REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 30-04-18

“Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”. Con estas palabras de Jesús concluye el Evangelio de hoy (Jn 14,21-26).

A partir de hoy, según vayamos acercándonos a ese gran acontecimiento de Pentecostés, cuando el Espíritu se derrama sobre los apóstoles reunidos en oración en torno a María, la madre de Jesús, veremos cómo la liturgia nos irá preparando para ese día.

Según la Cuaresma nos fue preparando para la Pascua, la Pascua nos sirve de preparación para Pentecostés. Según nos acerquemos a Pentecostés, las lecturas que nos presenta la liturgia continuarán intensificando las alusiones al Espíritu Santo. Ese Espíritu que infundió a los apóstoles el celo de la predicación para salir a conquistar el mundo para Cristo, a instaurar el Reino de Dios en la tierra.

Pero sabemos que esa tarea no ha concluido, que corresponde a nosotros, la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, continuarla. Por eso tenemos que invocar continuamente el Espíritu Santo para que se derrame sobre nosotros como lo hizo en aquél primer Pentecostés, y nos de la valentía y la fortaleza para continuar proclamando la Palabra de Dios en todas partes y en todo lugar, a tiempo y a destiempo, y de ese modo ayudar en la instauración del Reino que ya ha llegado pero que todavía espera su culminación en la parusía (segunda venida de Jesús).

Los santos Pablo y Bernabé nos proporcionan un ejemplo del celo apostólico que debe caracterizar a todo discípulo de Jesús. La primera lectura de hoy (Hc 14,5-18) nos presenta estos dos predicando, primero en Licaonia, y luego en Listra y Derbe.

Nos cuenta el pasaje que “había en Listra un hombre lisiado y cojo de nacimiento, que nunca había podido andar”. Este hombre escuchaba con tanta atención la predicación de Pablo, que este, “viendo que tenía una fe capaz de curarlo, le gritó, mirándolo: ‘Levántate, ponte derecho’”. Inmediatamente el hombre dio un salto y echó a andar. El poder de la Palabra, que cuando se une a un acto de fe, es capaz de mover montañas (Cfr. Mt 17,20); la Palabra de Dios, que hace morada en nuestros corazones y es capaz de desatar su poder a través de nosotros. Como nos dice Jesús en el Evangelio de hoy: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.

Los que estaban allí, al ver el milagro, creyeron que Pablo y Bernabé eran dioses y quisieron adorarles ofreciéndoles sacrificios. Ambos tuvieron que reprender vigorosamente a todos hasta disuadirlos de que les ofrecieran sacrificios.

Esta es una tentación que continuamente sale al paso de todo los que predicamos la Palabra; la adulación de los que atribuyen el poder de la Palabra al mensajero y no pueden, o no quieren a ver al Autor. En esos momentos tenemos que mantener los pies en la tierra y proclamar con humildad que nuestra predicación viene del Espíritu, y al igual que Pablo y Bernabé, afirmar que tan solo somos unos instrumentos, mortales e imperfectos, del Evangelio de Nuestro Señor.

Que pasen un hermoso día y una semana llena de bendiciones.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 15-05-17

“Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”. Con estas palabras de Jesús concluye el Evangelio de hoy (Jn 14,21-26).

A partir de hoy, según vayamos acercándonos a ese gran acontecimiento de Pentecostés, cuando el Espíritu se derrama sobre los apóstoles reunidos en oración en torno a María, la madre de Jesús, veremos cómo la liturgia nos irá preparando para ese día. Según la Cuaresma nos fue preparando para la Pascua, la Pascua nos sirve de preparación para Pentecostés. Según nos acerquemos a Pentecostés, las lecturas que nos presenta la liturgia continuarán intensificando las alusiones al Espíritu Santo. Ese Espíritu que infundió a los apóstoles el celo de la predicación para salir a conquistar el mundo para Cristo, a instaurar el Reino de Dios en la tierra.

Pero sabemos que esa tarea no ha concluido, que corresponde a nosotros, la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, continuarla. Por eso tenemos que invocar continuamente el Espíritu Santo para que se derrame sobre nosotros como lo hizo en aquél primer Pentecostés, y nos de la valentía y la fortaleza para continuar proclamando la Palabra de Dios en todas partes y en todo lugar, a tiempo y a destiempo, y de ese modo ayudar en la instauración del Reino que ya ha llegado pero que todavía espera su culminación en la parusía (segunda venida de Jesús).

