REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DECIMOSÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 02-08-17

En la lectura evangélica (Mt 13,44-46) que nos ofrece la liturgia para hoy, volvemos a contemplar, en forma abreviada, dos de las siete parábolas del Reino: la del tesoro escondido y la de la perla de gran valor, que comentáramos el pasado domingo. ¿Por qué la insistencia de la Liturgia en repetir una y otra vez las parábolas del Reino?

Toda la misión de Jesús puede resumirse en una frase: “[T]engo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado” (Lc 4,43). Habiendo sido esa la misión de Jesús, no puede ser otra la misión de la Iglesia. Por eso en sus últimas palabras antes de ascender al Padre, delegó esa misión a la Iglesia: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva (del Reino de Dios) a toda la creación” (Mc 16,15).

Anteriormente hemos señalado que Jesús nos está diciendo que en la vida del cristiano, de su verdadero seguidor, no puede haber nada más valioso que los valores del Reino. Por eso tenemos que estar dispuestos a “venderlo” todo con tal de adquirirlos, con tal de asegurar ese gran tesoro que es la vida eterna. Eso incluye dejar “casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos y campos” por el nombre de Jesús. O sea, que no puede haber nada que se interponga entre nosotros y los valores del Reino.

El que acepta esa misión de parte de Jesús, se llena de su Palabra, y pone su vida al servicio de esta, tiene “algo” que todos notan, tal como le sucedió a Moisés en la primera lectura de hoy (Ex 34,29-35). Nos relata el pasaje que cuando Moisés bajó del monte Sinaí con las tablas que contenían Palabra de Dios “tenía radiante la piel de la cara”.

Aquí encontramos una marcada diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En la primera lectura vemos cómo cuando los Israelitas vieron a Moisés con el rostro brillante (por haber visto a Dios cara a cara, como a un amigo) “no se atrevieron a acercarse a él”, y el mismo Moisés se cubría la cara con un velo. Y es que en el Antiguo Testamento Dios todavía no se había revelado plenamente; por eso ni tan siquiera se podía pronunciar su nombre.

No es hasta que la Palabra se encarna, haciéndose uno con nosotros en todo excepto en el pecado, que Dios se nos revela plenamente en la persona de Jesús. Ahora podemos verlo, escucharlo, tocarlo, caminar junto a Él. Es entonces que nos envía su Santo Espíritu que nos permite llamar Abba a aquél cuyo nombre era impronunciable.

Y ese Espíritu Santo, que es el Amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros, hace resplandecer nuestros rostros con ese “algo” imposible de describir que hace a todo el que se cruza en nuestro camino perciba la presencia de Dios y diga: “Yo quiero de eso”; esa “perla de gran valor” que los impulsa a vender todo lo que tienen con tal de adquirirla.

Hoy, pidamos al Señor que derrame su Espíritu Santo sobre nosotros, de modo que todo el que nos vea lo vea a Él.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 14-06-17

“Nuestra capacidad nos viene de Dios, que nos ha capacitado para ser ministros de una alianza nueva: no de código escrito, sino de espíritu; porque la ley escrita mata, el Espíritu da vida”.

En este pasaje, tomado de la primera lectura de hoy (2 Cor 3,4-11), san Pablo resume en cierta medida la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia (Mt 5,17-19), en que Jesús nos dice: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos”.

Para los judíos la Ley y los profetas constituían la expresión de la voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

Durante su vida terrena Jesús nos dio unos indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Así los primeros cristianos tuvieron que determinar qué preceptos de la Ley eran de origen divino y cuáles eran hechura de los hombres, como los 613 preceptos de la Mitzvá, que los fariseos habían derivado de la Torá (Ley escrita) y la Torá shebe al pe (Ley oral). La Iglesia cristiana tuvo su origen en el judaísmo, en la Ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles constituían Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres interpretando la Ley?

