En este corto comentamos la “parábola del banquete” y el mensaje que nos transmite sobre nuestra vocación común a la santidad que nos permitirá participar del banquete del Reino para celebrar la boda del Cordero.
La liturgia de hoy nos presenta como primera lectura un pasaje del libro más corto de la Biblia (2 Jn 4-9), tan corto que ni tan siquiera está dividido en capítulos y tiene apenas trece versículos. La carta está dirigida a una comunidad desconocida, a quien el apóstol se refiere como “Señora elegida”.
Dos temas se tratan en la carta: el mandamiento y primacía del amor, y la importancia de la creencia en la encarnación de Cristo.
Sobre el primero Juan le expresa a la comunidad que no les dice nada nuevo, que meramente desea reiterar “el mandamiento que tenemos desde el principio, amarnos unos a otros”, y que debe regir nuestra conducta como cristianos. A renglón seguido añade que “amar significa seguir los mandamientos de Dios”. Una fórmula tan sencilla como compleja por sus profundas implicaciones.
El mismo Juan dirá más adelante al escribir su relato evangélico que Jesús resumió todos los mandamientos en uno: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,34-35). En otras palabras, el que ama cumple todos los mandamientos, pues todos los mandamientos tienen como denominador común el amor; amor a Dios y amor al prójimo.
El segundo tema que plantea Juan en su carta se refiere a los herejes que negaban la encarnación del Verbo (herejía que aún persiste en nuestro tiempo): “Es que han salido en el mundo muchos embusteros, que no reconocen que Jesucristo vino en la carne. El que diga eso es el embustero y el anticristo”. Juan fue el primero en utilizar la palabra “anticristo” para referirse a aquellos que se oponen o pretenden sustituir a Cristo (Cfr. 1 Jn 2,18; 4,3).
El apóstol enfatiza a los destinatarios de esta carta que todo el que se “propasa” y no permanece en la doctrina de Cristo no posee a Dios. Esta aseveración es consistente con las palabras que el mismo Juan pone en boca de Jesús en su Evangelio: “Nadie va al Padre, sino por mí. Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto. El que me ha visto, ha visto al Padre” (Jn 14,6b-7.9b). Está claro que si Cristo no se hubiera encarnado no habríamos tenido la plena revelación de Dios, que se concretiza cuando “llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la Ley” (Gal 4,4). En otras palabras, solo encontramos a Dios en la “encarnación de Dios”, en Jesucristo.
Gracias Padre, porque te dignaste encarnar a tu Hijo para que conociéndolo a Él llegáramos al conocimiento de tu persona, y de tu infinito amor que has derramado sobre nosotros por el Espíritu Santo que nos has dado (Rm, 5,5).
En el Evangelio de hoy Lucas nos muestra la imagen de Jesús típica de él: como predicador itinerante, recorriendo ciudades y aldeas enseñando (Lc 13,22-30). En este pasaje encontramos a “uno” de los que le escuchaba preguntarle: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”. De nuevo alguien anónimo; tú o yo. La pregunta no es la correcta, pues la preocupación no debe ser “cuántos” se van a salvar, sino cómo, qué hay que hacer para salvarse.
Y en el estilo típico de Jesús, opta por no contestar directamente la pregunta, sino hacerlo a través de una parábola: “Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: ‘Señor, ábrenos’; y él os replicará: ‘No sé quiénes sois’. Entonces comenzaréis a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él os replicará: ‘No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados’… Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”.
El que le formula la pregunta, uno de los que le seguía, parece partir de la premisa que él pertenece al número de los “escogidos”. Eso nos pasa a muchos de los que nos sentamos a su mesa (recibimos la Eucaristía) y estamos presentes cuando “enseña en nuestras plazas” (la liturgia de la Palabra); creemos que por eso ya estamos salvados. El problema es que no sabemos cuándo va a llegar el Amo de la casa y cerrar la puerta. En ese momento, ¿estaremos adentro (en gracia), o estaremos afuera (en pecado)?
