REFLEXIÓN PARA EL VIERNES 04-01-19 – TIEMPO DE NAVIDAD

Evangelio, Jn 1,35-42 Vieron donde vivía y se quedaron con Él.

La Liturgia continúa llevándonos de la mano a través del tiempo de Navidad, y la lectura evangélica (Jn 1,35-42), de hoy nos presenta la vocación de los primeros discípulos. En el caso de estos, el llamado no comienza directamente de boca de Jesús. Muchas veces Jesús se vale de personas para llamarnos; por eso tenemos que estar atentos a la voz de nuestros hermanos. En este caso se valió de Juan el Bautista, quien les señala la persona de Jesús y les dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Tal fue la impresión que causó la presencia de Jesús en estos discípulos, que nos cuenta la escritura que: “los dos discípulos oyeron (las) palabras (de Juan) y siguieron a Jesús”. Cada vez que leo la vocación de cada uno de los discípulos de Jesús trato de imaginarme su mirada penetrante, su carisma, su magnetismo, imposible de resistir. Un encuentro que provoca un seguimiento…

Seguimiento que a su vez provoca las primeras palabras de Jesús en las Sagradas Escrituras: “¿Qué buscáis?”. Pudo haberles preguntado sus nombres, hacia dónde se dirigían, por qué le seguían… No olvidemos que Jesús es Dios, que conoce nuestros pensamientos. Él sabía lo que buscaban. Tan solo quería una confirmación; no para Él, sino para ellos mismos.  Eso me hace preguntarme a mí mismo: ¿Busco yo seguir a Jesús? Si Jesús me preguntara: “Y tú, ¿qué buscas?” ¿Qué le contestaría?

Los discípulos le contestaron con otra pregunta: “Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?” Pregunta que implica un deseo de seguirlo, conocerlo mejor, permanecer con Él. Es ahí que se produce el llamado (vocación) de labios de Jesús: “Venid y lo veréis”. Nos dice el Evangelio que entonces los discípulos “fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día”. Tal fue la impresión que esa experiencia causó en el evangelista, que hasta recuerda la hora: “serían las cuatro de la tarde”.

Me pregunto sobre qué les habrá hablado Jesús durante esa tarde. Se me ocurren dos temas obligados: el Reino (Lc 4,43) y el Amor (Mc 12,28-31). Siempre pienso en la mirada de Jesús, trato de imaginarla…, y se me eriza la piel… Lo cierto es que tan impresionados quedaron los discípulos con la experiencia de Jesús, que tan pronto salieron, uno de ellos, Andrés, encontró a su hermano Simón y no pudo contenerse. Antes de saludarle, como impulsado por un celo inexplicable exclama: “Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)”.

Esa es la conducta de todo el que ha tenido un encuentro personal con Cristo. Hemos sido arropados por su Amor, y ese amor nos obliga a compartirlo, a proclamarlo, a anunciarlo a todos. ¿Siento yo ese deseo incontrolable de compartir mi experiencia de Jesús con todo el que se cruza en mi camino? Si no lo siento, tengo que preguntarme: ¿He tenido real y verdaderamente un encuentro con Jesús? ¿Me he abierto a su Amor incondicional?

Hace apenas unos días celebrábamos el nacimiento del Niño Dios. La próxima pregunta obligada es: ¿Le he permitido “nacer” en mi corazón?

REFLEXIÓN PARA EL QUINTO DÍA DE LA OCTAVA DE NAVIDAD 29-12-18

Continuamos celebrando la “octava” de Navidad. Cuando la Iglesia celebra una festividad solemne, como la Navidad, un día no basta; por eso la celebración se prolonga durante ocho días, como si constituyeran un solo día de fiesta. Aunque a lo largo de la historia de la Iglesia se han reconocido varias octavas, hoy la liturgia solo conserva las octavas de las dos principales solemnidades litúrgicas: Pascua y Navidad. Hecho este pequeño paréntesis de formación litúrgica, reflexionemos sobre las lecturas que nos presenta la liturgia para hoy, quinto día de la infraoctava de Navidad.

