REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DÉCIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 10-07-21

“Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo”.

“Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo”. Así concluye la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Mt 10,24-33). Jesús continúa su “discurso apostólico”, las instrucciones que da a “los doce” al enviarlos a predicar su Evangelio, la Buena Noticia del Reino.

Con esta aseveración Jesús nos recuerda que, si bien Él es misericordioso, es igualmente justo. Él toca a nuestra puerta, pero no se impone. Como decía el padre Ignacio Larrañaga: “Jesús es un perfecto caballero”. Está en nosotros abrirle y dejarle pasar, o ignorarlo. Si le escuchamos, abrimos la puerta y le dejamos entrar, Él entrará en nuestra casa y cenará con nosotros (Ap 3,20).

Dejarle entrar en nuestra casa significa abrazar su Palabra, hacernos uno con Él; dejarnos arropar por su Amor y actuar de conformidad. Que podamos decir con Pablo, “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gál 2,20).

Jesús está diciendo a los apóstoles qué características ha de tener el verdadero discípulo-apóstol. La lectura de hoy comienza con la humildad, una de las características sobresalientes de Jesús, el que vino para servir y no para ser servido (Mt 20,28), el que siendo Dios “se abajó para tomar la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Fil 2,7), el que lavó los pies a sus discípulos (Jn 13,1-16). Por eso les recuerda a los apóstoles que “un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo; ya le basta al discípulo con ser como su maestro, y al esclavo como su amo”.

Antes de ser considerados “apóstoles” tenemos que ser discípulos. Y el discípulo sigue al maestro, se sienta a sus pies, lo imita, trata de ser igual que él, comparte su destino. “Si al dueño de la casa lo han llamado Belcebú, ¡cuánto más a los criados!”. Jesús se compara con el “dueño de la casa”, y a nosotros con la gente de su casa (la palabra “criado” no es tal vez la más afortunada). Nos está diciendo que si Él, que es el “jefe” de nuestra “casa”, es decir, nuestra Iglesia, sufrió ultrajes y calumnias, nosotros tenemos que estar dispuestos a sufrir lo mismo, y a hacerlo con dignidad, y hasta con alegría (Cfr. Mt 5,11-12; 1 Pe 4,14). No importa las consecuencias, tenemos que pregonar Su mensaje “desde las azoteas”.

Son muchos los que prefieren ignorar el llamado de Jesús a sus puertas, porque a pesar de que les impresiona la oferta de vida eterna que les hace, no están de acuerdo con la “letra chica”; entienden que el precio es demasiado alto. Prefieren la comodidad, el placer, ahora, en este mundo. Se ponen de parte del mundo en lugar de ponerse de parte de Jesús. Es ahí que resuenan las palabras de Jesús en este relato evangélico que citamos al principio.

Si algo tiene el mensaje de Jesús es que es consistente. A esos, cuando llegue el día del Juicio el Padre les dirá: “Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles” (Mt 25,41).

Y tú, ¿en qué grupo quieres ser contado?

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DÉCIMO CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 09-07-21

“Por eso, sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas”.

La primera lectura de la liturgia para hoy (Gn 46,1-7.28-30) nos narra el desenlace de la historia de José, con la salida de Jacob y sus descendientes de la tierra de Canaán hacia Egipto, en donde se establecerán por cuatro siglos. Este pasaje sirve de preludio a la esclavitud en Egipto que dará paso a la figura de Moisés, que aparecerá al comienzo del libro del Éxodo.

En la lectura evangélica (Mt 10, 16-23), Jesús continúa las instrucciones a sus apóstoles (“los doce”) antes de enviarlos a proclamar la Buena Noticia del Reino. Jesús les advierte que no iban a ser recibidos bien en todos lados, que los enviaba como corderos en medio de lobos. Jesús es consciente que Él mismo no fue bien recibido entre los suyos (Cfr. Lc 4,24), es decir, contempla ese mismo fracaso entre las posibilidades de sus enviados.

Jesús es también consciente que el mensaje de amor que sus enviados van a predicar con entrega, con mansedumbre, será rechazado y hasta combatido con brutalidad y violencia por los adversarios de la Palabra. Los apóstoles serán de ese modo ejemplo de que el Reino de Dios se revela en la debilidad de Jesús y de sus enviados. San Pablo recogerá ese pensamiento cuando diga: “Él (Jesús) me respondió: ‘Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad’. Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. Por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,9-10).

