REFLEXIÓN PARA EL JUEVES 22 DE DICIEMBRE DE 2022 – FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

Ya estamos en el umbral de la Navidad, y la liturgia continúa orientándonos hacia ella y preparándonos para la Gran Noche. Se nos ha presentado el poder de Dios que hace posible que mujeres estériles, incluso de edad avanzada, conciban y den a luz hijos que intervendrán en la historia humana para hacer posible la historia de la salvación. María será la culminación: Una criatura nacida de una virgen, un regalo absoluto de Dios, el inicio de una nueva humanidad.

La primera lectura de hoy (1 Sam 1,24-28) nos narra la presentación de Samuel a Elí por parte de su madre Ana, una mujer estéril que había orado para que Dios le concediera el don de la maternidad: “Este niño es lo que yo pedía; el Señor me ha concedido mi petición. Por eso se lo cedo al Señor de por vida, para que sea suyo”. Ana está consciente de que ese hijo, producto de la gracia de Dios, no le pertenece. María llevará ese gesto a su máxima expresión al entregar a su Hijo a toda la humanidad. Cuando María dio a luz al Niño Dios lo colocó en un pesebre, en vez de estrecharlo contra su pecho, como sería el instinto de toda madre. Así lo puso a disposición de todos nosotros.

La lectura que se nos presenta como salmo es el llamado Cántico de Ana, tomado también del libro de Samuel (1 Sam 2,1.4-5.6-7). Este es el cántico de alabanza  que Ana entona después que entrega y consagra a su hijo al templo. Todos los exégetas reconocen en este cántico de alabanza la inspiración para el hermoso canto del Magníficat, que contemplamos hoy como lectura evangélica (Lc 1,46-56). Este cántico nos demuestra además que no importa cuán “estéril” de buenas obras haya sido nuestra vida, el Señor es capaz de “levantarnos del polvo”, “hacernos sentar entre príncipes” y “heredar el trono de gloria”, pues es Dios quien “da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece”. Tan solo tenemos que confiar en Dios y dejarnos llevar por el Espíritu.

Ambas mujeres, María y Ana, reconocen su pequeñez ante Dios. Nos demuestran que si confiamos en el Señor Él obrará maravillas en nosotros; que Dios es el Dios de los pobres, los anawim. En este sentido María representa la culminación de la espera de siglos del pueblo de Israel, especialmente los pobres y los oprimidos; ella es la realización de las promesas que le han mantenido vigilante. Al humillarse ante Dios se ha enaltecido ante Él (Cfr. Lc 14,11).

Cuando María nos dice que “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones”, no lo dice por ella misma ni por sus méritos, pues acaba de declararse “esclava” del Señor, sino por las maravillas que el Señor ha obrado en ella. Así mismo lo hará con todo el que escuche Su Palabra y la ponga en práctica. “Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 123).

Dios no desampara un corazón contrito y humillado (Sal 50). En estos dos días que restan del Adviento, pidamos al Señor la humildad necesaria para que Él fije su mirada en nosotros y haga morada en nuestros corazones, como lo hizo en el de María.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 24-01-22

La primera lectura de hoy (2 Sam 5,1-7.10) continúa narrándonos la historia de David, y nos presenta el pacto que hicieron con él los ancianos de Israel, ungiéndolo como su rey: “Todos los ancianos de Israel fueron a Hebrón a ver al rey, y el rey David hizo con ellos un pacto en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos ungieron a David como rey de Israel”.

El pasaje nos narra, además, cómo David logró unificar todas las tribus de Israel, convirtiéndose en el primero en gobernar efectivamente sobre ambos reinos, el del Norte (Israel) y el del Sur (Judá), que hasta entonces habían estado divididos: “en Jerusalén reinó treinta y tres años sobre Israel y Judá”. David fue quien conquistó la ciudad de Jerusalén y el monte Sión, en donde aún permanecen sus restos. “Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán, por mi nombre crecerá su poder: extenderé su izquierda hasta el mar, y su derecha hasta el Gran Río” (Sal 88).

“Un reino en guerra civil no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir”. Esas palabras las pronuncia Jesús en la perícopa que nos narra el Evangelio de hoy (Mc 3,22-30), cuando los escribas le acusan de expulsar demonios “con el poder del jefe de los demonios”.