Los santos Pablo y Bernabé nos proporcionan un ejemplo del celo apostólico que debe caracterizar a todo discípulo de Jesús. La primera lectura de hoy (Hc 14,5-18) nos presenta estos dos predicando, primero en Iconio, y luego en Listra y Derbe.

Nos cuenta el pasaje que “había en Listra un hombre lisiado y cojo de nacimiento, que nunca había podido andar”. Este hombre escuchaba con tanta atención la predicación de Pablo, que este, “viendo que tenía una fe capaz de curarlo, le gritó, mirándolo: ‘Levántate, ponte derecho’”. Inmediatamente el hombre dio un salto y echó a andar. El poder de la Palabra, que cuando se une a un acto de fe, es capaz de mover montañas (Cfr. Mt 17,20); la Palabra de Dios, que hace morada en nuestros corazones y es capaz de desatar su poder a través de nosotros. Como nos dice Jesús en el Evangelio de hoy: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.

Los que estaban allí, al ver el milagro, creyeron que Pablo y Bernabé eran dioses y quisieron adorarles ofreciéndoles sacrificios. Ambos tuvieron que reprender vigorosamente a todos hasta disuadirlos de que les ofrecieran sacrificios.

Esta es una tentación que continuamente sale al paso de todo los que predicamos la Palabra; la adulación de los que atribuyen el poder de la Palabra al mensajero y no pueden, o no quieren a ver al Autor. En esos momentos tenemos que mantener los pies en la tierra y proclamar con humildad que nuestra predicación viene del Espíritu, y al igual que Pablo y Bernabé, afirmar que tan solo somos unos instrumentos, mortales e imperfectos, del Evangelio de Nuestro Señor.

Que pasen un hermoso día y una semana llena de bendiciones.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMA QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 20-09-16

Verdadera familia de Jesús

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 8,19-21) es otra de esas que, a pesar de ser corta, puede parece desconcertante para muchos: “En aquel tiempo, vinieron a ver a Jesús su madre y sus hermanos, pero con el gentío no lograban llegar hasta él. Entonces lo avisaron: ‘Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte’. Él les contestó: ‘Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra’”.

Lo cierto es que el mensaje central del pasaje lo encontramos en la última oración: “Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra”. Tal parece que estuviese poniendo a los que señala por encima de su propia Madre. No se trata de que Jesús esté menospreciando a su Madre; por el contrario la está ensalzando diciendo que es más Madre suya por “escuchar la palabra de Dios y ponerla por obra” (la definición de la fe), que por haberlo parido.

San Agustín nos dice que María, dando su consentimiento a la Encarnación del Verbo, por medio de su fe abrió a los hombres el paraíso… Por esta fe, dijo Isabel a la Virgen: “Bienaventurada Tú porque has creído, pues se cumplirán todas las cosas que te ha dicho el Señor” (Lc 1,45). Y añade san Agustín: “Más bienaventurada es María recibiendo por la fe a Cristo, que concibiendo la carne de Cristo”. De ese modo María, la que guardaba cada palabra de Dios y la guardaba en su corazón (Cfr. Lc 2,19), se nos presenta como modelo a seguir.

Jesús ha venido a inaugurar un nuevo tiempo, un nuevo “pueblo de Dios” que sustituiría el concepto de “pueblo elegido” del Antiguo Testamento. La Antigua Alianza, que se heredaba por la sangre, por la carne, daría paso a la nueva y definitiva Alianza en la persona de Cristo. El nuevo pueblo de Dios ya no se formaría por la herencia carnal, sino por la herencia del Espíritu de Dios. Es decir, Jesús sustituye el concepto de “pueblo elegido” por el de Iglesia como nuevo “pueblo de Dios”, el “nuevo Israel”, fundado en la efusión de la sangre de la Nueva Alianza (Cfr. Mt 26,28).

Y el vínculo que nos va a unir al Padre, como hijos, y a Jesús, como hermanos, es la escucha atenta de su Palabra y la puesta en práctica de la misma. Lucas coloca este pasaje inmediatamente después de las parábolas del “sembrador” y de la “lámpara”, ambas relacionadas también con la Palabra, con toda intención. El mensaje salta a la vista: El que escucha la Palabra de Dios y la pone por obra, es como la semilla que cae en tierra buena, que produce “ciento por uno”, como la lámpara que ilumina “a los que entran”, y finalmente, se convierte en “familia” de Dios. ¡Qué promesa! ¿Te animas?

