REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN, DOMINGO 06-08-17

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

Hoy celebramos la fiesta de la Transfiguración del Señor, otro de esos eventos importantes que aparecen en los tres evangelios sinópticos. La liturgia de hoy nos presenta la versión de Mateo (17,1-9).

Nos dice la lectura que Jesús tomó consigo a los discípulos que eran sus amigos inseparables: Pedro, Santiago y su hermano Juan, y los llevó a un monte apartado, que la tradición nos dice fue el Monte Tabor. Allí “se transfiguró delante de ellos”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad, apareciendo también junto a Él Moisés y Elías, “conversando con Él”.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, esta narración está tan preñada de simbolismos, que resulta imposible reseñarlos en estos breves párrafos. No obstante, tratemos de resumir lo que la transfiguración representó para aquellos discípulos.

Los discípulos ya han comprendido que Jesús es el Mesías; por eso lo han dejado todo para seguirlo, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no han logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Así que Él decide brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro.

Pedro quedó tan impactado por esa experiencia, que cuando escribió su segunda carta (primera lectura de hoy, 2 Pe 1-16-19), lo reseñó con emoción, recalcando que fue “testigo ocular” de la grandeza de Jesús, añadiendo que escuchó la voz del Padre que les dijo: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo”.

El simbolismo de la presencia de Moisés y Elías en este pasaje es fuerte, pues Moisés representa la Ley, y Elías a los profetas (la Ley y los Profetas son otra forma de referirse al Antiguo Testamento). Y el hecho de que aparezcan flanqueando a Jesús, quien representa el Evangelio, nos apunta a la Nueva Alianza en la persona de Jesucristo (los términos “Testamento” y “Alianza” son sinónimos), la plenitud de la Revelación.

Pero hay algo que siempre me ha llamado la atención sobre el relato evangélico de la Transfiguración. ¿Cómo sabían los apóstoles que los que estaban junto a Jesús eran Moisés y Elías, si ellos no los conocieron y en aquella época no había fotos? Podríamos adelantar, sin agotarlas, varias explicaciones, todas en el plano de la especulación.

Una posibilidad es que al quedar arropados de la gloria de Dios se les abrió el entendimiento y reconocieron a los personajes. Otra posible explicación que es que por la conversación entre ellos lograron identificarlos.

Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística. Pidamos al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz del Padre que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEXTA SEMANA DEL T.O. (1) 18-02-17

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

La liturgia de hoy nos presenta la versión de Marcos de la Transfiguración (9,2-13), otro de esos eventos importantes que aparecen en los tres evangelios sinópticos.

Nos dice la lectura que Jesús tomó consigo a los discípulos que eran sus amigos inseparables: Pedro, Santiago y su hermano Juan, y los llevó a un “monte alto”, que la tradición nos dice fue el Monte Tabor. Allí “se transfiguró delante de ellos”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad, apareciendo también junto a Él Elías y Moisés, conversando con Él.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, esta narración está tan preñada de simbolismos, que resulta imposible reseñarlos en estos breves párrafos. No obstante, tratemos de resumir lo que la transfiguración representó para aquellos discípulos.

Aunque nos dice la lectura que los discípulos no sabían qué decir porque “estaban asustados”, no hay duda que ya han comprendido que Jesús es el Mesías; por eso lo han dejado todo para seguirlo, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no han logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Así que Él decide brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro.

Pedro quedó tan impactado por esa experiencia, que cuando escribió su segunda carta (2 Pe 1-16-19), lo reseñó con emoción, recalcando que fue testigo ocular de la grandeza de Jesús, añadiendo que escuchó la voz del Padre que les dijo: “Este es mi Hijo muy amado en quien me complazco”.

El simbolismo de la presencia de Elías y Moisés en este pasaje es fuerte, pues Elías representa a los profetas y Moisés representa la Ley (los profetas y la Ley son otra forma de referirse al Antiguo Testamento). Y el hecho de que aparezcan flanqueando a Jesús, quien representa el Evangelio, nos apunta a la Nueva Alianza en la persona de Jesucristo (los términos “Testamento” y “Alianza” son sinónimos), la plenitud de la Revelación.

