REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 30-01-20

“¿Se trae el candil para meterlo debajo del celemín o debajo de la cama, o para ponerlo en el candelero?”

En la lectura evangélica de hoy (Mc 4,21-25), Marcos nos presenta dos parábolas cortas, ambas relacionadas con el anuncio del Reino.

La primera de ellas, la del candil que no se trae para ponerlo debajo del celemín (las notas de la Biblia de Jerusalén dice que “en la antigüedad, el celemín era un pequeño mueble de tres o cuatro patas) o debajo de la cama, sino para ponerlo en el candelero para que alumbre. Termina Jesús esa breve parábola con la frase que le escucharemos decir en más de una ocasión: “El que tenga oídos para oír, que oiga”.

Jesús utiliza imágenes, situaciones, gestos, que les son familiares a la gente, para transmitir la realidad invisible del Reino. Probablemente ha visto a su propia madre en muchas ocasiones traer un candil, al caer la noche, para iluminar la habitación en que se encontraban. Él echa mano de esa imagen sencilla, doméstica, familiar, para enseñarnos la actitud que debemos tener respecto a la Palabra de Dios que recibimos. Esa Palabra de Vida eterna no es para esconderla, sino para ponerla en un lugar visible para que todos se beneficien de su Luz.

Jesús nos ha dicho que tenemos que ir por todo el mundo a proclamar la Buena Noticia del Reino (Mc 16,15), a ser la “luz del mundo”. La versión de Mateo de este pasaje, que el evangelista coloca inmediatamente después del sermón de las Bienaventuranzas, es más explícita, y nos muestra a Jesús diciendo (Mt 15,14): “Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo”.

En la parte del ritual del Bautismo que llamamos effetá (palabra aramea que significa “ábrete”), el ministro traza la señal de la cruz tocando los oídos y los labios del bautizando, para que sus oídos se abran para escuchar la Palabra de Dios y sus labios para proclamarla, es decir, cumplir la misión profética para la cual somos ungidos en el Sacramento.

Lo hemos dicho muchas veces, cuando recibimos la Palabra de Dios en nuestros corazones, no podemos quedárnosla para nosotros, tenemos que compartir la Buena Nueva del Reino con todos, como los enfermos a quienes Jesús curaba y les pedía que guardaran silencio, que no podían contenerse y salían corriendo a contárselo a todos.

Y como a los discípulos, a quienes explicaba las cosas del Reino en privado, tenemos que pedir al Espíritu que nos permita recibir esas verdades “ocultas” que Jesús quiere transmitirnos, para “ponerlas en alto” y que se “descubran” ante los demás. De ahí el mandato de Jesús: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación”.

Yo me atreví. Y tú, ¿te atreves? Anda, ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DEL T.O. (A) 19-01-20

“He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él”.

Como primera lectura para este Segundo domingo del Tiempo Ordinario la liturgia nos presenta un fragmento del segundo “cántico del Siervo de Yahvé” (Is 49,3.5-6). Este cántico, que forma parte del “Segundo Isaías”, o libro de la consolación, que comprende los capítulos 40 al 55 del libro de Isaías, pretende consolar al pueblo de Israel durante el destierro en Babilonia, dándole esperanza de una restauración que vendrá de manos del Siervo que describe: “‘Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso’. Y ahora habla el Señor, que desde el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel –tanto me honró el Señor, y mi Dios fue mi fuerza–: ‘Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra’”.

El versículo inmediatamente anterior (v.2) nos propone dos comparaciones que nos describen a ese Siervo: “Hizo mi boca como espada afilada, en la sombra de su mano me escondió; hízome como saeta aguda, en su carcaj me guardó”. Se refiere a la Palabra que saldrá de su boca, que será viva y eficaz, “más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón” (Hb 4, 12-13).

Y la lectura que contemplamos hoy nos describe la misión que Dios le encomienda al Siervo: reunir a Israel y, más aún, hacerle “luz de las naciones” para que Su salvación “alcance hasta el confín de la tierra”. Ese siervo es Jesús, a quien el anciano Simeón reconoce cuando sus padres le llevan a presentar al Templo como la “luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2,32).

Jesús es el Siervo de Yahvé que había sido prefigurado por el profeta Isaías. La luz para alumbrar a todas las naciones, el que con su muerte habría de reunir a los dispersos y traer la salvación a todos, “a los consagrados por Cristo Jesús, a los santos que él llamó y a todos los demás que en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor de ellos y nuestro”, como nos dice san Pablo en la segunda lectura de hoy (1 Cor 1-3).

