REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO NOVENO DOMINGO DEL T.O. (C) 16-10-16

orar sin cesar med

El Evangelio de hoy nos presenta la parábola del “juez inicuo” (Lc 18,1-8). En esta parábola encontramos a una viuda que recurría ante un juez para pedirle que le hiciera justicia frente a su adversario. Y aunque el juez “ni temía a Dios ni le importaban los hombres”, fue tanta la insistencia de la viuda que el juez terminó haciéndole justicia con tal de salir de ella: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara” (Cfr. Lc 11,5-13).

Al terminar la parábola Jesús mismo explica el significado de la misma: “Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”

Esta parábola exhorta a todo el que sigue a Jesús a confiar plenamente en la justicia divina, en que Dios siempre ha de tomar partido con el que sufre injusticias o persecución por su nombre. El pasaje nos evoca, además, aquel momento en que Dios, movido por la opresión de su pueblo, decidió intervenir por primera vez en la historia de la humanidad: “Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo del poder de los egipcios” (Ex 3,7-8).

La parábola nos invita, además, a orar sin cesar (1 Tes 5,17), sin perder las esperanzas, sin desaliento, aun cuando a veces parezca que el Señor se muestra sordo ante nuestras súplicas. El mismo Lucas precede la parábola con una introducción que apunta al tema central de la misma: “Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola”.

Nos enseña también a luchar sin desfallecer en la construcción de Reino, sin importar las injusticias ni persecuciones que suframos, con la certeza de que, tarde o temprano, en Su tiempo, Dios nos hará justicia. Por eso nuestra oración ha de ser insistente, pero dejando en manos de Dios el “cuándo” y el “cómo” vendrá en nuestro auxilio.

Por otra parte, Jesús habla de que Dios ha de hacer justicia a “sus elegidos”. ¿Quiénes son los elegidos? “Los que han sido elegidos según la previsión de Dios Padre, y han sido santificados por el Espíritu para obedecer a Jesucristo y recibir la aspersión de su sangre” (1 Pe 1,1-2). Son aquellos que Él “ha elegido en Él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor” (Ef 1,4). Somos elegidos, o más bien, nos convertimos en elegidos cuando seguimos el camino de santidad que Él nos ha trazado y que nos lleva a ser irreprochables, POR EL AMOR. De nuevo el imperativo del Amor…

Terminamos con la pregunta final que Jesús plantea a los que le seguían: Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? Señor, acrecienta nuestra fe para confiar plenamente en tu Justicia.

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO SÉPTIMO DOMINGO DEL T.O. (C) 02-10-16

como un grano de mostaza

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este decimoséptimo domingo del tiempo ordinario (Lc 17,5-10), se divide en dos partes.

La primera está relacionada con los versículos inmediatamente anteriores a la lectura (Lc 3b-4) que se refieren a la corrección fraterna y, sobre todo, el perdón. Jesús sabe que somos imperfectos, una Iglesia santa compuesta por pecadores. Sabe que podemos ofender y nos pueden ofender. Por eso nos dice: “Si tu hermano te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: ‘Lo siento’, lo perdonarás”. ¡Ahí es donde eso de ser cristiano se pone difícil! Es el amor sin límites que nos impone el seguimiento de Jesús; el mismo Amor que nos profesa el Padre del cielo. Eso solo se logra mediante una adhesión incondicional a Jesús. Y esa adhesión incondicional solo es posible mediante un acto de fe. Creer en Jesús y creerle a Jesús.

Con ese trasfondo podemos comprender mejor la lectura de hoy. Los discípulos, al enfrentarse a las exigencias de Jesús, están conscientes de que solos no pueden, del gran abismo que les separa de Él en términos de fe. Por eso le imploran: “Auméntanos la fe”. Jesús, al contestarles, les establece la medida de fe que espera de ellos (nosotros): “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’. Y os obedecería”. Con más razón necesitamos implorar al Señor que aumente nuestra fe.

Hemos dicho en innumerables ocasiones que creer y tener fe, no son sinónimos. Se puede creer y no tener fe. La fe implica no solo creer en Jesús, sino también creerle a Jesús. Eso nos lleva a actuar conforme a Su Palabra.

