En este corto reflexionamos sobre la relación entre el evangelio para el 14to domingo del T.O. y las primeras dos Bienaventuranzas; la pobreza de espíritu y la mansedumbre.
La primera lectura de hoy (Is 11,1-10) nos anuncia que “brotará un renuevo del tronco de Jesé”.
El profeta Isaías continúa dominando la liturgia durante este tiempo que nos prepara para la Navidad. La primera lectura de hoy (Is 11,1-10) nos anuncia que “brotará un renuevo del tronco de Jesé” (es decir, del linaje de David). Para el pueblo de Israel esta imagen del tronco seco (a diferencia del árbol floreciente), representa la desgracia. Pero Isaías nos brinda un mensaje de esperanza: “de su raíz florecerá un vástago”. Un retoño que sale de un árbol seco, esperanza de nueva vida; un vástago floreciente, símbolo de felicidad.
Isaías describe al Mesías como una persona fascinante, alguien que despierta interés, expectativa (Adviento). Lo primero que dice es que “Sobre él se posará el espíritu del Señor”. Jesús echará mano de esa profecía y se la aplicará a sí mismo al pronunciar su “discurso programático” en la sinagoga de Cafarnaúm: “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4,18).
Ese Mesías esperado será más grande que David, y mostrará preferencia por los pobres, los sencillos los humildes: “juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados” (Cfr. Bienaventuranzas). Será el faro hacia el cual alzarán la vista todos los pueblos, según leíamos en la lectura de ayer, y que hoy Isaías nos plantea de otro modo: “Aquel día, la raíz de Jesé se erguirá como enseña de los pueblos: la buscarán los gentiles, y será gloriosa su morada”. Así se dará cumplimiento también a la promesa de Yahvé a Abraham: “por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Gn 12,3).
El profeta nos describe esos tiempos mesiánicos como tiempos de paz, justicia, armonía: “Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey. El niño jugará en la hura del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente”. Tiempos de paz y alegría desbordante.
Esa alegría la vemos reflejada en la lectura evangélica de hoy (Lc 10,21-24), que nos describe a Jesús como “lleno de la alegría del Espíritu Santo”, cuando exclamó: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla”. De nuevo la opción preferencial de Jesús por la gente sencilla, como los pastores a quienes se les reveló antes que a nadie el nacimiento del Mesías. Jesús nos está enseñando que para llegar a Él, para entrar en el Reino, tenemos que hacernos sencillos, como niños (Mt 18,3-4), reconocer nuestras debilidades, nuestra incapacidad de llegar a Él por nuestros propios méritos. Como decía santa Teresa de Ávila: “Teresa sola es una pobre mujer; Teresa con Dios, una potencia”.
Señor, durante este tiempo de Adviento, concédeme la sencillez de un niño, para poder recibirte en mi corazón con la misma humildad y alegría que te recibieron los pastores.
“Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”.
El evangelio que nos ofrece la liturgia de hoy (Mt 11,25-27) contiene una de mis frases favoritas de Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”.
Jesús parece referirse a los “sabios” y “entendidos” de su tiempo (los escribas, fariseos, sacerdotes, doctores de la ley), quienes cegados por su conocimiento de la “ley” creían saberlo todo. Por eso eran incapaces de asimilar el mensaje sencillo pero profundo de Jesús. “Yo les aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él” (Mc 10,13).
Siempre que leo este pasaje evangélico pienso en Santa Catalina de Siena, virgen y doctora de la Iglesia y terciaria dominica, quien a pesar de ser mujer, sencilla, y analfabeta, logró poseer una profundidad teológica tal que le llevó a ser consejera de papas, haciéndola acreedora del título de “doctora de la Iglesia”. Ella, en su sencillez, logró compenetrarse con el misterio de Dios con la misma intensidad que un niño o niña se lanza en brazos de su padre, al punto que ya nada más existe…
Jesús nos está pidiendo que nos hagamos como niños, para que podamos conocer y reconocer al Abba que Él nos presenta: “nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Por eso escogió sus discípulos de entre la gente sencilla, creyentes que no estaban “contaminados” por el ritualismo y legalismo excesivo de los sacerdotes y fariseos. Escogió la tierra buena sobre la que estaba llena de abrojos (Mt 13,1-9; Mc 4,1-9; Lc 8,4-8).
