REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DECIMOQUINTA SEMANA DEL T.O. (1) 19-07-19

La primera lectura de hoy (Ex 11,10-12.14) nos narra la institución de la cena pascual, tal y como la celebran todavía hoy los judíos. Esta cena se celebra en la antesala del hecho liberador más significativo en la historia del pueblo judío, la salida de Egipto de vuelta a la tierra de donde habían salido en tiempos de José. Comienza el éxodo.

Este es uno de esos eventos que, por ser obra de Dios, se convirtió en “memorial” (zikkaron) para el pueblo judío. De hecho, la Mishná dispone que, al celebrar la Pascua, cada judío se considera que él mismo (no sus antepasados) fue liberado de la esclavitud en Egipto. Jesús, que era judío y celebró muchas cenas pascuales, echó mano de ese concepto de zikkaron al instituir la Eucaristía en la última cena, que se da en el contexto de la cena pascual, e instituyó el pan y el vino como zikkaron de su Pasión: “Haced esto en memoria mía”.

En el pasaje que nos presenta el relato evangélico de hoy (Mt 12,1-8), vemos cómo los fariseos, movidos por la rabia, producto de la envidia y el temor que les produce el mensaje de Jesús, acusan a sus discípulos de violar el “sábado”, que más que una ley o un precepto, se había convertido en una pesada carga que ni los mismos sacerdotes y fariseos estaban dispuestos a llevar (Mt 23,4; Lc 11,46). Hacen lo que nosotros mismos hacemos muchas veces cuando queremos criticar a alguien: nos ponemos en vela a esperar el más mínimo “resbalón” para levantar el dedo acusador. Miramos la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en el nuestro (Lc 6,41).

Debemos recordar que la prohibición de arrancar espigas en sábado no es una prescripción de la ley propiamente, sino una de esas reglas creadas por los fariseos y contenidas en la Mitzvá, que enumera las actividades “prohibidas” en sábado.

Ya anteriormente, cuando los discípulos de Juan le cuestionaron a Jesús por qué ellos y los fariseos ayunaban y sus discípulos no lo hacían, Él les había contestado: “¿Pueden acaso los invitados de la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán” (Mt 9,15). En la versión de este pasaje en Marcos, Jesús añade: “El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Esta última frase cobra sentido con la aseveración de Jesús: “Si comprendierais lo que significa ‘quiero misericordia y no sacrificio’, no condenaríais a los que no tienen culpa”.

Jesús está siendo consistente con su sermón de la montaña, con la nueva “Ley del amor” recogida en las Bienaventuranzas (Mt 5); por eso se declara “Señor del sábado”. Las reglas del sábado, producto de los hombres, tienen que ceder ante las necesidades y obligaciones que nacen del Amor, que es la esencia misma de Dios.

Por eso, cuando nos acerquemos a servir a Dios, tengamos presente que el servicio de Dios no puede contradecir el amor y la misericordia que tenemos que mostrar a nuestro prójimo: “Lo que hiciereis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hacéis” (Mt 25,40).

Eso es lo hermoso del evangelio; podrá haber algunas inconsistencias en las narraciones, según cada evangelista, pero el mensaje de Jesús es consistente, es la Verdad que nos conduce al Padre.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 12-06-19

“Nuestra capacidad nos viene de Dios, que nos ha capacitado para ser ministros de una alianza nueva: no de código escrito, sino de espíritu; porque la ley escrita mata, el Espíritu da vida”.

En este pasaje, tomado de la primera lectura de hoy (2 Cor 3,4-11), san Pablo resume en cierta medida la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia (Mt 5,17-19), en que Jesús nos dice: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos”.

Para los judíos la Ley y los profetas constituían la expresión de la voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

Durante su vida terrena Jesús nos dio unos indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Así los primeros cristianos tuvieron que determinar qué preceptos de la Ley eran de origen divino y cuáles eran hechura de los hombres, como los 613 preceptos de la Mitzvá, que los fariseos habían derivado de la Torá (Ley escrita) y la Torá shebe al pe (Ley oral). La Iglesia cristiana tuvo su origen en el judaísmo, en la Ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles constituían Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres interpretando la Ley?