Jesús contrapone la figura del reino dividido de Satanás (“Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido”) con la figura del Reino que Él ha venido a instaurar en donde la constante es el perdón, la dulzura (“Creedme, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan”). Es entonces que Jesús pronuncia esa frase que resulta controversial para muchos: “pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre”. Esta frase, tan fuerte, se recoge en los tres evangelios sinópticos (Mt 12,32; Mc 3,29; Lc 12,10)

¿No acaba de decir que “todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan”? ¿A qué se refiere con “blasfemia contra el Espíritu Santo”? El Catecismo de la Iglesia Católica (1864) nos dice que: “quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo. Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna”. Es obvio, Dios no puede perdonar a quien no acepta su perdón. El Espíritu Santo es quien nos permite reconocer nuestros pecados, hacer acto de contrición y pedir el perdón de estos, y es por Su poder que esos pecados son perdonados (Cfr. Jn 20,22-23).

Los fariseos del pasaje que contemplamos hoy blasfemaban contra el Espíritu Santo al atribuir al poder de Satanás los milagros y portentos que Jesús suscitaba en virtud de su propia divinidad y por la operación del Espíritu Santo, cuyo poder se negaban a reconocer. Esa actitud obstinada e impenitente les impedía recibir el perdón de sus pecados, con lo que compraban su condenación.

Señor, ayúdanos a ser dóciles a la voz de tu Santo Espíritu para que podamos reconocer nuestros pecados, conscientes de que, mediante Su poder, acudiendo al sacramento de la reconciliación, podemos recibir el perdón de estos.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) 11-01-22

“Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder se exalta por Dios”… (Cántico de Ana)

La primera lectura para hoy (1 Sam 1,9-20) es continuación de la de ayer, y nos presenta la oración de Ana, madre de Samuel, quien le pedía un hijo al Señor, y cómo Dios escuchó su oración: “Ana concibió, dio a luz un hijo y le puso de nombre Samuel”.

Como Salmo (1Sam 2,1.4-5.6-7.8abcd), la liturgia nos presenta el “cántico de Ana”, que ésta entona luego del nacimiento de Samuel, y guarda un paralelismo asombroso con el Magníficat que la Virgen María proclama al escuchar de labios de su prima Isabel decir: “¡Feliz la ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!”. Les invito a leer con detenimiento este hermoso cántico de Ana y compararlo con el Magníficat:

“Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder se exalta por Dios; mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con tu salvación. Se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor; los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan; la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía. El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece. Él levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que herede un trono de gloria”.

El mensaje es claro: Aquél que pone su confianza en el Señor, el que “ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor”, verá la Gloria de Dios manifestarse en su vida. Así lo vivió Ana. María lo llevó un paso más allá. Ana tuvo que unirse a su esposo Elcaná para concebir, como otras tantas mujeres estériles que nos presentan las Sagradas Escrituras quienes concibieron gracias a la intervención divina (para Dios nada es imposible). En el caso de María, la llena de gracia, la concepción y nacimiento de Jesús representan la culminación: nacido de una mujer virgen, un regalo absoluto de Dios.

La lectura evangélica (Mc 1,21-28) nos presenta a ese hijo, Jesús, en pleno ministerio “enseñando” en la sinagoga de Cafarnaún, en donde todos se quedaban asombrados, especialmente porque “porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad”. Él está consciente de que los profetas y la Ley adquieren plenitud en su persona y su mensaje (Cfr. Mt 5,17). Él es el hijo a quien el Padre ha entregado todo (Mt 11,27). Por eso tiene autoridad para expulsar demonios, como de hecho lo hace en la lectura de hoy. Los propios demonios así lo reconocen: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”.

Ana concibió a pesar de su esterilidad y María concibió siendo virgen porque creyeron. Jesús prometió a “los que crean”, el poder de expulsar demonios (Cfr. Mc 16,17). “En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún” (Jn 14,12). Y no se trata necesariamente de exorcismos espectaculares. ¿Cuántos demonios tienes? Odios, resentimientos, vagancia, tibieza… Todos huyen cuando permites que Jesús haga morada en tu corazón. ¡Piénsalo!

