REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DÉCIMO QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 14-07-16

cargar la cruz

En la primera lectura de hoy el profeta Isaías (26,7-9.12.16-19) cambia el género literario que había utilizado en los pasajes anteriores y entona lo que podemos catalogar como un salmo: “Mi alma te ansía de noche, mi espíritu en mi interior madruga por ti, porque tus juicios son luz de la tierra, y aprenden justicia los habitantes del orbe. Señor, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú. Señor, en el peligro acudíamos a ti, cuando apretaba la fuerza de tu escarmiento”. Esta lectura, que nos evoca el Salmo 62, es una oración de anhelo, de esperanza.

Isaías ve el sufrimiento de su pueblo, producto de sus infidelidades a la Alianza, y busca de Dios y su misericordia poniendo toda su esperanza en Él: “¡Vivirán tus muertos, tus cadáveres se alzarán, despertarán jubilosos los que habitan el polvo! Porque tu rocío es rocío de luz, y la tierra de las sombras parirá”. Es un cántico de fe y esperanza ante el fracaso. Sabe que Dios, que lo envió a su pueblo, podrá castigarlo pero no abandonarlo porque está lleno de misericordia y comprensión, como una madre para con el hijo de sus entrañas.

Siglos más tarde, en esa corta lectura evangélica que contemplamos hoy, Jesús exclamaría: “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán su descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11,28-30).

Jesús nos está haciendo una invitación (“Vengan a mi…”), y nos está diciendo que no importa lo fracasados, cansados o agobiados que podamos sentirnos por los azares de la vida, en Él encontraremos alivio. No nos está prometiendo milagros espectaculares, pero nos asegura que si confiamos a Él nuestros cansancios, nuestras angustias, nuestros sufrimientos, estos adquirirán un nuevo sentido; se convertirán en un “yugo llevadero”. Estaremos “tomando nuestra cruz” y siguiéndolo (Mt 10,38; Mc 8,34; Lc 9,23) y Él, fiel a su promesa, se convertirá en nuestro cirineo.

El secreto está en que aprendamos de Él a ser “mansos y humildes de corazón” en el espíritu de las Bienaventuranzas (Mt 5,4). Ahí encontraremos nuestro descanso. La invitación es tentadora. ¿Estamos dispuestos a aceptarla?

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR 04-04-16 (TRASLADADA)

El Espiritu te cubrira con su sombra

Hoy celebramos la Solemnidad de la Anunciación del Señor, ese hecho salvífico que puso en marcha la cadena de eventos que culminó en el Misterio Pascual de Jesús, selló la Nueva y definitiva Alianza, y abrió el camino para nuestra salvación. La Iglesia celebra esta Solemnidad el 25 de marzo, nueve meses antes del nacimiento de Jesús, pero como este año esa fecha coincidió con el Viernes Santo, se trasladó para hoy lunes de la segunda semana de Pascua.

La primera lectura que nos presenta la liturgia para esta celebración está tomada del profeta Isaías (7,10-14; 8,10), que termina diciendo: “Pues el Señor, por su cuenta, os dará una señal: Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’”.

El Evangelio, tomado del relato de Lucas, nos brinda la narración tan hermosa del evangelista sobre el anuncio de la Encarnación de Jesús (1,26-38), uno de los pasajes más citados y comentados de las Sagradas Escrituras. No creo que haya un cristiano que no conozca ese pasaje.

Centraremos nuestra atención en el último versículo del mismo: “María contestó: ‘Aquí está la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra’. Y la dejó el ángel”.

“Hágase”… No podemos encontrar otra palabra que exprese con mayor profundidad la fe de María. Es un abandonarse a la voluntad de Dios con la certeza que Él tiene para nosotros un plan que tal vez no comprendemos, pero que sabemos que tiene como finalidad nuestra salvación, pues esa es la voluntad de Dios. En la Anunciación, María, con su “hágase”, hizo posible el misterio de la Encarnación y dio paso a la plenitud de los tiempos y a nuestra redención. Así nos proporcionó el modelo a seguir para nuestra salvación.