El problema de los fariseos era que habían reducido la religión al “cumplimiento” objetivo de unas normas de conducta, divorciadas del “corazón”. El cumplimiento por temor al castigo. Jesús nos dijo que el cumplimiento de la Ley estaba predicado en el Amor (“Si me amáis guardaréis mis mandamientos”… Jn 14,15). El que ama a Dios y ama a su prójimo por amor a Él, ya cumple con todos los mandamientos. Ahí está la plenitud del cumplimiento de la Ley. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

A eso se refiere la primera lectura de hoy cuando dice: “Si el ministerio de la condena se hizo con resplandor, cuánto más resplandecerá el ministerio del perdón”.

“Señor Dios nuestro, tú has tomado la iniciativa de amarnos y de traernos tu libertad por medio de tu Hijo Jesucristo. Enriquécenos con el Espíritu de Jesús, derrámalo sobre nosotros generosamente, sin medida, para que no nos escondamos por más tiempo detrás de tradiciones y de la letra de la ley para apagar al Espíritu Santo que quiere hacernos libres” (Oración Colecta).

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEXTA SEMANA DEL T.O. (1) 18-02-17

Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.

La liturgia de hoy nos presenta la versión de Marcos de la Transfiguración (9,2-13), otro de esos eventos importantes que aparecen en los tres evangelios sinópticos.

Nos dice la lectura que Jesús tomó consigo a los discípulos que eran sus amigos inseparables: Pedro, Santiago y su hermano Juan, y los llevó a un “monte alto”, que la tradición nos dice fue el Monte Tabor. Allí “se transfiguró delante de ellos”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad, apareciendo también junto a Él Elías y Moisés, conversando con Él.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, esta narración está tan preñada de simbolismos, que resulta imposible reseñarlos en estos breves párrafos. No obstante, tratemos de resumir lo que la transfiguración representó para aquellos discípulos.

Aunque nos dice la lectura que los discípulos no sabían qué decir porque “estaban asustados”, no hay duda que ya han comprendido que Jesús es el Mesías; por eso lo han dejado todo para seguirlo, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no han logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Así que Él decide brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro.

Pedro quedó tan impactado por esa experiencia, que cuando escribió su segunda carta (2 Pe 1-16-19), lo reseñó con emoción, recalcando que fue testigo ocular de la grandeza de Jesús, añadiendo que escuchó la voz del Padre que les dijo: “Este es mi Hijo muy amado en quien me complazco”.

El simbolismo de la presencia de Elías y Moisés en este pasaje es fuerte, pues Elías representa a los profetas y Moisés representa la Ley (los profetas y la Ley son otra forma de referirse al Antiguo Testamento). Y el hecho de que aparezcan flanqueando a Jesús, quien representa el Evangelio, nos apunta a la Nueva Alianza en la persona de Jesucristo (los términos “Testamento” y “Alianza” son sinónimos), la plenitud de la Revelación.

Pero hay algo que siempre me ha llamado la atención sobre el relato evangélico de la Transfiguración. ¿Cómo sabían los apóstoles que los que estaban junto a Jesús eran Elías y Moisés, si ellos no los conocieron y en aquella época no había fotos? Podríamos adelantar, sin agotarlas, varias explicaciones, todas en el plano de la especulación.

Una posibilidad es que al quedar arropados de la gloria de Dios se les abrió el entendimiento y reconocieron a los personajes. Otra posible explicación que es que por la conversación entre ellos lograron identificarlos.

Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística. Pidamos al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz del Padre que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMA QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 20-09-16

Verdadera familia de Jesús

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 8,19-21) es otra de esas que, a pesar de ser corta, puede parece desconcertante para muchos: “En aquel tiempo, vinieron a ver a Jesús su madre y sus hermanos, pero con el gentío no lograban llegar hasta él. Entonces lo avisaron: ‘Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte’. Él les contestó: ‘Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra’”.