REFLEXIÓN PARA EL 22 DE DICIEMBRE DE 2021 – FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

“Desde ahora me felicitarán todas las generaciones”…

Ya estamos en el umbral de la Navidad, y la liturgia continúa orientándonos hacia ella y preparándonos para la Gran Noche. Se nos ha presentado el poder de Dios que hace posible que mujeres estériles, incluso de edad avanzada, conciban y den a luz hijos que intervendrán en la historia humana para hacer posible la historia de la salvación. María será la culminación: Una criatura nacida de una virgen, un regalo absoluto de Dios, el inicio de una nueva humanidad.

La primera lectura de hoy (1 Sam 1,24-28) nos narra la presentación de Samuel a Elí por parte de su madre Ana, una mujer estéril que había orado para que Dios le concediera el don de la maternidad: “Este niño es lo que yo pedía; el Señor me ha concedido mi petición. Por eso se lo cedo al Señor de por vida, para que sea suyo”. Ana está consciente de que ese hijo, producto de la gracia de Dios, no le pertenece. María llevará ese gesto a su máxima expresión al entregar a su Hijo a toda la humanidad. Cuando María dio a luz al Niño Dios lo colocó en un pesebre, en vez de estrecharlo contra su pecho, como sería el instinto de toda madre. Así lo puso a disposición de todos nosotros.

La lectura que se nos presenta como salmo es el llamado Cántico de Ana, tomado también del libro de Samuel (1 Sam 2,1.4-5.6-7). Este es el cántico de alabanza  que Ana entona después que entrega y consagra a su hijo al templo. Todos los exégetas reconocen en este cántico de alabanza la inspiración para el hermoso canto del Magníficat, que contemplamos hoy como lectura evangélica (Lc 1,46-56). Este cántico nos demuestra además que no importa cuán “estéril” de buenas obras haya sido nuestra vida, el Señor es capaz de “levantarnos del polvo”, “hacernos sentar entre príncipes” y “heredar el trono de gloria”, pues es Dios quien “da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece”. Tan solo tenemos que confiar en Dios y dejarnos llevar por el Espíritu.

Ambas mujeres, María y Ana, reconocen su pequeñez ante Dios. Nos demuestran que si confiamos en el Señor Él obrará maravillas en nosotros; que Dios es el Dios de los pobres, los anawim. En este sentido María representa la culminación de la espera de siglos del pueblo de Israel, especialmente los pobres y los oprimidos; ella es la realización de las promesas que le han mantenido vigilante. Al humillarse ante Dios se ha enaltecido ante Él (Cfr. Lc 14,11).

Cuando María nos dice que “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones”, no lo dice por ella misma ni por sus méritos, pues acaba de declararse “esclava” del Señor, sino por las maravillas que el Señor ha obrado en ella. Así mismo lo hará con todo el que escuche Su Palabra y la ponga en práctica. “Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 123).

Dios no desampara un corazón contrito y humillado (Sal 50). En estos dos días que restan del Adviento, pidamos al Señor la humildad necesaria para que Él fije su mirada en nosotros y haga morada en nuestros corazones, como lo hizo en el de María.

REFLEXIÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DEL T.O. (B) 17-01-21

«Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?» Él les dijo: «Venid y lo veréis.»

Las lecturas que nos ofrece a liturgia para hoy tienen un tema en común: la vocación, ese llamado que Dios nos hace, llamándonos por nuestro nombre, para encomendarnos una misión.

La primera lectura (1 Sa 3,3b-10. 19), nos narra la vocación de Samuel, quien al principio no reconoció la voz del Señor, pero que al reconocerla gracias a Elí, dijo sin vacilar: “Habla, Señor, que tu siervo te escucha”.