Por eso podemos decir que “hágase” no es una palabra pasiva; por el contrario, es una palabra activa; es inclusive una palabra con fuerza creadora, la máxima expresión de la voluntad de Dios reflejada a lo largo de toda la historia de la salvación. Desde el Génesis, cuando dentro del caos inicial Yahvé dijo: “Hágase la luz” (Gn 1,2), hasta Getsemaní, cuando Jesús utilizó también la fuerza del “hágase” para culminar su sacrificio salvador: “Padre, si es posible aparta de mí esta copa; pero hágase tu voluntad y no la mía” (Lc 22,42).

El consentimiento de María a la propuesta del ángel, significado en su “hágase”, hizo posible que en ese momento se realizara sobre la tierra todo ese misterio de amor y misericordia predicho desde la caída del hombre (Gn 3,15), anunciado por los profetas, deseado por el pueblo de Israel, y anticipado por muchos (Mt 2,1-11).

Proyectando nuestra mirada hacia el Misterio Pascual, estoy seguro que la fuerza del “hágase” hizo posible que María se mantuviera erguida, con la cabeza en alto, al pie de la cruz en los momentos más difíciles. Asimismo, ese hágase de María al pie de la cruz, unido al de su Hijo, transformó las tinieblas del Gólgota en el glorioso amanecer de la Resurrección. Esa era la voluntad de Dios, y María lo comprendió, actuó de conformidad, y ocurrió.

¡Gracias, María!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES SANTO EN LA MUERTE DEL SEÑOR 25-03-16

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Hoy no se celebra la Santa Misa. En su lugar, a la “hora nona” (las tres de la tarde), se celebra la Pasión del Señor con la Liturgia de la Palabra y la Adoración de la Cruz. Luego de la Adoración de la Santa Cruz, se distribuye la comunión con el pan consagrado el día anterior durante la Misa de la Cena del Señor. Es día de ayuno y abstinencia. También en este día se meditan las “siete palabras” de Jesús en la cruz. El propósito es recordar la crucifixión de Jesús y acompañarlo en su sufrimiento.

La Liturgia de la Palabra para este día consta de la lectura del cuarto “Cántico del Siervo de Yahvé” (Is 52,13-53,12) – profecía del Mesías en su Misterio Pascual, el Salmo 30 (2.6.12-13.15-16.17.25) – con la invocación de Jesús en la cruz: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”, el pasaje de la Carta a los Hebreos donde se proclama el sentido sacerdotal de la vida de Jesús y especialmente en la Pasión (Hb 4,14-16;5,7-9) y, finalmente, el relato de esta según san Juan (18,1–19,42).

La primera lectura, que a mí siempre me conmueve, no solo profetiza, sino que explica el verdadero sentido de la Pasión redentora de Jesús: “Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron, ¿quién meditó en su destino?… El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación… Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores”.

Y todo fue por amor…

El salmo nos presenta la última de las siete palabras de Jesús en la cruz: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. En la sexta palabra Jesús anuncia al Padre que la misión que Él le había encomendado estaba cumplida (Jn 19,30). Ahora reclina la cabeza sobre su pecho y, estando ya próximo el sábado, llegó la hora de descansar, como lo hizo el Padre al concluir la creación (Cfr. Gn 1,31.2,2).

No sé exactamente qué pasaría por su mente en esos momentos, pero prefiero creer que su último pensamiento humano fue para su Madre bendita. Eso le hizo recordar aquellas palabras que había aprendido de niño en el regazo de su Madre, las palabras con que todos los niños judíos encomendaban su alma a Dios al acostarse: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”.