Está claro que la salvación no va a depender de a qué religión “pertenecemos”, ni a cuántas misas hemos asistido, ni cuántos sacramentos hemos recibido. Muchos de los llamados “pecadores” pueden experimentar una verdadera conversión a última hora y esos estarán “adentro” cuando se cierren las puertas (Cfr. Lc 23,40-43). Y muchos de los que se “sientan a la mesa” a menudo, y van y vienen se quedarán afuera cuando el Amo “cierre las puertas”. Como nos dice el mismo Jesús en el Evangelio según san Mateo: “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán aquel Día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: ¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!” (Mt 7,21-23).
No se trata de “creer” en Jesús, se trata de “creerle”. Y si le creemos, no nos limitaremos a esa mera profesión de fe; le seguiremos y actuaremos acorde a sus enseñanzas, “haremos la voluntad del Padre celestial”. Se trata de unir la fe a las obras (St 2,14-26). Y el secreto para lograrlo es uno: vivir el Amor de Dios; amarlo y amar a los demás como Él nos ama (Jn 13,34).
Hoy, pidamos al Señor el don de la perseverancia en la fe y las obras.
La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 22,34-40) nos dice que un fariseo se acercó a Jesús y le preguntó: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?”. Los fariseos y los escribas tenían prácticamente una obsesión con el tema de los mandamientos y los pecados. La Mitzvá contiene 613 preceptos (248 mandatos y 365 prohibiciones), y los escribas y fariseos gustaban de discutir sobre ellos, enfrascándose en polémicas sobre cuales eran más importantes que otros.
La respuesta de Jesús no se hizo esperar: “‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser’. (Dt 6,4-5). Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ (Lv 19,18). Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas”.
Si leemos el libro del Deuteronomio, este mandamiento está precedido por “Escucha, Israel” (el famoso Shemá)… Tenemos que ponernos a la escucha de esa Palabra que es viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos (Hb 4,12-13), que nos interpela. Una Palabra ante la cual no podemos permanecer indiferentes. La aceptamos o la rechazamos. No se trata pues, de una escucha pasiva; Dios espera una respuesta de nuestra parte. Cuando la aceptamos no tenemos otra alternativa que ponerla en práctica, como los Israelitas cuando le dijeron a Moisés: “acércate y escucha lo que dice el Señor, nuestro Dios, y luego repítenos todo lo que él te diga. Nosotros lo escucharemos y lo pondremos en práctica”. O como le dijo Jesús a los que le dijeron que su madre y sus hermanos le buscaban: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8,21). Hay que actuar conforme a esa Palabra. No se trata tan solo de “creer” en Dios, tenemos que “creerle” a Dios y actuar de conformidad. El principio de la fe. Ya en otras ocasiones hemos dicho que la fe es algo que se ve.
¿Y qué nos dice el texto de la Ley citado por Jesús? “Amarás al Señor tu Dios”. ¿Y cómo ha de ser ese amar? “Con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Que no quede duda. Jesús quiere abarcar todas las maneras posibles, todas las facultades de amar. Amor absoluto, sin dobleces, incondicional (a Jesús no le gustan los términos medios). Corresponder al Amor que Dios nos profesa. Pero no se detiene ahí. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Consecuencia inevitable de abrirnos al Amor de Dios. Cuando nos abrimos al amor de Dios no tenemos otra alternativa que amar de igual manera.
La fórmula que nos propone Jesús es sencilla. Dos mandamientos cortos. Cumpliéndolos cumples todos los demás. La dificultad está en la práctica. Se trata de escuchar la Palabra y “ponerla en práctica”. Nadie dijo que era fácil (Dios los sabe), pero si queremos estar cada vez más cerca del Reino tenemos que seguir intentándolo.
En el Evangelio de hoy Lucas nos muestra la
imagen de Jesús típica de él: como predicador itinerante, recorriendo ciudades
y aldeas enseñando (Lc 13,22-30). En este pasaje encontramos a “uno” de los que
le escuchaba preguntarle: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”. De nuevo
alguien anónimo; tú o yo. La pregunta no es la correcta, pues la preocupación
no debe ser “cuántos” se van a salvar, sino cómo, qué hay que hacer para
salvarse.