Es aquel de quien Juan da testimonio en la lectura evangélica de hoy (Jn 1,29-34) diciendo: “He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él” (Cfr. Is 11,2). Jesús nunca salió de Palestina, pero nos dejó su Palabra, el anuncio de la Buena Noticia del Reino, encomendándonos una misión: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).

Al igual que al Siervo, Dios nos ha llamado a cada uno de nosotros desde el vientre materno, encomendándonos una misión: Ser testigos de Jesucristo. Y para cumplir esa misión nos dejó su Santo Espíritu, a quien no debemos vacilar en invocar. Hoy, pidamos al Señor que su Espíritu descienda sobre nosotros para que demos testimonio de su Hijo, sobre todo con nuestro modo de vida, que es el mejor y más creíble testimonio que podemos brindar.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DESPUÉS DE EPIFANÍA 10-01-20

El apóstol san Juan continúa dominando la primera lectura de la liturgia de este tiempo de Navidad que culminará el sábado para dar paso a la Fiesta del Bautismo del Señor, que a su vez marca el inicio del Tiempo Ordinario. La lectura de hoy (1 Jn 5,5-13) comienza planteándonos una interrogante: “¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” En los escritos de Juan la palabra “mundo” describe esa actitud nuestra de pensar que somos el “ombligo del mundo”, lo que nos lleva a sucumbir ante la tentación de pretender salvarnos por nuestras propias fuerzas, sin necesitar de Dios. Juan nos recuerda que solo el que cree que Jesús es el Hijo de Dios puede vencer esa tentación. Solo de esa manera podemos entregarnos a Él y saber que solo en Él y por Él obtendremos la salvación y la vida eterna.

Establecido ese hecho, pasa a fundamentar su aseveración: “Éste es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre; y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Porque tres son los testigos: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres están de acuerdo”. Al hacer referencia al “agua y la sangre”, Juan está aludiendo a la obediencia de Jesús a su Padre hasta la muerte, en el gesto de amor más formidable en la historia de la humanidad. No olvidemos que Juan estuvo al pie de la cruz y fue testigo de la sangre y el agua que brotaron del costado de Cristo en el momento del sacrificio máximo. Jesús ha hecho el máximo sacrificio, y lo ha hecho por amor. “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13). Como ha dicho Noel Quesson: “El Corazón abierto, del que mana «el agua y la sangre» ¡es el símbolo más fuerte y expresivo del amor!”.

Juan añade un tercer “testigo” para confirmar la veracidad de su afirmación: “el Espíritu [que] es la verdad”. Así tenemos tres testigos: el Espíritu, el agua y la sangre. Debemos recordar que en los procedimientos judiciales de la época se requerían tres testigos para probar la veracidad de un hecho. Está claro; Juan no quiere dejar lugar a dudas de que lo que dice es la verdad.

Y el resultado de ese sacrificio de amor y por amor del Hijo de Dios, es hacernos acreedores a la vida eterna: “Y éste es el testimonio: Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo tiene la vida, quien no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. Os he escrito estas cosas a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que os deis cuenta de que tenéis vida eterna”.

Juan nos asegura que esa “vida eterna” la podemos disfrutar desde ahora, porque si tenemos al Hijo, podemos vencer al “mundo”, y si vencemos al mundo, seremos partícipes de la plenitud de la Vida que es el Hijo.

Señor, aumenta mi fe para que pueda llegar a la plenitud de la Vida en tu Hijo, de manera que pueda disfrutar desde ahora de la vida eterna que nos tienes prometida.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 12-06-19

“Nuestra capacidad nos viene de Dios, que nos ha capacitado para ser ministros de una alianza nueva: no de código escrito, sino de espíritu; porque la ley escrita mata, el Espíritu da vida”.

En este pasaje, tomado de la primera lectura de hoy (2 Cor 3,4-11), san Pablo resume en cierta medida la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia (Mt 5,17-19), en que Jesús nos dice: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos”.

Para los judíos la Ley y los profetas constituían la expresión de la voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

Durante su vida terrena Jesús nos dio unos indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Así los primeros cristianos tuvieron que determinar qué preceptos de la Ley eran de origen divino y cuáles eran hechura de los hombres, como los 613 preceptos de la Mitzvá, que los fariseos habían derivado de la Torá (Ley escrita) y la Torá shebe al pe (Ley oral). La Iglesia cristiana tuvo su origen en el judaísmo, en la Ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles constituían Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres interpretando la Ley?