Pero a pesar de que les asegura que no los dejará solos, e inclusive que el Espíritu les sugerirá lo que tienen que decir cuando los arresten, les instruye que sean “sagaces como serpientes y sencillos como palomas”, que no se fíen de nadie. La mansedumbre no quiere decir que sean incautos o tontos. Por el contrario, al utilizar el ejemplo de la serpiente y la paloma, les dice que tienen que ser hábiles, inteligentes, cautos como la serpiente para discernir la presencia de lobos y no provocarlos innecesariamente, pero manteniendo al mismo tiempo la candidez, la simplicidad de las palomas, sin dobleces ni complicaciones.

Jesús siempre es claro con los que llama a seguirlo. El camino va a ser difícil, lleno de obstáculos, persecuciones e insultos. El que sigue a Jesús tiene que estar consciente que su recompensa no será en este mundo, sino en la vida eterna: “el que persevere hasta el final se salvará”. Y esa recompensa es la “corona de gloria que no se marchita” de que nos habla san Pedro (1 Pe 5,4).

Esas instrucciones de Jesús a los apóstoles son también para todos los que aceptamos el llamado de Jesús a participar de la misión evangelizadora. El Concilio Vaticano II dejó claramente establecido el papel de los laicos como “nuevos evangelizadores”. Ya no es una misión reservada a los ministros ordenados o consagrados (Apostilicam actuositatem). Nos toca a todos; a ti y a mí. ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DÉCIMO CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 08-07-21

Los zapatos del papa Francisco.

La primera lectura que nos brinda la liturgia de hoy continúa la narración de la historia de la descendencia de Abraham, y cómo Yahvé cumple la Alianza pactada con el pueblo elegido en la persona de aquél. Ayer leíamos la historia de los hijos de Jacob, quienes anteriormente se habían puesto de acuerdo para deshacerse de José, dirigiéndose a Egipto para comprar provisiones en medio de la hambruna que arrasaba toda la tierra. Al llegar se presentaron ante el administrador del faraón encargado de repartir las raciones, que era su hermano José, a quienes no reconocieron. Hoy se nos narra la culminación de esa historia cuando José se revela a sus hermanos (Gn 44,18-21.23b-29; 45; 1-5).

Aprovecho para hacer un paréntesis de formación. Muchas veces las lecturas que nos brinda la liturgia son porciones escogidas de una historia más larga, como está ocurriendo con esta historia de José. En esos casos es recomendable que vayamos a la Biblia y leamos el pasaje completo. De esa manera podremos apreciar toda la riqueza del relato y tener una mejor comprensión de los hechos y el mensaje que nos brinda la Palabra.

La enseñanza principal que encontramos en esta lectura se resume al final: “Yo soy José, vuestro hermano, el que vendisteis a los egipcios. Pero ahora no os preocupéis, ni os pese el haberme vendido aquí; para salvación me envió Dios delante de vosotros”. Dios había permitido el mal que sus hermanos habían hecho a José con un propósito; que, en el momento de mayor necesidad, José estuviera allí para librarles de la hambruna.

Muchas veces Dios permite que nos sucedan cosas que no comprendemos, pero si las aceptamos como la voluntad de Dios, eventualmente nos percatamos que todo lo sucedido era para nuestro propio bien. “Dios dispone todas las cosas para el bien de los que le aman, de aquellos que él llamó según su designio” (Rm 8,28). Los que han escuchado mi testimonio saben que puedo dar fe de eso…

En la lectura evangélica (Mt 10,7-15) continuamos las instrucciones que Jesús imparte a los “doce” al enviarlos en la misión de proclamar el Evangelio. En el pasaje que leemos hoy Jesús enfatiza el desapego a las cosas materiales, instando a sus apóstoles a dejar atrás todo lo que pueda convertirse en una preocupación que desvíe su atención de la misión que les está encomendando. Se trata de abandonarse a la Providencia divina.

Una frase resalta en este relato del envío de los “doce”: “Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis”. Con esta frase Jesús les (nos) recuerda que el Evangelio es para todos, que la salvación es regalo de Dios, y como tal tenemos que compartir con todos, los dones que hemos recibido de Él. No podemos convertir el anuncio de la Buena Nueva del Reino en un negocio o en una fuente de ingresos (como aquellas parroquias que tienen un listado de “tarifas” para los sacramentos), ni en una forma de obtener bienes para nosotros, porque se desvirtúa.