Pero hay algo que siempre me ha llamado la atención sobre el relato evangélico de la Transfiguración. ¿Cómo sabían los apóstoles que los que estaban junto a Jesús eran Elías y Moisés, si ellos no los conocieron y en aquella época no había fotos? Podríamos adelantar, sin agotarlas, varias explicaciones, todas en el plano de la especulación.

Una posibilidad es que al quedar arropados de la gloria de Dios se les abrió el entendimiento y reconocieron a los personajes. Otra posible explicación que es que por la conversación entre ellos lograron identificarlos.

Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística. Pidamos al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz del Padre que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

REFLEXIÓN PARA EL 23 DE DICIEMBRE 2016, FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

“Mirad, yo os envío a mi mensajero, para que prepare el camino ante mí… os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible. Convertirá el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, para que no tenga que venir yo a destruir la tierra”.

Basándose en este pasaje, tomado de la primera lectura de hoy (Mal 3,1-4.23-24), los judíos tenían la creencia de que el profeta Elías habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías esperado. Por eso en el Evangelio que leyéramos el sábado de la segunda semana de Adviento (Mt 17,10-13), cuando los discípulos le preguntaron a Jesús que por qué decían los escribas que primero tenía que venir Elías, este les respondió: “Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se llamaba Elías, pero había cumplido su misión: “Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17).

Los escribas no supieron reconocer al precursor cuando lo vieron, por eso tampoco reconocieron al Mesías cuando lo tuvieron ante sí; no supieron interpretar los signos que anunciaban la llegada del Mesías. Y uno de esos signos fue el nombre que sus padres escogen para Juan Bautista, evento que se recoge en el Evangelio de hoy, que nos narra el nacimiento de Juan el Bautista (Lc 1, 57-66). Contario a la tradición, sus padres, Zacarías e Isabel, escogen para el niño un nombre extraño, contrario a la tradición familiar. Por eso “todos se quedaron extrañados”. Es que cuando Dios escoge a una persona para llevar a cabo una misión, la misma está asociada a un nombre que Él tenía pensado desde la eternidad. ¡Y qué misión tenía Dios destinada para Juan! Ser el precursor del Mesías.

Estamos al final del Adviento. Mañana es Nochebuena. Celebraremos el nacimiento de Jesús. Un hecho salvífico del pasado que se hace presente para los que creemos, como lo hizo el Niño Jesús en aquél primer Belén viviente que preparó San Francisco de Asís en el año 1223. Lo cierto es que Jesús sigue naciendo “hoy”, en el tiempo presente, en los corazones de todos los hombres y mujeres de fe. Y a cada uno de nosotros se nos ha encomendado la misma misión que a Juan, ser testigos de la verdad, que no es otra cosa que el amor incondicional que Dios nos tiene, al punto de habernos enviado a su Hijo para rescatarnos del pecado y de la muerte.

Hoy debemos preguntarnos, ¿si la gente nos ve, podrán ver en nosotros el reflejo de la imagen de Jesús, de manera que cuando le tengan de frente le reconozcan? De nosotros puede depender que celebren la verdadera Navidad…

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DÉCIMO NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 08-08-16

pedro-encontra-moeda-na-boca-do-peixe

La primera lectura de hoy nos presenta al profeta Ezequiel (1,2-5.24-2,1a). Ezequiel fue el primer profeta del exilio en Babilonia. Los judíos habían perdido su libertad, sus tierras, pero más importante aún, habían perdido su Templo, el lugar sagrado en que habitaba Yahvé. Se sentían desamparados. Por eso Ezequiel, quien se había mantenido fiel a Dios en medio de la tribulación, cae “rostro en tierra” ante la presencia de Yahvé, a quien él percibe en la visión que nos narra, con todos los “efectos especiales” a la Steven Spielberg, típico del género apocalíptico. Muy distinto de la “suave brisa” con que el profeta Elías percibió la presencia de Yahvé (1 Re 19,12-13). Se trata del mismo Dios; pero un género literario diferente.