Señor, dame oídos para escuchar tu Palabra, y perseverancia para ponerla por obra, de tal modo que “se me note” que soy de tu familia.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O (2) 13-09-16

CARISMAS

La primera lectura de la liturgia para hoy (1 Cor 12,14.27-31a) está enmarcada dentro de los capítulos 12 al 14 de la primera Carta a los Corintios, que nos presentan a la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. Pablo, preocupado por las divisiones que amenazaban la integridad de la joven comunidad de Corinto (que ya veíamos en la primera lectura de ayer), aprovecha la coyuntura para enfatizar que la unidad está en la diversidad.

Debemos recordar que, a diferencia de la Antigua Alianza que se “heredaba” por la carne, la Nueva Alianza en la persona de Cristo se transmite por la infusión del Espíritu que recibimos en nuestro Bautismo. Así todos, al ser bautizados en un mismo Espíritu, a pesar de nuestras diferencias étnicas, sociales, económicas, de género, pasamos a formar parte de un todo, del “nuevo pueblo de Dios” que es la Iglesia.

La lectura de hoy está enmarcada en los versículos precedentes: “Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común. El Espíritu da a uno la sabiduría para hablar; a otro, la ciencia para enseñar, según el mismo Espíritu; a otro, la fe, también en el mismo Espíritu. A este se le da el don de curar, siempre en ese único Espíritu; a aquel, el don de hacer milagros; a uno, el don de profecía; a otro, el don de juzgar sobre el valor de los dones del Espíritu; a este, el don de lenguas; a aquel, el don de interpretarlas. Pero en todo esto, es el mismo y único Espíritu el que actúa, distribuyendo sus dones a cada uno en particular como él quiere” (ver. 4-11).

El Espíritu nos ha dotado a cada cual con unos talentos, unos dones, que podemos y debemos poner al servicio de nuestras comunidades. Podemos señalar, entre otros, la música o el canto, la animación, la cocina, la lectura, la enseñanza (en todas sus manifestaciones), la predicación, la contabilidad, el confortar a los enfermos, la habilidad de limpiar, ayudar en el altar, utilizar computadoras y otros medios electrónicos, orar, organizar. En fin, son tantos que resulta difícil enumerarlos. Como decimos en nuestros cursos de formación, la persona que barre y trapea el templo parroquial es tan importante para el buen funcionamiento de la comunidad, como el que predica en un retiro, o el que imparte la catequesis. “Así como el cuerpo tiene muchos miembros, y sin embargo, es uno, y estos miembros, a pesar de ser muchos, no forman sino un solo cuerpo, así también sucede con Cristo” (ver. 12).

La Oración Colecta para hoy nos dice: “Señor, Tú nos enriqueces a cada uno de nosotros con dones y  con personalidades diferentes, obra del mismo Espíritu Santo. Danos a todos y a cada uno de nosotros la mentalidad y actitudes de nuestro Señor Jesucristo, única cabeza del cuerpo, para que juntos contribuyamos, con las riquezas y diversidad de talentos recibidos, a edificar tu Iglesia, que es el único cuerpo místico de tu Hijo, Jesucristo nuestro Señor”. ¡Lindo día!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 26-01-16

La nueva familia de Jesus

La primera lectura que nos brinda la liturgia para hoy (2 Sam 6,12b-15.17-19), nos presenta al rey David concluyendo la traslación del Arca de la Alianza desde la casa de Obededom hasta Jerusalén, y su instalación en la tienda que él mismo le había preparado en la “ciudad de David”. La narración está llena de imágenes visuales, destacando la del rey David “danzando ante el Señor con todo entusiasmo, vestido sólo con un roquete de lino” mientras trasladaban el Arca “entre vítores y al sonido de las trompetas”.

El pasaje termina con un banquete en el cual el rey “repartió a todos, hombres y mujeres de la multitud israelita, un bollo de pan, una tajada de carne y un pastel de uvas pasas a cada uno”. Un gesto propio del padre de familia al sentarse a la mesa, que repartía los alimentos a toda su familia, gesto lleno de simbolismo que repetiría Jesús en la última cena al instituir la Eucaristía.

El Evangelio, por su parte, nos presenta la versión de Marcos (3,31-35) del pasaje de “la verdadera familia” de Jesús. Relata el episodio en que la familia de Jesús vino a buscarlo y, como de costumbre, había tanta gente arremolinada a su alrededor, que no podían llegar hasta Él, así que le enviaron un recado. Los que estaban cerca de Él le dijeron: “Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan”.

