristo como sacerdotes, profetas y reyes. Así, ejerciendo nuestro
sacerdocio común, cada vez que participamos de la celebración eucarística, nos
ofrecernos a nosotros mismos como hostias vivas, uniendo nuestro sacrificio al
único y eterno sacrificio ofrecido por Él para nuestra salvación, en una
completa oblación al Padre.
Hoy es también un día para orar por nuestros
sacerdotes, para que el Señor les brinde las fuerzas y la perseverancia para
ejercer su sacerdocio sacramental, que permite a Jesús, Sumo y Eterno
Sacerdote, continuar ejerciendo el suyo a través de ellos.