Lo cierto es que el mensaje central del pasaje lo encontramos en la última oración: “Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra”. Tal parece que estuviese poniendo a los que señala por encima de su propia Madre. No se trata de que Jesús esté menospreciando a su Madre; por el contrario la está ensalzando diciendo que es más Madre suya por “escuchar la palabra de Dios y ponerla por obra” (la definición de la fe), que por haberlo parido.

San Agustín nos dice que María, dando su consentimiento a la Encarnación del Verbo, por medio de su fe abrió a los hombres el paraíso… Por esta fe, dijo Isabel a la Virgen: “Bienaventurada Tú porque has creído, pues se cumplirán todas las cosas que te ha dicho el Señor” (Lc 1,45). Y añade san Agustín: “Más bienaventurada es María recibiendo por la fe a Cristo, que concibiendo la carne de Cristo”. De ese modo María, la que guardaba cada palabra de Dios y la guardaba en su corazón (Cfr. Lc 2,19), se nos presenta como modelo a seguir.

Jesús ha venido a inaugurar un nuevo tiempo, un nuevo “pueblo de Dios” que sustituiría el concepto de “pueblo elegido” del Antiguo Testamento. La Antigua Alianza, que se heredaba por la sangre, por la carne, daría paso a la nueva y definitiva Alianza en la persona de Cristo. El nuevo pueblo de Dios ya no se formaría por la herencia carnal, sino por la herencia del Espíritu de Dios. Es decir, Jesús sustituye el concepto de “pueblo elegido” por el de Iglesia como nuevo “pueblo de Dios”, el “nuevo Israel”, fundado en la efusión de la sangre de la Nueva Alianza (Cfr. Mt 26,28).

Y el vínculo que nos va a unir al Padre, como hijos, y a Jesús, como hermanos, es la escucha atenta de su Palabra y la puesta en práctica de la misma. Lucas coloca este pasaje inmediatamente después de las parábolas del “sembrador” y de la “lámpara”, ambas relacionadas también con la Palabra, con toda intención. El mensaje salta a la vista: El que escucha la Palabra de Dios y la pone por obra, es como la semilla que cae en tierra buena, que produce “ciento por uno”, como la lámpara que ilumina “a los que entran”, y finalmente, se convierte en “familia” de Dios. ¡Qué promesa! ¿Te animas?

Señor, dame oídos para escuchar tu Palabra, y perseverancia para ponerla por obra, de tal modo que “se me note” que soy de tu familia.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 08-06-16

sigueme

“Después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los Profetas, en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora, en este tiempo final, Dios nos habló por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo el mundo” (Hb 1,1-12).

Este pasaje de la Carta a los hebreos resume en cierta medida la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia de hoy (Mt 5,17-19), en que Jesús nos dice: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos”.

Para los judíos la Ley y los profetas constituían la expresión de la voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

Durante su vida terrena Jesús nos dio unos indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Así los primeros cristianos tuvieron que determinar qué preceptos de la Ley eran de origen divino y cuáles eran hechura de los hombres, como los 613 preceptos de la Mitzvá, que los fariseos habían derivado de la Torá (Ley escrita) y la Torá shebe al pe (Ley oral). La Iglesia cristiana tuvo su origen en el judaísmo, en la Ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles constituían Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres interpretando la Ley?

El problema de los fariseos era que habían reducido la religión al “cumplimiento” objetivo de unas normas de conducta, divorciadas del “corazón”. El cumplimiento por temor al castigo. Jesús nos dijo que el cumplimiento de la Ley estaba predicado en el Amor (“Si me amáis guardaréis mis mandamientos”… Jn 14,15). El que ama a Dios y ama a su prójimo por amor a Él, ya cumple con todos los mandamientos. Ahí está la plenitud del cumplimiento de la Ley. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

Como señala el pasaje de la Carta a los hebreos que citamos, Jesús es la culminación de la revelación, la Palabra última de Dios. El Evangelio de Jesucristo llevó a su plenitud la Ley y nos aclaró el contenido del Antiguo Testamento, liberándonos de la esclavitud y convirtiéndonos en hijos (Cfr. Gál 4,5). Así, “seremos grandes en el reino de los cielos”.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA 21-04-16

Portrait

La primera lectura de hoy (Hc 13,13-25) continúa presentándonos la expansión de la Iglesia por el mundo greco-romano. Expansión que llevaría la Buena Noticia a los confines del mundo conocido, obedeciendo el mandato de Jesús a sus discípulos antes de su ascensión: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).