Señor, ayúdame a comprender y apreciar el sacrificio supremo de la Cruz, ofrecido por Ti inmerecidamente para nuestra salvación. Amén.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 09-03-16

Dios amor de madre

La liturgia para este miércoles de la cuarta semana de Cuaresma comienza presentándonos la contraposición entre las tinieblas y la luz, pero esta vez por voz del profeta Isaías (49,8-15): “En tiempo de gracia te he respondido, en día propicio te he auxiliado; te he defendido y constituido alianza del pueblo, para restaurar el país, para repartir heredades desoladas, para decir a los cautivos: ‘Salid’, a los que están en tinieblas: ‘Venid a la luz’”.

Este pasaje, tomado del “Segundo Isaías” o Libro de la consolación, y escrito por un profeta anónimo durante el exilio en Babilonia, pretende consolar y alentar al pueblo, anunciándoles un segundo éxodo de vuelta a Jerusalén. De paso, su oráculo prefigura la llegada del Mesías tan esperado por el pueblo de Israel, con las palabras que serán tomadas por Juan Bautista y que resuenan al comienzo del Adviento: “Convertiré mis montes en caminos, y mis senderos se nivelarán” (Cfr. Lc 3,4-5).

Esta primera lectura termina con uno de los versículos más tiernos del Antiguo Testamento y de toda a Biblia: “¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré”. Tan grande es el amor de Dios por cada uno de nosotros. Un amor que tiene más rasgos de amor materno que paterno. De hecho, si examinamos el Antiguo Testamento libres de las “gríngolas” de la tradición patriarcal del pueblo judío (y heredada por nosotros), encontramos que pocas veces se refiere a Dios como “padre”, y las veces que lo hace, es como sinónimo de “Señor”.

Por el contrario, sobre todo cada vez que habla del amor y la misericordia divinos, lo hace con rasgos maternales, como lo hace en el pasaje que contemplamos hoy, y en otro que no puedo dejar de mencionar; el pasaje de Oseas (11,1.3-4) que nos presenta a un Dios-Madre que se inclina sobre su hijo para amamantarlo: “Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Yo enseñé a Efraim a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer”.

Esto nos remite al vocablo hebreo utilizado en el Antiguo Testamento para definir la “misericordia” (Cfr. Salmo 50): rah min, que en su raíz se deriva de la palabra rehem, que se refiere a la matriz o el útero materno. De ahí las continuas referencias al amor de Dios por el “hijo de sus entrañas”, especialmente en la literatura profética. Se trata de un amor gratuito, no fruto de ningún mérito de nuestra parte. Dios nos ama a cada uno de nosotros tal y como somos, como solo una madre puede hacerlo, con todos nuestros pecados, nuestras miserias. Por eso quiere nuestra salvación, por eso nos espera como el padre del hijo pródigo (Lc 15,11-32) para fundirse con nosotros en un abrazo, que tal parece quisiera llevarnos de vuelta al rehem de donde salimos.

Señor, durante esta Cuaresma, inunda todo mi ser con tu Santo Espíritu, para que pueda sentir ese amor incondicional que me haga arrepentirme de todos mis pecados y postrarme ante Ti con la certeza de que “un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Sal 50,19).

REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DEL T.O. (C) 24-01-16

Discurso programático med

El Evangelio que la liturgia propone para hoy (Lc 1,1-4; 4,14-21) contiene el pasaje del llamado “discurso programático” de Jesús, recogido en la lectura del libro de Isaías que Jesús leyó en la sinagoga de Nazaret, donde se había criado.

Al finalizar la lectura, Jesús enrolló el libro, lo devolvió al que le ayudaba, y dijo: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Es en este momento que queda definida la misión de Jesús, asistido por el Espíritu Santo. Nos encontramos en el inicio de esa misión que culminará con su Misterio Pascual (pasión, muerte y resurrección). Pero antes de ascender en gloria a los cielos, nos encomendó a nosotros, la Iglesia, la tarea de continuar su misión: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16,15).