El problema de los fariseos era que habían reducido la religión al “cumplimiento” objetivo de unas normas de conducta, divorciadas del “corazón”. El cumplimiento por temor al castigo. Jesús nos dijo que el cumplimiento de la Ley estaba predicado en el Amor (“Si me amáis guardaréis mis mandamientos”… Jn 14,15). El que ama a Dios y ama a su prójimo por amor a Él, ya cumple con todos los mandamientos. Ahí está la plenitud del cumplimiento de la Ley. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

A eso se refiere la primera lectura de hoy cuando dice: “Si el ministerio de la condena se hizo con resplandor, cuánto más resplandecerá el ministerio del perdón”.

“Señor Dios nuestro, tú has tomado la iniciativa de amarnos y de traernos tu libertad por medio de tu Hijo Jesucristo. Enriquécenos con el Espíritu de Jesús, derrámalo sobre nosotros generosamente, sin medida, para que no nos escondamos por más tiempo detrás de tradiciones y de la letra de la ley para apagar al Espíritu Santo que quiere hacernos libres” (Oración Colecta).

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 27-03-19

El pasaje evangélico que contemplamos en la liturgia de hoy (Mt 5,17-19), que Mateo coloca dentro del discurso de las Bienaventuranzas, nos presenta la visión de Jesús respecto a la Ley: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud”. Para los judíos la ley y los profetas constituían la expresión de la voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

Esa plenitud la encontramos en la Ley del amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,34-35). Antes se obedecía la Ley por temor al castigo; ahora se cumple porque amamos. Ya no se trata del cumplimiento exterior, vacío de contenido, ahora se trata de un imperativo producto del amor. Así, el que ama cumple los mandamientos. Si amamos a Dios y a nuestro prójimo como Él nos ama, el decálogo se convierte en un “retrato” de nuestra conducta, de nuestra forma de vida.

Durante su vida terrena Jesús nos dio unos indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). La primacía del amor. La Iglesia cristiana tuvo su origen en el judaísmo, en la ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles constituían Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres interpretando la Ley? La prueba para determinarlo habría de ser: ¿Me impide ese precepto amar como Cristo me ama?

La Iglesia en sus comienzos tuvo que enfrentar esa disyuntiva; se vio precisada a determinar si tenía que continuar observando la circuncisión, la pureza ritual, la prohibición de comer ciertos alimentos, el sábado, los sacrificios de animales en el Templo, etc. Esas interrogantes propiciaron el Concilio de Jerusalén, alrededor del año 50, y la intervención de Pedro, como pontífice de la Iglesia, a favor de la apertura (Hc 15,4-12). Así, la Iglesia comenzó un proceso de crecimiento que le ha hecho mudar el carapacho varias veces a lo largo de su historia, como lo hacen los crustáceos. Y ha logrado sobrevivir todos los cambios gracias al Espíritu que el mismo Jesús nos dejó, y que la ha guiado para asegurar el cumplimento de la promesa de Jesús al momento de establecer el primado de Pedro, de que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella (Mt 16,18).

El Concilio Vaticano II, convocado por san Juan XXIII por inspiración del Espíritu Santo, representó un “salto cuántico” para nuestra Iglesia, atendiendo al llamado del pontífice para una puesta al día (aggiornamento) de la Iglesia. Allí se continuó el proceso de “darle plenitud” a tenor con los “signos de los tiempos”. La vertiginosidad de los cambios sociales ocurridos desde el Vaticano II, propiciados en parte por la explosión tecnológica y en los medios de comunicación, apuntan a la necesidad de un nuevo ejercicio de aggiornamento en la Iglesia.

En estos tiempos, ese mismo Espíritu nos ha regalado la persona de Francisco, signo inequívoco de que el Señor cumple sus promesas (Cfr. Mt 28,20).