Como primera lectura continuamos con la 1ra Carta del apóstol san Juan (2,3-11). En este pasaje Juan sigue planteando la contraposición luz-tinieblas, esta vez respecto a nosotros mismos. Luego de enfatizar “la luz verdadera brilla ya” y ha prevalecido sobre las tinieblas, nos dice cuál es la prueba para saber si somos hijos de la luz o permanecemos aún en las tinieblas: “Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos”. De nuevo la Ley del Amor, ese amor que Dios nos enseñó enviándonos a su único Hijo, ese Niño que nació en Belén hace apenas cuatro días, para que tuviéramos Vida por medio de Él (Cfr. Jn 4-7-9; 15,12-14).

Así, el que ha conocido y asimilado el misterio del amor de Dios en esta Navidad es “hijo de la Luz” y no tiene otro remedio que imitar su gran mandamiento, que es el Amor.

El Evangelio que contemplamos hoy nos presenta el pasaje de la Purificación de María y la Presentación del Niño en el Templo (Lc 2,22-35). Y una vez más la pregunta es obligada: ¿Cómo es posible que sus padres hayan llevado al Niño al Templo para presentárselo a Dios, si ese Niño ES Dios? Esta escena sirve para enfatizar el carácter totalizante del misterio de la Encarnación. Mediante la Encarnación Jesús se hizo uno de nosotros, igual en todo menos en el pecado (Hb 4,15). Por eso sus padres cumplieron con la Ley, significando de ese modo la solidaridad del Mesías con su pueblo, con nosotros. Y para su purificación, María presentó la ofrenda de las mujeres pobres (Lv 12,8), “un par de tórtolas o dos pichones”. La pobreza del pesebre…

Este pasaje nos presenta también el personaje de Simeón y el cántico del Benedictus. Simeón, tocado por el Espíritu Santo, le recuerda a María que ese hijo no le pertenece, que ha sido enviado para ser “luz para alumbrar a las naciones”, y que ella misma habría de ser partícipe del dolor de la pasión redentora de su Hijo: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”.

Lo vimos en la Fiesta de san Esteban Protomártir, al día siguiente de la Navidad, y lo veíamos ayer en la Fiesta de los Santos Inocentes. Hoy se nos recuerda una vez más que el nacimiento de nuestro Salvador y Redentor, nuestra liberación del pecado y la muerte, tiene un precio: la vida de ese Niño cuyo nacimiento todavía estamos celebrando. María lo sabía desde que pronunció el “hágase”. Por amor a Dios, por amor a su Hijo, por amor a ti… ¿Cómo no amar a María?

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LOS SANTOS INOCENTES 28-12-18

Hoy celebramos la Fiesta de los Santos Inocentes, mártires. Al igual que hace apenas dos días, cuando celebramos la Fiesta de san Esteban, nos enfrentamos a la dureza del camino que espera a ese niño que acaba de nacer. Esas fuerzas del mal, que la primera lectura (1 Jn 1,5-2,2) nos presenta como las “tinieblas”, acecharán a Jesús desde su nacimiento y acabarán clavándolo en la cruz. Pero Jesús es la luz que vence las tinieblas, y en ese aparente triunfo de las fuerzas de las tinieblas, está la victoria de Jesús-Luz, quien aceptando su muerte de cruz se convirtió en “víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (2,2).

En la lectura evangélica de hoy (Mt 2,13-18) vemos las tinieblas del mal que surgen amenazantes sobre el Niño Dios recién nacido. Un presagio de lo que le espera. La Iglesia no quiere que perdamos de vista que ese niño hermoso y frágil que nació en Belén de Judá fue enviado por Dios para nuestra salvación. La historia nos presenta a Herodes como uno de los seres más sanguinarios de su época, quien había usurpado el trono, por lo que temía que en cualquier momento alguien hiciera lo propio con él. Y con tal de mantener el poder, estaba dispuesto a matar, como de hecho lo hizo durante todo su reinado.