Dios es difícil de alcanzar, nadie lo ha visto nunca. Por eso nos envió a su Hijo, quien sí le conoce, para que Él nos dé a conocer al Padre. Pero para conocer al Padre primero tenemos que reconocer nuestra incapacidad de conocerlo por nosotros mismos. Jesús nos ofrece la oportunidad de conocerle a Él a través de su Palabra, y a través de Él al Padre. Parece un trabalenguas, pero el mensaje es sencillo, como aquellos a quienes va dirigido: Él es el “Camino” que nos conduce al Padre; y quien le conoce a Él conoce al Padre (Jn 14,6-7).
Padre, Señor de cielo, en este día te pido que me des la humildad y sencillez de espíritu para reconocer mi incapacidad para conocerte por mí mismo, y para ver el rostro de tu Hijo en todos mis hermanos, especialmente los que más necesitan de tu piedad y misericordia y, a través de Él y de su Palabra, llegar algún día a conocerte.
Así comenzaremos desde ahora a tener un atisbo de ese día en que finalmente le veamos cara a cara: “Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. Noche ya no habrá; no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22,4-5).
Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: «Moisés, Moisés.» Respondió él: «Aquí estoy.»
La primera lectura de hoy (Ex 3,1-6.9-12) nos
presenta el comienzo del episodio de la zarza ardiendo. Este es el pasaje en
que Yahvé escogió a Moisés para liberar a su pueblo de la esclavitud que estaba
sufriendo a manos de los egipcios. Esa misión de Moisés comenzó como todas
(incluyendo la tuya y la mía), con el llamado: “Moisés. Moisés”. Él le
respondió: “Aquí estoy”.
Moisés escuchó la Palabra de Dios y se mostró
receptivo a la misma. Entonces Dios le reveló la misión que tenía para él: “Y
ahora marcha, te envío al Faraón para que saques a mi pueblo, a los israelitas”.
El envío. Y ante la incertidumbre de Moisés sobre su capacidad para llevar a
cabo la misión, la promesa: “Yo estoy contigo”. Dios nunca abandona a los que
escoge y envía. Mañana le revelará Su nombre.
La lectura evangélica que nos ofrece la
liturgia de hoy (Mt 11,25-27) contiene una de mis frases favoritas de Jesús: “Te
doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a
los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre,
así te ha parecido mejor”.
Jesús parece referirse a los “sabios” y
“entendidos” de su tiempo (los escribas, fariseos, sacerdotes, doctores de la
ley), quienes cegados por su conocimiento de la Ley creían saberlo todo. Por
eso eran incapaces de asimilar el mensaje sencillo pero profundo de Jesús. “Yo
les aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él” (Mc
10,13).
Jesús nos pide que nos hagamos como niños,
para que podamos conocer y reconocer al “Abba” que Él nos presenta: “nadie
conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel
a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Por eso escogió sus discípulos de entre
la gente sencilla, creyentes que no estaban “contaminados” por el ritualismo y
legalismo excesivo de los sacerdotes y fariseos. Escogió la tierra buena sobre la
que estaba llena de abrojos (Mt 13,1-9; Mc 4,1-9; Lc 8,4-8).
Dios no es fácil de alcanzar, nadie lo ha visto
nunca. Por eso nos envió a su Hijo, quien sí le conoce, para que Él nos de a
conocer al Padre. Para conocer al Padre tenemos que reconocer nuestra
incapacidad de conocerlo por nosotros mismos. Jesús nos ofrece la oportunidad
de conocerle a Él a través de su Palabra, y a través de Él al Padre. Parece un
trabalenguas, pero el mensaje es sencillo, como aquellos a quienes va dirigido:
Él es el “Camino” que nos conduce al Padre; y quien le conoce a Él conoce al
Padre (Jn 14,6-7).
Jesús nos ha llamado a cada cual por su nombre
y nos ha encomendado una misión que tenía pensada para cada uno de nosotros
desde antes que fuésemos concebidos, desde siempre, desde la eternidad. Si nos
apartamos del bullicio y el ruido del mundo, como lo estaba Moisés en la primera
lectura, podremos escuchar la voz de Dios que nos llama por nuestro nombre. Lo
único que tenemos que decir es: “Aquí estoy”, como lo hizo Moisés; o como
Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1 Sam 3,10).
“Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé”…
El profeta Isaías continúa dominando la liturgia durante
este tiempo que nos prepara para la Navidad. La primera lectura de hoy (Is
11,1-10) nos anuncia que “brotará un renuevo del tronco de Jesé” (es decir, del
linaje de David). Para el pueblo de Israel esta imagen del tronco seco (a
diferencia del árbol floreciente), representa la desgracia. Pero Isaías nos
brinda un mensaje de esperanza: “de su raíz florecerá un vástago”. Un retoño
que sale de un árbol seco, esperanza de nueva vida; un vástago floreciente,
símbolo de felicidad.
Isaías describe al Mesías como una persona fascinante,
alguien que despierta interés, expectativa (Adviento). Lo primero que dice es
que “Sobre él se posará el espíritu del Señor”. Jesús echará mano de esa profecía
y se la aplicará a sí mismo al pronunciar su “discurso programático” en la
sinagoga de Cafarnaúm: “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4,18).
Ese Mesías esperado será más grande que David, y mostrará
preferencia por los pobres, los sencillos los humildes: “juzgará a los pobres
con justicia, con rectitud a los desamparados” (Cfr. Bienaventuranzas).
Será el faro hacia el cual alzarán la vista todos los pueblos, según leíamos en
la lectura de ayer, y que hoy Isaías nos plantea de otro modo: “Aquel día, la
raíz de Jesé se erguirá como enseña de los pueblos: la buscarán los gentiles, y
será gloriosa su morada”. Así se dará cumplimiento también a la promesa de
Yahvé a Abraham: “por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Gn
12,3).
El profeta nos describe esos tiempos mesiánicos como tiempos
de paz, justicia, armonía: “Habitará el lobo con el cordero, la pantera se
tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho
pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas;
el león comerá paja con el buey. El niño jugará en la hura del áspid, la
criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente”. Tiempos de alegría
desbordante.
Esa alegría la vemos reflejada en la lectura evangélica de
hoy (Lc 10,21-24), que nos describe a Jesús como “lleno de la alegría del
Espíritu Santo”, cuando exclamó: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de
la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y
las has revelado a la gente sencilla”. De nuevo la opción preferencial de Jesús
por la gente sencilla, como los pastores a quienes se les reveló antes que a
nadie el nacimiento del Mesías. Jesús nos está enseñando que para llegar a Él,
para entrar en el Reino, tenemos que hacernos sencillos, como niños (Mt
18,3-4), reconocer nuestras debilidades, nuestra incapacidad de llegar a Él por
nuestros propios méritos. Como decía santa Teresa de Ávila: “Teresa sola es una
pobre mujer; Teresa con Dios, una potencia”.
Señor, durante este tiempo de Adviento, concédeme la
sencillez de un niño, para poder recibirte en mi corazón con la misma humildad
y alegría que te recibieron los pastores.
“Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”.
El evangelio que nos ofrece la liturgia de hoy
(Mt 11,25-27) contiene una de mis frases favoritas de Jesús: “Te doy gracias,
Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y
entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha
parecido mejor”.
Jesús parece referirse a los “sabios” y
“entendidos” de su tiempo (los escribas, fariseos, sacerdotes, doctores de la
ley), quienes cegados por su conocimiento de la “ley” creían saberlo todo. Por
eso eran incapaces de asimilar el mensaje sencillo pero profundo de Jesús. “Yo
les aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él” (Mc
10,13).
Siempre que leo este pasaje evangélico pienso
en Santa Catalina de Siena, virgen y
doctora de la Iglesia y terciaria dominica, quien a pesar de ser mujer,
sencilla, y analfabeta, logró poseer una profundidad teológica tal que le llevó
a ser consejera de papas, haciéndola acreedora del título de “doctora de la
Iglesia”. Ella, en su sencillez, logró compenetrarse con el misterio de Dios
con la misma intensidad que un niño o niña se lanza en brazos de su padre, al
punto que ya nada más existe…
Jesús nos está pidiendo que nos hagamos como
niños, para que podamos conocer y reconocer al Abba que Él nos presenta: “nadie conoce al Hijo más que el Padre, y
nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera
revelar”. Por eso escogió sus discípulos de entre la gente sencilla, creyentes
que no estaban “contaminados” por el ritualismo y legalismo excesivo de los
sacerdotes y fariseos. Escogió la tierra buena sobre a la que estaba llena de abrojos
(Mt 13,1-9; Mc 4,1-9; Lc 8,4-8).