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 23-01-19

La lectura evangélica de hoy (Mc 3,1-6) nos presenta la culminación del conflicto entre Jesús y los fariseos; entre la ley y el amor, que vimos en el pasaje que leímos ayer. La lectura nos muestra a Jesús una vez más entrando en la sinagoga, en donde se encontró un hombre con un brazo paralizado. Ya los fariseos habían visto actuar a Jesús y estaban “al acecho” para ver si curaba en sábado, para acusarlo. De nuevo la observancia estricta del sábado. El judaísmo a ultranza. La letra de la ley por encima de todo.

Jesús, que conoce los pensamientos de los fariseos, decide dramatizar su enseñanza, y hace al hombre ponerse en medio de todos. Entonces les pregunta a los fariseos: “¿Qué está permitido en sábado?, ¿hacer lo bueno o lo malo?, ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?”. Silencio total. Una pregunta tan bien formulada, que la única contestación correcta daría la razón a Jesús.

A renglón seguido tenemos otra instancia en la que Marcos acentúa la dimensión humana de Jesús. Ya en otra ocasión habíamos señalado que Marcos habla con toda naturalidad de las emociones intensas de Jesús. Nos dice que Jesús, “echando en torno una mirada de ira, y dolido de su obstinación, le dijo al hombre: ‘Extiende el brazo’”. Y el hombre quedó curado de inmediato y extendió el brazo. Algunas versiones pretenden suavizar este pasaje diciendo que Jesús los miró con “indignación”. Pero la palabra griega utilizada por Marcos es οργης, que literalmente quiere decir “ira”. Jesús estaba enfadado, molesto, indignado ante estas personas obstinadas en su interpretación estricta de la ley, capaces de cruzarse de brazos ante la necesidad, incluso ante el peligro de muerte de su prójimo, con la excusa de no violar el “sábado”.

Jesús había puesto en evidencia a los fariseos, los había hecho quedar mal delante de todos en la sinagoga. Había herido su orgullo. Por ello, “en cuanto salieron de la sinagoga, los fariseos se pusieron a planear con los herodianos el modo de acabar con él”. El relato evangélico apenas comienza, y ya la suerte de Jesús está echada.

La ley constituye un valor, es necesaria, no hay duda. Pero, ¿constituye el valor supremo, o tiene que estar supeditada al bien del hombre y la gloria de Dios? En la lectura de ayer Jesús nos decía que “el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado”. Y más aún, que “el Hijo del hombre es señor también del sábado”. Como nota curiosa, las últimas palabras del Código de Derecho Canónico (can. 1752) leen: “teniendo en cuenta la salvación de las almas, que debe ser siempre la ley suprema en la Iglesia”. En otras palabras, al interpretar la ley, no podemos perder de vista el propósito primordial de las mismas: la salvación de las almas.

Desafortunadamente, el “fariseísmo” está vivo. A diario vemos cómo, aún en medio de nuestras comunidades de fe, se “utiliza” la letra estricta de la ley para perjudicar a uno de nuestros hermanos, aún a sabiendas de que hay unas circunstancias subyacentes que moverían la misericordia de Jesús. Ante esa situación, ¿qué bando vas a tomar? Seamos hijos de la luz…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (1) 22-01-19

La lectura evangélica de hoy (Mc 2,23-28) nos presenta a Jesús, un sábado, atravesando un campo con sus discípulos, quienes arrancaban espigas mientras caminaban para comerse los granos. Éste último detalle no surge explícitamente de la lectura, pero el evangelio paralelo de Mateo (12,1-8), dice que los discípulos “desgranaban” las espigas para comerse los granos porque “tenían hambre”.