Y a cada uno de nosotros corresponde una tarea distinta en esa evangelización. Sobre eso nos habla san Pablo en la segunda lectura de hoy (1 Co 12,12-30). En esta carta san Pablo nos presenta a la Iglesia como cuerpo de Cristo: “Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo…. El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo… Dios distribuyó el cuerpo y cada uno de los miembros como él quiso. Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno solo… Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro. Y Dios os ha distribuido en la Iglesia…”

El éxito de la misión evangelizadora de la Iglesia depende de cada uno de sus miembros, pues de lo contrario quedaría coja, o muda, o tuerta, o manca. Una diversidad de carismas (Cfr. 1 Co 12,11) puestas al servicio de un fin común: cumplir el mandato de ir por todo el mundo a proclamar la Buena Nueva a toda la creación.

Aunque en una época se pensaba en esos carismas del Espíritu como don extraordinario, casi milagroso, concedido de manera excepcional a unos “escogidos”, el Concilio Vaticano II dejó claramente establecido que “el mismo Espíritu Santo, no solamente santifica y dirige al pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que ‘distribuyendo sus dones a cada uno según quiere’ (1 Co 12, 11), reparte entre toda clase de fieles, gracias incluso especiales, con las que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y más amplia y provechosa edificación de la Iglesia” (Lumen Gentium 12). Eso nos incluye a ti y a mí. ¡Atrévete!

En este día del Señor, pidámosle que nos permita reconocer los dones que el Espíritu ha derramado sobre nosotros, y nos conceda la gracia de ponerlos al servicio de su cuerpo, que es la Iglesia, para continuar Su misión evangelizadora.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE ADVIENTO 16-12-15

Lc 7,19-23 med

“¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?” Con esa pregunta dirigida a Jesús envía Juan el Bautista a sus discípulos en la lectura evangélica que contemplamos en la liturgia para este miércoles de la tercera semana de Adviento (Lc 7,19-23).

Para entender la pregunta o, más bien, el porqué de la misma, tenemos que enmarcarla en su contexto histórico y en la misión profética del propio Juan, quien como todos los judíos de su tiempo, esperaba un Mesías libertador, uno que los iba a liberar y purificar con fuego: “Él os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego; tomará en su mano el bieldo, y limpiará su era, guardará después el trigo en su granero, y quemará la paja con fuego que no se apaga” (Lc 3,16b-17).

A pesar que él mismo había sido testigo de la teofanía que acompañó al bautismo de Jesús (Lc3, 21-22), todavía estaba latente en su interior el concepto mesiánico del pueblo judío.

A nosotros a veces nos pasa lo mismo. Nos preguntamos: ¿Dónde estás Señor? ¿Dónde los signos de tu poder? Nos cegamos buscando milagros portentosos, y esa ceguera nos impide ver su Misericordia que se manifiesta día tras día ante nuestros propios ojos.

Jesús, consciente de esa realidad, antes que contestar la interrogante, se limitó a actuar, a practicar la Misericordia. Así, “curó a muchos de enfermedades, achaques y malos espíritus, y a muchos ciegos les otorgó la vista”.

Entonces dijo a los mensajeros de Juan: “ld a anunciar a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los inválidos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio”.

Con sus gestos, Jesús se inserta en la tradición judía, haciendo realidad las prefiguraciones del profeta Isaías (Is 29,18-19; 35,5-6). No hay duda, los tiempos mesiánicos han llegado. Pero se trata de un Mesías que demuestra su poder, no con signos de grandeza, sino con gestos de amor, de Misericordia; sirviendo a los demás, especialmente a los pobres. El que no vino a ser servido sino a servir… (Mt 20,28).

El tiempo de Adviento nos hace revivir la espera del Mesías; ese que viene a liberarnos de nuestras esclavitudes, de todo aquello que nos oprime, que nos aleja de Él, comenzando con nuestro egoísmo. Solo así podremos alegrarnos del bien que otros reciben, producto de la Misericordia de Dios, aunque nosotros sigamos en espera: “Dichoso (Bienaventurado) el que no se escandalice de mí”. ¿Una nueva Bienaventuranza?

