REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO 13-12-22

“Un hombre tenía dos hijos… ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?”

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este martes de la tercera semana de Adviento (Mt 21,28-32), termina con una de esas sentencias “fuertes” de Jesús que nos estremecen: “En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis”. Y en el meollo de todo está la frase “le creyeron”. Como hemos repetido en tantas ocasiones, la fe implica, no solo “creer” en Jesús, sino “creerle” a Jesús, creer en su Palabra salvífica. Y ese creer en Jesús se manifiesta al poner en práctica, actuar acorde a esa Palabra, a dar TESTIMONIO. Es la culminación del proceso de conversión a que la Iglesia nos exhorta en este tiempo especial de Adviento.

La lectura nos presenta a dos hijos que escuchan las mismas palabras del padre. Uno le dice que no, pero luego recapacita y va a hacer lo que el padre le pidió. El otro se muestra “obediente” y le dice que sí, pero luego no lo hace. Con esta parábola Jesús está “retratando” a los sumos sacerdotes y ancianos, quienes daban “cumplimiento” (“cumplo” y “miento”) exterior a la Ley, ofreciendo toda clase de sacrificios y holocaustos, mientras en sus corazones se creían superiores a los demás y no practicaban la misericordia (“Porque yo quiero misericordia, no sacrificio…” – Os 6,6). ¿A cuántos de nosotros estará “retratando” Jesús?

En la primera lectura el profeta Sofonías (3,1-2.9-13) denuncia la incredulidad, la falta de fe y la soberbia del pueblo: ¡Ay de la ciudad rebelde, impura, tiránica! No ha escuchado la llamada, no ha aceptado la lección, no ha confiado en el Señor, no ha recurrido a su Dios”. Entonces anuncia que la Palabra de Dios será acogida por otros pueblos: “purificaré labios de los pueblos para que invoquen todos ellos el nombre del Señor y todos lo sirvan a una. Desde las orillas de los ríos de Cus mis adoradores, los deportados, traerán mi ofrenda”.

No obstante, el profeta suscita la esperanza de una restauración del pueblo de Israel en la persona de los humildes, de aquellos que confían en el Señor, los “pobres de espíritu”, los anawim, los “pobres de Yahvé” por quienes Jesús siempre mostró preferencia (Cfr. Bienaventuranzas): “Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor”.

De todos los atributos de Dios el que más sobresale es la Misericordia, producto de su Amor incondicional de Dios-Madre, que hace que nunca nos rechace cuando nos acercamos a Él con el corazón contrito y humillado (Sal 50,19), no importa cuán grande sea nuestro pecado. Y ese día habrá fiesta en la Casa del Padre (Lc 15,22-24).

Las lecturas de hoy nos invitan una vez más a la conversión. Si aún no te has reconciliado, todavía estás a tiempo. Recuerda, no importa tu pecado, Él te recibirá con el abrazo más tierno que hayas experimentado. “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha…” (Sal 33).

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) 23-08-22

Es lo que el campesino puertorriqueño compara con la hoja del yagrumo, que cuando usted la ve de un lado tiene un color, pero cuando la vira del otro lado, tiene un color diferente.

El evangelio que leemos en la liturgia de hoy (Mt 23,23-26) es una continuación del de ayer, que forma parte del discurso contra la actitud de los escribas y fariseos que Mateo pone en boca de Jesús en el capítulo 23 de su relato evangélico. Cada una de las críticas va precedida de un “¡Ay!”, que es una traducción bastante libre de la palabra griega en el original Quai, a falta de una palabra equivalente en español. Pero la palabra original lo que expresa, más que una maldición, es dolor, indignación.

Tanto el evangelio de ayer (Mt 23,13-22) como el de hoy, tienen una línea de pensamiento subyacente: Jesús desprecia con vehemencia la hipocresía de los fariseos. Personas que se quedan en los ritos externos y en el “cumplimiento” (palabra compuesta por otras dos: “cumplo” y “miento”) de unos preceptos creados por ellos mismos para su propio beneficio, mientras “descuidan lo más grave de la ley: el derecho, la compasión y la sinceridad”. Fíjense que Jesús no condena los ritos ni la observancia de la ley (Cfr. Mt 5,18), lo que condena es el quedarse en los ritos y observancia externos sin que estos reflejen una actitud interior conforme a lo que se practica: “Esto es lo que habría que practicar, aunque sin descuidar aquello”.