Los fariseos que observaban la escena les critican severamente: “Oye, ¿por qué hacen en sábado lo que no está permitido?” Al decir eso se referían a la prohibición contenida en Ex 20,8-11 que ellos interpretaban de manera estricta, considerando una transgresión lo que los discípulos hacían. Los fariseos pretenden utilizar las escrituras para condenar a Jesús, pero Jesús demuestra tener un vasto conocimiento de las escrituras. Eso lo vemos a lo largo de todos los relatos evangélicos. Por eso les riposta citando el pasaje en el que el mismo rey David hizo algo prohibido al tomar los panes consagrados del templo para saciar el hambre de sus hombres (1 Sam 21,2-7).

Esta observancia estricta del sábado, la circuncisión, la pureza ritual, fueron fomentadas por los sacerdotes durante el destierro en Babilonia para que no se perdieran esas tradiciones, y para distinguir al pueblo judío de todos los demás. Esto dio margen al nacimiento del llamado “judaísmo”. Estas prácticas llegaron al extremo de controlar todos los aspectos de la vida de los judíos. La observancia de la Ley, por la ley misma, por encima de los hombres. Es por eso que Jesús dice: “El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado”. El amor, la misericordia, están por encima de la Ley. Jesús es Dios, es el Amor. Por tanto, termina diciendo Jesús que “el Hijo del hombre es señor también del sábado”.

Dar cumplimiento a la ley no es suficiente (la palabra cumplimiento está compuesta por dos: “cumplo” y “miento”). Estamos llamados a ir más allá. Si aceptamos que Jesús es el dueño del sábado, y que Él nos invita a seguirle (como lo hicieron los discípulos en la lectura), todo está también a nuestro servicio, cuando se trata de seguir sus pasos. De ahí que “el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado”.

El Evangelio de ayer nos hablaba de la necesidad de guardar el “vino nuevo” en “odres nuevos”. De eso se trata el mensaje de Jesús. No podemos permitir que la observancia de los ritos y la interpretación estricta de los preceptos nos impidan practicar el amor y la misericordia (“Misericordia quiero, que no sacrificio” – Mt 12,7; Cfr. Os 6,6). A eso se refería el papa Francisco cuando dijo: “Quien se acerca a la Iglesia debe encontrar puertas abiertas y no fiscales de la fe”.

Para seguir a Jesús no es necesario que nos convirtamos en “beatos” ni que nos apartemos del mundo. No podemos vivir un ritualismo artificial que raye en la hipocresía. Ese es el cristiano del siglo 21… ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMO TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 10-09-18

Comenzamos la liturgia de esta semana con la lectura de la versión de Lucas de la curación del hombre con el brazo derecho paralizado (6,6-11). El pasaje sitúa a Jesús “un sábado”, otro sábado, en la sinagoga, enseñando. Con esto nos señala que era costumbre de Jesús acudir a la sinagoga a orar, pero sobre todo a “enseñar”. De ahí que sus contemporáneos le llamaban rabboní (rabbûnî en arameo), o maestro. Ya los escribas y fariseos comenzaban a resentirse y a discutir “qué había que hacer con Jesús”.

Conociendo las enseñanzas de Jesús, y ante la presencia del hombre con el brazo paralizado, se ponen al acecho para ver si curaba en sábado y así encontrar de qué acusarlo (la ley del sábado prohibía curar en sábado, por ser el día de descanso dedicado exclusivamente al Señor). Y Jesús, que ve en lo oculto de los corazones y conoce sus pensamientos, manda al hombre a ponerse de pie en medio de la asamblea. Allí es Él quien pone a prueba a los fariseos, y les pregunta: “¿Qué está permitido en sábado, hacer el bien o el mal, salvar a uno o dejarlo morir?”. Ante el silencio producido por la contundencia de sus palabras, Jesús ordena al hombre extender el brazo y este queda curado. Esto exacerbó más aún la furia de los escribas y fariseos.

Lo primero que nos llama la atención de este milagro, y que lo hace diferente, es que ni el hombre, ni sus familiares, ni sus amigos, pidieron el milagro; fue iniciativa de Jesús, producto de su gratuidad. Jesús toma la iniciativa porque percibe la necesidad del hombre, demuestra su capacidad de ponerse en el lugar de otros.