La mayoría de nosotros nos consideramos personas de fe; pero hagamos un alto en ese camino hacia la santidad a la que todos somos llamados, y examinemos nuestra “fe”. ¿Cuántos milagros hemos logrado últimamente? ¿Y durante nuestras vidas? ¿Quiere eso decir que nuestra fe es tan pequeña que palidece ante un grano de mostaza? Mirémoslo de otro punto de vista. Olvidémonos de milagros espectaculares como mover montañas o árboles, echar demonios, curar enfermos, o revivir muertos. Hablemos de mantener la calma y la esperanza ante la adversidad, ante las desgracias, pérdidas o tragedias personales o familiares. ¿No es eso un “milagro”? Contéstate esa interrogante.

La segunda parte de la lectura puede parecer desconcertante, pues podría interpretarse que Dios es un malagradecido que no sabe apreciar los servicios que le prestamos a diario los que decidimos seguirle. Sin embargo, la lectura se refiere en realidad a nosotros, quienes en ocasiones creemos que si servimos a Dios con fidelidad, Él “nos debe”, es decir, que hemos comprado su favor. De nuevo, nuestra mentalidad “pequeña”, nuestra falta de fe, nos traicionan. Se nos olvida que nuestra “recompensa” no la tendremos en este mundo, sino en la vida eterna. Si decidimos seguir a Jesús tenemos que estar dispuestos a soportar todas las pruebas que ese seguimiento implica (Cfr. Sir 2,1-6).

“Señor yo creo, pero aumenta mi fe”.

Que pasen un hermoso fin de semana lleno de bendiciones y de la PAZ que solo Él puede brindarnos.

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO QUINTO DOMINGO DEL T.O. (C) 18-09-16

dios-y-dinero

El texto que nos presenta la lectura evangélica para este vigésimo quinto domingo del tiempo ordinario (Lc 16,1-13), la llamada parábola del “administrador astuto”, es una de esas que nos deja confundidos, pues da la impresión que está premiando la actuación de un administrador corrupto; que se nos está poniendo como ejemplo a una persona inescrupulosa que es capaz de cualquier trampa con tal de salir de un aprieto, al punto de que “el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había procedido”. ¿Cómo podemos compaginar esto con el mensaje de Jesús?

Para ello, como en todo ejercicio serio de exégesis bíblica, tenemos que remitirnos al idioma y entorno cultural de la época que se desarrolla el relato. Veamos.

En aquellos tiempos, el administrador usualmente era un empleado a quien el amo había escogido y adiestrado para ejercer ese cargo. Ese administrador no recibía un salario propiamente, sino una comisión, unos por cientos establecidos para cada renglón de lo administrado. Por eso vemos cómo este administrador astuto altera los recibos de forma distinta con los dos deudores. El amo iba a recibir su dinero íntegro, pues lo que el administrador había “rebajado” a la deuda de cada uno de los deudores era su comisión.

De ese modo, a cambio de renunciar a su comisión, se ganó el favor de unos acreedores que podían contratarle ahora que había quedado desempleado (recordemos que había sido despedido al comienzo del relato). Por eso Jesús dice a sus discípulos: “Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz”.

Ahora comienza a hacer sentido el relato. No se trata de ser “tramposo”; se trata de saber escoger y, más aun, saber renunciar al dinero, a las riquezas, con tal de obtener un bien o beneficio mayor. ¿Y qué beneficio mayor que el Reino de los Cielos? Este sentido se hace más claro aun cuando Jesús termina diciendo a sus discípulos: “Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero”.

La palabra utilizada en el texto original que ha sido traducida como “dinero”, es mammón, palabra aramea de origen fenicio que se refiere a aquella riqueza que ejerce tanta influencia sobre la persona al punto que la envilece, la esclaviza, al punto de convertirse en un dios. Lo hemos dicho en ocasiones anteriores. El dinero, la riqueza, producto de nuestro trabajo y la bendición de Dios, no son malos. Lo que no podemos permitir es que el dinero, la riqueza, se conviertan en un “dios”, en un obstáculo para seguir a Jesús (Cfr. Mt 19,16-22). “No podéis servir a Dios y al dinero”.

El administrador astuto supo renunciar a su dinero (su comisión) a cambio de ganar un beneficio mayor. Jesús nos propone al administrador astuto como ejemplo para dejarnos saber que aún estamos a tiempo. Si somos astutos, todavía podemos renunciar a lo que “nos toca” de este mundo para obtener una mayor riqueza, que nos “reciban en las moradas eternas”.

Que pasen todos una hermosa semana en la PAZ del Señor.