Hace varios años, prácticamente a inicios de su pontificado, el papa Francisco decía a un nutrido grupo de seminaristas y novicias congregados en el Vaticano: “Me duele ver a un cura o a una monja con el último modelo de coche”. Francisco está claro…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMOCUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 06-07-21

Jacob peleó toda la noche con un “hombre”, quien al acercarse la aurora sin que hubiese un claro vencedor le dijo: “Suéltame, que llega la aurora”. A lo que Jacob respondió: “No te soltaré hasta que me bendigas”.

Como parte de la historia de los inicios del pueblo de Israel, la primera lectura de la liturgia de hoy (Gn 32,22-32) nos narra el episodio en que Jacob recibe el nombre de Israel, nombre por el que se conocerá el conjunto de su descendencia, hasta el día de hoy.

Nos dice la Escritura que Jacob peleó toda la noche con un “hombre”, quien al acercarse la aurora sin que hubiese un claro vencedor le dijo: “Suéltame, que llega la aurora”. A lo que Jacob respondió: “No te soltaré hasta que me bendigas”. En el diálogo que sigue el hombre le pregunta su nombre, y al contestarle que su nombre era Jacob, le dijo: “Ya no te llamarás Jacob, sino Israel (ישראל), porque has luchado con dioses y con hombres y has podido”. Ahí el origen del nombre, que quiere decir literalmente “el que lucha con Dios”.

“La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Con esa oración termina la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Mt 9,32-38). Este pasaje sirve de preámbulo al segundo gran discurso de Jesús que ocupa todo el capítulo 10 de Mateo. El llamado discurso misionero, de envío, a sus apóstoles.

El pasaje comienza planteándonos la brecha existente entre el pueblo y los fariseos. Los primeros se admiraban ante el poder de Jesús (“Nunca se ha visto en Israel cosa igual”), mientras los otros, tal vez por sentirse amenazados por la figura de Jesús, tergiversan los hechos para tratar de desprestigiarlo ante los suyos: “Éste echa los demonios con el poder del jefe de los demonios”. Jesús no se inmuta y continúa su misión, no permite que las artimañas del maligno le hagan distraerse de su misión.

Otra característica de Jesús que vemos en este pasaje es que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya a Él, sino que va por “todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias” (Cfr. 3er misterio luminoso – El anuncio del Reino).

Jesús está consciente de que su tiempo es corto, que la semilla que Él está sembrando ha de dar fruto; y necesita trabajadores para recoger la cosecha.

Por eso, luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”, nos dice. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.

Y eso nos incluye a todos los miembros de la comunidad parroquial, cada cual según sus talentos, según los carismas que el Espíritu Santo nos ha dado y que son para provecho común (Cfr. 1 Co 12,7).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DECIMOCUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 05-07-21

“Jesús se volvió y, al verla, le dijo: «¡Animo, hija! Tu fe te ha curado.» Y en aquel momento quedó curada la mujer”.

El tema de la fe sigue dominando la liturgia. Y la primera lectura de hoy (Gn 28,10-22a), continúa narrando la historia de la descendencia de Abraham, que es también el comienzo de la historia del pueblo de Israel, y la historia de nuestra fe, pues nosotros somos herederos de la fe de Abraham, a quien las tres grandes religiones monoteístas (cristianismo, judaísmo e islam) llaman el “padre de la fe”.

En este pasaje Yahvé reitera a Jacob, el hijo de Isaac, las promesas que había hecho a Abraham al establecer su Alianza con él: “La tierra sobre la que estás acostado, te la daré a ti y a tu descendencia. Tu descendencia se multiplicará como el polvo de la tierra, y ocuparás el oriente y el occidente, el norte y el sur; y todas las naciones del mundo se llamarán benditas por causa tuya y de tu descendencia. Yo estoy contigo; yo te guardaré dondequiera que vayas, y te volveré a esta tierra y no te abandonaré hasta que cumpla lo que he prometido”. Jacob creyó en Yahvé y en su Palabra.