A diario vemos los “fariseos” de nuestro tiempo, esas personas que gustan de ocupar los primeros puestos en todas las actividades y celebraciones litúrgicas de la Iglesia, en la oración comunitaria, en las lecturas de la celebración eucarística, en los sacramentos; pero su vida personal, su conducta “fuera del templo”, no guarda relación alguna con esa “religiosidad” demostrada en el Templo. Son meros actores interpretando un “papel” para “las gradas”. Esa es la actitud que Jesús condena cuando dice: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis rebosando de robo y desenfreno!” Es lo que el campesino puertorriqueño compara con la hoja del yagrumo, que cuando usted la ve de un lado tiene un color, pero cuando la vira del otro lado, tiene un color diferente.

Son pocas las veces que vemos a Jesús verdaderamente molesto, indignado. Aunque el evangelio no describe la actitud de Jesús cuando pronuncia las palabras que leemos en el evangelio de hoy, no resulta difícil imaginarse hasta el tono de voz que utilizó; el de una persona bien molesta, indignada, como cuando echó a los mercaderes del Templo (Jn 2,13-25).

Jesús nos está diciendo que el verdadero cristiano es una persona “genuina”, sin dobleces, transparente, que practica lo que predica. Nos está diciendo que, aunque no debemos menospreciar los ritos externos (la purificación exterior de “la copa y el plato”), estos tienen menos importancia que la pureza interior. Cuando lleguemos a ese día que nos espera a todos en que tengamos que enfrentarnos a nuestra vida, no se nos preguntará cuántas veces acudimos al templo, ni cuántas veces participamos en los ritos religiosos, ni cuánto diezmamos; se nos preguntará cuánto amamos. Como dijo san Juan de la Cruz: “A la tarde de la vida te examinarán en el amor”.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 15-06-22

Jesús utiliza una palabra para referirse a estas personas: “hipócritas”. Esta palabra se deriva del griego hypokrites y significa “actor”, es decir, alguien que representa un personaje en una obra de teatro.

La liturgia sigue llevándonos de la mano por el “discurso evangélico” (también llamado “discurso inaugural”) de Jesús que comprende los capítulos 5 y 6 del Evangelio según san Mateo. El discurso comienza con las Bienaventuranzas y luego pasa a establecer la diferencia entre la Antigua Alianza fundamentada en la observancia de la Ley, y la Nueva Alianza que interpreta la misma Ley humanizada con el espíritu de las Bienaventuranzas las que, a su vez, están fundamentadas en la Ley del Amor.

Es este discurso Jesús nos reitera la primacía del amor y la disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la Ley que practicaban los escribas y fariseos, presentándonos la justicia del verdadero discípulo como superior a la de aquellos. Para demostrarlo, en el pasaje que contemplamos hoy (Mt 6,1-6.16-18) utiliza las tres prácticas penitenciales clásicas de los fariseos, la limosna, la oración y el ayuno, que se refieren a nuestra relación con nuestro prójimo, con Dios y con nosotros mismos.

Hoy Jesús nos describe el “cumplimiento” exterior de los fariseos con las prácticas penitenciales aludidas, señalando que, por no estar acompañadas de una disposición interior cónsona con los actos y gestos exteriores, no son agradables a Dios.

Jesús se refiere a aquellos cuya conducta no guarda relación alguna con lo que hay en sus corazones. Aquellos que aparentan ser justos, ofrendan (asegurándose de que todos vean la denominación del billete que echan en la canasta de las ofendas), oran y participan de las celebraciones litúrgicas y los sacramentos con gran pompa, y se encargan de que todos sepan cuándo ayunan y hacen otros actos penitenciales, mientras en su interior están llenos de desprecio, envidias, rencor, soberbia, y hasta delirios de grandeza, pues gustan de recibir el reconocimiento de todos y hacen lo indecible para ocupar “puestos” en las comunidades de fe y ministerios parroquiales. ¿Quién dijo que el fariseísmo había desaparecido?

Jesús utiliza una palabra para referirse a estas personas: “hipócritas”. Esta palabra se deriva del griego hypokrites y significa “actor”, es decir, alguien que representa un personaje en una obra de teatro. Esos, nos dice Jesús, no tendrán recompensa del Padre, porque “ya han recibido su paga” (el reconocimiento y el aplauso de los hombres). El reconocimiento por parte de los demás nos podrá llenar de prestigio, de “gloria”, pero se trata de una gloria terrenal, pasajera, efímera.