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO DEL T.O. (C) 11-09-16

hijo prodigo fano a color

La liturgia para este vigésimo cuarto domingo del tiempo ordinario tiene un hilo conductor: La Misericordia Divina. Y como lectura evangélica (Lc 15, 1-32) nos presenta las tres llamadas parábolas de la misericordia que ocupan el capítulo 15 de Lucas (la “oveja perdida”, la “dracma perdida” y el “hijo pródigo”). La introducción de la lectura (versículos uno al tres) nos apuntan a quiénes van dirigidas estas parábolas: a nosotros los pecadores.

La parábola del hijo pródigo (también conocida como la parábola del “Padre misericordioso”) es una de las más conocidas y comentadas del Nuevo Testamento, y siempre que la leo viene a mi mente el comentario de Henri M. Nouwen en su obra El regreso del hijo pródigo; meditaciones ante un cuadro de Rembrandt (lectura recomendada):

“Ahora, cuando miro de nuevo al anciano de Rembrandt inclinándose sobre su hijo recién llegado y tocándole los hombros con las manos, empiezo a ver no solo al padre que «estrecha al hijo en sus brazos,» sino a la madre que acaricia a su niño, le envuelve con el calor de su cuerpo, y le aprieta contra el vientre del que salió. Así, el «regreso del hijo pródigo» se convierte en el regreso al vientre de Dios, el regreso a los orígenes mismos del ser y vuelve a hacerse eco de la exhortación de Jesús a Nicodemo a nacer de nuevo”.

He leído este párrafo no sé cuántas veces, y siempre que lo hago me provoca un sentimiento tan profundo que hace brotar lágrimas a mis ojos. Es el amor incondicional de Dios-Madre, que no tiene comparación; que no importa lo que hagamos, NUNCA dejará de amarnos con la misma intensidad. No hay duda; de la misma manera que Dios es papá (Abba), también se nos muestra como “mamá”. De ese modo, el regreso al Padre nos evoca nuestra niñez cuando, aún después de una travesura, regresábamos confiados al regazo de nuestra madre, quien nos arrullaba y acariciaba con la ternura que solo una madre es capaz.

Así, de la misma manera que el padre de nuestra parábola salió corriendo al encuentro de su hijo al verlo a la distancia y comenzó a besarlo aún antes de que este le pidiera perdón, nuestro Padre del cielo ya nos ha perdonado incluso antes de que pequemos. Pero para poder recibir ese perdón acompañando de ese caudal incontenible de amor maternal que le acompaña, tenemos que abandonar el camino equivocado que llevamos y emprender el camino de regreso al Padre y reconciliarnos con Él.

Y ese día habrá fiesta en la casa del Padre, quien nos vestirá con el mejor traje de gala, y nos pondrá un anillo en la mano y sandalias en los pies (recuperaremos la dignidad de “hijos”). Por eso, cuanto más alejados de Él nos encontremos, cuanto más indignos de Él nos sintamos, no vacilemos en ir a su encuentro, porque un corazón quebrantado y humillado, Él no lo desprecia (Sal 50).

La Palabra nos invita a emprender el viaje de regreso a la casa del Padre. Les invito a que recorramos juntos ese camino, con la certeza de que al final del camino vendrá “Mamá” a nuestro encuentro y nos cubrirá con sus besos.

Todavía estamos a tiempo (Él nunca se cansa de esperarnos). Anda, acércate al Sacramento de la Reconciliación. Te lo aseguro; sentirás un caudal de amor como nunca lo has sentido.

REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO XXIII DEL T.O. (C) 04-09-16

toma tu cruz2

En la lectura evangélica que nos propone la liturgia para este vigesimotercer domingo del tiempo ordinario (Lc 14,25-33), Jesús nos enumera tres condiciones para ser discípulos suyos. Después del lenguaje utilizado por Jesús en el pasaje que leyéramos el pasado domingo (Lc 14,1.7-14), en el que nos hablaba del “banquete”, hoy nos estremece con un lenguaje chocante, desconcertante, y hasta hiriente.

Todavía nos estamos saboreando el pasaje del banquete, en el que parece ser que para entrar en el Reino lo único que tenemos que hacer es aceptar la invitación, cuando nos toma desprevenidos con una aseveración que “nos saca la alfombra de debajo de los pies”. Nos dice la escritura que Jesús se volvió a los que le seguían y les dijo: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. Esta traducción que utiliza la liturgia es en realidad una versión “aguada” del lenguaje original que se traduce como el que no “odia” a su padre y a su madre, etc.