La lectura evangélica, que es la misma que leímos el pasado lunes del tiempo de Navidad (Jn 1,35-42), por su parte, nos presenta la vocación de los primeros discípulos. En el caso de estos, el llamado no es directamente de boca de Jesús; son ellos quienes deciden seguirlo una vez Juan el Bautista les señala la persona de Jesús y les dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Y tal fue la impresión que causó la presencia de Jesús en estos discípulos, que nos cuenta la escritura que: “los dos discípulos oyeron (las) palabras (de Juan) y siguieron a Jesús”. Cada vez que leo la vocación de cada uno de los discípulos de Jesús trato de imaginarme su mirada penetrante, su carisma, su magnetismo, imposible de resistir. Un encuentro que provoca un seguimiento…

Seguimiento que a su vez provoca las primeras palabras de Jesús en las Sagradas Escrituras: “¿Qué buscáis?”. Pudo haberles preguntado sus nombres, hacia dónde se dirigían, por qué le seguían… No olvidemos que Jesús es Dios, que conoce nuestros pensamientos. Él sabía lo que buscaban. Tan solo quería una confirmación; no para Él, sino para ellos mismos.  Eso me hace preguntarme a mí mismo: ¿Busco yo seguir a Jesús? Si Jesús me preguntara: “Y tú, ¿qué buscas?” ¿Qué le contestaría?

Los discípulos le contestaron con otra pregunta: “Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?” Pregunta que implica un deseo de seguirlo, conocerlo mejor, permanecer con Él. De hecho, cuando Jesús les contesta, “Venid y lo veréis”, nos dice el Evangelio que los discípulos “fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día”. Tal fue la impresión que esa experiencia causó en el evangelista, que hasta recuerda la hora: “serían las cuatro de la tarde”.

Me pregunto sobre qué les habrá hablado Jesús durante esa tarde. Se me ocurren dos temas obligados: el Reino (Lc 4,43) y el Amor (Mc 12,28-31). Siempre pienso en la mirada de Jesús, y trato de imaginarla…, y se me eriza la piel… Lo cierto es que tan impresionados quedaron los discípulos con la experiencia de Jesús, que tan pronto salieron, uno de ellos, Andrés, encontró a su hermano Simón y no pudo contenerse. Antes de saludarle, como impulsado por un celo inexplicable exclama: “Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)”.

Esa es la conducta de todo el que ha tenido un encuentro personal con Cristo. Hemos sido arropados por su Amor, y ese amor nos obliga a compartirlo, a proclamarlo, a anunciarlo a todos. ¿Siento yo ese deseo incontrolable de compartir mi experiencia de Jesús con todo el que se cruza en mi camino? Si no lo siento, tengo que preguntarme: ¿He tenido real y verdaderamente un encuentro con Jesús? ¿Me he abierto a su Amor incondicional? ¿Le he permitido “nacer” en mi corazón? ¿Qué trabas existen que me impiden tener la experiencia de Jesús?

REFLEXIÓN PARA EL MARTES 22 DE DICIEMBRE DE 2020- FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

Ya estamos en el umbral de la Navidad, y la liturgia continúa orientándonos hacia ella y preparándonos para la Gran Noche. Se nos ha presentado el poder de Dios que hace posible que mujeres estériles, incluso de edad avanzada, conciban y den a luz hijos que intervendrán en la historia humana para hacer posible la historia de la salvación. María será la culminación: Una criatura nacida de una virgen, un regalo absoluto de Dios, el inicio de una nueva humanidad.

La primera lectura de hoy (1 Sam 1,24-28) nos narra la presentación de Samuel a Elí por parte de su madre Ana, una mujer estéril que había orado para que Dios le concediera el don de la maternidad: “Este niño es lo que yo pedía; el Señor me ha concedido mi petición. Por eso se lo cedo al Señor de por vida, para que sea suyo”. Ana está consciente de que ese hijo, producto de la gracia de Dios, no le pertenece. María llevará ese gesto a su máxima expresión al entregar a su Hijo a toda la humanidad. Cuando María dio a luz al Niño Dios lo colocó en un pesebre, en vez de estrecharlo contra su pecho, como sería el instinto de toda madre. Así lo puso a disposición de todos nosotros.

La lectura que se nos presenta como salmo es el llamado Cántico de Ana, tomado también del libro de Samuel (1 Sam 2,1.4-5.6-7). Este es el cántico de alabanza  que Ana entona después que entrega y consagra a su hijo al templo. Todos los exégetas reconocen en este cántico de alabanza la inspiración para el hermoso canto del Magníficat, que contemplamos hoy como lectura evangélica (Lc 1,46-56). Este cántico nos demuestra además que no importa cuán “estéril” de buenas obras haya sido nuestra vida, el Señor es capaz de “levantarnos del polvo”, “hacernos sentar entre príncipes” y “heredar el trono de gloria”, pues es Dios quien “da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece”. Tan solo tenemos que confiar en Dios y dejarnos llevar por el Espíritu.