Estamos en tiempo de Adviento. Y no podemos olvidar que Dios viene para todos. Él no hace distinción. Así nos lo dice Isaías en la primera lectura de hoy (45,6b-8.18.21b-25): “Volveos hacia mí para salvaros, confines de la tierra, pues yo soy Dios, y no hay otro… “Ante mí se doblará toda rodilla, por mí jurará toda lengua… “A él vendrán avergonzados los que se enardecían contra él”. (Cfr. Gn 22,18).

De eso se trata el Adviento; de la llegada del Cristo que cambia los corazones. ¿Estás preparado para recibirlo?

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 10-12-15

segunda vela Ven Señor Jesús

Seguimos avanzando en la segunda semana de Adviento, y el profeta Isaías continúa dominando la liturgia de este tiempo tan especial. La primera lectura que se nos presenta para hoy (Is 41,13-20), al igual que la de ayer, está tomada del “libro de la consolación” o el “segundo Isaías”, que comprende los capítulos 40 al 55. El libro de Isaías está formado por tres libros de tres autores distintos: El “primer Isaías”, que comprende los primeros 39 capítulos, compuesto principalmente antes de la deportación a Babilonia; el “segundo Isaías” que hemos mencionado, compuesto primordialmente durante el exilio en Babilonia; y el “tercer Isaías”, compuesto durante la era de la restauración, luego del exilio.

Uno de los temas de reflexión del segundo Isaías es la presentación de un futuro escatológico, dentro del marco de referencia del Éxodo, el hecho salvífico y de redención por excelencia para el pueblo judío, una era de portentos y milagros, similar a lo que la vida de Jesús representa para nosotros los cristianos. La lectura de hoy pertenece a ese grupo.

La lectura nos presenta al pueblo de Israel pisoteado y humillado por el régimen opresor: “gusanito de Jacob, oruga de Israel”. Y Dios le dice “Te agarro de la diestra” y “no temas, yo mismo te auxilio”. Dios se compadece de su pueblo humillado y viene en su auxilio. Jesús recogerá ese mismo pensamiento en las Bienaventuranzas, especialmente la de los pobres, los débiles, los pequeños.

La pequeñez de ese pueblo de deportados, que merecen el favor de Dios, la encontramos reflejada en la pequeñez de María, una débil y humilde doncella de Nazaret a quien Dios convirtió en portadora del Misterio de Dios, del Verbo encarnado: “porque él miró con bondad la pequeñez de su servidora…” (Lc 1,48).

Así mismo, la primera lectura nos dice que: “Tu redentor es el Santo de Israel”, mientras María exclama en el mismo canto del Magníficat: “porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo!” (Lc 1,49).

“Alumbraré ríos en cumbres peladas; en medio de las vaguadas, manantiales; transformaré el desierto en estanque y el yermo en fuentes de agua; pondré en el desierto cedros, y acacias, y mirtos, y olivos; plantaré en la estepa cipreses, y olmos y alerces, juntos. Para que vean y conozcan, reflexionen y aprendan de una vez, que la mano del Señor lo ha hecho, que el Santo de Israel lo ha creado”. Una promesa de abundancia en medio de la necesidad; una promesa de agua abundante en medio de una sed insoportable. No nos podemos dejar llevar por el sentido literal de las palabras. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados” (Mt 5,6). Lo “pobres” de hoy tampoco tienen sed de agua;  buscan ser amados, acompañados, respetados. “No temas, yo mismo te auxilio”, les dice el Señor.

¿Y cómo los va a auxiliar? ¿Cómo los va a acompañar? ¿Cómo los va a amar? “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,45). Que el verdadero portento de Dios en este Adviento sea que al nacer su Hijo en nuestros corazones, nos convierta en “piedras vivas” de las cuales brote agua en abundancia para saciar la sed de nuestros hermanos, especialmente los más necesitados de su bondad y misericordia. Así todos ellos, junto a nosotros podremos gritar en ese día: ¡Feliz Navidad!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 09-12-15

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Isaías, profeta del Adviento, continúa prefigurando al Mesías que tanto ansiaba el pueblo de Israel. La lectura que nos ofrece la liturgia para hoy (40,25-31) forma parte de la introducción al “Segundo Isaías”, también conocido como el “Libro de la Consolación”, que comprende los capítulos 40 a 55 del Libro de Isaías. En esos momentos el pueblo se encuentra desterrado en tierra extraña (Babilonia), y siente que Dios le ha abandonado: “Mi suerte está oculta al Señor, mi Dios ignora mi causa”.