Es obvio que Jesús quiere estremecernos, quiere ponernos a pensar, quiere que entendamos la radicalidad del seguimiento que nos va a exigir. Por eso no podemos interpretar ese “odiar” de manera literal; se trata de un recurso pedagógico. No se trata de que rompamos los lazos afectivos con nuestra familia. Lo que Jesús quiere de nosotros es una disponibilidad total; que el seguimiento sea radical, absoluto; que ni tan siquiera la familia pueda ser obstáculo para el seguimiento; ni tan siquiera el sagrado deber de enterrar a los muertos (Lc 9,60).

Todavía no nos recuperamos del golpe inicial cuando nos lanza la segunda condición para el discipulado: “Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío”. ¡Uf! Esto de seguir a Jesús no parece cosa fácil… Cabe señalar que en el momento en que Jesús pronuncia estas palabras, la crucifixión para el que decidiera seguirle era una posibilidad real. Quiere enfatizar que seguirle siempre implica un riesgo. En nuestro tiempo no hay crucifixión, pero sí hay muchas “cruces” que tenemos que soportar si decidimos seguir a Jesús. Y si somos verdaderos discípulos las llevamos y soportamos con amor, y por amor a Jesús.

Jesús termina su enumeración de las condiciones para seguirle, con la renuncia total a todos aquellos bienes que puedan convertirse en obstáculo: “el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”. El discípulo no solo “sigue” al maestro, sino que lo imita. Jesús nació pobre, teniendo por cuna un pesebre y por vestimenta unos pañales (Lc 2,7). Así mismo murió: clavado a una cruz y desnudo, teniendo como única posesión una túnica que echaron a suerte entre los soldados romanos que le crucificaron (Jn 19,23-24).

El mensaje de Jesús es sencillo y se resume en una sola palabra: AMOR. Pero se trata de un amor incondicional, el amor que siente el que está dispuesto a dejarlo todo para seguir al Maestro; el que está dispuesto a tomar su cruz para seguirlo, el que está dispuesto a dar la vida por sus amigos (Jn 15,13)…

Si aún no lo has hecho, no olvides visitar la Casa del Padre; Él te espera.

REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO XXII DEL T.O. (C) 28-06-16

los ultimos seran los primeros

La primera lectura que nos ofrece la liturgia para este vigésimo segundo domingo del tiempo ordinario está tomada del libro del Eclesiástico (3,17-18.20.28-29). Este libro se conoce también como Sirácides, o Ben Sirac y es uno de los llamados “deuterocanónicos” que no están incluidos en el canon Palestinense del Antiguo Testamento. Por eso tampoco lo encontraremos en la Biblia protestante. Y es una lástima, porque este es un libro cuya finalidad es orientar la vida en armonía con la ley y, sobre todo, recalcar la importancia de la moral y la religión como bases para la mejor educación integral del hombre.

Así, por ejemplo, el pasaje de hoy nos ofrece un sabio consejo relacionado con la importancia de proceder con humildad en todas las instancias de nuestras vidas: “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes”. Años más tarde, Jesús recogerá esa sabiduría en su oración: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Mt 11,25-26).

De igual  modo, Jesús nos pediría que le siguiéramos en el camino de la humildad, que es producto del amor y se traduce en el servicio al prójimo: “aprendan de mí, porque soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Mas no se limitó a decirlo, sino que nos dio el mayor ejemplo de humildad al lavar los pies de sus discípulos (Jn 13,1-15).

Siguiendo la misma línea, en el evangelio que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 14,1.7-14) Jesús advierte a los fariseos que es preferible ocupar los últimos lugares (últimos en términos de importancia) antes que los primeros, pues nos corremos el riesgo de que llegue otro “de más categoría” que nosotros y nos pidan que le cedamos nuestro puesto. Por el contrario, es preferible ocupar los últimos puestos y que el anfitrión nos diga “Amigo, sube más arriba”. Uno de los defectos de los fariseos precisamente era el deseo de figurar. Por eso Jesús recalca: “todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. Jesús se refiere por supuesto a la humildad de corazón, pone su énfasis en la conversión interior, no en lo exterior. El día del juicio seremos juzgados, no por los honores y puestos que obtuvimos, sino por cuánto servimos a otros, cuánto amamos.

A renglón seguido Jesús cambia su enfoque de los invitados a su anfitrión. Para ello usa la figura del “banquete”, que en términos bíblicos se refiere al Reino de los cielos: Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos”. Esa invitación a los marginados a sentarse a nuestra mesa implica solidarizarse, hacerse uno con ellos. Así, en el día final cuando ellos, por quienes Jesús siempre mostró preferencia sean llamados a entrar en el Reino, el Padre nos dirá a nosotros también: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo” (Mt 25,34).