El rey Herodes representa esa fuerzas del mal, caracterizadas por las tinieblas, que encontramos día tras día en nuestro camino y que ponen a prueba, no solo nuestra fe, sino nuestra capacidad para practicar la Misericordia.

Herodes había pedido a los magos que le avisaran el lugar en que encontraran al Niño para ir a adorarle. Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”. El ángel también les había dicho a los magos que se marcharan por otro camino. Herodes, sintiéndose burlado, hizo calcular la fecha en que los magos vieron la estrella por primera vez, y “mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores”.

Podríamos intentar hacer toda una exégesis sobre el paralelismo que Mateo quiere establecer entre Jesús y Moisés, presentándonos a Jesús como el “nuevo Moisés” (paralelismo que encontramos hasta en la estructura del primer Evangelio), y cómo quiere probar que en la persona de Jesús se cumplen todas las promesas del Antiguo Testamento, pero el espacio limitado nos traiciona.

Nos limitaremos a resaltar una característica de José, quien desempeña un papel protagónico en el relato de Mateo: su fe absoluta en Dios. A lo largo del todo el relato vemos cómo José convierte en acción la Palabra de Dios (la característica principal de la fe). El ángel le dice, levántate, coge a tu familia y márchate a Egipto, y José no titubea, no cuestiona; simplemente actúa. Del mismo modo cuando le dice “regresa”, actúa de conformidad a la Palabra de Dios. Confía en la Providencia Divina.

Siempre proponemos a Abraham y María como modelos de fe, y pasamos por alto a este santo varón que el mismo Dios escogió para ser el padre adoptivo de su Hijo. Jesús y su madre María salvaron sus vidas gracias a la fe de José. En esta Fiesta de los Santos Inocentes, pidamos al Señor la fe de José.

REFLEXIÓN PARA EL PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO (C) 02-12-18

Hoy comienza un nuevo año litúrgico. Las lecturas para este primer domingo de Adviento siempre nos remiten a la espera de segunda venida del Señor, la parusía. Por eso las lecturas nos exhortan a estar vigilantes.

De ahí que la palabra clave para este primer domingo de Adviento es VIGILANCIA. Por eso, tanto las lecturas como la predicación son una invitación que se resume en las palabras con las que concluye el Evangelio para hoy (Lc 21,25-28.34-36) en las cuales Jesús, utilizando lenguaje tomado de la profecía de Daniel (7,13-14), advierte a sus discípulos: “Entonces, verán al Hijo del Hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”. Esta semana encenderemos la primera vela de la corona de Adviento, color morada, como signo de vigilancia.

En este pasaje Jesús utiliza imágenes de los cataclismos que el pueblo judío asociaba con el final de los tiempos, conmociones cósmicas que se relacionan con la manifestación del poder de Dios (Cfr. Is 13,10; 34,4 etc.): “Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y del oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad, ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros temblarán”.

En la segunda lectura, tomada de la primera carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses (3,12–4,2), el apóstol nos recuerda que tenemos que mantenernos vigilantes y firmes hasta esa segunda venida, y nos instruye a mantenernos “santos e irreprensibles” para enfrentar el juicio que ha de venir: “[p]ara que, cuando Jesús nuestro Señor vuelva acompañado de todos sus santos, os presentéis santos e irreprensibles ante Dios nuestro padre. Para terminar, hermanos, por Cristo Jesús os rogamos y exhortamos: habéis aprendido de nosotros como proceder para agradar a Dios: pues proceded así y seguid adelante. Ya conocéis las instrucciones que os dimos en nombre del Señor Jesús”.

Siempre que pensamos en esa “segunda venida” de Jesús, vienen a nuestras mentes esas imágenes apocalípticas del fin de mundo, del “final de los tiempos”. Pero lo cierto es que ese encuentro definitivo con Jesús y el Padre puede ser en cualquier momento para cada uno de nosotros; al final de nuestra vida terrena, cuando enfrentemos nuestro juicio particular.