En el pasaje de hoy, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos relata el comienzo de la misión de Pablo y Bernabé. Guiado por el Espíritu Santo, Pablo “actualiza” el Antiguo Testamento, narrando a los que estaban congregados en la sinagoga de Antioquía la historia del pueblo de Israel, todas las obras maravillosas que Dios había hecho por su Pueblo elegido, y cómo en la persona de Jesús esas obras habían encontrado su culminación. La transición de la Antigua Alianza a la Nueva Alianza, sellada con la sangre derramada por Jesús en la Cruz.

Esta lectura nos enseña que no nos podemos limitar a “leer” las Sagradas Escrituras; que tenemos que actualizarlas, encontrar el mensaje de Jesús resucitado en los “signos de los tiempos”, en todos los acontecimientos, positivos y negativos, personales y colectivos, los cuales, cuando los interpretamos a la luz del Evangelio, nos transmiten un mensaje interpelante de Cristo. Es la continuación de la Historia de la Salvación, de la cual somos testigos y protagonistas junto al Resucitado.

La lectura evangélica (Jn 13,16-20) nos narra las palabras de Jesús a sus discípulos luego de la lavarles los pies: “Os aseguro, el criado no es más que su amo, ni el enviado es más que el que lo envía. Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica”. Con estas palabras Jesús quiere explicar a los discípulos (y a nosotros) el alcance del gesto que acaba de realizar, y que ha de ser el norte de la conducta de sus seguidores, pero sobre todo el significado de la Ley del Amor.

El discípulo de Jesús tiene que seguir sus pasos. Eso implica amar sin límites, hasta que duela, como nos dice Madre Teresa de Calcuta. No se trata meramente de “imitar” la conducta de Jesús, se trata de sentir igual que Él, de amar igual que Él, de convertirse en servidor incondicional, en “esclavo” del hermano, por amor.

Jesús continúa diciéndonos lo que espera de nosotros, y cada vez nos parece más difícil cumplir con esa expectativa. Eso nos obliga a hacer introspección, no de nuestra conducta exterior, sino de nuestra vida, de nuestro “ser”. ¿Soy un verdadero “servidor”? ¿Hasta dónde estoy dispuesto a servir? ¿A quién sirvo? Jesús nos ha dado la medida y nos ha dicho: “dichosos vosotros si lo ponéis en práctica”.

Jesús sabe que va a ser traicionado. Y aun así lava los pies del que lo va a traicionar, se convierte en su esclavo. Y es en esa traición que nos va a revelar su divinidad (¡qué misterio!): “Os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis que yo soy”. “Yo soy”, el nombre que Dios le reveló a Moisés en la zarza ardiendo (Ex 3,14).

Esta lectura nos invita a preguntarnos: ¿Soy un “admirador” de Jesús o soy otro “cristo” (Gál 2,20)?

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES SANTO 24-03-16

Francisco-lavatorio de pies 2La liturgia para el Jueves Santo es un verdadero festín. En la Misa Vespertina de la Cena del Señor, celebramos la institución de la Eucaristía (que quiere decir “acción de gracias”). Es el comienzo del Triduo Pascual. A pesar de estar tan cercanos a la Pasión, estamos de fiesta; por eso los ornamentos litúrgicos son blancos.

Las primeras lecturas tratan más directamente el tema de la Eucaristía, mientras el pasaje evangélico nos presenta un episodio relacionado: el lavatorio de los pies.