No olviden visitar la Casa del Padre; Él les espera…

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO PRIMER DOMINGO DEL T.O. (C) 21-08-16

el-pan-de-la-unidad

En el Evangelio de hoy Lucas nos muestra la imagen de Jesús típica de él: como predicador itinerante, recorriendo ciudades y aldeas enseñando (Lc 13,22-30). En este pasaje encontramos a “uno” de los que le escuchaba preguntarle: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”. De nuevo alguien anónimo; tú o yo. La pregunta no es la correcta, pues la preocupación no debe ser “cuántos” se van a salvar, sino cómo, qué hay que hacer, para salvarse.

Y en el estilo típico de Jesús, opta por no contestar directamente la pregunta, sino hacerlo a través de una parábola: “Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: ‘Señor, ábrenos’; y él os replicará: ‘No sé quiénes sois’. Entonces comenzaréis a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él os replicará: ‘No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados’… Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”.

El que le formula la pregunta, uno de los que le seguía, parece partir de la premisa que él pertenece al número de los “escogidos”. Eso nos pasa a muchos de los que nos sentamos a su mesa (recibimos la Eucaristía) y estamos presentes cuando “enseña en nuestras plazas” (la liturgia de la Palabra); creemos que por eso ya estamos salvados. El problema es que no sabemos cuándo va a llegar el Amo de la casa y cerrar la puerta. En ese momento, ¿estaremos adentro (en “gracia”), o estaremos afuera (en pecado)?

Está claro que la salvación no va a depender de a qué religión “pertenecemos”, ni a cuántas misas hemos asistido, ni cuántos sacramentos hemos recibido. Muchos de los llamados “pecadores” pueden experimentar una verdadera conversión a última hora y esos estarán “adentro” cuando se cierren las puertas. Y muchos de los que se “sientan a la mesa” a menudo, y van y vienen se quedarán afuera cuando el Amo “cierre las puertas”. Como nos dice el mismo Jesús en el Evangelio según san Mateo: “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán aquel Día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: ¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!” (Mt 7,21-23).

No se trata de “creer” en Jesús, se trata de “creerle”. Y si le creemos, no nos limitaremos a ese mero acto de fe; le seguiremos y actuaremos acorde a sus enseñanzas, “haremos la voluntad del Padre celestial”. Se trata de unir la fe a las obras (St 2,14-26). Y el secreto para lograrlo es uno: vivir el Amor de Dios; amarlo y amar a los demás como Él nos ama (Jn 13,34).

Hoy, pidamos al Señor el don de la perseverancia en la fe y las obras.

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO DOMINGO DEL T.O. (C) 14-08-16

Jesús fuego med

La palabra que sirve de hilo conductor a las lecturas que nos ofrece la liturgia para este vigésimo domingo del tiempo ordinario es “conflicto”.

La primera lectura, tomada del libro de Jeremías (38,4-6.8-10), nos presenta el resultado de la fidelidad a la palabra de Dios por parte del profeta, palabra que desenmascara el pecado de los hombres y provoca reacciones que llegan incluso a la violencia. Por eso todo el que es fiel a la Palabra provoca conflicto. En el caso de Jeremías estuvo a punto de costarle la vida: “Muera ese Jeremías, porque está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y a todo el pueblo, con semejantes discursos. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia”.

Con la frase “no busca el bien del pueblo” lo que querían decir los príncipes que pedían la muerte de Jeremías es que su discurso no se amoldaba a los deseos del pueblo. Es bien fácil adoptar un discurso que acomode los deseos o preferencias del pueblo, aunque estos sean contrarios a la Palabra de Dios.

No tenemos que ir muy lejos, basta mirar a nuestro alrededor para encontrarnos con gobernantes que adoptan un discurso reñido con los valores cristianos, especialmente los relacionados con la familia y el matrimonio, con tal de ganarse la simpatía de un grupo de personas, aunque ello implique darle la espalda a Dios. Y lo peor es que pretenden justificar su conducta con la misma Palabra que pisotean. Se trata de “fabricar” una imagen de Dios que se acomode a nuestros deseos y, ¿por qué no?, a nuestro pecado.