Lo cierto es que Ezequiel nos presenta a un Yahvé que no ha abandonado a su pueblo, y con Templo o sin Templo, se manifiesta en toda su gloria, con una visión que incluye cuatro “seres vivientes”, que en la literatura apocalíptica representan seres angélicos de alto rango, y encima de todo, “una figura que parecía un hombre” rodeado de un resplandor “como el arco que aparece en las nubes cuando llueve”. Esto último nos recuerda el arcoíris con el que Yahvé selló su pacto con Noé de que no volvería a destruir la humanidad con otro diluvio (Gn 9,14-17). Una promesa de restauración y, más aún, una promesa mesiánica.

El evangelio (Mt 17,22-27), por su parte, nos presenta uno de esos pasajes en que Jesús no aparece haciendo grandes portentos, sino más bien en su vida diaria como uno más de nosotros. El impuesto de los “dos dracmas” que el colector de impuestos reclama es uno que se cobraba para el mantenimiento del Templo. Jesús es superior al Templo, pero aun así paga sus impuestos; no reclama privilegios para sí, cumple con su deber ciudadano.

Hace un tiempo leía una reflexión sobre este pasaje que señalaba un simbolismo profundo en ese gesto de Jesús de decirle a Pedro que eche un anzuelo, coja el primer pez que pique, coja la moneda de plata que va encontrar en la boca del pez, y con ella pague el impuesto por ambos: “Cógela y págales por mí y por ti”. Con ese gesto parece decirle a Pedro que sus destinos están unidos, que han de correr la misma suerte (al principio del pasaje acababa de hacer el segundo anuncio de su pasión), que persevere en su misión.

Más adelante Jesús habría de pagar, “por ti y por mí”, con su propia vida, nuestra redención (en el mundo antiguo “redención” era el precio que se pagaba por la libertad de un esclavo), para luego resucitar en toda su gloria y mostrarnos el camino que le espera a todo el que le siga.

Jesús ya pagó por ti y por mí y te entrega el boleto de entrada a la Casa del Padre. El boleto tiene una sola condición: “Ámense unos a otros, como yo los amo a ustedes” (Jn 13,14). ¿Lo aceptas?

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 07-06-16

viuda de sarepta 3

“Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo” (Mt 5,13-16). En esta corta lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy, Jesús utiliza dos imágenes para  expresar cómo debe ser nuestro anuncio de Reino.

La primera de ella, “sal del mundo” nos hace preguntarnos, ¿cómo puede volverse sosa la sal? En la antigüedad, la sal se usaba en unas rocas (cristales) que se sumergían en los alimentos y se sacaban una vez sazonados, para volverse a usar, hasta que la roca se tornaba insípida. Entonces se descartaba.

La segunda de ellas, la lámpara que se enciende y no se pone debajo del celemín, sino en el candelero para que alumbre, resulta más obvia para nosotros.

Jesús utiliza imágenes, situaciones, gestos, que les son familiares a la gente, para transmitir la realidad invisible del Reino. Probablemente ha visto a su propia madre en muchas ocasiones utilizar una roca de sal para sazonar la sopa, o traer un candil al caer la noche para iluminar la habitación en que se encontraban. Él echa mano de esas imágenes sencillas, domésticas, familiares, para enseñarnos la actitud que debemos tener respecto a la Palabra de Dios que recibimos.

No podemos ser efectivos en nuestro anuncio de la Buena Noticia del Reino si no nos alimentamos continuamente con la Palabra y la Eucaristía, pues llegará un momento en que nuestro mensaje perderá su sabor, se tornará “soso”. Podremos continuar entre nuestros hermanos, pero ya no seremos eficaces en nuestro anuncio del Reino.