Y es que estando toda su enseñanza matizada por el amor, todas sus actuaciones se rigen por el “imperativo del amor”. Sí, el descanso sabatino tenía el propósito de honrar al Señor, pero Jesús nos está diciendo con su actuación que no hay mejor manera de honrar a Dios que ayudando a nuestro prójimo, socorriendo a los necesitados, haciendo el bien. Esa es la mejor forma de “santificar” el sábado.

Una vez más vemos a Jesús enfatizando la caridad por encima de la oración y el ritualismo vacíos que caracterizaban a los escribas y fariseos. La rabia de estos parecería estar ligada al hecho que Jesús, con sus hechos y palabras, los desenmascara, no solo ante los demás, sino ante ellos mismos.

En este día y esta semana que comienza, pidamos al Señor que, al igual que Jesús, nos permita estar atentos, y nos conceda la gracia de percibir las necesidades materiales y espirituales de nuestros hermanos, y la voluntad para prestarles toda la ayuda que esté a nuestro alcance, tal como hizo Jesús con el hombre del Evangelio de hoy.

Que pasen todos una hermosa semana llena de la PAZ que solo Dios puede brindarnos. ¡Bendiciones!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DECIMOQUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 20-07-18

 

La primera lectura de hoy (Is 38,1-6.21-22.7-8) es un ejemplo del poder de la oración impetratoria, de petición fervorosa. Dios había enviado a Isaías a comunicar a Ezequías que había llegado la hora de su muerte: “Haz testamento, porque vas a morir sin remedio y no vivirás”. Nos narra la lectura que Ezequías “volvió la cara a la pared” (un típico gesto de oración judío), oró al Señor para le curara y “lloró con largo llanto”. Oró con fe, con la certeza de que su petición sería escuchada.

Ante ese gesto, el Señor se compadeció de Ezequías y “cambió de parecer”, y con los mismos labios que había pronunciado su sentencia de muerte, le concedió quince años más de vida. ¿Cuántas veces hemos visto a una persona a las puertas de la muerte, que gracias al poder de la oración se ha librado de ella? Señor, concédenos confiar en la fuerza de la oración, y a seguir confiando en ti aún en las ocasiones en que Tú, en tu insondable Voluntad decides lo contrario.

La lectura evangélica de hoy (Mt 12,1-8) nos muestra a los fariseos, quienes movidos por la rabia, producto de la envidia y el temor que les produce el mensaje de Jesús, acusan a sus discípulos de violar el “sábado”, que más que una ley o un precepto, se había convertido en una pesada carga que ni los mismos sacerdotes y fariseos estaban dispuestos a llevar (Mt 23,4; Lc 11,46). Hacen lo que nosotros mismos hacemos muchas veces cuando queremos criticar a alguien: nos ponemos en vela a esperar el más mínimo “resbalón” para levantar el dedo acusador. Miramos la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en el nuestro (Lc 6,41).

Ya anteriormente, cuando los discípulos de Juan le cuestionaron a Jesús por qué ellos y los fariseos ayunaban y sus discípulos no lo hacían, Él les había contestado: “¿Pueden acaso los invitados de la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán” (Mt 9,15). En la versión de este pasaje en Marcos, Jesús añade: “El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Esta última frase cobra sentido con la aseveración de Jesús: “Si comprendierais lo que significa ‘quiero misericordia y no sacrificio’, no condenaríais a los que no tienen culpa.

Jesús está siendo consistente con la nueva “Ley del amor” recogida en las Bienaventuranzas (Mt 5); por eso se declara “Señor del sábado”. La reglas del sábado, producto de los hombres, tienen que ceder ante las necesidades y obligaciones que nacen del amor que es la esencia misma de Dios.

Cuando nos acerquemos a servir a Dios, tengamos presente que el servicio de Dios no puede contradecir el amor y la misericordia que tenemos que mostrar a nuestro prójimo: “Lo que hiciereis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mi me lo hacéis” (Mt 25,40).