A estas personas se les olvida que con Jesús no hay términos medios; o estás con Él o en contra de Él: “El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23). O como nos dice el Espíritu en el libro del Apocalipsis: “Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca” (3,15-16). No se trata de “quedar bien”, tampoco de “no hacer sentir mal” al otro. Se trata de ser fiel a Dios y a su Palabra salvífica. En eso Jesús es radical.

La lectura evangélica (Lc 12,49-53) de hoy no puede ser más clara: “He venido a prender fuego en el mundo… ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”. Todo el que acepta y proclama la Palabra de Dios va entrar en conflicto con el mundo, comenzando en nuestra propia familia. Porque esa Palabra, más cortante que espada de doble filo, “penetra hasta la división entre alma y espíritu” (Cfr. Hb 4,12). Por eso resulta incómoda para muchos.

No podemos caer en la trampa del relativismo moral. Por eso nuestra sociedad está cada vez más alejada de Dios. Corresponde a nosotros “prender fuego en el mundo” o, como nos dijo el papa Francisco, “hacer lío”. Pero… ¡ojo!, eso tiene un costo bien alto. Si vas a seguir a Jesús, prepárate para la prueba (Cfr. Sir 2,1).

REFLEXIÓN PARA EL DÉCIMO NOVENO DOMINGO DEL T.O. (C) 07-08-16

Abraham Isaac

¡Hola, amigos! Hoy reanudamos nuestras acostumbradas reflexiones diarias después de un corto paréntesis. Durante este tiempo los he tenido a todos en mis oraciones, especialmente en los ratos que pasé meditando y contemplando al pie del sepulcro de Santo Domingo de Guzmán en la Basílica que lleva su nombre en Bolonia, Italia, en cuyo convento permanecí durante tres semanas.

La liturgia para este decimonoveno domingo del tiempo ordinario nos presenta como segunda lectura un fragmento de la carta a los Hebreos (11,1-2.8-19), que comienza con la definición de la fe que su autor nos brinda, y que es tal vez la más citada: “La fe es la garantía de las cosas que se esperan, la prueba de aquellas que no se ven. Por ella recibieron testimonio de admiración los antiguos”.

Les invito a leer y meditar el capítulo 11 de la carta a los Hebreos, especialmente  los versículos 1-22, que nos presentan una magnífica catequesis sobre la fe, incluyendo un recuento de todos los personajes del Antiguo Testamento que perseveraron en la fe, y cómo su fe logró acercarlos a Dios y lograr su favor; desde el justo Abel, cuyos sacrificios eran agradables a Dios porque poseían el ingrediente de la fe, pasando por los patriarcas y Moisés, hasta Salomón y los profetas.

Por supuesto, ninguna reflexión sobre la fe puede prescindir de Abraham, el “padre de la fe”. Abraham, por sus actos, nos mostró inicialmente el camino a seguir en el camino de la fe. Abandonó su tierra, su patria y su parentela para ir a un lugar que no conocía, pero que el Señor le había prometido que sería para él y su descendencia. Para ese entonces Abraham tenía setenta y cinco años (Gn 12,4) y su esposa era estéril.

Creyó en la promesa de una descendencia numerosa a pesar de su avanzada edad y la esterilidad de su esposa Sara. Después que finalmente su esposa dio a luz a Isaac, el hijo de la promesa, no vaciló cuando Yahvé le pidió que le ofreciera su hijo en sacrificio. “Porque pensaba que Dios tiene poder incluso para resucitar a los muertos. Por eso recobró a su hijo. Esto es un símbolo para nosotros”. Abraham creyó en Dios y en su Palabra salvífica. Es decir, creyó en Dios y le creyó a Dios. No en balde es considerado el padre de la fe por las tres grandes religiones monoteístas, el judaísmo, el cristianismo y el islam.

Como nos dice esa segunda lectura: “Precisamente por esto, de un solo hombre, ya casi muerto, nació una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo y como los incontables granos de arena que hay en las playas del mar”. Abraham tuvo que esperar veinticinco años para que se cumpliera la promesa del hijo, que nació cuando él ya tenía cien años. Pero nunca dejó de confiar en la palabra de Dios; nunca perdió la fe.

En este día del Señor, pidamos el don de la fe en las promesas de Dios. Que no busquemos nuestra seguridad en las cosas visibles y palpables, sino en sus promesas, y en aquella verdad que Él nos ha revelado y que nos hace verdaderamente libres (Jn 8,32): su Amor incondicional. Que tengan un día del Señor lleno de paz y colmado de bendiciones. Y si aún no has visitado la Casa del Padre, todavía estás a tiempo. Recuerda, ¡Él te espera!