Y en el estilo típico de Jesús, opta por no
contestar directamente la pregunta, sino hacerlo a través de una parábola: “Cuando
el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis
a la puerta, diciendo: ‘Señor, ábrenos’; y él os replicará: ‘No sé quiénes sois’.
Entonces comenzaréis a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado
en nuestras plazas’. Pero él os replicará: ‘No sé quiénes sois. Alejaos de mí,
malvados’… Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán
a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y
primeros que serán últimos”.
El que le formula la pregunta, uno de los que
le seguía, parece partir de la premisa que él pertenece al número de los
“escogidos”. Eso nos pasa a muchos de los que nos sentamos a su mesa (recibimos
la Eucaristía) y estamos presentes cuando “enseña en nuestras plazas” (la
liturgia de la Palabra); creemos que por eso ya estamos salvados. El problema
es que no sabemos cuándo va a llegar el Amo de la casa y cerrar la puerta. En
ese momento, ¿estaremos adentro (en gracia), o estaremos afuera (en pecado)?
Está claro que la salvación no va a depender
de a qué religión “pertenecemos”, ni a cuántas misas hemos asistido, ni cuántos
sacramentos hemos recibido. Muchos de los llamados “pecadores” pueden
experimentar una verdadera conversión a última hora y esos estarán “adentro”
cuando se cierren las puertas (Cfr. Lc
23,40-43). Y muchos de los que se “sientan a la mesa” a menudo, y van y vienen
se quedarán afuera cuando el Amo “cierre las puertas”. Como nos dice el mismo
Jesús en el Evangelio según san Mateo: “No todo el que me diga: Señor, Señor,
entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre
celestial. Muchos me dirán aquel Día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu
nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos
milagros? Y entonces les declararé: ¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes
de iniquidad!” (Mt 7,21-23).
No se trata de “creer” en Jesús, se trata de
“creerle”. Y si le creemos, no nos limitaremos a esa mera profesión de fe; le
seguiremos y actuaremos acorde a sus enseñanzas, “haremos la voluntad del Padre
celestial”. Se trata de unir la fe a las obras (St 2,14-26). Y el secreto para
lograrlo es uno: vivir el Amor de Dios; amarlo y amar a los demás como Él nos
ama (Jn 13,34).
Hoy, pidamos al Señor el don de la
perseverancia en la fe y las obras.
En la lectura evangélica que nos brinda la
liturgia para hoy (Lc 11,42-46), Jesús continúa su condena a los fariseos y
doctores de la ley, lanzando contra ellos “ayes” que resaltan su hipocresía al
“cumplir” con la ley, mientras “pasan por alto el derecho y el amor de Dios”.
Jesús sigue insistiendo en la primacía del amor y la pureza de corazón por
encima del ritualismo vacío de aquellos que buscan agradar a los hombres más
que a Dios o, peor aún, acallar su propia conciencia ante la vida desordenada
que llevan. Todos los reconocimientos y elogios que su conducta pueda propiciar
no les servirán de nada ante los ojos del Señor, que ve en lo más profundo de
nuestros corazones, por encima de las apariencias (Cfr. Salmo 138; 1 Sam
16,7).
Así, critica también inmisericordemente a
aquellos a quienes les encantan los reconocimientos y asientos de honor en las
sinagogas (¡cuántos de esos tenemos hoy en día!), y a los que estando en
posiciones de autoridad abruman a otros con cargas muy pesadas que ellos mismos
no están dispuestos a soportar.
El Señor nos está pidiendo que practiquemos el
derecho y el amor de Dios ante todo; que no nos limitemos a hablar grandes
discursos sobre la fe, demostrando nuestro conocimiento de la misma, sino que asumamos
nuestra responsabilidad como cristianos de practicar la justicia y el derecho,
que no es otra cosa que cumplir la Ley del amor. De lo contrario seremos
cristianos de “pintura y capota”, “sepulcros blanqueados”, hipócritas, que
presentamos una fachada admirable y hermosa ante los hombres, mientras por
dentro estamos podridos.