Jesús, como en tantas otras ocasiones, aprovecha la oportunidad para hacer un comentario con un fin pedagógico: “Les contestó: ‘¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?’ Y, paseando la mirada por el corro, dijo: ‘Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre’”.

El mensaje de Jesús es claro: a la familia del Señor se ingresa por escuchar su Palabra, no por lazos de sangre. De hecho, la versión de Lucas del mismo pasaje, la más tardía de todas (escrita entre los años 80 y 90 d.C.), sin mencionar que paseó la mirada por el grupo de personas presentes, se limita a relatar que Jesús dijo: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8,21). Otras versiones dicen: “los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica”. No se trata tan solo de escuchar su Palabra, hay que “ponerla en práctica”, seguirlo.

Jesús ha expresado claramente que el que quiera seguirlo tiene que estar dispuesto a sobreponerse a los lazos humanos familiares (Cfr. Mt 10,37-38). Se trata de la “gran familia” de Dios abierta a toda la humanidad sin distinción de raza ni nacionalidad, el “nuevo Pueblo de Dios”. Ya no se trata de una familia en el orden biológico, sino de otra muy diferente, del orden espiritual. Una familia universal (“católica”) convocada al amor.

“Te pedimos, Señor, fe y confianza. Haz que tu voluntad sea nuestra, para que pueda conducirnos a tu casa bajo la guía de aquel que siempre y en todo cumplió tu voluntad: Jesucristo, nuestro Señor” (de la Oración Colecta).

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 22-01-16

eleccion de los 12

La lectura evangélica que contemplamos hoy nos ofrece la versión de Marcos de la elección de los “doce” (Mc 3,13-19). Hasta este momento los discípulos de Jesús eran cinco: Simón y su hermano Andrés, Santiago y su hermano Juan, y Leví (Mateo).

Nos narra el pasaje que Jesús “mientras subía a la montaña, fue llamando a los que él quiso, y se fueron con él”. Para los judíos la montaña es siempre lugar de encuentro con Dios, de oración; por eso es lugar de toma de decisiones. De hecho, el paralelo de Lucas (6,12-16) comienza diciendo que “por aquellos días se fue él al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios”, y entonces “llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles”.

Vemos cómo Jesús vivió toda su vida en un ambiente de oración; su vida se nutría de ese constante diálogo amoroso con el Padre. Y eso incluía hacer al Padre parte del proceso de tomar las decisiones importantes. Jesús es Dios, y aun así contaba con el concurso del Padre, y estaba siempre dispuesto a acatar Su voluntad (Cfr. Lc 22,42). Y tú, ¿consultas al Padre en oración cada vez que vas a tomar una decisión, o confías solo en tus capacidades humanas?

Continúa diciendo el pasaje de hoy que Jesús “llamó” a los que Él quiso. Característica principal de la vocación (“vocación” quiere decir “llamado”). La iniciativa SIEMPRE es de Dios. Es Él quien llama y capacita a los que escoge. Nos dice además la Escritura que aquellos a quienes llamó “se fueron con él”. Aceptaron el llamado.

Aceptado el llamado, “a doce los hizo sus compañeros, para enviarlos a predicar, con poder para expulsar demonios. Así constituyó el grupo de los Doce”. Los “envió”. La palabra griega para “enviado” es “apóstol”. Y su primera encomienda fue “predicar”, hacer el anuncio de Reino, que fue también la misión primordial de Jesús. Lo dijo al comienzo de su misión (Mc 1,38), y se lo repetirá a los apóstoles al final, antes de ascender a la derecha del Padre (Mc 16,15): “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación”.

El número de “doce” que Jesús escogió para instituir como apóstoles tampoco es casualidad. En la mentalidad y cultura judías el número doce es número de “elección”. El mismo nos remite a las doce tribus de Israel que fueron la base del Pueblo judío. Del mismo modo, ahora Jesús instituye el “nuevo Pueblo de Dios”, la Iglesia, edificada sobre el cimiento de los doce apóstoles (Cfr. Ef, 2,20). De ahí que cuando recitamos el Credo de los apóstoles decimos que la Iglesia es “apostólica”.