La primera lectura, tomada del libro del Éxodo (12,1-8.11-14), hace memoria del hecho liberador más importante en la historia del pueblo de Israel, su liberación de la esclavitud en Egipto. La primera Pascua, y la celebración de la primera cena pascual, signo de la Alianza entre Dios y su pueblo a través de la persona de Moisés. Ese hecho liberador se convirtió en “memorial” (zikkaron) para los judíos. Por eso, al celebrar la Pascua, cada judío se considera que él mismo (no sus antepasados) fue liberado de la esclavitud en Egipto.

La segunda lectura nos presenta la mejor narración de la institución de la Eucaristía que encontramos en el Nuevo Testamento, curiosamente por alguien que no estuvo allí, pero que la recibió por la Tradición: el apóstol san Pablo (1 Cor 11,23-26). Esa institución se dio precisamente durante la cena de Pascua que Jesús compartía con sus discípulos. Y en medio de esa celebración, Jesús se ofrece a sí mismo como signo de la Alianza nueva y eterna, y al ofrecer el pan y el vino pronunciando la acción de gracias, instituye la cena como zikkaron (memorial) de su Pasión: “Haced esto en memoria mía”.

La lectura evangélica, tomada del evangelio según san Juan (13, 1-15), contiene una de las frases más hermosas y profundas del Nuevo Testamento, y que le da sentido al Triduo Pascual que estamos comenzando: “sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Tanto nos amó que no quiso separarse de nosotros. Por el contrario, quiso quedarse con nosotros en todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad, bajo las especies eucarísticas de pan y vino. Nos amó hasta el extremo, nos amó con pasión…

Este pasaje nos narra, como dijimos, el lavatorio de pies, que ocurre justo antes de la cena pascual. Todos conocemos el episodio. Lo importante es lo que Jesús les dice al terminar de lavarles los pies: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.

Él estaba a punto de marcharse, pero quería “sentar la tónica” del comportamiento que sus discípulos debían seguir. Podríamos desarrollar toda una catequesis sobre el significado de este gesto de Jesús, pero el Espíritu Santo nos ha regalado la persona del papa Francisco, quien encarna ese mensaje de humildad y servicio. Les invito una vez más a mirarlo e imitarlo. Nuestra Iglesia ha comenzado una nueva era, y nos ha tocado la gracia de ser testigos.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 11-03-16

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El pasaje que nos presenta la liturgia de hoy como primera lectura (Sab 2,1a.12-22) parece un adelanto (como esos que nos dan en el cine) del drama de la Pasión que vamos a contemplar al final de la Cuaresma. El libro de la Sabiduría es uno de los llamados “deuterocanónicos” que no forman parte de la Biblia protestante. Fue escrito durante la era de la restauración, luego del destierro en Babilonia. Sin este libro la Biblia se quedaría “coja”, pues el mismo sirve como una especie de “puente” entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento.

Cuando leemos este pasaje nos parece estar escuchando a los perseguidores de Jesús. Luego de reprochar su conducta, enfatizando su osadía al llamarse “Hijo del Señor”, deciden acabar con Él: “Veamos si sus palabras son verdaderas, comprobando el desenlace de su vida. Si es el justo hijo de Dios, lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos; lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él”.

Esta lectura nos sirve de preámbulo al pasaje del Evangelio según san Juan que contemplamos hoy (Jn 7,1-2.10.25-30). Este es uno de esos pasajes que la liturgia nos presenta fragmentados, por lo que es recomendable leerlo en su totalidad (los versículos 1-30), para poder entenderlo.

Juan nos reafirma la persona de Jesús como enviado del Padre, el único que le conoce y, por tanto, el único vehículo para conocer al Padre. “A mí me conocéis, y conocéis de dónde vengo. Sin embargo, yo no vengo por mi cuenta, sino enviado por el que es veraz; a ése vosotros no lo conocéis; yo lo conozco, porque procedo de él, y él me ha enviado”.