El profeta dice a su pueblo: “El Señor … da fuerza al cansado, acrecienta el vigor del inválido; se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas corno las águilas, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse”. La clave del mensaje lo encontramos en el último versículo (31): “…los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas”.

El profeta ofrece al pueblo un mensaje de aliento y consuelo durante el destierro, ofreciendo una visión de las relaciones de Dios con su pueblo, y cómo Dios, aunque a veces parece distante, no los abandona. Más adelante en la persona de Jesucristo se hacen realidad esas visiones, especialmente en el Evangelio según san Mateo, dirigido a los judíos convertidos al cristianismo, cuya tesis principal es probar que en Jesús se cumplen todas las promesas y profecías del Antiguo Testamento.

Así, en la lectura evangélica de hoy (Mt 11,28-30) Jesús nos invita a acudir a Él, en quien encontraremos el alivio a nuestro cansancio y el consuelo para las tribulaciones que nos agobian: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.

“Venid a mí”… Jesús nos está invitando (Él siempre está llamando a nuestra puerta). Y especialmente en este tiempo de Adviento esa invitación se hace más intensa. Él quiere que vivamos el Adviento, que aceptemos su invitación y estemos dispuestos a recibirlo en nuestros corazones. ¿Cómo respondo yo a esa invitación, a ese llamado? ¿Me dirijo a Él (a la Navidad) con el corazón preparado para recibirlo? ¿Respondo a su invitación con la misma alegría, disposición y humildad que lo hicieron los pastores (Lc 2,15-16)? En el pasaje precedente a este, Jesús había orado diciendo al Padre: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños” (Mt 11,25).

¿Quiénes son los que están “agobiados” con “cargas”? Generalmente los pobres, los humildes, los “pequeños”, los que no temen acudir al llamado y tomar el yugo que Jesús les está ofreciendo, para luego descubrir que el peso se hace más llevadero porque Él lo está compartiendo. Ambos caminando en la misma dirección. ¿Saben cómo se llama ese yugo? Amor.

En este Adviento, pidamos al Señor nos revista de sentimientos de humildad para aceptar Su invitación a acercarnos y descargar en Él todas nuestras preocupaciones, con la certeza de que Él nos aliviará (1 Pe 5,5-7).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO 07-12-15

Tus pecados te son perdonados

El profeta Isaías continúa dominando la liturgia del Adviento. La primera lectura de hoy (Is 35, 1-10), escrita durante el exilio en Babilona, le brinda consuelo y esperanza al pueblo que hace años sufre el cautiverio, y anuncia su regreso al Paraíso, la venida del Salvador esperado que transformará el desierto en Paraíso. Esta lectura sirve de preludio al “Libro de la Consolación” o “segundo Isaías”, que comprende los capítulos 40 al 55 de la profecía. De nuevo, Isaías nos presenta unos signos concretos que han de acompañar esos tiempos: “Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco, un manantial”. La lectura anuncia la abolición inminente de todas las maldiciones producto del pecado de Adán (Gn 3,16.18.19). Así el regreso del pueblo cautivo en Babilonia se transforma a su vez en símbolo de la felicidad de los últimos tiempos.