Ambas mujeres, María y Ana, reconocen su pequeñez ante Dios. Nos demuestran que si confiamos en el Señor Él obrará maravillas en nosotros; que Dios es el Dios de los pobres, los anawim. En este sentido María representa la culminación de la espera de siglos del pueblo de Israel, especialmente los pobres y los oprimidos; ella es la realización de las promesas que le han mantenido vigilante. Al humillarse ante Dios se ha enaltecido ante Él (Cfr. Lc 14,11).

Cuando María nos dice que “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones”, no lo dice por ella misma ni por sus méritos, pues acaba de declararse “esclava” del Señor, sino por las maravillas que el Señor ha obrado en ella. Así mismo lo hará con todo el que escuche Su Palabra y la ponga en práctica. “Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 123).

Dios no desampara un corazón contrito y humillado (Sal 50). En estos dos días que restan del Adviento, pidamos al Señor la humildad necesaria para que Él fije su mirada en nosotros y haga morada en nuestros corazones, como lo hizo en el de María.

REFLEXIÓN PARA EL CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO (B) 20-12-20

“¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?”

Según sigue llegando a su fin el Adviento, las lecturas continúan repitiéndose, como cuando uno sabe que algo grande está a punto de suceder, y se sorprende repitiendo una frase o un nombre, producto de anticipar ese momento esperado. Así el Evangelio (Lc 1,26-38) para este cuarto domingo de Adviento nos repite el que leíamos recientemente para la solemnidad de la Inmaculada Concepción, que nos narra el hermoso pasaje de la Anunciación.

Al comienzo del Adviento compartimos con ustedes un anticipo de los temas que dominarían la liturgia del Adviento. Decíamos entonces que el primer domingo era el domingo de VIGILANCIA, el segundo de CONVERSIÓN, el tercero de TESTIMONIO, y este cuarto el del ANUNCIO.

Con la primera lectura para hoy (Sm 7,1-5.8b-12.14a.16) la liturgia nos anuncia, a través del profeta Natán, el nacimiento de Aquél que habría de hacer de la casa de David un Reino que duraría por toda la eternidad. Dice el Señor a David por medio de Natán que: “el Señor te comunica que te dará una dinastía. Y, cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré su realeza. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mí presencia; tu trono permanecerá por siempre”.

En el Evangelio, el ángel del Señor le anuncia a María que ha sido ella la elegida para que se cumpliese la promesa hecha por Yahvé a David por medio del profeta, al decirle que el hijo que va a concebir “se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”.

Estas lecturas son un ejemplo de lo que anteriormente hemos llamado la perspectiva histórica, o del pasado, que nos presenta el “adviento” que vivió el pueblo de Israel durante prácticamente todo el Antiguo Testamento, esperando, anticipando, preparando la llegada del mesías libertador que iba a sacar a su pueblo de la opresión, y cómo en María se hacen realidad todas esas expectativas mesiánicas del pueblo judío. Su “sí”, su “hágase” hizo posible la “plenitud de los tiempos” que marcó el momento para el nacimiento del Hijo de Dios (Cfr. Gál 4,4). Como dijera San Juan Pablo II: “Desde la perspectiva de la historia humana, la plenitud de los tiempos es una fecha concreta. Es la noche en que el Hijo de Dios vino al mundo en Belén, según lo anunciado por los profetas”.

Estamos a escasos cuatro días de esa fecha. La liturgia nos ha llevado in crescendo hasta este momento en que nos encontramos en el umbral de la Navidad. Es el momento de hacer inventario… ¿Hemos vivido un verdadero Adviento? ¿Estamos preparados para recibir al Niño Dios? ¿Nos hemos reconciliado con nuestros hermanos, con nosotros mismos y con Dios? ¿Hemos dispuesto nuestro pesebre interior para que la Virgen coloque en Él a nuestro Señor y Salvador, como lo hizo aquella noche en Belén? Es la perspectiva presente, el “hoy” del Adviento.