Somos muy dados a juzgar a los demás, a ver la
paja en el ojo ajeno ignorando la viga que tenemos en el nuestro (Cfr.
Mt 7,3), olvidándonos que nosotros también seremos juzgados. Es a lo que se
refiere san Pablo en la primera lectura de hoy (Rm 2,1-11) cuando nos dice: “Y
tú, que juzgas a los que hacen eso, mientras tú haces lo mismo, ¿te figuras que
vas a escapar de la sentencia de Dios?”.
Ese es el problema del hipócrita; que le
presenta una cara al mundo mientras su corazón está lleno de mezquindad y
pecado. Podrá engañar a la gente, pero no a Dios “que ve en lo secreto”. Ese es
incapaz de recibir el beneficio del sacrificio de la Cruz, porque llega el
momento en que se cree que “es” el personaje que está interpretando.
En muchas ocasiones el papa Francisco nos ha
invitado todos, al pueblo santo de Dios que es la Iglesia, a poner el énfasis
en la misericordia por encima de la rigidez de las instituciones, de los
títulos y la jerarquía. La Iglesia del siglo XXI ha de ser la Iglesia de los
pobres, de los marginados. De ellos se nutre y a ellos se debe.
Hoy, pidamos al Señor nos conceda un corazón
puro que nos permita guiar nuestras obras por la justicia y el amor a Dios y al
prójimo, no por los méritos o reconocimiento que podamos recibir por las
mismas.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Mt 22,34-40) nos dice que un fariseo se acercó a Jesús y le
preguntó: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?”. Los fariseos
y los escribas tenían prácticamente una obsesión con el tema de los
mandamientos y los pecados. La Mitzvá
contiene 613 preceptos (248 mandatos y 365 prohibiciones), y los escribas y
fariseos gustaban de discutir sobre ellos, enfrascándose en polémicas sobre cuales
eran más importantes que otros.
La respuesta de Jesús no se hizo esperar: “‘Amarás
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser’. (Dt
6,4-5). Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a
él: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ (Lv 19,18). Estos dos mandamientos
sostienen la Ley entera y los profetas”.
Si leemos el libro del Deuteronomio, este
mandamiento está precedido por “Escucha, Israel” (el famoso Shemá)…
Tenemos que ponernos a la escucha de esa Palabra que es viva y eficaz, más
cortante que espada de dos filos (Hb 4,12-13), que nos interpela. Una Palabra
ante la cual no podemos permanecer indiferentes. La aceptamos o la rechazamos.
No se trata pues, de una escucha pasiva; Dios espera una respuesta de nuestra
parte. Cuando la aceptamos no tenemos otra alternativa que ponerla en práctica,
como los Israelitas cuando le dijeron a Moisés: “acércate y escucha lo que dice
el Señor, nuestro Dios, y luego repítenos todo lo que él te diga. Nosotros lo
escucharemos y lo pondremos en práctica”. O como le dijo Jesús a los que le
dijeron que su madre y sus hermanos le buscaban: “Mi madre y mis hermanos son
los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8,21). Hay que
actuar conforme a esa Palabra. No se trata tan solo de “creer” en Dios, tenemos
que “creerle” a Dios y actuar de conformidad. El principio de la fe. Ya en
otras ocasiones hemos dicho que la fe es algo que se ve.
¿Y qué nos dice el texto de la Ley citado por
Jesús? “Amarás al Señor tu Dios”. ¿Y cómo ha de ser ese amar? “Con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Que no quede duda. Jesús quiere
abarcar todas las maneras posibles, todas las facultades de amar. Amor
absoluto, sin dobleces, incondicional (a Jesús no le gustan los términos
medios). Corresponder al Amor que Dios nos profesa. Pero no se detiene ahí.