Hemos dicho en innumerables ocasiones que no basta con conocer la Palabra, tenemos que internalizarla, hacerla nuestra, “creerle” a Jesús. Solo así lograremos que nuestro anuncio sea eficaz.

En la primera lectura de hoy (1 Re 17,7-16) la viuda de Sarepta creyó en la Palabra de Dios que recibió de labios del profeta Elías (“La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra”) y compartió con él el último alimento que le quedaba a ella y a su hijo; es decir, realizó un “acto de fe”. Ese acto de fe hizo posible el milagro: “Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó, como lo había dicho el Señor por medio de Elías”.

El mensaje de Jesús es claro y es uno. No podemos “acomodarlo” a nuestros gustos, necesidades o deseos. Muchas veces creerle a Jesús nos duele, nos asusta, nos exige sacrificios, privaciones, “creer contra toda esperanza” (Rm 4,18) como Abraham. Pero de algo podemos estar seguros, que si lo hacemos, veremos manifestarse la gloria de Dios. Entonces todos el que nos rodea creerá…

REFLEXIÓN PARA EL DÉCIMO DOMINGO DEL T.O. (C) 05-06-16

viuda-de-nain

La liturgia para hoy nos presenta dos historias paralelas en la primera lectura y el relato evangélico. La primera (1 Re 17,17-24) nos narra la historia de la revitalización del hijo de la viuda de Sarepta por el profeta Elías, y el relato evangélico (Lc 7,11-17) la reanimación del hijo de la viuda de Naín por parte de Jesús.

En ambos casos hay un ingrediente común: la compasión. Recordemos que en la cultura judía una mujer viuda que no tuviera un hombre que le diera estatus legal no tenía derechos, estaba destinada a una vida de miseria. Por tanto, para una mujer viuda perder su único hijo era una desgracia que iba mucho más allá del dolor de la pérdida del hijo de sus entrañas. Por eso Jesús le encargó a su Madre, la Virgen María, al discípulo amado al pie de la cruz.

Elías se compadeció de aquella viuda: “Señor, Dios mío, ¿también a esta viuda que me hospeda la vas a castigar, haciendo morir a su hijo?” El relato evangélico, por su parte, nos dice que al ver la viuda a Jesús “le dio lástima” (una traducción bastante pobre). Conmovido en sus entrañas (sintió Misericordia), decidió devolver la dignidad, la seguridad a aquella pobre mujer.

Otro elemento común a ambas historias es la ternura, otro atributo de la Misericordia de Dios. En la primera lectura vemos con la ternura que Elías trata el cuerpo inerte del hijo de la viuda: “tomándolo de su regazo, lo subió a la habitación donde él dormía y lo acostó en su cama”. En el relato evangélico Jesús se acercó a la viuda y le dijo: “No llores”. No resulta difícil imaginar el rostro de ternura que acompañó esas palabras. Imagino que posó su mano sobre el hombro de la viuda al pronunciar esas palabras. Luego se acercó al ataúd y lo tocó (algo prohibido en la ley judía). ¡Cuántas veces en nuestra oración al estar pasando un momento de tristeza sentimos la tierna voz de Jesús que nos dice: “No llores”! Palabras que son un bálsamo para el alma adolorida.

También en ambos casos la revivificación se efectúa por el poder de Dios. En el de la viuda de Sarepta, Elías se echó tres veces sobre el niño mientras decía: “Señor, Dios mío, que vuelva al niño la respiración”, y el niño revivió. En el de la viuda de Naín que nos narra el Evangelio, Jesús dijo: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”, y el muchacho volvió a la vida.

No debemos perder de perspectiva que en ambos casos los jóvenes fueron reanimados, no resucitados. Se trató de una recuperación temporal de la vida. Eventualmente ambos morirían nuevamente. Será más tarde que Jesús, con su gloriosa Resurrección, nos mostrará el camino a otro tipo de vida a la que todos vamos a resucitar para reinar junto a Él por toda la eternidad (Cfr. Ap 22,5).