La lectura evangélica (Mt 9,18-26), por su parte, nos narra dos milagros de Jesús en los cuales resalta la fe de los recipientes del milagro: la revivificación de la hija de Jairo y la curación de la hemorroísa. Aunque Mateo no menciona el nombre del personaje (Jairo), Marcos y Lucas lo identifican por nombre en sus relatos paralelos. Mateo es bien parco en ambos relatos, mientras Marcos y Lucas se explayan en los detalles (Mc 5,21-42; Lc 40-56).

En el caso de la mujer que sufría flujos de sangre, ella tenía la certeza de que con solo tocar el manto de Jesús se curaría, y actuó conforme a lo que creía: se acercó entre la multitud hasta tocar el manto de Jesús. De eso se trata la fe. Por eso decimos que la fe es algo “que se ve”. La fe de aquella mujer le permitió recibir el milagro. Por eso la lectura nos dice que Jesús se volvió hacia ella y le dijo: “¡Ánimo hija! Tu fe te ha curado”. Y en aquel momento quedó curada.

El pasaje que leemos hoy comienza con Jairo (a quien él identifica como “un personaje”) diciéndole a Jesús que su hija había muerto, añadiendo: “Pero ven tú, ponle la mano en la cabeza, y vivirá”. Nuevamente nos encontramos ante la importancia de la fe. Jairo creyó, y actuó conforme a lo que creía. Ante la muerte de su hija, realizó un acto de fe.

Al llegar Jesús a casa de Jairo encontró “a los flautistas y el alboroto de la gente” (signo de que la niña había muerto), y dijo a todos: “¡Fuera! La niña no está muerta, está dormida”. Nos dice la lectura que todos se reían de Él, y que una vez echaron la gente, “entró Él, cogió a la niña de la mano, y ella se puso en pie”.

En ocasiones anteriores hemos dicho que no basta con creer (hasta el demonio “cree” en Dios), hay que actuar conforme a lo que creemos. Hay que “vivir” la fe. Entonces veremos manifestarse la gloria de Dios.

Señor yo creo, pero aumenta mi fe…

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DÉCIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 02-07-21

Vio Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme.»

Cada vez que leo el pasaje evangélico que nos ofrece la liturgia para hoy (Mt 9,9-13), trato de imaginar la escena. Se trata de la vocación (el llamado) de Leví (Mateo) y la subsiguiente comida en casa de este. Los tres evangelios sinópticos nos narran este pasaje.

Mateo, publicano (recaudador de impuestos) de oficio, se encontraba sentado tras el mostrador de impuestos, y Jesús se le acercó. Mateo debe haber sentido la presencia de alguien frente a su mostrador y levantó la vista. Es imposible imaginar lo que Mateo percibió en aquellos ojos, aquella mirada penetrante y tierna a la vez que se cruzó con la suya. Y solo bastó una palabra, “sígueme” para que Mateo se levantara y lo siguiera. A mí me impacta más la versión de Lucas (5,28) que dice que Mateo, “dejándolo todo”, se levantó y lo siguió. “Dejándolo todo…” Nuevamente nos encontramos ante la radicalidad del seguimiento.

Mateo era publicano, trabajaba para el Imperio, el pueblo consideraba a los publicanos enemigos del pueblo; no solo por “cooperar” con el poder imperial de Roma, sino porque le cobraban impuestos en exceso a la gente y se quedaban con la diferencia. Por tanto, su trabajo era un obstáculo para seguir a Jesús. Por eso tenía que “dejarlo todo”, y así lo hizo. Dejó la mesa con sus cuentas y el dinero recaudado; dejó su vida pasada para abrazar la nueva Vida a la que Jesús le llamaba. En ese momento él probablemente no conocía los detalles, pero estoy seguro que supo ver en aquella mirada intensa de Jesús la promesa de un mundo que las palabras no podrían describir. Algo similar a lo que experimentó Saulo de Tarso en aquél encuentro fugaz con el Resucitado en el camino a Damasco que cambió su vida para siempre.

Mateo tuvo un encuentro personal con Jesús y su vida ya no sería la misma. Lo mismo nos ocurre cuando tenemos un encuentro personal con Jesús. Resulta imposible mirarle a los ojos y no dejarse seducir. “Me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir. Fuiste más fuerte que yo, y me venciste” (Jr 20,7).