Como la Ley del Amor está escrita en nuestros corazones, es allí donde se cumple, no en los gestos exteriores. Y el Padre, “que ve en lo escondido”, nos juzgará según lo que hay en nuestros corazones. Por eso nos reitera que si practicamos la limosna en secreto, si oramos en la intimidad de nuestro ser, y si ayunamos manteniendo nuestro buen semblante, el Padre, que “ve en lo secreto” nos recompensará. Porque habremos practicado la caridad (el Amor) hacia Dios, nuestro prójimo y nosotros mismos; habremos vivido el espíritu de las Bienaventuranzas.

“Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor” (San Juan de la Cruz).

REFLEXIÓN PARA EL QUINTO DOMINGO DE PASCUA (C) 15-05-22

Hoy es el domingo del Amor. Celebramos el Quinto domingo de Pascua, y las lecturas que nos brinda la liturgia, culminan con el mandamiento del amor que Jesús da a sus discípulos al principio del llamado “discurso de despedida de Jesús”, que comienza con el fragmento que contemplamos hoy (Jn 13,31-33a.34-35) y culmina con la “oración sacerdotal” de glorificación, en el capítulo 17.

“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros”. Este comentario, que recoge la última voluntad o “testamento” de Jesús, se da a raíz de la salida de Judas del tabernáculo para consumar su  traición. Es de notar que en el pasaje de hoy, justo antes del mandamiento del amor, en apenas dos versículos, Jesús utiliza cinco veces el verbo “glorificar”, tres relativas al presente y dos al futuro (vv.31-32).

¿Qué significa glorificar? El diccionario de la Real Academia Española define ese verbo como “reconocer y ensalzar a quien es glorioso”, es decir, reconocer lo que una persona tiene de encomiable. Con la traición de Judas comienza a ponerse de manifiesto lo que Jesús tiene de encomiable: el amor. Ese amor verdadero que tiene su máxima expresión en estar dispuesto a dar la vida por sus amigos (Jn 15,13); amar “hasta el extremo” (Jn 13,2), algo que Jesús evidenciará dando su vida incluso por sus enemigos. Ahí se revelará el verdadero señorío de Jesús, manifestado en el Amor.

Jesús glorifica al Padre al hacer su voluntad entregándose a su pasión y muerte de cruz en la más formidable demostración de amor en la historia de la humanidad. Por eso el Padre lo glorificará resucitándole de entre los muertos y sentándolo a su derecha como “Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte” (Lumen Gentium 59).

Su última voluntad fue: “que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros”. Jesús no nos pidió que cumpliéramos la Ley de Dios; nos pidió que nos amáramos los unos a los otros. No se trata pues, de hacer el bien porque se nos manda, sino porque se ama. Cuando se ama se lleva a plenitud la Ley; eso es lo que nos distingue como cristianos. Cuando, por el contrario, nos limitamos a dar cumplimiento a la Ley, estamos meramente evitando ser castigados. Eso es distintivo humano. Por eso en ocasiones anteriores hemos señalado que la palabra cumplimiento está compuesta por otras dos: “cumplo” y “miento”.

De la misma manera que Jesús glorificó al Padre con su demostración de amor, Él nos pide que hagamos lo mismo, amar hasta que nos duela (¡qué difícil!). Por eso la primera lectura (Hc 14,21b-27) nos recuerda que “hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios”. Y según el Padre lo glorificó, nosotros seremos también glorificados.

La segunda lectura, tomada del libro del Apocalipsis (21,1-5a), nos muestra esa hermosa visión de la nueva Jerusalén bajando del cielo “arreglada como una novia que se adorna para su esposo”, en la que todos los que le seguimos vamos a morar junto a Él por toda la eternidad. Y la promesa es real: “Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado”. El reto es duro, pero la recompensa es eterna… ¿Te animas?

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 11-03-22

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 5,20-26), nos reitera la primacía del amor y la disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la Ley que practicaban los escribas y fariseos: “Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Para demostrar su punto Jesús nos propone dos ejemplos.

El primero de ellos nos refiere al quinto mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’, merece la condena del fuego”. La “condena del fuego” se refería a la gehena de fuego, el equivalente judío del infierno.