El Señor ha dado a cada uno de nosotros unos dones, unos carismas, y nos ha encomendado una tarea. Si el Señor llegara “inesperadamente” esta noche en mi sueño (¡cuántos no despertarán mañana!), ¿qué cuentas le voy a dar sobre la “tarea” que me encomendó? De ahí la exhortación a estar vigilantes y con nuestra “tarea” al día teniendo presente que, si la encontramos difícil, tan solo tenemos que recordar las palabras de Isaías: “Señor, tú eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano”.

Estamos comenzando el Adviento. Tiempo de anticipación, de conversión, de vigilante espera para el nacimiento del Niño Dios en nuestros corazones. Anda, reconcíliate con Él y con tus hermanos, ¡no vaya a ser que llegue y te encuentre dormido! (Cfr. Mc 13,36).

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DESPUÉS DE EPIFANÍA 07-01-17

Ayer celebrábamos la solemnidad de la Epifanía del Señor, esa manifestación de Dios a todas las naciones. Durante esta semana la liturgia seguirá presentándonos “signos”, pequeñas “epifanías”, a través de una serie de gestos que manifiestan a Cristo. Aquél Niño que fue adorado en Belén por los magos de oriente, se nos manifiesta en el Evangelio que leemos hoy (Mt 4,12-17.23-25) como el Mesías y el Maestro enviado por Dios.

Comienza la lectura con la decisión de Jesús de cambiar de domicilio, de Nazaret a Galilea, tan pronto de entera que Juan el Bautista había sido apresado. Allí se establecen en la ciudad de Cafarnaún, a orillas del Mar de Galilea, que se convertiría en el “centro de operaciones” de su gestión misionera. Una vez apresado Juan, Jesús comprendió que la labor de aquél había culminado. Ahora le correspondía a Él desplegar su misión evangelizadora.

Mudarse de Nazaret a Cafarnaún representaba un cambio drástico, era mudarse del “ambiente protegido” de una comunidad pequeña en que todos se conocían, a una ciudad cosmopolita donde habitaban muchos extranjeros paganos. Mateo ve en ese gesto de Jesús el cumplimiento de la profecía de Isaías: “País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”. Jesús llega a traer la Luz a los paganos que vivían en las tinieblas porque no le conocían.

Allí hace un llamado a la conversión, a judíos y gentiles por igual, como preparación para la llegada del Reino que “está cerca”, desplegando su labor como predicador itinerante por toda la Galilea, mientras llevaba a cabo signos que constituían manifestaciones o pequeñas “epifanías” de su persona: “Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo. Su fama se extendió por toda Siria y le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y él los curaba”. Este es el “anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión” que contemplamos como el tercero de los misterios luminosos o “de luz” que fueron instituidos por san Juan Pablo II mediante la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, el 16 de octubre de 2002.

El pasaje que contemplamos hoy no nos dice qué decía Jesús en sus predicaciones; eso lo veremos a lo largo de todo el relato evangélico. Pero el mensaje central está ahí: ¡El Reino ha llegado!; Dios se ha manifestado, se ha hecho presente entre nosotros, se nos ha revelado en toda su plenitud en la persona de su Hijo, y a través de Él nos llama a la conversión, nos invita a cambiar nuestras vidas para convertirnos en otros “cristos” (Cfr. Gál 2,20). Así, esa conversión implica auxiliar nuestros hermanos, especialmente a los enfermos, los pobres, los desposeídos, tal como Cristo nos enseñó. Esta será la señal de que su Espíritu está obrando en nosotros, y que Él mismo habita entre nosotros.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA (A) 30-12-16

Hoy celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia, y la liturgia nos presenta como lectura evangélica (Mt 2,13-15.19-23) un pasaje entrelazado con el que leíamos hace dos días, fiesta de los Santos Inocentes, Mártires (Mt 2,13-18).