El problema de los fariseos era que habían reducido la religión al “cumplimiento” objetivo de unas normas de conducta, divorciadas del “corazón”. El cumplimiento por temor al castigo. Jesús nos dijo que el cumplimiento de la Ley estaba predicado en el Amor (“Si me amáis guardaréis mis mandamientos”… Jn 14,15). El que ama a Dios y ama a su prójimo por amor a Él, ya cumple con todos los mandamientos. Ahí está la plenitud del cumplimiento de la Ley. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

A eso se refiere la primera lectura de hoy cuando dice: “Si el ministerio de la condena se hizo con resplandor, cuánto más resplandecerá el ministerio del perdón”.

“Señor Dios nuestro, tú has tomado la iniciativa de amarnos y de traernos tu libertad por medio de tu Hijo Jesucristo. Enriquécenos con el Espíritu de Jesús, derrámalo sobre nosotros generosamente, sin medida, para que no nos escondamos por más tiempo detrás de tradiciones y de la letra de la ley para apagar al Espíritu Santo que quiere hacernos libres” (Oración Colecta).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA 29-04-19

“Te lo aseguro, el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios”.

Nicodemo es un personaje que aparece solamente en el relato evangélico de Juan (al igual que Lázaro), y que es importante porque sirve de contrapunto en un diálogo profundo con Jesús, que ocupa una buena parte del capítulo 3 del relato. Nicodemo era un fariseo rico que, intrigado y atraído por el mensaje de Jesús, decide ir a visitarlo de noche. Ahí se suscita el primer encuentro con Jesús, cuyo inicio recoge la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Jn 3,1-8).

El saludo de Nicodemo y el inicio del diálogo son importantes para entender la mentalidad y la actitud con que Nicodemo se presentó ante Jesús, y nos ayudarán a entender el resto del diálogo: “‘Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él’. Jesús le contestó: ‘Te lo aseguro, el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios’. Nicodemo le pregunta: ‘¿Cómo puede nacer un hombre, siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?’”.

Es esa pregunta de Nicodemo la que provoca las palabras de Jesús con que finaliza la lectura de hoy: “Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu”. Nicodemo es incapaz de comprender lo que le dice Jesús. Su mentalidad de fariseo no le permitía ver más allá de la Ley y su cumplimiento. El concepto de libertad en el Espíritu que Jesús le planteaba resultaba incomprensible para él. La idea de “nacer de nuevo” resulta irrisoria, imposible, para todo aquél que no ha conocido el Amor de Dios, ese Amor que nos hace comprender que para Dios todo es posible.

Y es el Espíritu el que nos hace “nacer” a una nueva realidad que nos permite “ver” el Reino, más allá de los signos que lo anuncian. Es el Espíritu que hace posible que cumplamos la misión que, por nuestras propias fuerzas, dependiendo de nuestra humanidad no podemos realizar. Ese “nacer de nuevo” nos evoca el “hacernos como niños” (Cfr. Mt 18,3) que Jesús nos propone, tan necesario para aceptar que dependemos de Dios para nuestra salvación, ya que por nuestro propio esfuerzo es imposible.

Y fue precisamente ese concepto de libertad en el Espíritu que nos plantea Jesús, lo que le hizo optar libremente por la Cruz, que en el Evangelio de mañana (Jn 3,7b-15) Él anuncia y Nicodemo no puede entender: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”. Con su muerte de Cruz Jesús transformó una forma de muerte ignominiosa en glorificación y medio para alcanzar la vida eterna, para pasar de la muerte a la Vida. Es el legado de su Misterio Pascual (pasión, muerte, resurrección y glorificación) que hemos estado contemplando en las pasadas dos semanas.

Él nos mostró el camino (no es fácil), y somos testigos de su Resurrección. ¿Te animas a seguirlo?

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA OCTAVA DE PASCUA 25-04-19

El relato evangélico que nos brinda la liturgia para hoy (Lc 24,35-48) es continuación del que leíamos ayer. Estaban los discípulos a quienes Jesús se les apareció en el camino de Emaús contando a los Once lo sucedido, “cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: ‘Paz a vosotros’”.