Esta sentencia de Jesús es un ejemplo de cómo Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle “plenitud” (Mt 5,17-19). La ley de Moisés prohibía matar, una prescripción importante para la convivencia humana, un paso firme hacia la no-violencia (lo mismo que prohíben los códigos penales en nuestra sociedad actual). Pero se limitaba al acto, no iba a la raíz del problema.

Jesús no se queda en el exterior; Él “interioriza” la Ley. Ya no se trata de que un acto, un gesto exterior sea malo. Todo lo que injurie gravemente al prójimo, o le manche su reputación; todo aquello que “envenene” las relaciones fraternas entre los hombres es contrario a la Ley y constituye un pecado grave que puede conllevar pena de condenación eterna.

La importancia de nuestra disposición de corazón por encima de nuestros gestos exteriores. Y Dios, “que ve en lo secreto” (Cfr. Mt 6,6), nos juzgará de conformidad. ¡Cuántas veces “matamos” a nuestros hermanos haciendo comentarios hirientes sobre ellos, sean ciertos o no, a sabiendas de van a herir su reputación! Cuando lo hacemos, pecamos contra el quinto mandamiento como si le hubiésemos clavado un puñal en el costado. Hemos pecado contra el Amor, el principal de todos los mandamientos.

El segundo ejemplo, prácticamente una consecuencia del primero, nos remite a nuestra relación con Dios: “si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.

“Vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”… El amor fraterno toma primacía sobre el culto. Dios nos está diciendo: “Si quieres relacionarte conmigo, tienes que amar a tu hermano. La razón es clara, cuando tenemos desavenencias o discordias con nuestro prójimo, nuestra relación con Dios se afecta, se rompe; pierde su fundamento que es el Amor.

Esto no se limita a cuando nosotros tengamos una desavenencia con alguien. Basta que nos enteremos que esa persona “tiene quejas” contra nosotros, con razón o sin ella. Jesús nos está exigiendo que demos nosotros el primer paso, que reparemos la relación afectada. Entonces nuestra ofrenda, nuestra oración aderezada con la virtud de la caridad, será agradable a Él.

Señor, durante esta Cuaresma y durante todo el año, ayúdame a ser agente de reconciliación fraterna, comenzando con mis propias relaciones, para que pueda ofrecerme yo mismo como hostia viva agradable a Ti.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO 14-12-21

“Un hombre tenía dos hijos…”

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este martes de la tercera semana de Adviento (Mt 21,28-32), termina con una de esas sentencias “fuertes” de Jesús que nos estremecen: “En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis”. Y en el meollo de todo está la frase “le creyeron”. Como hemos repetido en tantas ocasiones, la fe implica, no solo “creer” en Jesús, sino “creerle” a Jesús, creer en su Palabra salvífica. Y ese creer en Jesús se manifiesta al poner en práctica, actuar acorde a esa Palabra, a dar TESTIMONIO. Es la culminación del proceso de conversión a que la Iglesia nos exhorta en este tiempo especial de Adviento.

La lectura nos presenta a dos hijos que escuchan las mismas palabras del padre. Uno le dice que no, pero luego recapacita y va a hacer lo que el padre le pidió. El otro se muestra “obediente” y le dice que sí, pero luego no lo hace. Con esta parábola Jesús está “retratando” a los sumos sacerdotes y ancianos, quienes daban “cumplimiento” (“cumplo” y “miento”) exterior a la Ley, ofreciendo toda clase de sacrificios y holocaustos, mientras en sus corazones se creían superiores a los demás y no practicaban la misericordia (“Porque yo quiero misericordia, no sacrificio…” – Os 6,6). ¿A cuántos de nosotros estará “retratando” Jesús?

En la primera lectura el profeta Sofonías (3,1-2.9-13) denuncia la incredulidad, la falta de fe y la soberbia del pueblo: ¡Ay de la ciudad rebelde, impura, tiránica! No ha escuchado la llamada, no ha aceptado la lección, no ha confiado en el Señor, no ha recurrido a su Dios”. Entonces anuncia que la Palabra de Dios será acogida por otros pueblos: “purificaré labios de los pueblos para que invoquen todos ellos el nombre del Señor y todos lo sirvan a una. Desde las orillas de los ríos de Cus mis adoradores, los deportados, traerán mi ofrenda”.