Un último elemento común a ambas historias: las dos terminan con una acción de gracias y alabanza a Dios. La viuda de Sarepta dijo a Elías: “Ahora reconozco que eres un hombre de Dios y que la palabra del Señor en tu boca es verdad”. En el relato evangélico se nos dice: “Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: ‘Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo’”.

Señor, Tú que eres Dios de vivos y tienes palabras de vida eterna, compadécete de nosotros, pecadores, y danos la gracia de ser acreedores a la vida eterna que nos has prometido. Por Jesucristo Nuestro Señor.

REFLEXIÓN PARA EL DECIMONOVENO DOMINGO DEL T.O. (B) 09-08-15

Pan bajado del cielo 2

La primera lectura de hoy (1 Re 19,4-8) nos presenta al profeta Elías huyendo de la reina Jezabel, que había prometido matarlo. Luego de caminar por el desierto, llegó un momento en que, como nos pasa a nosotros muchas vences en nuestras vidas, se sintió cansado, agobiado, rendido, frustrado, al punto de desear su propia muerte, y simplemente se acostó a dormir (hoy día a eso le llamarían “depresión”).

Pero lo que Elías no sabía era que la misión que Dios tenía para él no había concluido. Por eso le envía un ángel que le lleva pan y agua, y le ordena comer. Elías, como todo buen deprimido, comió y se volvió a acostar. Entonces el ángel del Señor lo volvió a tocar, le ordenó levantarse, e insistió en que comiera nuevamente porque el camino que tenía por delante era superior a sus fuerzas y con ese pan (“con la fuerza de ese alimento”) lo iba a lograr. Así caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb.

Podemos ver en este pasaje cómo la combinación de la palabra de Dios pronunciada a través del ángel, junto con el pan (que había “bajado del cielo” de manos del ángel), levantaron al profeta de su letargo físico y espiritual y le permitieron seguir adelante con su misión.

En el evangelio (Jn 6,41-51) encontramos a Jesús frente a aquellos que hace poco lo seguía porque les había hartado y ahora le critican, murmuran contra Él, como lo hicieron con Moisés en el desierto, porque se les ha presentado Él mismo como el “pan bajado del cielo”. Entonces Jesús les dice: “Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí”. Y luego añade: “Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera”.

Nuevamente vemos la combinación de la escucha de la Palabra de Dios y el “pan de vida”, la energía, la “gasolina” que nos da la fuerza para continuar nuestro camino hacia la vida eterna (“el que coma de este pan vivirá para siempre”). El mensaje es claro. Si escuchamos al Padre, creemos en Jesús; y si creemos en Jesús, y le creemos a Jesús, que es la Palabra hecha carne (Jn 1,14), y “comemos su carne”, “viviremos para siempre”. ¡Qué promesa!

Jesús nos legó la Eucaristía (Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-23; Lc 22, 19-20, 1 Cor 11,23-25), que más que una “combinación” de Palabra y Pan, es la propia Palabra de Dios hecha carne, el alimento físico y espiritual por excelencia que nos proporciona la fortaleza necesaria para continuar nuestro peregrinar hacia la vida eterna a esa “vida en abundancia” que Jesús nos ha prometido.

Cuando te sientas cansado, agobiado, como se sintió el profeta Elías, recuerda las palabras de Jesús: “Vengan a mi todos los que estén fatigados y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11,28). Y la Eucaristía te brinda el lugar de encuentro por excelencia. Hoy es un buen día; reconcíliate con Él y recíbelo en tu cuerpo y en tu alma.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR 06-08-15

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

Hoy celebramos la fiesta de la Transfiguración del Señor, otro de esos eventos importantes que aparecen en los tres evangelios sinópticos. La liturgia de hoy nos presenta la versión de Mateo (17,1-9).