Los presentes se quedaron atónitos y llenos de miedo, pues “creían ver un fantasma”. Veían, pero sus cerebros se negaban a aceptar lo que estaban viendo. ¡Cuántas veces nos sucede que, al presenciar un milagro, comenzamos a buscar toda clase de explicación “lógica”, antes de aceptar que ha sido obra de Dios! Vemos y no creemos, porque vemos con los ojos del cuerpo y no con los ojos de la fe.

Resulta curioso que el relato no nos dice cómo Jesús llegó a allí, cómo se “apareció” entre los discípulos. ¡Ese detalle no tiene relevancia alguna ante el hecho trascendente de que Jesús está allí! Sí, el Jesús de Nazaret que caminó junto a ellos, que compartió con ellos la mesa, que les instruyó, es el mismo que el Resucitado.

Jesús percibe el miedo y el asombro de los discípulos, y quiere animarlos para que no quede duda, para que puedan ser testigos de su Resurrección. Por eso, después de mostrarle las heridas, “como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: ‘¿Tenéis ahí algo de comer?’  Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos”. El relato quiere enfatizar que el Resucitado es real, que se trata de la misma persona que Jesús de Nazaret; que no se trata de un invento ni un cuento de camino. Jesús de Nazaret ha resucitado y sus discípulos, especialmente los Once, cuya presencia enfatiza el relato de Lucas, son testigos de ello. Cómo Jesús, con su cuerpo glorificado es capaz de comer, es un misterio que escapa a nuestro entendimiento humano, pero con ese gesto se quiere establecer que Jesús está real y verdaderamente frente a sus discípulos.

Y al igual que lo hizo con los de Emaús, les explica lo que sobre su persona dicen las Escrituras, desde Moisés hasta los profetas, y cómo todo se cumplía en Él. Nos dice el pasaje que Jesús entonces “les abrió el entendimiento para comprender las escrituras”, añadiendo al final: “Vosotros sois testigos de esto”. Una vez más Jesús enfatiza la relación entre Él y las Escrituras, y el testimonio de los que creen en Él. Esta es la última aparición de Jesús en el evangelio según san Lucas, que el autor coloca justo antes de su Ascensión.

Antes de ascender, en el versículo que sigue al pasaje de hoy, Jesús les reitera la promesa del Espíritu Santo que recibirán en Pentecostés: “Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto”.

Es el Espíritu quien les dará la fortaleza para ser testigos: “Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8).

La misma promesa aplica a todos los que profesamos nuestra fe en el Resucitado. ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 31-01-19

En la lectura evangélica de hoy (Mc 4,21-25), Marcos nos presenta dos parábolas cortas, ambas relacionadas con el anuncio del Reino.

La primera de ellas, la del candil que no se trae para ponerlo debajo del celemín (las notas de la Biblia de Jerusalén dice que “en la antigüedad, el celemín era un pequeño mueble de tres o cuatro patas) o debajo de la cama, sino para ponerlo en el candelero para que alumbre. Termina Jesús esa breve parábola con la frase que le escucharemos decir en más de una ocasión: “El que tenga oídos para oír, que oiga”.

Jesús utiliza imágenes, situaciones, gestos, que les son familiares a la gente, para transmitir la realidad invisible del Reino. Probablemente ha visto a su propia madre en muchas ocasiones traer un candil, al caer la noche, para iluminar la habitación en que se encontraban. Él echa mano de esa imagen sencilla, doméstica, familiar, para enseñarnos la actitud que debemos tener respecto a la Palabra de Dios que recibimos. Esa Palabra de Vida eterna no es para esconderla, sino para ponerla en un lugar visible para que todos se beneficien de su Luz.

Jesús nos ha dicho que tenemos que ir por todo el mundo a proclamar la Buena Noticia del Reino (Mc 16,15), a ser la “luz del mundo”. La versión de Mateo de este pasaje, que el evangelista coloca inmediatamente después del sermón de las Bienaventuranzas, es más explícita, y nos muestra a Jesús diciendo (Mt 15,14): “Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo”.

En la parte del ritual del Bautismo que llamamos effetá (palabra aramea que significa “ábrete”), el ministro traza la señal de la cruz tocando los oídos y los labios del bautizando, para que sus oídos se abran para escuchar la Palabra de Dios y sus labios para proclamarla, es decir, cumplir la misión profética para la cual somos ungidos en el Sacramento.