No obstante, el profeta suscita la esperanza de una restauración del pueblo de Israel en la persona de los humildes, de aquellos que confían en el Señor, los “pobres de espíritu”, los anawim, los “pobres de Yahvé” por quienes Jesús siempre mostró preferencia (Cfr. Bienaventuranzas): “Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor”.

De todos los atributos de Dios el que más sobresale es la Misericordia, producto de su Amor incondicional de Dios-Madre, que hace que nunca nos rechace cuando nos acercamos a Él con el corazón contrito y humillado (Sal 50,19), no importa cuán grande sea nuestro pecado. Y ese día habrá fiesta en la Casa del Padre (Lc 15,22-24).

Las lecturas de hoy nos invitan una vez más a la conversión. Si aún no te has reconciliado, todavía estás a tiempo. Recuerda, no importa tu pecado, Él te recibirá con el abrazo más tierno que hayas experimentado. “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha…” (Sal 33).

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 16-06-21

Jesús utiliza una palabra para referirse a estas personas: “hipócritas”. Esta palabra se deriva del griego hypokrites y significa “actor”, es decir, alguien que representa un personaje en una obra de teatro.

La liturgia sigue llevándonos de la mano por el “discurso evangélico” (también llamado “discurso inaugural”) de Jesús que comprende los capítulos 5 y 6 del Evangelio según san Mateo. El discurso comienza con las Bienaventuranzas y luego pasa a establecer la diferencia entre la Antigua Alianza fundamentada en la observancia de la Ley, y la Nueva Alianza que interpreta la misma Ley humanizada con el espíritu de las Bienaventuranzas las que, a su vez, están fundamentadas en la Ley del Amor.

Es este discurso Jesús nos reitera la primacía del amor y la disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la Ley que practicaban los escribas y fariseos, presentándonos la justicia del verdadero discípulo como superior a la de aquellos. Para demostrarlo, en el pasaje que contemplamos hoy (Mt 6,1-6.16-18) utiliza las tres prácticas penitenciales clásicas de los fariseos, la limosna, la oración y el ayuno, que se refieren a nuestra relación con nuestro prójimo, con Dios y con nosotros mismos.

Hoy Jesús nos describe el “cumplimiento” exterior de los fariseos con las prácticas penitenciales aludidas, señalando que, por no estar acompañadas de una disposición interior cónsona con los actos y gestos exteriores, no son agradables a Dios.

Jesús se refiere a aquellos cuya conducta no guarda relación alguna con lo que hay en sus corazones. Aquellos que aparentan ser justos, ofrendan (asegurándose de que todos vean la denominación del billete que echan en la canasta de las ofendas), oran y participan de las celebraciones litúrgicas y los sacramentos con gran pompa, y se encargan de que todos sepan cuándo ayunan y hacen otros actos penitenciales, mientras en su interior están llenos de desprecio, envidias, rencor, soberbia, y hasta delirios de grandeza, pues gustan de recibir el reconocimiento de todos y hacen lo indecible para ocupar “puestos” en las comunidades de fe y ministerios parroquiales. ¿Quién dijo que el fariseísmo había desaparecido?

Jesús utiliza una palabra para referirse a estas personas: “hipócritas”. Esta palabra se deriva del griego hypokrites y significa “actor”, es decir, alguien que representa un personaje en una obra de teatro. Esos, nos dice Jesús, no tendrán recompensa del Padre, porque “ya han recibido su paga” (el reconocimiento y el aplauso de los hombres). El reconocimiento por parte de los demás nos podrá llenar de prestigio, de “gloria”, pero se trata de una gloria terrenal, pasajera, efímera.

Como la Ley del Amor está escrita en nuestros corazones, es allí donde se cumple, no en los gestos exteriores. Y el Padre, “que ve en lo escondido”, nos juzgará según lo que hay en nuestros corazones. Por eso nos reitera que si practicamos la limosna en secreto, si oramos en la intimidad de nuestro ser, y si ayunamos manteniendo nuestro buen semblante, el Padre, que “ve en lo secreto” nos recompensará. Porque habremos practicado la caridad (el Amor) hacia Dios, nuestro prójimo y nosotros mismos; habremos vivido el espíritu de las Bienaventuranzas.

“Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor” (San Juan de la Cruz).

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA 26-02-21

“Vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”…

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 5,20-26), nos reitera la primacía del amor y la disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la Ley que practicaban los escribas y fariseos: “Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Para demostrar su punto Jesús nos propone dos ejemplos.