Jesús te está diciendo: “Sígueme”. Nos lo repite a diario; y no se cansa de hacerlo; y mientras más alejados estamos de Él, con mayor insistencia nos llama. No importa lo que haya en nuestro pasado. De eso se trata la conclusión del pasaje de hoy. Al levantarse Mateo, invitó a Jesús y sus discípulos a comer a su casa, junto a otros publicanos y pecadores. Al ver esto, los fariseos (¡qué muchos de estos hay en nuestros días!) se acercaron a los discípulos (así son, cobardes, hablan a espaldas de los que critican) diciéndoles: “¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?”

Jesús les escuchó y su contestación no se hizo esperar: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa ‘misericordia quiero y no sacrificios’: que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.

Jesús no vino a buscar a los justos para llevarlos a cielo. Él vino para ofrecerse a sí mismo como víctima propiciatoria por todos los pecados de la humanidad, cometidos y por cometer, incluyendo los tuyos y los míos, porque Él quiere que todos nos salvemos (1 Tim 2,4; 2 Pe 3,9).

Que pasen un hermoso fin de semana. No olviden visitar la Casa del Padre. Él les espera…

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DÉCIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 01-07-21

¿Cuánto tiempo hace que no te acercas al sacramento de la reconciliación? Anda, ¡anímate! Verás cuán cerca de Dios te sientes.

La liturgia de hoy (Mt 9,1-8) continúa la narración de los diez milagros que sirven de preámbulo a la predicación del Reino de los Cielos que comprende los capítulos 8 y 9 del relato evangélico de Mateo.

Hoy Mateo nos presenta el pasaje de la curación de un paralítico. Este episodio también lo recogen todos los sinópticos. Pero mientras Marcos y Lucas le añaden el detalle de unos amigos que bajaron al paralítico frente a Jesús desde el techo removiendo unas tejas, Mateo omite ese detalle y va directo al reconocimiento de la fe de los que le trajeron al hombre, y al diálogo que sigue, que constituye el meollo del mensaje de Jesús.

“¡Ánimo, hijo!, tus pecados están perdonados”. Estoy seguro que nadie esperaba esa frase de parte de Jesús. Hasta entonces le habían visto como el gran taumaturgo (hacedor de prodigios): curando enfermos, demostrando su poder sobre la naturaleza, y hasta echando demonios. Pero, ¿ahora también se arroga el poder de perdonar pecados? ¡Blasfemia!, pensaron todos. Ese poder le está reservado a Dios, pues solo a Él se ofende, se hiere con el pecado.

Jesús, que ve en lo profundo de los corazones de los hombres, sabía lo que estaban pensando y les ripostó: “¿Por qué pensáis mal? ¿Qué es más fácil decir: ‘Tus pecados están perdonados’, o decir: ‘Levántate y anda’? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados –dijo dirigiéndose al paralítico–: Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa”.

Para entender el alcance de este gesto de Jesús tenemos que comprender la mentalidad de los escribas y fariseos. Para ellos, la enfermedad era producto del pecado, y mientras más grave el pecado, más grave la enfermedad. Y aunque Jesús había aclarado que la enfermedad no estaba ligada al pecado (Jn 9,1-14), utiliza un signo visible, como es la desaparición de la parálisis, para demostrar que, en efecto, los pecados de aquél hombre habían sido perdonados. Es decir, utilizó el signo de la sanación corporal para probarles la sanación espiritual del alma de aquél hombre que estaba en estado de pecado.

No solo les demostró a sus detractores que los pecados de aquél hombre habían sido perdonados, sino que también el hombre tuvo la certeza de que había sido perdonado: “tus pecados están perdonados”.

Antes de partir, Jesús transmitió a sus apóstoles y a sus sucesores el poder de perdonar los pecados: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan” (Jn 20,22-23). Ese es el fundamento del sacramento de la reconciliación. Cuando nos acercamos al sacramento con nuestra alma “paralizada” por el pecado y confesamos nuestros pecados, escuchamos la fórmula absolutoria que parafrasea las palabras de Jesús a aquél paralítico: “tus pecados están perdonados”, y “ponte en pie”. Entonces tenemos la certeza de que hemos sido perdonados. No hay nada que sustituya la sensación que se siente en ese momento.

¿Cuánto tiempo hace que no te acercas al sacramento de la reconciliación? Anda, ¡anímate! Verás cuán cerca de Dios te sientes.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DUODÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 26-06-21

“Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído”.