Y aunque nosotros no somos sucesores de los apóstoles, como los obispos, somos miembros de una comunidad de fe, la Iglesia instituida por Jesucristo sobre el fundamento de los apóstoles, Iglesia “Apostólica”. Así, cuando celebramos la Eucaristía nos unimos a Él como lo hicieron aquél día los “doce”, y al final de la misa se nos “envía” a predicar la Buena Noticia del Reino. ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMO QUINTA SEMANA DEL T.O (1) 22-09-15

Verdadera familia de Jesús

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 8,19-21) es otra de esas que, a pesar de ser corta, puede parece desconcertante para muchos: “En aquel tiempo, vinieron a ver a Jesús su madre y sus hermanos, pero con el gentío no lograban llegar hasta él. Entonces lo avisaron: ‘Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte’. Él les contestó: ‘Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra’”.

Lo cierto es que el mensaje central del pasaje lo encontramos en la última oración: “Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra”. Tal parece que estuviese poniendo a los que señala por encima de su propia Madre. No se trata de que Jesús esté menospreciando a su Madre; por el contrario la está ensalzando diciendo que es más Madre suya por “escuchar la palabra de Dios y ponerla por obra” (la definición de la fe), que por haberlo parido.

San Agustín nos dice que María, dando su consentimiento a la Encarnación del Verbo, por medio de su fe abrió a los hombres el paraíso… Por esta fe, dijo Isabel a la Virgen: “Bienaventurada Tú porque has creído, pues se cumplirán todas las cosas que te ha dicho el Señor” (Lc 1,45). Y añade san Agustín: “Más bienaventurada es María recibiendo por la fe a Cristo, que concibiendo la carne de Cristo”. De ese modo María, la que guardaba cada palabra de Dios y la guardaba en su corazón (Cfr. Lc 2,19), se nos presenta como modelo a seguir.

Jesús ha venido a inaugurar un nuevo tiempo, un nuevo “pueblo de Dios” que sustituiría el concepto de “pueblo elegido” del Antiguo Testamento. La Antigua Alianza, que se heredaba por la sangre, por la carne, daría paso a la nueva y definitiva Alianza en la persona de Cristo. El nuevo pueblo de Dios ya no se formaría por la herencia carnal, sino por la herencia del Espíritu de Dios. Es decir, Jesús sustituye el concepto de “pueblo elegido” por el de Iglesia como nuevo “pueblo de Dios”, el “nuevo Israel”, fundado en la efusión de la sangre de la Nueva Alianza (Cfr. Mt 26,28).

Y el vínculo que nos va a unir al Padre, como hijos, y a Jesús, como hermanos, es la escucha atenta de su Palabra, y la puesta en práctica de la misma. Lucas coloca este pasaje inmediatamente después de las parábolas del “sembrador” y de la “lámpara”, ambas relacionadas también con la Palabra, con toda intención. El mensaje salta a la vista: El que escucha la Palabra de Dios y la pone por obra, es como la semilla que cae en tierra buena, que produce “ciento por uno”, como la lámpara que ilumina “a los que entran”, y finalmente, se convierte en “familia” de Dios. ¡Qué promesa! ¿Te animas?

Señor, dame oídos para escuchar tu Palabra, y perseverancia para ponerla por obra, de tal modo que “se me note” que soy de tu familia.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 17-03-15

Agua viva

El simbolismo del agua “inunda” la liturgia de hoy. La primera lectura, tomada del libro de Ezequiel (47,1-9.12) nos muestra una visión del Templo con torrentes de agua brotando de su lado derecho. El torrente de agua era tan abundante que llegó un momento en que no se podía vadear. Y esa agua era agua de vida, que hacía que la tierra diera frutos en abundancia, y hasta llegaba hasta el Mar Muerto devolviendo la vida a sus aguas salobres.

El las Sagradas Escrituras el agua siempre ha sido símbolo de vida y, más aun, de la Vida que Dios nos da. Por eso se le asocia a los tiempos mesiánicos. Cristo ha venido a traer vida en abundancia. Hay quienes ven en el torrente que brota por el lado derecho del templo en esta visión de Ezequiel, una prefiguración del agua que brota del costado derecho de Jesús en la cruz luego del lanzazo, que sellaría la Nueva y Eterna Alianza y daría paso a la Iglesia como “nuevo pueblo” de Dios, instrumento de salvación instituido por Cristo.

En el capítulo siete de Juan el agua se nos presenta como el Espíritu que mana del Cristo glorificado: “‘El que tenga sed, venga a mí; y beba el que cree en mí’. Como dice la Escritura: De su seno brotarán manantiales de agua viva. Él se refería al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él” (Jn 7,37-39).