El primero de ellos nos refiere al quinto mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama ‘renegado’, merece la condena del fuego”. La “condena del fuego” se refería a la gehena de fuego, el equivalente judío del infierno.

Esta sentencia de Jesús es un ejemplo de cómo Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle “plenitud” (Mt 5,17-19). La ley de Moisés prohibía matar, una prescripción importante para la convivencia humana, un paso firme hacia la no-violencia (lo mismo que prohíben los códigos penales en nuestra sociedad actual). Pero se limitaba al acto, no iba a la raíz del problema.

Jesús no se queda en el exterior; Él “interioriza” la Ley. Ya no se trata de que un acto, un gesto exterior sea malo. Todo lo que injurie gravemente al prójimo, o le manche su reputación; todo aquello que “envenene” las relaciones fraternas entre los hombres es contrario a la Ley y constituye un pecado grave que puede conllevar pena de condenación eterna.

La importancia de nuestra disposición de corazón por encima de nuestros gestos exteriores. Y Dios, “que ve en lo secreto” (Cfr. Mt 6,6), nos juzgará de conformidad. ¡Cuántas veces “matamos” a nuestros hermanos haciendo comentarios hirientes sobre ellos, sean ciertos o no, a sabiendas de van a herir su reputación! Cuando lo hacemos, pecamos contra el quinto mandamiento como si le hubiésemos clavado un puñal en el costado. Hemos pecado contra el Amor, el principal de todos los mandamientos.

El segundo ejemplo, prácticamente una consecuencia del primero, nos remite a nuestra relación con Dios: “si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”.

“Vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda”… El amor fraterno toma primacía sobre el culto. Dios nos está diciendo: “Si quieres relacionarte conmigo, tienes que amar a tu hermano. La razón es clara, cuando tenemos desavenencias o discordias con nuestro prójimo, nuestra relación con Dios se afecta, se rompe; pierde su fundamento que es el Amor.

Esto no se limita a cuando nosotros tengamos una desavenencia con alguien. Basta que nos enteremos que esa persona “tiene quejas” contra nosotros, con razón o sin ella. Jesús nos está exigiendo que demos nosotros el primer paso, que reparemos la relación afectada. Entonces nuestra ofrenda, nuestra oración aderezada con la virtud de la caridad, será agradable a Él.

Señor, durante esta Cuaresma y durante todo el año, ayúdame a ser agente de reconciliación fraterna, comenzando con mis propias relaciones, para que pueda ofrecerme yo mismo como hostia viva agradable a Ti.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO 15-12-20

“Un hombre tenía dos hijos… ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?”

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este martes de la tercera semana de Adviento (Mt 21,28-32), termina con una de esas sentencias “fuertes” de Jesús que nos estremecen: “En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis”. Y en el meollo de todo está la frase “le creyeron”. Como hemos repetido en tantas ocasiones, la fe implica, no solo “creer” en Jesús, sino en “creerle” a Jesús, creer en su Palabra salvífica. Y ese creer en Jesús se manifiesta al poner en práctica, actuar acorde a esa Palabra, a dar TESTIMONIO. Es la culminación del proceso de conversión a que la Iglesia nos exhorta en este tiempo especial de Adviento.

La lectura nos presenta a dos hijos que escuchan las mismas palabras del padre. Uno le dice que no, pero luego recapacita y va a hacer lo que el padre le pidió. El otro se muestra “obediente” y le dice que sí, pero luego no lo hace. Con esta parábola Jesús está “retratando” a los sumos sacerdotes y ancianos, quienes daban “cumplimiento” (“cumplo” y “miento”) exterior a la Ley, ofreciendo toda clase de sacrificios y holocaustos, mientras en sus corazones se creían superiores a los demás y no practicaban la misericordia (“Porque yo quiero misericordia, no sacrificio…” – Os 6,6). ¿A cuántos de nosotros estará “retratando” Jesús?

En la primera lectura el profeta Sofonías (3,1-2.9-13) denuncia la incredulidad, la falta de fe y la soberbia del pueblo: ¡Ay de la ciudad rebelde, impura, tiránica! No ha escuchado la llamada, no ha aceptado la lección, no ha confiado en el Señor, no ha recurrido a su Dios”. Entonces anuncia que la Palabra de Dios será acogida por otros pueblos: “purificaré labios de los pueblos para que invoquen todos ellos el nombre del Señor y todos lo sirvan a una. Desde las orillas de los ríos de Cus mis adoradores, los deportados, traerán mi ofrenda”.