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Consecuencia inevitable de abrirnos al
Amor de Dios. Cuando nos abrimos al amor de Dios no tenemos otra alternativa
que amar de igual manera.
La fórmula que nos propone Jesús es sencilla.
Dos mandamientos cortos. Cumpliéndolos cumples todos los demás. La dificultad
está en la práctica. Se trata de escuchar la Palabra y “ponerla en práctica”.
Nadie dijo que era fácil (Dios los sabe), pero si queremos estar cada vez más
cerca del Reino tenemos que seguir intentándolo.
La liturgia de hoy nos presenta como primera
lectura un pasaje del libro más corto de la Biblia (2 Jn 4-9), tan corto que ni
tan siquiera está dividido en capítulos y tiene apenas trece versículos. La
carta está dirigida a una comunidad desconocida, a quien el apóstol se refiere
como “Señora elegida”.
Dos temas se tratan en la carta: el
mandamiento y primacía del amor, y la importancia de la creencia en la
encarnación de Cristo.
Sobre el primero Juan le expresa a la
comunidad que no les dice nada nuevo, que meramente desea reiterar “el
mandamiento que tenemos desde el principio, amarnos unos a otros”, y que debe
regir nuestra conducta como cristianos. A renglón seguido añade que “amar
significa seguir los mandamientos de Dios”. Una fórmula tan sencilla como
compleja por sus profundas implicaciones.
El mismo Juan dirá más adelante al escribir su
relato evangélico que Jesús resumió todos los mandamientos en uno: “Les doy un
mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado,
ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que
ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn
13,34-35). En otras palabras, el que ama cumple todos los mandamientos, pues
todos los mandamientos tienen como denominador común el amor; amor a Dios y
amor al prójimo.
El segundo tema que plantea Juan en su carta
se refiere a los herejes que negaban la encarnación del Verbo (herejía que aún
persiste en nuestro tiempo): “Es que han salido en el mundo muchos embusteros,
que no reconocen que Jesucristo vino en la carne. El que diga eso es el
embustero y el anticristo”. Juan fue el primero en utilizar la palabra
“anticristo” para referirse a aquellos que se oponen o pretenden sustituir a
Cristo (Cfr. 1 Jn 2,18; 4,3).
El apóstol enfatiza a los destinatarios de
esta carta que todo el que se “propasa” y no permanece en la doctrina de Cristo
no posee a Dios. Esta aseveración es consistente con las palabras que el mismo
Juan pone en boca de Jesús en su Evangelio: “Nadie va al Padre, sino por mí. Si
ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y
lo han visto. El que me ha visto, ha visto al Padre” (Jn 14,6b-7.9b). Está
claro que si Cristo no se hubiera encarnado no habríamos tenido la plena
revelación de Dios, que se concretiza cuando “llegada la plenitud de los
tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la Ley” (Gal
4,4). En otras palabras, solo encontramos a Dios en la “encarnación de Dios”,
en Jesucristo.
Gracias Padre, porque te dignaste encarnar a
tu Hijo para que conociéndolo a Él llegáramos al conocimiento de tu persona, y
de tu infinito amor que has derramado sobre nosotros por el Espíritu Santo que
nos has dado (Rm, 5,5).
En estos días de
“distanciamiento social” que nos ha tocado vivir como herramienta efectiva para
frenar la pandemia del COVID-19, he visto los comentarios, memes, y toda clase
de postings de personas en las redes sociales, ventilando su ansiedad,
su frustración, su rabia, su tristeza, su desesperación, y todo el abanico de
posibles sentimientos negativos, por el mero hecho que su movimiento físico
está restringido.
Eso me hace
pensar: ¿Seré yo acaso un “extraterrestre”? Porque para mi esposa y para mí,
que hoy cumplimos 15 días de reclusión voluntaria en nuestro hogar (no hemos
tenido que salir ni tan siquiera al mercado, pues, gracias a la previsión de mi
esposa, ya estábamos aprovisionados para la temporada de huracanes), este
tiempo ha sido uno de bendición, crecimiento espiritual, fortalecimiento de
nuestro mutuo amor, y crecimiento en la fe.