En el Evangelio de hoy (Lc 5,17-26) vemos a Jesús que encarna la profecía. Se trata de la versión de Lucas de la curación del paralítico cuyos amigos, ante la imposibilidad de acercar su amigo paralítico a Jesús para que lo curara, logran trepar la camilla, abren un boquete en el techo, y lo descuelgan frente a Jesús. Nos dice la Escritura que Jesús, “viendo la fe que tenían” los amigos, dijo al paralítico: “Hombre, tus pecados están perdonados”. Ante la incredulidad y el escándalo causado por sus palabras en los fariseos y maestros de la ley que estaban presentes, Jesús les replicó: “¿Qué es más fácil: decir ‘tus pecados quedan perdonados’, o decir ‘levántate y anda’? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados… –dijo al paralítico–: A ti te lo digo, ponte en pie, toma tu camilla y vete a tu casa”. ¿Qué mayor prueba de la llegada de los tiempos mesiánicos? ¿Qué mayor prueba de que Jesús es el Mesías en quien se cumplen las promesas del Antiguo Testamento? La lectura termina con los presentes diciendo: “Hoy hemos visto cosas admirables”.

Ayer decíamos que la palabra clave para esta segunda semana de Adviento es “conversión”. El Evangelio del domingo nos hablaba de “allanar” caminos. “elevar” los valles, “bajar” los montes y colinas, para preparar el “camino del Señor” que llega. Cuando se trata del tiempo de preparación para recibir a Jesús en nuestros corazones (la perspectiva de “hoy” del Adviento), esos valles, colinas y pedregales, son nuestras tibiezas, nuestra indolencia, nuestros pecados, que impiden al Señor entrar en nuestros corazones; todo aquello que nos convierte en “paralíticos espirituales”, y obstaculiza la conversión a que somos llamados durante este tiempo de Adviento por voz de Juan el Bautista.

La pregunta obligada es: ¿Con cuál de los personajes nos identificamos? ¿Sufrimos de “parálisis espiritual” que nos impide recibir a Jesús en nuestros corazones, o somos de los amigos que ponen su confianza Jesús y ayudan al paralítico? Hagamos examen de conciencia…

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 05-12-15

señor de la mies

El profeta Isaías continúa prefigurando al Mesías. En la primera lectura para hoy (Is 30,19-21.23-26), el profeta nos dice: “Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, no tendrás que llorar, porque se apiadará a la voz de tu gemido: apenas te oiga, te responderá. Aunque el Señor te dé el pan medido y el agua tasada, ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu Maestro. Si te desvías a la derecha o a la izquierda, tus oídos oirán una palabra a la espalda: ‘Éste es el camino, camina por él’”. Esta última frase nos evoca la palabra griega utilizada en el Nuevo Testamento para “conversión” (metanoia), que literalmente se refiere a una situación en que un trayecto ha tenido que volverse del camino en que andaba y tomar otra dirección.

Así, vemos cómo en esta lectura también se adelanta el llamado a la conversión que caracteriza la segunda semana de Adviento, que comenzará mañana con el profeta Baruc (5,1-9), quien prefigura la predicación de Juan Bautista llamando a la conversión: “Porque ha ordenado Dios que sean rebajados todo monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la tierra, para que Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios” (Cfr. Lc 3,1-6)

El relato evangélico de hoy (Mt 9,35–10,1.6-8) nos presenta a un Jesús misericordioso que se apiada ante el gemido de su pueblo y le responde. Así, la lectura nos dice que “recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias”. Continúa diciendo la lectura que Jesús, “al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor”.

Este pasaje destaca otra característica de Jesús: que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya a Él, sino que Él va  a la gente a anunciar la Buena Nueva (Evangelio) del Reino.

Luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.

“Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca”. Sí, el Señor quiere que todos se salven, esa es su misión, nuestra misión. Pero para poder llevar a cabo esa misión, primero tenemos que experimentar nosotros mismos la conversión, que se asocia al arrepentimiento; mas no un arrepentimiento que denota culpa o remordimiento, sino que es producto de una transformación entendida como un movimiento interior, en lo más profundo de nuestro ser, nuestra relación con Dios, con nuestro prójimo y nosotros mismos, iluminados y ayudados por la Gracia Divina. Solo así podremos “contagiar” a nuestros hermanos y lograr su conversión.

En este tiempo de Adviento, roguemos al dueño de la mies que derrame su Gracia sobre nosotros para poder convertirnos en sus obreros.