No obstante, el profeta suscita la esperanza de una restauración del pueblo de Israel en la persona de los humildes, de aquellos que confían en el Señor, los “pobres de espíritu”, los anawim, los “pobres de Yahvé” por quienes Jesús siempre mostró preferencia (Cfr. Bienaventuranzas): “Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor”.

De todos los atributos de Dios el que más sobresale es la Misericordia, producto de su Amor incondicional de Dios-Madre, que hace que nunca nos rechace cuando nos acercamos a Él con el corazón contrito y humillado (Sal 50,19), no importa cuán grande sea nuestro pecado. Y ese día habrá fiesta en la Casa del Padre (Lc 15,22-24).

Las lecturas de hoy nos invitan una vez más a la conversión. Si aún no te has reconciliado, todavía estás a tiempo. Recuerda, no importa tu pecado, Él te recibirá con el abrazo más tierno que hayas experimentado. “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha…” (Sal 33).

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMO PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) 25-08-20

Es lo que el campesino puertorriqueño compara con la hoja del yagrumo, que cuando usted la ve de un lado tiene un color, pero cuando la vira del otro lado, tiene un color diferente.

El evangelio que leemos en la liturgia de hoy (Mt 23,23-26) es una continuación del de ayer que forma parte de ese discurso contra la actitud de los escribas y fariseos que Mateo pone en boca de Jesús en el capítulo 23 de su relato evangélico. Cada una de las críticas va precedida de un “¡Ay!”, que es una traducción bastante libre de la palabra griega en el original Quai, a falta de una palabra equivalente en español. Pero la palabra original lo que expresa, más que una maldición, es dolor, indignación.

Tanto el evangelio de ayer (Mt 23,13-22) como el de hoy, tienen una línea de pensamiento subyacente: Jesús desprecia con vehemencia la hipocresía de los fariseos. Personas que se quedan en los ritos externos y en el “cumplimiento” (palabra compuesta por otras dos: “cumplo” y “miento”) de unos preceptos creados por ellos mismos para su propio beneficio, mientras “descuidan lo más grave de la ley: el derecho, la compasión y la sinceridad”. Fíjense que Jesús no condena los ritos ni la observancia de la ley (Cfr. Mt 5,18), lo que condena es el quedarse en los ritos y observancia externos sin que estos reflejen una actitud interior conforme a lo que se practica: “Esto es lo que habría que practicar, aunque sin descuidar aquello”.

A diario vemos los “fariseos” de nuestro tiempo, esas personas que gustan de ocupar los primeros puestos en todas las actividades y celebraciones litúrgicas de la Iglesia, en la oración comunitaria, en las lecturas de la celebración eucarística, en los sacramentos; pero su vida personal, su conducta “fuera del templo”, no guarda relación alguna con esa “religiosidad” demostrada en el Templo. Son meros actores interpretando un “papel” para “las gradas”. Esa es la actitud que Jesús condena cuando dice: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis rebosando de robo y desenfreno!” Es lo que el campesino puertorriqueño compara con la hoja del yagrumo, que cuando usted la ve de un lado tiene un color, pero cuando la vira del otro lado, tiene un color diferente.

Son pocas las veces que vemos a Jesús verdaderamente molesto, indignado. Aunque el evangelio no describe la actitud de Jesús cuando pronuncia las palabras que leemos en el pasaje de hoy, no resulta difícil imaginarse hasta el tono de voz que utilizó; el de una persona bien molesta, indignada, como cuando echó a los mercaderes del Templo (Jn 2,13-25).

Jesús nos está diciendo que el verdadero cristiano es una persona “genuina”, sin dobleces, transparente, que practica lo que predica. Nos está diciendo que, aunque no debemos menospreciar los ritos externos (la purificación exterior de “la copa y el plato”), estos tienen menos importancia que la pureza interior. Cuando lleguemos a ese día que nos espera a todos en que tengamos que enfrentarnos a nuestra vida, no se nos preguntará cuántas veces acudimos al templo, ni cuántas veces participamos en los ritos religiosos, ni cuánto diezmamos; se nos preguntará cuánto amamos. Como dijo san Juan de la Cruz: “A la tarde de la vida te examinarán en el amor”.