Dios es difícil de alcanzar, nadie lo ha visto
nunca. Por eso nos envió a su Hijo, quien sí le conoce, para que Él nos dé a
conocer al Padre. Pero para conocer al Padre primero tenemos que reconocer
nuestra incapacidad de conocerlo por nosotros mismos. Jesús nos ofrece la
oportunidad de conocerle a Él a través de su Palabra, y a través de Él al Padre.
Parece un trabalenguas, pero el mensaje es sencillo, como aquellos a quienes va
dirigido: Él es el “Camino” que nos conduce al Padre; y quien le conoce a Él
conoce al Padre (Jn 14,6-7).
Padre, Señor de cielo, en este día te pido que
me des la humildad y sencillez de espíritu para reconocer mi incapacidad para
conocerte por mí mismo, y para ver el rostro de tu Hijo en todos mis hermanos,
especialmente los que más necesitan de tu piedad y misericordia y, a través de
Él y de su Palabra, llegar algún día a conocerte.
Así comenzaremos desde ahora a tener un atisbo
de ese día en que finalmente le veamos cara a cara: “Verán su rostro y llevarán
su nombre en la frente. Noche ya no habrá; no tienen necesidad de luz de
lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por
los siglos de los siglos” (Ap 22,4-5).
“Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso”.
La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este decimocuarto domingo del tiempo ordinario es la misma que leímos recientemente para la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús (Mt 1,25-30). En nuestra reflexión para ese día centramos nuestra atención en el versículo 28: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.
Las lecturas de hoy, sin embargo, nos hacen
resaltar los versículos 25 y 29: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y
tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has
revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”; y “Cargad
con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis
vuestro descanso”.
Ambos versículos son un eco de las primeras
dos bienaventuranzas (Mt 5,3-4): “Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque
ellos poseerán en herencia la tierra”. La pobreza de espíritu, que es del
desapego de las cosas materiales, nos lleva a la mansedumbre, a la humildad, a
no creernos superiores a los demás, a depender de la Providencia Divina. Solo
entonces podremos abrir nuestros corazones al Espíritu Santo, que es el Amor
que se profesan el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros.
En la segunda lectura (Rm 8,9.11-13) san Pablo
nos dice: “Vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el
Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no
es de Cristo. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos
habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús
vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita
en vosotros”. Por eso puede proclamar: “Ya no vivo yo, es Cristo que vive en
mí” (Gál 2, 20).
La primera lectura (Zc 9,9-10) nos presenta la
figura del futuro Mesías entrando a Jerusalén, no como los reyes terrenales,
que llegaban llenos de gloria y poder político y militar, al son de trompetas y
acompañados de ejércitos, sino “modesto y cabalgando en un asno, en un pollino
de borrica”. A pesar de esta, y tantas otras profecías, cuando llegó, los suyos
no lo reconocieron (Cfr. Jn 1,11).
El pueblo judío, cansado y agobiado de ser
presa de cuatro imperios (babilónico, persa, griego y romano) durante cuatro
siglos, esperaba un libertador político, un rey guerrero que les devolviera su
independencia. Pero Jesús vino a traerles una libertad mayor; la libertad del
pecado y la muerte. Y para enfatizar su mensaje, optó por hacerlo desde la
pobreza. Nació pobre, teniendo por cuna un pesebre, vivió su vida en la
pobreza, en ocasiones sin tener dónde recostar la cabeza (Cfr. Mt 8,20),
y murió teniendo como su única posesión su ropa y una túnica que se echaron a
la suerte entre los soldados (Mt 25,35).
Cristo nos muestra el camino al Padre: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso”. Cfr. Sal 22,2.
El 29 de abril de 2006, Fiesta de Santa Catalina de Siena, hice mi promesa perpetua en la Tercera Orden de Santo Domingo de Guzmán.