Nos dice la lectura que Jesús tomó consigo a los discípulos que eran sus amigos inseparables: Pedro, Santiago y su hermano Juan, y los llevó a un monte apartado, que la tradición nos dice fue el Monte Tabor. Allí “se transfiguró delante de ellos”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad, apareciendo también junto a Él Moisés y Elías, “conversando con Él”.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, esta narración está tan preñada de simbolismos, que resulta imposible reseñarlos en estos breves párrafos. No obstante, tratemos de resumir lo que la transfiguración representó para aquellos discípulos.

Los discípulos ya han comprendido que Jesús es el Mesías; por eso lo han dejado todo para seguirlo, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no han logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Así que Él decide brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro.

Pedro quedó tan impactado por esa experiencia, que cuando escribió su segunda carta (primera lectura de hoy, 2 Pe 1-16-19), lo reseñó con emoción, recalcando que fue “testigo ocular” de la grandeza de Jesús, añadiendo que escuchó la voz del Padre que les dijo: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo”.

El simbolismo de la presencia de Moisés y Elías en este pasaje es fuerte, pues Moisés representa la Ley, y Elías a los profetas (la Ley y los Profetas son otra forma de referirse al Antiguo Testamento). Y el hecho de que aparezcan flanqueando a Jesús, quien representa el Evangelio, nos apunta a la Nueva Alianza en la persona de Jesucristo (los términos “Testamento” y “Alianza” son sinónimos), la plenitud de la Revelación.

Pero hay algo que siempre me ha llamado la atención sobre el relato evangélico de la Transfiguración. ¿Cómo sabían los apóstoles que los que estaban junto a Jesús eran Moisés y Elías, si ellos no los conocieron y en aquella época no había fotos? Podríamos adelantar, sin agotarlas, varias explicaciones, todas en el plano de la especulación.

Una posibilidad es que al quedar arropados de la gloria de Dios se les abrió el entendimiento y reconocieron a los personajes. Otra posible explicación que es que por la conversación entre ellos lograron identificarlos.

Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística. Pidamos al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz del Padre que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE NUESTRA SEÑORA DEL CARMEN 16-07-15

Virgen del Carmen

Hoy celebramos la Fiesta de Nuestra Señora del Carmen, también conocida simplemente como la Santa María del Monte Carmelo, Virgen del Carmen, Nuestra Señora del Monte Carmelo, Flor del Carmelo, y Stella Maris (Estrella del Mar).

Esta es una de las advocaciones más antiguas, si no la más antigua, de la Virgen María. Deriva su nombre del Monte Carmelo (del hebreo Karmel, o Al-Karem, que quiere decir “jardín”), que se yergue en la costa oriental del Mar Mediterráneo, a la vista del puerto marítimo de Haifa. Fue en este monte que el profeta Elías tuvo la visión de la nube (1 Re 18,44) que pondría fin a la sequía que había azotado la región.

Desde los primeros ermitaños que se establecieron en el Monte Carmelo, se ha interpretado la nube de la visión de Elías (1 Re 18,44) como un símbolo de la Virgen María Inmaculada. Una tradición dice que Elías interpretó la visión de aquella nube como un símbolo de la llegada del Salvador esperado, que nacería de una doncella inmaculada para traer una lluvia de bendiciones. Desde entonces, aquella pequeña comunidad que tenía por hogar el Monte Carmelo, se dedicó a rezar por la que sería madre del Redentor, sin conocer su identidad, comenzando así la devoción a Nuestra Señora del Monte Carmelo.

Fue en ese lugar que, en el siglo XII, un grupo de hombres, inspirados por el profeta Elías, fundó la orden de los Carmelitas.

Dijimos que otro nombre por el cual se conoce a la Virgen del Carmen es Estrella del Mar, o Stella Maris. Antes de que existieran las brújulas, ni los medios de navegación electrónicos modernos, los marineros se guiaban por las estrellas. Cuando los sarracenos invadieron el Carmelo en el año 1235, los Carmelitas se vieron obligados a abandonar por un tiempo el monasterio. Otra antigua tradición dice que antes de partir se les apareció la Virgen mientras cantaban el Salve Regina y ella prometió ser para ellos su Estrella del Mar. De aquí la analogía con La Virgen María quien como, estrella del mar, nos guía por las aguas difíciles de la vida hacia el puerto seguro que es Cristo. Por eso también es patrona de marineros, pescadores, y todos los que se hacen a la mar.