Lo hemos dicho muchas veces, cuando recibimos la Palabra de Dios en nuestros corazones, no podemos quedárnosla para nosotros, tenemos que compartir la Buena Nueva del Reino con todos, como los enfermos a quienes Jesús curaba y les pedía que guardaran silencio, que no podían contenerse y salían corriendo a contárselo a todos.

Y como a los discípulos, a quienes explicaba las cosas del Reino en privado, tenemos que pedir al Espíritu que nos permita recibir esas verdades “ocultas” que Jesús quiere transmitirnos, para “ponerlas en alto” y que se “descubran” ante los demás. De ahí el mandato de Jesús: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación”.

Yo me atreví. Y tú, ¿te atreves? Anda, ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 13-03-18

El simbolismo del agua “inunda” la liturgia de hoy. La primera lectura, tomada del libro de Ezequiel (47,1-9.12) nos muestra una visión del Templo con torrentes de agua brotando de su lado derecho. El torrente de agua era tan abundante que llegó un momento en que no se podía vadear. Y esa agua era agua de vida, que hacía que la tierra diera frutos en abundancia, y hasta llegaba al Mar Muerto devolviendo la vida a sus aguas salobres.

El las Sagradas Escrituras el agua siempre ha sido símbolo de vida y, más aun, de la Vida que Dios nos da. Por eso se le asocia a los tiempos mesiánicos. Cristo ha venido a traer vida en abundancia. Hay quienes ven en el torrente que brota por el lado derecho del templo en esta visión de Ezequiel, una prefiguración del agua que brota del costado derecho de Jesús en la cruz luego del lanzazo, que sellaría la Nueva y Eterna Alianza y daría paso a la Iglesia como “nuevo pueblo” de Dios, instrumento de salvación instituido por Cristo.

En el capítulo siete de Juan el agua se nos presenta como el Espíritu que mana del Cristo glorificado: “‘El que tenga sed, venga a mí; y beba el que cree en mí’. Como dice la Escritura: De su seno brotarán manantiales de agua viva. Él se refería al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él” (Jn 7,37-39).

El pasaje evangélico de hoy (Jn 5,1-3.5-18) nos presenta el episodio en que Jesús cura a un paralítico que estaba echado en una camilla junto a la piscina de Betesda. Nos dice la Escritura que el hombre llevaba allí treinta y ocho años.

Dos cosas nos llaman la atención sobre este pasaje. Primero, es Jesús quien se toma la iniciativa. Han llegado los tiempos mesiánicos. Es Él quien se acerca al paralítico y le pregunta: “¿Quieres quedar sano?” Una pregunta directa. Jesús sabe que el hombre lleva mucho tiempo, que ha puesto toda su esperanza en el agua de aquella piscina (en los versos 3b-4 se nos dice que cuando el agua que había en ella era agitada por las alas de un ángel del Señor que bajaba de vez en cuando, el primero que se metía se curaba).

Segundo, la respuesta del hombre ante esa pregunta trascendental: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”. Jesús le había hecho una pregunta directa, lo único que tenía de decir era “sí”. No se daba cuenta que tenía ante sí al mismo Dios, aquél de quienes brotan torrentes de agua viva, capaz de echar demonios, curar enfermos, revivir muertos. Está ventilando su frustración, pero más que nada, su soledad: “no tengo a nadie…”

Jesús se compadece y le dice: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Palabras de vida, palabras de sanación, de alegría. Dentro de toda su frustración y soledad, aquél hombre creyó las palabras de Jesús. Por eso pudo recibir los frutos del milagro. “Y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar”.

Jesús nos pregunta hoy si queremos quedar sanados de nuestros pecados. ¿Qué le vamos a contestar?

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DÉCIMO CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 14-07-17

“Mirad que os mando como ovejas entre lobos” (Mt 10,16).

La primera lectura de la liturgia para hoy (Gn 46,1-7.28-30), nos narra el desenlace de la historia de José, con la salida de Jacob y sus descendientes de la tierra de Canaán hacia Egipto, en donde se establecerán por cuatro siglos. Este pasaje sirve de preludio a la esclavitud en Egipto que dará paso a la figura de Moisés, que aparecerá al comienzo del libro del Éxodo.