Todavía estamos a tiempo (Él nunca se cansa de esperarnos). En este cuarto domingo de Adviento, si tienes la oportunidad, acércate al sacramento de la reconciliación. Si por razón de la pandemia, o enfermedad, no te es posible, haz un acto de arrepentimiento, con el firme propósito de acudir al sacramento tan pronto puedas. Entonces sabrás lo que es la verdadera Navidad.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 28-01-20

“Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre”.

La primera lectura que nos brinda la liturgia para hoy (2 Sam 6,12b-15.17-19), nos presenta al rey David concluyendo la traslación del Arca de la Alianza desde la casa de Obededom hasta Jerusalén, y su instalación en la tienda que él mismo le había preparado en la “ciudad de David”. La narración está llena de imágenes visuales, destacando la del rey David “danzando ante el Señor con todo entusiasmo, vestido sólo con un roquete de lino” mientras trasladaban el Arca “entre vítores y al sonido de las trompetas”.

El pasaje termina con un banquete en el cual el rey “repartió a todos, hombres y mujeres de la multitud israelita, un bollo de pan, una tajada de carne y un pastel de uvas pasas a cada uno”. Un gesto propio del padre de familia al sentarse a la mesa, que repartía los alimentos a toda su familia, gesto lleno de simbolismo que repetiría Jesús en la última cena al instituir la Eucaristía.

El Evangelio, por su parte, nos presenta la versión de Marcos (3,31-35) del pasaje de “la verdadera familia” de Jesús. Relata el episodio en que la familia de Jesús vino a buscarlo y, como de costumbre, había tanta gente arremolinada a su alrededor, que no podían llegar hasta Él, así que le enviaron un recado. Los que estaban cerca de Él le dijeron: “Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan”.

Jesús, como en tantas otras ocasiones, aprovecha la oportunidad para hacer un comentario con un fin pedagógico: “Les contestó: ‘¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?’ Y, paseando la mirada por el corro, dijo: ‘Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre’”.

El mensaje de Jesús es claro: a la familia del Señor se ingresa por escuchar su Palabra, no por lazos de sangre. De hecho, la versión de Lucas del mismo pasaje, la más tardía de todas (escrita entre los años 80 y 90 d.C.), sin mencionar que paseó la mirada por el grupo de personas presentes, se limita a relatar que Jesús dijo: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8,21). Otras versiones dicen: “los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica”. No se trata tan solo de escuchar su Palabra, hay que “ponerla en práctica”, seguirlo.

Jesús ha expresado claramente que el que quiera seguirle tiene que estar dispuesto a sobreponerse a los lazos humanos familiares (Cfr. Mt 10,37-38). Se trata de la “gran familia” de Dios abierta a toda la humanidad sin distinción de raza ni nacionalidad, el “nuevo Pueblo de Dios”. Ya no se trata de una familia en el orden biológico, sino de otra muy diferente, del orden espiritual. Una familia universal (“católica”) convocada al amor.

“Te pedimos, Señor, fe y confianza. Haz que tu voluntad sea nuestra, para que pueda conducirnos a tu casa bajo la guía de aquel que siempre y en todo cumplió tu voluntad: Jesucristo, nuestro Señor” (de la Oración Colecta).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 27-01-20

La primera lectura de hoy (2 Sam 5,1-7.10) continúa narrándonos la historia de David, y nos presenta el pacto que hicieron con él los ancianos de Israel, ungiéndolo como su rey: “Todos los ancianos de Israel fueron a Hebrón a ver al rey, y el rey David hizo con ellos un pacto en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos ungieron a David como rey de Israel”.

El pasaje nos narra, además, cómo David logró unificar todas las tribus de Israel, convirtiéndose en el primero en gobernar efectivamente sobre ambos reinos, el del Norte (Israel) y el del Sur (Judá), que hasta entonces habían estado divididos: “en Jerusalén reinó treinta y tres años sobre Israel y Judá”. David fue quien conquistó la ciudad de Jerusalén y el monte Sión, en donde aún permanecen sus restos. “Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán, por mi nombre crecerá su poder: extenderé su izquierda hasta el mar, y su derecha hasta el Gran Río” (Sal 88).