En Puerto Rico, por ser fiesta litúrgica, se contemplan las lecturas propias de la celebración.

Como primera lectura se nos presenta el pasaje en que Zacarías (2,14-17) profetiza el jubiloso acontecimiento del nacimiento del Salvador: “Grita de júbilo y alégrate, hija de Sión: porque yo vengo a habitar en medio de ti –oráculo del Señor-”. Hija de Sión es uno de los títulos que se dan a Nuestra Señora, invitada por Dios a una gran alegría, título que expresa su papel extraordinario de madre del Mesías; más aún, de madre del Hijo de Dios. Es la mujer que desde antaño veneraban los ermitaños del Monte Carmelo, sin conocer su identidad, pero sí su misión de convertirse en madre del Redentor.

Hoy, en esta celebración de Nuestra Señora, pidámosle que sea nuestra Estrella de Mar que nos dirija al puerto seguro que es su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA CUARTA SEMANA DE ADVIENTO 23-12-14

nacimiento Juan el Bautista

“Mirad, yo os envío a mi mensajero, para que prepare el camino ante mí… os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible. Convertirá el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, para que no tenga que venir yo a destruir la tierra”.

Basándose en este pasaje, tomado de la primera lectura de hoy, los judíos tenían la creencia de que el profeta Elías habría de regresar para anunciar la llegada del Mesías esperado. Por eso en el Evangelio que leyéramos el sábado de la segunda semana de Adviento (Mt 17,10-13), cuando los discípulos le preguntaron a Jesús que por qué decían los escribas que primero tenía que venir Elías, este les respondió: “Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos”. Al escuchar estas palabras los discípulos comprendieron que se trataba de Juan el Bautista. En otras palabras, el que tenía que venir no se llamaba Elías, pero había cumplido su misión: “Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17).

Los escribas no supieron reconocer al precursor cuando lo vieron, por eso tampoco reconocieron al Mesías cuando lo tuvieron ante sí; no supieron interpretar los signos que anunciaban la llegada del Mesías. Y uno de esos signos fue el nombre que sus padres escogen para Juan Bautista, evento que se recoge en el Evangelio de hoy, que nos narra el nacimiento de Juan el Bautista (Lc 1, 57-66). Contario a la tradición, sus padres, Zacarías e Isabel, escogen para el niño un nombre extraño, contrario a la tradición familiar. Por eso “todos se quedaron extrañados”. Es que cuando Dios escoge a una persona para llevar a cabo una misión, la misma está asociada a un nombre que Él tenía pensado desde la eternidad. ¡Y qué misión tenía Dios destinada para Juan! Ser el precursor del Mesías.

Estamos al final del Adviento. Pasado mañana es Navidad. Celebraremos el nacimiento de Jesús. Un hecho salvífico del pasado que se hace presente para los que creemos, como lo hizo el Niño Jesús en aquél primer Belén viviente que preparó San Francisco de Asís en el año 1223. Lo cierto es que Jesús sigue naciendo “hoy”, en el tiempo presente, en los corazones de todos los hombres y mujeres de fe. Y a cada uno de nosotros se nos ha encomendado la misma misión que a Juan, ser testigos de la verdad, que no es otra cosa que el amor incondicional que Dios nos tiene, al punto de habernos enviado a su Hijo para rescatarnos del pecado y de la muerte.

Hoy debemos preguntarnos, ¿si la gente nos ve, podrán ver en nosotros el reflejo de la imagen de Jesús, de manera que cuando le tengan de frente le reconozcan? De nosotros puede depender que celebren la verdadera Navidad…