El Evangelio de hoy, leído a la luz de la Fiesta de la Sagrada Familia que celebramos, nos presenta a José protegiendo a su familia, a María y al Niño Dios. Pero hoy quiero hacer un paréntesis para resaltar el papel de José más allá de estos episodios; en el misterio de la encarnación y en la historia de la salvación.

Hace poco tuve el privilegio de traducir del inglés al español un artículo de la autoría de una hermana Laica Dominica, Ruth Anne Henderson, O.P., que encuentro sumamente relevante para la fiesta que observamos hoy, en el cual la autora muy acertadamente nos presenta la importancia de lo que ella llama la “anunciación” de José y, más aún, la trascendencia de su , que tiende a pasar desapercibida: “Luego, cuando el ángel le dice quién es el Padre del niño por nacer, presta su consentimiento de inmediato. Siempre hablamos de María y de la naturaleza trascendental de su ‘Sí’ en la anunciación; pero José también tiene su anunciación, y al igual que María él dice ‘Sí’. Sin ese ‘Sí’ la historia de nuestra relación con Dios sería muy distinta”. Los invito a leer ese artículo, tan hermoso como provocador y profundo.

La primera lectura, tomada del libro de Eclesiástico (3,3-7.14-17) nos enfatiza la importancia del amor y respeto en las relaciones familiares, especialmente entre padres e hijos y madres e hijos, y cómo ese amor y respeto son agradables a Dios: “el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha”. Jesús, aún después de cobrar conciencia de su divinidad, y de manifestárselo a sus padres, no dejó por eso de cumplir con su obligación de honrarles y obedecerles en todo. Así, en el pasaje del Niño perdido y hallado en el Templo, Lucas nos dice que luego que sus padres le “encontraron” en el Templo: “Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad” (Lc 2,51a).

En la Segunda lectura (Col 3,12-21) san Pablo enfatiza la armonía que debe existir en las familias, incluyendo las “familias extendidas” de nuestra comunidad, nuestra parroquia, nuestros grupos de fe: misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión, perdón, agradecimiento. Y que todo sea “en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él”.

La Fiesta litúrgica de la Sagrada Familia nos presenta una faceta importantísima del misterio de la Encarnación. Dios pudo simplemente haber optado por “aparecer”, pero optó por encarnarse en el seno de una familia como la tuya y la mía, la “Sagrada Familia”, proporcionándonos de ese modo el modelo a seguir.

Hoy, a un día para despedir que año, es un buen momento para hacer introspección sobre nuestras relaciones familiares, las relaciones con nuestros cónyuges, con nuestros padres e hijos, con nuestros hermanos. ¿Están esas relaciones fundamentadas en el amor? ¿Servimos de ejemplo a nuestros hijos para que nos obedezcan, no por autoritarismo, sino por amor? ¿Honramos y respetamos a nuestros padres y madres? “El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros” (Eclo 3,3-4).

En esta fiesta de la Sagrada Familia, pidamos al Señor la gracia de permitir al Niño Dios hacer morada en nuestros hogares, y en nuestros corazones.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LOS SANTOS INOCENTES MÁRTIRES 28-12-16

Hoy celebramos la Fiesta de los Santos Inocentes, mártires. Al igual que hace apenas dos días, cuando celebramos la Fiesta de san Esteban, nos enfrentamos a la dureza del camino que espera a ese niño que acaba de nacer. Esas fuerzas del mal, que la primera lectura (1 Jn 1,5-2,2) nos presenta como las “tinieblas”, acecharán a Jesús desde su nacimiento y acabarán clavándolo en la cruz. Pero Jesús es la luz que vence las tinieblas, y en ese aparente triunfo de las fuerzas de las tinieblas, está la victoria de Jesús-Luz, quien aceptando su muerte de cruz se convirtió en “víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (2,2).