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia de hoy (Mt 8,5-17) nos narra el episodio del centurión que le pide a Jesús que cure a su criado que está muy enfermo.

Tres cosas queremos resaltar de este pasaje:

En primer lugar, el hecho de que este es el segundo milagro de Jesús que nos narra Mateo. El primero había sido para un miembro del pueblo de Dios; la curación de un leproso (8,2-4). Ahora, el segundo, inmediatamente después, es para un pagano. Y no solo un pagano, sino un representante del ejército de ocupación. Esto nos apunta hacia la universalidad del Reino, al hecho de que la salvación no está reservada al “pueblo elegido” sino que la ley del amor que Jesús vino a predicar aplica toda la humanidad, judíos y gentiles, “buenos” y “malos”.

En segundo lugar, vemos la humildad del centurión ante la persona de Jesús (“Señor, no soy quién para que entres bajo mi techo”). El centurión está genuinamente preocupado por la salud de su criado. Seguramente ha oído hablar de Jesús y, a pesar de su rango y posición, no tiene reparos en humillarse ante Él para interceder por su criado. No pide por él, sino por su amigo. Tampoco le dice lo que tiene que hacer; se limita a plantearle la situación: “Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho”. Esta lectura nos hace preguntarnos: Mi oración, ¿se centra solo en mi persona y mis necesidades, o pido también por otros? ¿Confío en la providencia divina, o pretendo darle “instrucciones” a Dios sobre cómo atender mi súplica?

Finalmente, ese pagano nos ofrece una lección de fe: “Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano”. Jesús se admiró ante esa demostración de fe y la premia: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído”.

Pero antes de pronunciar estas palabras, al reconocer la fe del centurión, Jesús reafirma la universalidad de la salvación: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, a los ciudadanos del reino los echarán fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”.

Cada vez que participamos de la celebración eucarística, en el rito de comunión, decimos: “Señor, no soy digno de que ente en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Hoy debemos decir “¡Señor, dame la fe del centurión!”

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DUODÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 25-06-21

Entonces Jesús le dijo: “Quiero, queda limpio”. Su fe le había curado…

La primera lectura que nos ofrece la liturgia hoy (Gn 17,1.9-10.15-22) continúa narrando la historia de Abrán y la Alianza. El pasaje nos presenta el momento en que se sella definitivamente la Alianza entre Dios y Abrán, y su descendencia: “Tú guarda mi pacto, que hago contigo y tus descendientes por generaciones. Éste es el pacto que hago con vosotros y con tus descendientes y que habéis de guardar: circuncidad a todos vuestros varones”.

En la antigüedad toda alianza se sellaba con un signo que servía para recordar las obligaciones que se contraían por la misma. En este caso, como la Alianza iba a ser transmitida por herencia de la carne (“con vosotros y con tus descendientes”), Yahvé escogió un signo carnal: la circuncisión.

La lectura evangélica (Mt 8,1-4) nos presenta el primero de una serie de milagros de Jesús después de su discurso evangélico, que convierten en acción lo que ha expresado en su enseñanza. Y para ello Mateo escoge la narración de la curación de un leproso. Este hecho es significativo pues, como hemos señalado en otras ocasiones, Mateo escribe su relato evangélico para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo. Para los judíos la lepra era la más catastrófica de todas las enfermedades, pues no solamente iba carcomiendo lentamente a la persona, sino que la tornaba “impura” (por lo que le estaba prohibido tocarle, ni él podía tocar a nadie), lo que le impedía participar del culto y le excluía de toda convivencia social. Para evitar el contacto con la gente, tenía que llevar la ropa rasgada, desgreñada la cabeza, taparse “hasta el bigote”, e ir gritando: “¡Impuro, impuro!” (Lv 13,45). De hecho, se creía que la lepra era resultado del pecado.

A pesar de eso, el leproso se atreve a acercarse a Jesús (un caso parecido, aunque más dramático que el de la mujer hemorroísa – Mc 5,25-34). Y en un acto de fe, se arrodilla ante Jesús y le dice: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. No le está pidiendo un “favor”. Dice “si quieres, puedes”, es decir, reconoce que para Jesús TODO es posible… también reconoce que no depende de él, sino de la voluntad de Dios, y está dispuesto a acatarla…

La respuesta de Jesús es tan inesperada como la osadía de aquél hombre. Convirtiendo en obra su predicación sobre la primacía del amor, “extendió la mano y lo tocó”. Algo impensado para un judío, pues la Ley declaraba también impuro al que tocara a un leproso. La compasión, el amor, por encima de todo. Ese acto sencillo de parte de Jesús le devolvió la dignidad a aquel hombre que había sido marginado de la sociedad.