Hoy es un día sumamente especial para mí. Hace
exactamente catorce años, el 29 de abril de 2006, Fiesta de Santa Catalina de
Siena, virgen y doctora de la Iglesia y terciaria dominica, hice mi profesión
perpetua en el Laicado Dominico, sucesor de la Tercera Orden de Santo Domingo
de Guzmán. El hecho de que el Señor me haya concedido la gracia de pertenecer a
la misma Orden que Santa Catalina de Siena, Santa Rosa de Lima, y otros tantos
santos y santas de la Orden que fueron terciarios dominicos, me impone una gran
responsabilidad que trato de cumplir a cabalidad. Ruego al Señor, por la
intercesión de Nuestro Padre Santo Domingo de Guzmán, que me dé la
perseverancia para llevar con dignidad el hábito de su Venerable Orden.
Aunque en Puerto Rico es memoria obligatoria,
para nosotros los dominicos es Fiesta. Y para esta Fiesta litúrgica nos
apartamos momentáneamente de la liturgia pascual, y contemplamos el evangelio
según san Mateo (11,25-30), que se divide en dos partes, y que en cierta medida
describe la vida y misión de esta gran santa. La primera parte nos permite
comprender cómo una mujer, sencilla, analfabeta, pudo poseer una profundidad
teológica tal que le hizo acreedora del título de doctora de la Iglesia: “Te
doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a
los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre,
así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al
Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el
Hijo se lo quiera revelar”.
Catalina de Siena nació a mediados del siglo
XIV, y desde joven sintió el llamado a la vida virtuosa. En contra de las pretensiones
de su padre, quien quería casarla con un hombre adinerado, ella optó por hacer
voto de castidad e ingresar a la tercera orden de Santo Domingo, convirtiéndose
en terciaria dominica, estado en el que permanecería por el resto de su vida.
Vivió su vocación cuidando de los huérfanos, menesterosos y enfermos. Mientras
tanto crecía en sabiduría a pesar de que no sabía leer ni escribir.
Su sabiduría la llevó a ser consejera de
príncipes, gobernantes y papas, siendo la responsable de que el papa Gregorio
XI abandonara su exilio en Aviñón y retornara a Roma. Durante su corta vida
sirvió como embajadora y diplomática de al menos dos papas, el mismo Gregorio
XI y Urbano XIV, quienes le encomendaron tareas bien delicadas que desempeñó
con prudencia, inteligencia y eficacia. Aunque, como hemos dicho, era
analfabeta, dictó libros y cartas que manifestaban la profundidad de su
pensamiento teológico, el que reflejaba tal comunión con Dios que le permitía
escudriñar los misterios de fe que permanecían ocultos a “los sabios y
entendidos”.
Tal vez nunca lleguemos a alcanzar el grado de
compenetración con el Misterio que santa Catalina logró, pero si nos abrimos al
Amor incondicional de Dios, escuchamos Su Palabra, e intentamos de corazón
seguir los pasos de Su Hijo, conoceremos la Verdad, y esa Verdad nos hará
libres (Jn 8,32). Ese fue tal vez el secreto de santa Catalina de Siena.
“Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago”.
El profeta Isaías continúa dominando la
liturgia durante este tiempo que nos prepara para la Navidad. La primera
lectura de hoy (Is 11,1-10) nos anuncia que “brotará un renuevo del tronco de
Jesé” (es decir, del linaje de David). Para el pueblo de Israel esta imagen del
tronco seco (a diferencia del árbol floreciente), representa la desgracia. Pero
Isaías nos brinda un mensaje de esperanza: “de su raíz florecerá un vástago”.
Un retoño que sale de un árbol seco, esperanza de nueva vida; un vástago
floreciente, símbolo de felicidad.
Isaías describe al Mesías como una persona
fascinante, alguien que despierta interés, expectativa (Adviento). Lo primero
que dice es que “Sobre él se posará el espíritu del Señor”. Jesús echará mano
de esa profecía y se la aplicará a sí mismo al pronunciar su “discurso
programático” en la sinagoga de Cafarnaúm: “El Espíritu del Señor está sobre mí”
(Lc 4,18).
Ese Mesías esperado será más grande que David,
y mostrará preferencia por los pobres, los sencillos los humildes: “juzgará a
los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados” (Cfr.