Eso es lo hermoso del evangelio; podrá haber algunas inconsistencias en las narraciones, según cada evangelista, pero el mensaje de Jesús es consistente, es la Verdad que nos conduce al Padre.

Que pasen un hermoso fin de semana; y no olviden visitar la Casa del Señor. Él les espera con los brazos abiertos…

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 07-03-18

El pasaje evangélico que contemplamos en la liturgia de hoy (Mt 5,17-19), que Mateo coloca dentro del discurso de las Bienaventuranzas, nos presenta la visión de Jesús respecto a la Ley: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud”. Para los judíos la ley y los profetas constituían la expresión de la voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

Esa plenitud la encontramos en la Ley del amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,34-35). Antes se obedecía la Ley por temor al castigo; ahora se cumple porque amamos. Ya no se trata del cumplimiento exterior, vacío de contenido, ahora se trata de un imperativo producto del amor. Así, el que ama cumple los mandamientos. Si amamos a Dios y a nuestro prójimo como Él nos ama, el decálogo se convierte en un “retrato” de nuestra conducta, de nuestra forma de vida.

Durante su vida terrena Jesús nos dio unos indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). La primacía del amor. La Iglesia cristiana tuvo su origen en el judaísmo, en la ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles constituían Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres interpretando la Ley? La prueba para determinarlo habría de ser: ¿Me impide ese precepto amar como Cristo me ama?

La Iglesia en sus comienzos tuvo que enfrentar esa disyuntiva; se vio precisada a determinar si tenía que continuar observando la circuncisión, la pureza ritual, la prohibición de comer ciertos alimentos, el sábado, los sacrificios de animales en el Templo, etc. Esas interrogantes propiciaron el Concilio de Jerusalén, alrededor del año 50, y la intervención de Pedro, como pontífice de la Iglesia, a favor de la apertura (Hc 15,4-12). Así, la Iglesia comenzó un proceso de crecimiento que le ha hecho mudar el carapacho varias veces a lo largo de su historia, como lo hacen los crustáceos. Y ha logrado sobrevivir todos los cambios gracias al Espíritu que el mismo Jesús nos dejó, y que la ha guiado para asegurar el cumplimento de la promesa de Jesús al momento de establecer el primado de Pedro, de que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella (Mt 16,18).

El Concilio Vaticano II, convocado por san Juan XXIII por inspiración del Espíritu Santo, representó un “salto cuántico” para nuestra Iglesia, atendiendo al llamado del pontífice para una puesta al día (aggiornamento) de la Iglesia. Allí se continuó el proceso de “darle plenitud” a tenor con los “signos de los tiempos”. La vertiginosidad de los cambios sociales ocurridos desde el Vaticano II, propiciados en parte por la explosión tecnológica y en los medios de comunicación, apuntan a la necesidad de un nuevo ejercicio de aggiornamento en la Iglesia.

Ahora ese mismo Espíritu nos ha regalado la persona de Francisco, signo inequívoco de que el Señor cumple sus promesas (Cfr. Mt 28,20).

REFLEXIÓN PARA EL SEXTO DOMINGO DEL T.O. (B) 10-02-18

En la lectura que nos presenta la liturgia de hoy (Mc 1, 40-45) vemos la reacción de Jesús ante un leproso que se presenta ante Él y le pide que lo cure: “Si quieres, puedes limpiarme”, le dice el leproso. Un acto de fe. Jesús se conmueve ante la situación del leproso: “Sintiendo lástima (la palabra griega utilizada significa “conmovido en las entrañas”, con referencia a las entrañas maternas, a ese amor que solo una madre es capaz de sentir por el hijo de sus entrañas), extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Quiero: queda limpio’”.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, de todos los evangelistas, Marcos es quien más acentúa la dimensión humana de Jesús. Marcos habla con toda naturalidad de las emociones intensas de Jesús, mientras que Mateo y Lucas tienden a omitirlas o mitigarlas en los pasajes paralelos (comparar este pasaje con los relatos paralelos en Mt 8,3 y Lc 5,12).