El pasaje evangélico de hoy (Jn 5,1-3.5-16) nos presenta el episodio en que Jesús cura a un paralítico que estaba echado en una camilla junto a la piscina de Betesda. Nos dice la Escritura que el hombre llevaba allí treinta y ocho años.

Dos cosas nos llaman la atención sobre este pasaje. Primero, es Jesús quien se toma la iniciativa. Han llegado los tiempos mesiánicos. Es Él quien se acerca al paralítico y le pregunta: “¿Quieres quedar sano?” Una pregunta directa. Jesús sabe que el hombre lleva mucho tiempo, que ha puesto toda su esperanza en el agua de aquella piscina (en los vv. 3b-4 se nos dice que cuando el agua que había en ella era agitada por las alas de un ángel del Señor que bajaba de vez en cuando, el primero que se metía se curaba).

Segundo, la respuesta del hombre ante esa pregunta trascendental: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”. Jesús le había hecho una pregunta directa, lo único que tenía de decir era “sí”. No se daba cuenta que tenía ante sí al mismo Dios, aquél de quienes brotan torrentes de agua viva, capaz de echar demonios, curar enfermos, revivir muertos. Está ventilando su frustración, pero más que nada, su soledad: “no tengo a nadie…”

Jesús se compadece y le dice: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Palabras de vida, palabras de sanación, de alegría. Dentro de toda su frustración y soledad, aquél hombre creyó las palabras de Jesús. Por eso pudo recibir los frutos del milagro. “Y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar”.

Jesús nos pregunta hoy si queremos quedar sanos de nuestros pecados. ¿Qué le vamos a contestar?

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 27-01-15

la verdadera familia de Jesus

“La Ley, que presenta sólo una sombra de los bienes definitivos y no la imagen auténtica de la realidad, siempre, con los mismos sacrificios, año tras año, no puede nunca hacer perfectos a los que se acercan a ofrecerlos. Si no fuera así, habrían dejado de ofrecerse, porque los ministros del culto, purificados una vez, no tendrían ya ningún pecado sobre su conciencia. Pero en estos mismos sacrificios se recuerdan los pecados año tras año. Porque es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite las pecados”. Así comienza la primera lectura que nos presenta la liturgia para hoy (Hb 10,1-10). Como podemos apreciar, es continuación de la de ayer, y amplía lo que aquella decía sobre la imperfección de los sacrificios ofrecidos por los sacerdotes en el Templo. Por eso el sacrificio ofrecido por Jesús en la cruz es perfecto, el sacerdote eterno, sin mancha de pecado, ofrece su propia sangre en un sacrificio que no hay que repetir porque el Ministro no tiene pecado en su conciencia.

El Evangelio, por su parte, nos presenta la versión de Marcos (3,31-35) del pasaje de “la verdadera familia” de Jesús. Relata el episodio en que la familia de Jesús vino a buscarlo y, como de costumbre, había tanta gente arremolinada a su alrededor, que no podían llegar hasta Él, así que le enviaron un recado. Los que estaban cerca de Él le dijeron: “Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan”.

Jesús, como en tantas otras ocasiones, aprovecha la oportunidad para hacer un comentario con un fin pedagógico. “Les contestó: ‘¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?’ Y, paseando la mirada por el corro, dijo: ‘Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre’”.

El mensaje de Jesús es claro: a la familia del Señor se ingresa por escuchar su Palabra, no por lazos de sangre. De hecho, la versión de Lucas del mismo pasaje, la más tardía de todas (escrita entre los años 80 y 90 d.C.), sin mencionar que paseó la mirada por el grupo de personas presentes, se limita a decir que Jesús dijo: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8,21). Otras versiones dicen: “los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica”. No se trata tan solo de escuchar su Palabra, hay que “ponerla en práctica”, seguirle.

Jesús ha expresado claramente que el que quiera seguirle tiene que estar dispuesto a sobreponerse a los lazos humanos familiares (Cfr. Mt 10,37-38). Se trata de la “gran familia” de Dios abierta a toda la humanidad sin distinción de raza ni nacionalidad, el “nuevo Pueblo de Dios”. Ya no se trata de una familia en el orden biológico, sino de otra muy diferente, del orden espiritual. Una familia universal (“católica”) convocada al amor.

“Te pedimos, Señor, fe y confianza. Haz que tu voluntad sea nuestra, para que pueda conducirnos a tu casa bajo la guía de aquel que siempre y en todo cumplió tu voluntad: Jesucristo, nuestro Señor” (de la Oración Colecta).