En la lectura evangélica (Mt 10, 16-23), Jesús continúa las instrucciones a sus apóstoles (“los doce”) antes de enviarlos a proclamar la Buena Noticia del Reino. Jesús les advierte que no iban a ser recibidos bien en todos lados, que los enviaba como corderos en medio de lobos. Jesús es consciente que Él mismo no fue bien recibido entre los suyos (Cfr. Lc 4,24), es decir, contempla ese mismo fracaso entre las posibilidades de sus enviados.

Jesús es también consciente que el mensaje de amor que sus enviados van a predicar con entrega, con mansedumbre, será rechazado y hasta combatido con brutalidad y violencia por los adversarios de la Palabra. Los apóstoles serán de ese modo ejemplo de que el Reino de Dios se revela en la debilidad de Jesús y de sus enviados. San Pablo recogerá ese pensamiento cuando diga: “Él (Jesús) me respondió: ‘Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad’. Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. Por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,9-10).

Pero a pesar de que les asegura que no los dejará solos, e inclusive que el Espíritu les sugerirá lo que tienen que decir cuando los arresten, les instruye que sean “sagaces como serpientes y sencillos como palomas”, que no se fíen de nadie. La mansedumbre no quiere decir que sean incautos o tontos. Por el contrario, al utilizar el ejemplo de la serpiente y la paloma, les dice que tienen que ser hábiles, inteligentes, cautos como la serpiente para discernir la presencia de lobos y no provocarlos innecesariamente, pero manteniendo al mismo tiempo la candidez, la simplicidad de las palomas, sin dobleces ni complicaciones.

Jesús siempre es claro con los que llama a seguirlo. El camino va a ser difícil, lleno de obstáculos, persecuciones e insultos. El que sigue a Jesús tiene que estar consciente que su recompensa no será en este mundo, sino en la vida eterna: “el que persevere hasta el final se salvará”. Y esa recompensa es la “corona de gloria que no se marchita” de que nos habla san Pedro (1 Pe 5,4).

Esas instrucciones de Jesús a los apóstoles son también para todos los que aceptamos el llamado de Jesús a participar de la misión evangelizadora. El Concilio Vaticano II dejó claramente establecido el papel de los laicos como “nuevos evangelizadores”. Ya no es una misión reservada a los ministros ordenados o consagrados (Apostilicam actuositatem). Nos toca a todos; a ti y a mí. ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL DÉCIMO CUARTO DOMINGO DEL T.O. (A) 09-07-17

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este decimocuarto domingo del tiempo ordinario, es la misma que leímos recientemente para la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús (Mt 1,25-30). En nuestra reflexión para ese día centramos nuestra atención en el versículo 28: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.

Las lecturas de hoy, sin embargo, nos hacen resaltar los versículos 25 y 29: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”; y “Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso”.

Ambos versículos son un eco de las primeras dos bienaventuranzas (Mt 5,3-4): “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra”. La pobreza de espíritu, que es del desapego de las cosas materiales, nos lleva a la mansedumbre, a la humildad, a no creernos superiores a los demás, a depender de la Providencia Divina. Solo entonces podremos abrir nuestros corazones al Espíritu Santo, que es el Amor que se profesan el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros.

En la segunda lectura (Rm 8,9.11-13) san Pablo nos dice: “Vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros”. Por eso puede proclamar: “Ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí” (Gál 2, 20).

La primera lectura (Zc 9,9-10) nos presenta la figura del futuro Mesías entrando a Jerusalén, no como los reyes terrenales, que llegaban llenos de gloria y poder político y militar, al son de trompetas y acompañados de ejércitos, sino “modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica”. A pesar de esta, y tantas otras profecías, cuando llegó, los suyos no lo reconocieron (Cfr. Jn 1,11).

El pueblo judío, cansado y agobiado de ser presa de cuatro imperios (babilónico, persa, griego y romano) durante cuatro siglos, esperaba un libertador político, un rey guerrero que les devolviera su independencia. Pero Jesús vino a traerles una libertad mayor; la libertad del pecado y la muerte. Y para enfatizar su mensaje, optó por hacerlo desde la pobreza. Nació pobre, teniendo por cuna un pesebre, vivió su vida en la pobreza, en ocasiones sin tener dónde recostar la cabeza (Cfr. Mt 8,20), y murió teniendo como su única posesión su ropa y una túnica que se echaron a la suerte entre los soldados (Mt 25,35).

Cristo nos muestra el camino al Padre: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso”. Cfr. Sal 22,2.

Que pases un hermoso fin de semana, y no olvides visitar la Casa del Señor. Él te espera.