“Un reino en guerra civil no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir”. Esas palabras las pronuncia Jesús en la perícopa que nos narra el Evangelio de hoy (Mc 3,22-30), cuando los escribas le acusan de expulsar demonios “con el poder del jefe de los demonios”.

Jesús contrapone la figura del reino dividido de Satanás (“Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido”) con la figura del Reino que Él ha venido a instaurar en donde la constante es el perdón, la dulzura (“Creedme, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan”). Es entonces que Jesús pronuncia esa frase que resulta controversial para muchos: “pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre”. Esta frase, tan fuerte, se recoge en los tres evangelios sinópticos (Mt 12,32; Mc 3,29; Lc 12,10)

¿No acaba de decir que “todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan”? ¿A qué se refiere con “blasfemia contra el Espíritu Santo”? El Catecismo de la Iglesia Católica (1864) nos dice que: “quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo. Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna”. Es obvio, Dios no puede perdonar a quien no acepta su perdón. El Espíritu Santo es quien nos permite reconocer nuestros pecados, hacer acto de contrición y pedir el perdón de estos, y es por Su poder que esos pecados son perdonados (Cfr. Jn 20,22-23).

Los fariseos del pasaje que contemplamos hoy blasfemaban contra el Espíritu Santo al atribuir al poder de Satanás los milagros y portentos que Jesús suscitaba en virtud de su propia divinidad y por la operación del Espíritu Santo, cuyo poder se negaban a reconocer. Esa actitud obstinada e impenitente les impedía recibir el perdón de sus pecados, con lo que compraban su condenación.

Señor, ayúdanos a ser dóciles a la voz de tu Santo Espíritu para que podamos reconocer nuestros pecados, conscientes de que, mediante Su poder, acudiendo al sacramento de la reconciliación, podemos recibir el perdón de los mismos.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) 14-01-20

“¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”.

La primera lectura para hoy (1 Sam 1,9-20) es continuación de la de ayer, y nos presenta la oración de Ana, madre de Samuel, quien le pedía un hijo al Señor, y cómo Dios escuchó su oración: “Ana concibió, dio a luz un hijo y le puso de nombre Samuel”.

Como Salmo (1Sam 2,1.4-5.6-7.8abcd), la liturgia nos presenta el “cántico de Ana”, que ésta entona luego del nacimiento de Samuel, y guarda un paralelismo asombroso con el Magníficat que la Virgen María proclama al escuchar de labios de su prima Isabel decir: “¡Feliz la ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!”. Les invito a leer con detenimiento este hermoso cántico de Ana y compararlo con el Magníficat:

“Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder se exalta por Dios; mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con tu salvación. Se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor; los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan; la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía. El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece. Él levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que herede un trono de gloria”.

El mensaje es claro: Aquél que pone su confianza en el Señor, el que “ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor”, verá la Gloria de Dios manifestarse en su vida. Así lo vivió Ana. María lo llevó un paso más allá. Ana tuvo que unirse a su esposo Elcaná para concebir, como otras tantas mujeres estériles que nos presentan las Sagradas Escrituras quienes concibieron gracias a la intervención divina (para Dios nada es imposible). En el caso de María, la llena de gracia, la concepción y nacimiento de Jesús representan la culminación: nacido de una mujer virgen, un regalo absoluto de Dios.

La lectura evangélica Mc 1,21-28) nos presenta a ese hijo, Jesús, en pleno ministerio “enseñando” en la sinagoga de Cafarnaún, en donde todos se quedaban asombrados, especialmente porque “porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad”. Él está consciente de que los profetas y la Ley adquieren plenitud en su persona y su mensaje (Cfr. Mt 5,17). Él es el hijo a quien el Padre ha entregado todo (Mt 11,27). Por eso tiene autoridad para expulsar demonios, como de hecho lo hace en la lectura de hoy. Los propios demonios así lo reconocen: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”.

Ana concibió a pesar de su esterilidad y María concibió siendo virgen porque creyeron. Jesús prometió a “los que crean”, el poder de expulsar demonios (Cfr. Mc 16,17). “En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún” (Jn 14,12). Y no se trata necesariamente de exorcismos espectaculares. ¿Cuántos demonios tienes? Odios, resentimientos, vagancia, tibieza… Todos huyen cuando permites que Jesús haga morada en tu corazón. ¡Piénsalo!