En la lectura evangélica de hoy (Mt 2,13-18) vemos las tinieblas del mal que surgen amenazantes sobre el Niño Dios recién nacido. Un presagio de lo que le espera. La Iglesia no quiere que perdamos de vista que ese niño hermoso y frágil que nació en Belén de Judá fue enviado por Dios para nuestra salvación. La historia nos presenta a Herodes como uno de los seres más sanguinarios de su época, quien había usurpado el trono, por lo que temía que en cualquier momento alguien hiciera lo propio con él. Y con tal de mantener el poder, estaba dispuesto a matar, como de hecho lo hizo durante todo su reinado.

El rey Herodes representa esa fuerzas del mal, caracterizadas por las tinieblas, que encontramos día tras día en nuestro camino y que ponen a prueba, no solo nuestra fe, sino nuestra capacidad para practicar la Misericordia.

Herodes había pedido a los magos que le avisaran el lugar en que encontraran al Niño para ir a adorarle. Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”. El ángel también les había dicho a los magos que se marcharan por otro camino. Herodes, sintiéndose burlado, hizo calcular la fecha en que los magos vieron la estrella por primera vez, y “mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores”.

Podríamos intentar hacer toda una exégesis sobre el paralelismo que Mateo quiere establecer entre Jesús y Moisés, presentándonos a Jesús como el “nuevo Moisés” (paralelismo que encontramos hasta en la estructura del primer Evangelio), y cómo quiere probar que en la persona de Jesús se cumplen todas las promesas del Antiguo Testamento, pero el espacio limitado nos traiciona.

Nos limitaremos a resaltar una característica de José, quien desempeña un papel protagónico en el relato de Mateo: su fe absoluta en Dios. A lo largo del todo el relato vemos cómo José convierte en acción la Palabra de Dios (la característica principal de la fe). El ángel le dice, levántate, coge a tu familia y márchate a Egipto, y José no titubea, no cuestiona; simplemente actúa. Del mismo modo cuando le dice “regresa”, actúa de conformidad a la Palabra de Dios. Confía en la Providencia Divina.

Siempre proponemos a Abraham y María como modelos de fe, y pasamos por alto a este santo varón que el mismo Dios escogió para ser el padre adoptivo de su Hijo. Jesús y su madre María salvaron sus vidas gracias a la fe de José. En esta Fiesta de los Santos Inocentes, pidamos al Señor la fe de José.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR 25-12-16

La liturgia para hoy, 25 de diciembre, Solemnidad de la Natividad del Señor, nos presenta tres formularios, según la hora de la celebración: medianoche, aurora y día. Para nuestra reflexión de hoy hemos escogido las lecturas correspondientes a la celebración de día.

La primera lectura, tomada del libro de Isaías (52,7-10), profetiza el tiempo en que el pueblo puede finalmente ver cara a cara a Dios: “Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén; el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios”. Los vigías de la ciudad no se limitan a dar un anuncio como lo harían rutinariamente, sino que lo transmiten con júbilo, con alegría contagiosa, tanto que lo hacen “a coro”. Algo importante ha sucedido: Finalmente “ven cara a cara al Señor”, algo que hasta entonces solamente Moisés había experimentado (Ex 33,11).

Como lectura evangélica, la liturgia nos ofrece el prólogo del Evangelio según san Juan (1,1-18), una lectura densa y llena de simbolismo que nos presenta el misterio de la encarnación: “Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Éste es de quien dije: ‘El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo’»”.

Lo importante para nosotros, y la Solemnidad que estamos celebrando, es que ya no se trata de un Dios distante, extraño, misterioso, inalcanzable. Ahora encontramos a un Dios que se hace uno de nosotros, que “acampa” entre nosotros. Me encanta esta traducción, pues nos transmite esa sensación de compartir un campamento, en el cual los que están comparten una fogata que les proporciona luz y calor, comparten los alimentos, y dependen unos de otros para ayuda y protección mutuas. Se trata pues, de un Dios humanado, con las mismas necesidades que nosotros.