De paso, esta experiencia nos ha ayudado a comprender y valorar la vida de los monjes y monjas de clausura, cuya vocación es incomprendida, menospreciada, y hasta objeto de burla, por un mundo que todo lo mide en términos de utilidad y beneficio. Muchos no ven utilidad alguna en el hecho de apartase de mundo voluntariamente sin rendir ningún “servicio directo” al pueblo de Dios. ¡Cuán equivocados están!
Una de las
primeras cosas que aprendí al comenzar a compenetrarme con la Orden de
Predicadores (Dominicos), a la cual pertenezco en calidad de Laico de profesión
perpetua, fue el valor extraordinario de las monjas de clausura de la Orden,
quienes con su oración constante y sus sacrificios, son el corazón y los
pulmones de la Orden, brindando fortaleza a los frailes, religiosas de vida
apostólica y laicos, quienes con su predicación viven el carisma que le da su
nombre a la Orden. Pienso también en santa Teresa del Niño Jesús, quien desde
su claustro oraba constantemente por la labor de los misioneros, lo que le ganó
el ser proclamada por el papa San Pío XI “Patrona especial de los misioneros y
de las misiones”.
Sí, las monjas y
los monjes de clausura de todo el mundo, con su estilo de vida autoimpuesto,
por amor a Dios y a todos sus hijos, se acercan a Él de una manera especial,
obteniendo y compartiendo con toda la humanidad abundantes gracias y
bendiciones. Al igual que María de Betania, estos seres especiales han elegido
la mejor parte, que no les será quitada (Lc 10,41-42), pero que ellos comparten
con generosidad por amor al Cristo que inhabita en todos sus hermanos. Así, desde
esa intimidad con Dios y a través de esas gracias compartidas, hacen de este
mundo uno más humano y agradable a Dios.
La Palabra nos
dice que “en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm
8,28). En los cursos de Biblia que imparto les hablo a mis estudiantes de los
“signos de los tiempos”, que definimos como todos los acontecimientos,
positivos y negativos, personales y colectivos, que cuando los discernimos a la
luz del Evangelio, nos dejan un mensaje interpelante de Dios. Es la Palabra de
Dios en los signos de los tiempos. Y la pandemia del COVID-19 no es la excepción.
Si amas a Dios
con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza (Dt 6,5), verás esta
clausura involuntaria como una oportunidad que el Señor te está brindando para
crecer en la fe y profundizar en tu relación amorosa con Él, como lo hacen
nuestros hermanos y hermanas de clausura.
Al comienzo del toque de queda y cierre de toda actividad no esencial, nuestro Arzobispo nos hizo un llamado a potenciar nuestra “iglesia doméstica”. Mi esposa y yo hemos aprovechado esta oportunidad que el Señor nos brinda intensificando nuestra oración personal y en pareja (incluyendo el Santo Rosario), la lectura y meditación de las Sagradas Escrituras, la Liturgia de las Horas, la misa diaria a través de la internet con comunión espiritual, y hasta un retiro de cuaresma que compartimos hoy con más de 2.300 personas vía Facebook live.
Todas esas
actividades nos han hecho sentir más cercanos que nunca a Dios, y proporcionado
una alegría que solo puede venir de compartir su Amor, mientras oramos por
todos los que están necesitados de su bondad y misericordia infinitas, y por el
fin de esta pandemia.
Hoy te invito a darle sentido a tu clausura abriendo tu corazón a Dios, y uniéndote a mi esposa y a mí en oración por todos los afectados por esta pandemia, por los enfermos, sus cuidadores y el personal sanitario, por nuestro pueblo, por nuestra Iglesia, nuestro clero, monjas y monjes de clausura, religiosos, laicos comprometidos, por todos aquellos que prestan servicios esenciales a la ciudadanía, y por los que están solos.
Verás cómo tu distanciamiento
social cobra un nuevo significado y, antes de que te des cuenta, todo habrá pasado
para nuestro bien.