Hay otro detalle que quisiéramos resaltar. La lectura nos dice que Jesús “tocó” al leproso, algo que chocaba con la Ley, rayando en el escándalo. La lepra era la peor enfermedad de la época de Jesús. Nadie podía acercarse ni tocar a los leprosos. De hecho, los leprosos eran aislados, marginados de la sociedad. Como nos dice la primera lectura de hoy (Lv 13,1-2.44-46), tenían que caminar gritando: “¡Impuro, impuro!”, para que todos se alejasen. Aun así, el leproso decide acercarse a Jesús. Reconoce su poder. Jesús, por su parte, quiere dejar establecido que el amor, la misericordia, están por encima de la Ley, como cuando cura en sábado (Mc 3, 1-6; Lc 13-14).

Si analizamos esta lectura más allá de la historia que nos presenta, vemos cómo ese leproso nos representa a todos nosotros. Sí, nuestro pecado es como una lepra que carcome nuestra alma, y solo el poder sanador de Jesús, producto de su compasión e infinita misericordia, es capaz de curarnos. Tan solo tenemos que acercarnos a Él con el corazón contrito y humillado (Cfr. Sal 50), y la certeza de que solo Él puede sanarnos. Entonces escucharemos su voz que nos dice: “Quiero: queda limpio”.

La lectura nos dice que Jesús, luego de curar al leproso le pide que no se lo diga a nadie: “No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés”. El famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos. Está claro que Jesús no quiere hacer alarde de su poder. Tampoco quiere comprometer su misión.

Como todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús, el leproso no puede contener su alegría. Tiene que compartir su experiencia con todos. “Cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes”.

Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con Jesús? Si de veras lo has tenido, no podrás contener las ganas de compartir esa experiencia con todos. De eso se trata…

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 14-06-17

“Nuestra capacidad nos viene de Dios, que nos ha capacitado para ser ministros de una alianza nueva: no de código escrito, sino de espíritu; porque la ley escrita mata, el Espíritu da vida”.

En este pasaje, tomado de la primera lectura de hoy (2 Cor 3,4-11), san Pablo resume en cierta medida la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia (Mt 5,17-19), en que Jesús nos dice: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos”.

Para los judíos la Ley y los profetas constituían la expresión de la voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

Durante su vida terrena Jesús nos dio unos indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Así los primeros cristianos tuvieron que determinar qué preceptos de la Ley eran de origen divino y cuáles eran hechura de los hombres, como los 613 preceptos de la Mitzvá, que los fariseos habían derivado de la Torá (Ley escrita) y la Torá shebe al pe (Ley oral). La Iglesia cristiana tuvo su origen en el judaísmo, en la Ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles constituían Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres interpretando la Ley?

El problema de los fariseos era que habían reducido la religión al “cumplimiento” objetivo de unas normas de conducta, divorciadas del “corazón”. El cumplimiento por temor al castigo. Jesús nos dijo que el cumplimiento de la Ley estaba predicado en el Amor (“Si me amáis guardaréis mis mandamientos”… Jn 14,15). El que ama a Dios y ama a su prójimo por amor a Él, ya cumple con todos los mandamientos. Ahí está la plenitud del cumplimiento de la Ley. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

A eso se refiere la primera lectura de hoy cuando dice: “Si el ministerio de la condena se hizo con resplandor, cuánto más resplandecerá el ministerio del perdón”.

“Señor Dios nuestro, tú has tomado la iniciativa de amarnos y de traernos tu libertad por medio de tu Hijo Jesucristo. Enriquécenos con el Espíritu de Jesús, derrámalo sobre nosotros generosamente, sin medida, para que no nos escondamos por más tiempo detrás de tradiciones y de la letra de la ley para apagar al Espíritu Santo que quiere hacernos libres” (Oración Colecta).