Trato de imaginar cómo se sintió ante el toque tibio de la mano amorosa de Jesús al posarse sobre sus llagas… ¡Cuánto tiempo haría que su piel no sentía el contacto con otro ser humano! Entonces Jesús le dijo: “Quiero, queda limpio”. Su fe le había curado.

Y para demostrar que Él no había venido a abolir la Ley sino a darle plenitud, mandó al hombre a presentarse al sacerdote para que le declarara limpio de la lepra, según mandaba la Ley (Lv 14).

Señor, a veces mi alma está carcomida por el pecado, como la carne del leproso. Hoy me arrodillo ante ti y te digo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DUODÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 23-06-21

“Cuidado con los falsos profetas; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces”.

Como primera lectura para hoy (Gn 15,1-12.17-18), la liturgia continúa presentándonos la historia de Abrán y las promesas divinas que culminarán en la Alianza entre Dios y él y su descendencia (Cfr. Gn 17).

Abraham se presenta a todo el pueblo judeo-cristiano como modelo de fe y de respuesta a Dios. Yahvé le ordenó dejar tierra, patria y parentela a cambio de una triple promesa: tierra, descendencia y bendición. Esa palabra de Dios se convirtió para él en mandato, promesa y anuncio, y su respuesta fue obediencia, esperanza y fe. La fe de Abrán fue la que hizo posible la Alianza entre Dios y su pueblo.

En este pasaje Dios le reitera a Abrán su promesa de una descendencia numerosa, esta vez comparándola con las estrellas del cielo. Más adelante, cuando pacte con él la Alianza, le cambiará el nombre por Abraham, que quiere decir “padre de muchedumbre de pueblos” (del hebreo “Ab” = Padre, y “ham” = muchedumbre). Abraham confió y esperó pacientemente durante veinticinco años el nacimiento del “hijo de la promesa”. Tenía setenta y cinco años cuando salió de Ur de Caldea, y cien cuando nació Isaac (Gn 21,5).

¡Cuán diferente ocurre con nosotros, que si Dios no nos “complace” nuestras peticiones con premura nos desesperamos, y hasta renegamos de Él!

La lectura nos presenta también a Dios reiterando la promesa de una tierra abundante: “A tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río Éufrates”.

En la lectura evangélica (Mt 7,15-20) Jesús advierte a sus discípulos contra los falsos profetas: “Cuidado con los falsos profetas; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis”. Jesús nos señala que los falsos profetas son exteriormente iguales a los auténticos. Y cuando hablamos de “profetas” nos referimos también a laicos comprometidos, movimientos, religiosos, y hasta sacerdotes. Jesús lo vivió en su tiempo en la persona de los fariseos y escribas, personas muy “religiosas” y “cumplidoras de la ley”, quienes bajo esa “piel de oveja” ocultaban un lobo rapaz.

Hemos dicho en otras ocasiones que, desgraciadamente, el fariseísmo está “vivo y coleando” en nuestra realidad religiosa. Aunque afortunadamente no es la norma, existen en nuestra Iglesia los “lobos cubiertos con piel de oveja”. Pero Jesús nos da la fórmula para descubrirlos: “Por sus frutos los conoceréis”. Hay que ver cómo actúan, eso los delata inmediatamente, pues el verdadero seguidor de Cristo es una persona humilde y dócil al Espíritu.

Jesús utiliza la metáfora del árbol: “Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos”.

Pero más que levantar un dedo acusador contra aquellos que podamos considerar “falsos profetas”, examinemos nuestra propia vida y nuestra fe. Mis actuaciones, ¿son realmente un reflejo de mi disposición interior, o son una “piel de oveja” que oculta el lobo rapaz que habita en mi interior? Mis actuaciones en la vida parroquial, ¿guardan relación con mis pensamientos y mis actuaciones cuando “nadie me ve”? ¿Soy un árbol sano?

¡Cuidado! Jesús es misericordioso pero también es severo: “El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego”.