Pero la trama sigue complicándose. Vemos cómo el cerco va cerrándose cada vez más alrededor de la persona de Jesús, cómo va desarrollándose la conspiración que dentro de unos días se concretizará. Él está viviendo la experiencia de sentirse acorralado, rodeado de odio. Ve acercarse el fin… Tiene que ser cuidadoso, mide sus actuaciones, porque “todavía no ha llegado su hora”.

Dentro de todo este drama, Jesús se mantiene cauteloso pero sereno. Sabe quién le ha enviado y para qué ha sido enviado. Tiene que cumplir su misión salvadora. Se siente amado por el Padre y conoce sus secretos. Todo está en manos del Padre.

Jesús nos revela que Dios es nuestro Padre (Mt 6,9, Lc 11,2), por eso, al igual que Él, somos hijos de Dios (Jn 1,12; Rm 8,15-30) y coherederos de la gloria.

Contemplamos la serenidad, la paz de Jesús en medio de la persecución y el odio que le rodeaba, y sabemos que esa paz es producto de saberse amado por el Padre. Ese amor que le permite sentirse acompañando en medio del desierto. Vivía esa intimidad con el Padre, que se nutría de la oración constante.

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de vivir como Él esa intimidad con el Padre, para que seamos reconfortados por Su presencia en medio de la tribulación. Abandonarnos a Su misericordia, como un niño en brazos de su padre o, mejor aún, su madre. Ese es el secreto.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 02-03-16

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El pasaje evangélico que contemplamos en la liturgia de hoy (Mt 5,17-19), que Mateo coloca dentro del discurso de las Bienaventuranzas, nos presenta la visión de Jesús respecto a la Ley: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud”. Para los judíos la ley y los profetas constituían la expresión de la voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

Esa plenitud la encontramos en la Ley del amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,34-35). Antes se obedecía la Ley por temor al castigo; ahora se cumple porque amamos. Ya no se trata del cumplimiento exterior, vacío de contenido, ahora se trata de un imperativo producto del amor. Así, el que ama cumple los mandamientos. Si amamos a Dios y a nuestro prójimo como Él nos ama, el decálogo se convierte en un “retrato” de nuestra conducta, de nuestra forma de vida.

Durante su vida terrena Jesús nos dio unos indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). La primacía del amor. La Iglesia cristiana tuvo su origen en el judaísmo, en la ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles constituían Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres interpretando la Ley? La prueba para determinarlo habría de ser: ¿Me impide ese precepto amar como Cristo me ama?

La Iglesia en sus comienzos tuvo que enfrentar esa disyuntiva; se vio precisada a determinar si tenía que continuar observando la circuncisión, la pureza ritual, la prohibición de comer ciertos alimentos, el sábado, los sacrificios de animales en el Templo, etc. Esas interrogantes propiciaron el Concilio de Jerusalén, alrededor del año 50, y la intervención de Pedro, como pontífice de la Iglesia, a favor de la apertura (Hc 15,4-12). Así, la Iglesia comenzó un proceso de crecimiento que le ha hecho mudar el carapacho varias veces a lo largo de su historia, como lo hacen los crustáceos. Y ha logrado sobrevivir todos los cambios gracias al Espíritu que el mismo Jesús nos dejó, y que la ha guiado para asegurar el cumplimento de la promesa de Jesús al momento de establecer el primado de Pedro, de que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella (Mt 16,18).

El Concilio Vaticano II, convocado por san Juan XXIII por inspiración del Espíritu Santo, representó un “salto cuántico” para nuestra Iglesia, atendiendo al llamado del pontífice para una puesta al día (aggiornamento) de la Iglesia. Allí se continuó el proceso de “darle plenitud” a tenor con los “signos de los tiempos”. La vertiginosidad de los cambios sociales ocurridos desde el Vaticano II, propiciados en parte por la explosión tecnológica y en los medios de comunicación, apuntan a la necesidad de un nuevo ejercicio de aggiornamento en la Iglesia.

Recientemente ese mismo Espíritu nos regaló la persona de Francisco, signo inequívoco de que el Señor cumple sus promesas (Cfr. Mt 28,20).