Bienaventuranzas). Será el faro hacia el cual alzarán la vista todos los
pueblos, según leíamos en la lectura de ayer, y que hoy Isaías nos plantea de
otro modo: “Aquel día, la raíz de Jesé se erguirá como enseña de los pueblos:
la buscarán los gentiles, y será gloriosa su morada”. Así se dará cumplimiento
también a la promesa de Yahvé a Abraham: “por ti se bendecirán todos los
pueblos de la tierra” (Gn 12,3).
El profeta nos describe esos tiempos
mesiánicos como tiempos de paz, justicia, armonía: “Habitará el lobo con el
cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán
juntos: un muchacho pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías
se tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey. El niño jugará en la hura
del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente”.
Tiempos de alegría desbordante.
Esa alegría la vemos reflejada en la lectura
evangélica de hoy (Lc 10,21-24), que nos describe a Jesús como “lleno de la
alegría del Espíritu Santo”, cuando exclamó: “Te doy gracias, Padre, Señor del
cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los
entendidos, y las has revelado a la gente sencilla”. De nuevo la opción
preferencial de Jesús por la gente sencilla, como los pastores a quienes se les
reveló antes que a nadie el nacimiento del Mesías. Jesús nos está enseñando que
para llegar a Él, para entrar en el Reino, tenemos que hacernos sencillos, como
niños (Mt 18,3-4), reconocer nuestras debilidades, nuestra incapacidad de
llegar a Él por nuestros propios méritos. Como decía santa Teresa de Ávila: “Teresa
sola es una pobre mujer; Teresa con Dios, una potencia”.
Señor, durante este tiempo de Adviento,
concédeme la sencillez de un niño, para poder recibirte en mi corazón con la
misma humildad y alegría que te recibieron los pastores.
Hoy celebramos la memoria obligatoria de Santa
Teresa de Jesús, también conocida simplemente como Teresa de Ávila,
virgen y doctora de la Iglesia, mística y fundadora de las Carmelitas
Descalzas. Es una de las tres doctoras de la Iglesia. Las otras dos son Santa
Catalina de Siena y Santa Teresita del Niño Jesús.
Aunque el calendario litúrgico pastoral para nuestra provincia eclesiástica propone las lecturas correspondientes al lunes XXVIII del tiempo ordinario, hoy comentaremos la lectura evangélica que nos propone la liturgia propia de la memoria (Mt 11,25-30). En ocasiones anteriores que hemos comentado sobre esta lectura nos hemos concentrado en el v. 28: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.
Las lecturas de hoy, sin embargo, nos hacen
resaltar los vv. 25-26.9: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra,
porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has
revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Cargad con
mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis
vuestro descanso”.
Ambos versículos son un eco de las primeras
dos bienaventuranzas (Mt 5,3-4): “Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque
ellos poseerán en herencia la tierra”. La pobreza de espíritu, que es del
desapego de las cosas materiales, nos lleva a la mansedumbre, a la humildad, a
no creernos superiores a los demás, a depender de la Providencia Divina. Solo
entonces podremos abrir nuestros corazones al Espíritu Santo, que es el Amor
que se profesan el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Y ese amor es
fuente de la verdadera Sabiduría.
La primera lectura (Eclo 15,1-6) nos apunta al
origen de esa Sabiduría que caracterizó a las tres santas mujeres que
mencionamos al principio, y que les valiera ser reconocidas como doctoras de la
Iglesia sin tener grandes estudios teológicos; Sabiduría que “le saldrá al
encuentro como una madre” al que logra ese grado de compenetración con el
Misterio del Amor de Dios, que “lo ensalzará sobre sus compañeros, para que
abra la boca en la asamblea”. Santa Teresa supo vivir el Amor de Dios a
plenitud al punto de experimentar arrebatos místicos que le permitieron hacerse
una con la fuente de todo Amor.
Teresa de Ávila supo también “cargar con el
yugo” de Cristo, entregándose a vivir la verdadera pobreza evangélica y el
rechazo, que la llevaron a impulsar grandes reformas en la Orden del Carmelo.
Cristo nos muestra el camino al Padre: “Aprended
de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso”. Cfr.
Sal 22,2.
“Oh Dios de vida y amor: Santa Teresa de Jesús
fue profundamente consciente de qué manera tan especial tú vives en lo más
profundo de nosotros mismos. Que ella nos ayude a vivir la vida de Jesús como
sarmientos vivos unidos a la vid, que den fruto inagotable de justicia, bondad
y amor” (oración colecta).