Un Dios que nació pequeño y frágil, como todos nosotros, que necesitó de los cuidados y el cariño de una madre, y las enseñanzas y disciplina de un padre. “Dios-con-nosotros”, Emmanuel. Hoy celebramos el nacimiento del Emmanuel, cuyo nacimiento fue anunciado a coro por los heraldos celestiales (Lc 2,13-14), tal como lo había profetizado Isaías en la primera lectura de hoy.

Ya el tiempo de espera gozosa del Adviento ha culminado, y si nuestra preparación para este gran día fue adecuada, podemos adorar y besar al Niño Dios. Pero, ¿sabes qué? ¡Todavía estás a tiempo! Si te postras ante el Niño y le adoras de todo corazón, notarás una sonrisa en su rostro, esa sonrisa que solo los niños pueden regalarnos, y con ella derramará su Gracia sobre ti, y podrás recibirlo en tu corazón. Entonces sabrás lo que es una Feliz Navidad.

¡Feliz Navidad a todos!

REFLEXIÓN PARA EL 24 DE DICIEMBRE DE 2016

La liturgia propia de hoy, 24 de diciembre, casi siempre pasa inadvertida, diluyéndose en el barullo de la celebración de la Vigilia la Natividad del Señor. No obstante, resulta conveniente que contemplemos las lecturas, pues completan una historia que culmina el tiempo de Adviento y nos coloca en el umbral de la Navidad propiamente.

La primera lectura (2 Sam 7,1-5.8b-12.14a.16) nos presenta al rey David, que ha logrado unificar las tribus, trayendo paz y estabilidad al pueblo, convirtiéndose en el primer rey que efectivamente reina sobre los reinos del Norte y del Sur. Habiendo terminado la etapa de las peregrinaciones, quiere construirle un templo a Dios: “Mira, yo estoy viviendo en casa de cedro, mientras el arca del Señor vive en una tienda”. Pero Dios le deja saber por medio del profeta Natán que no será él quien le construya el templo (eso le tocará a su hijo Salomón). En cambio, le promete una descendencia, que siempre ha sido interpretada como un anuncio del rey mesiánico: “el Señor te comunica que te dará una dinastía. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré su realeza. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre” (Cfr. Lc 1,32).

El Salmo (88) exalta la misericordia de Dios que se refleja en su fidelidad, y afianza la promesa hecha a David de un linaje perpetuo: “Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: ‘Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades’”.

La lectura evangélica (Lc 1,67-69) nos presenta el cántico de Zacarías. Zacarías había quedado mudo por dudar de la palabra del ángel que le anunció que su esposa Isabel iba a concebir y tener un hijo. El pasaje de hoy se da dentro del contexto de la presentación de su hijo en el Templo según mandaba la Ley. Cuando fueron a ponerle nombre al niño, Zacarías confirmó la petición de Isabel, escribiendo en una tabilla: “Juan es su nombre” (Lc 1,63). Ante el asombro de todos los presentes, a Zacarías “se le soltó la lengua” y comenzó a alabar a Dios.

Ayer escuchábamos de boca de María el canto del Magníficat. Hoy escuchamos el Benedictus, que es un canto de alabanza a Dios que nos anuncia el cumplimiento de todas las profecías del Antiguo Testamento en la persona de Jesús que va a nacer en “la Casa de David, su siervo”. Esto porque Dios ha sido fiel a su Alianza, visitando y redimiendo a su pueblo.

Lleno del Espíritu Santo, Zacarías anuncia que su hijo irá “delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados”.

Hoy es víspera de Navidad, y este cántico nos llena de alegría, y sirve de culminación al tiempo de Adviento, en el cual hemos estado esperando, anticipando, preparándonos para el nacimiento, ya inminente, del Niño Dios.

Ya en unas horas habrá nacido la salvación del mundo. Entonces podremos exclamar: ¡Feliz Navidad!