En este corto te explicamos por qué celebramos la Natividad de la Santísima Virgen María el 8 de septiembre, y el significado de su nacimiento en la historia de la salvación.
“He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”.
La liturgia de hoy nos brinda uno de los pasajes más hermosos de todas las Sagradas Escrituras, si no el más hermoso y conmovedor, la Anunciación de ángel a María (Lc 1,26-38). Todavía me estremece recordar la sensación que me arropó cuando tuve la dicha de estar en la gruta de la Anunciación, en Nazaret, hace unos años. Les aseguro que aún hoy se siente la fuerte presencia del Espíritu en ese santo lugar.
Junto a esa lectura, como primera lectura, leemos la profecía de Isaías (7,10-14). la misma que leímos este pasado domingo, en la cual el profeta nos anuncia, casi siete siglos antes del suceso, el nacimiento de Jesús: “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’”. Dios-con-nosotros. Dios hecho uno con nosotros. Dios humanado. Dios encarnado. Dios-en-nosotros. La culminación del plan de salvación que el mismo Dios había dispuesto desde la caída (Gn 3,15).
Y el éxito o el fracaso de ese plan de salvación dependían de una jovencita del pueblo de Nazaret llamada Mariam (María). “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Ese “hágase” de María hizo posible la culminación de la “plenitud de los tiempos” cuando “Dios envió a su Hijo, nacido de Mujer” (Gál 4,4) para hacer posible la instauración de su Reino en medio de la historia humana. Su humildad y desprendimiento, productos de la virtud de la caridad, al aceptar encarnar a un “Dios-hecho-hombre”, no para ella, sino para entregárselo a toda la humanidad, dieron paso a nuestra salvación.
El lugar del “hágase” sigue siendo aquí, “hoy”, en el mundo, que es el lugar en que todos y cada uno de nosotros está en disposición de escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Este es el lugar en donde el Verbo se hace carne, el lugar en que cada uno que acepta la Palabra de Dios, la pone en práctica y se deja poseer plenamente por la gracia, convirtiéndose en otro “cristo” y ofreciéndose a los demás. (Cfr. Gál 2,20).
Así María, con su ejemplo, nos sigue mostrando el camino para continuar la construcción del Reino que su Hijo vino a inaugurar. María está “aquí” para servir (“He aquí la esclava del Señor”), como lo hizo con su prima Isabel, a quien fue a servir sin pensar en los peligros del viaje, como veremos en el Evangelio de mañana.
“Hágase en mi según tu Palabra”. La plenitud de los tiempos está significada en la figura de María, que nos enseña la virtud de la espera, la escucha de la Palabra de Dios, y la colaboración con el plan de salvación dispuesto desde el principio por el Padre. Si emulamos el “hágase” de María, y lo convertimos en lema de nuestro diario vivir, podemos cambiar el rumbo tan preocupante que está tomando la historia de la humanidad.
En estos últimos días del Adviento, pidamos al Padre que nos ayude a seguir el ejemplo de María, para recibir a Jesús en nuestros corazones y nuestras vidas y compartirlo con el mundo.
Hoy celebramos el cumpleaños de nuestra Mamá, María la Madre de Dios y madre nuestra. Y como todo cumpleaños, es motivo de alegría y de fiesta. La fiesta coincide con el cumplimiento del término de nueve meses desde la fiesta de la Inmaculada Concepción que celebramos el 8 de diciembre.
Esta es una de solo tres fiestas litúrgicas que conmemoran el nacimiento de alguien (las otras dos son el nacimiento de Jesús, y el de San Juan Bautista). Y con razón, pues con el nacimiento de María ya entra en la historia la que estaba predestinada a ser la madre del Mesías anhelado, de ese que iba a liberarnos del pecado y de la muerte. María, la nueva Arca de la Alianza, la “primera custodia” que llevó dentro de sí por nueve meses nada más ni nada menos que al mismo Dios encarnado; ese que hizo saltar de alegría al precursor en el vientre de su madre cuando María fue a visitarle.
Con el nacimiento de María comienza la culminación de la divina revelación en la persona de Cristo Jesús. Es el umbral de la “plenitud de los tiempos”. No debemos olvidar que María concebiría sin ayuda de varón. Por tanto, la sangre de Jesús, derramada en la Cruz, fue la misma sangre de María; la composición genética humana de Jesús, que le dio carne al Verbo, fue la misma de María. Por eso se dice que el nacimiento de María constituye una especie de “prólogo” de la Encarnación. Es en este punto que comienza propiamente el Nuevo Testamento.
María es la “llena de gracia”, aquella virgen que habían anunciado los profetas, según nos refiere Mateo en la conclusión de lectura evangélica de hoy (Mt 1,1-16.18-23): “Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’.” Por eso celebramos con alegría su cumpleaños.
“…La liturgia no acostumbra celebrar el nacimiento terreno de los santos (la única excepción la constituye San Juan Bautista). Celebra, en cambio, el día de la muerte, al que llama dies natalis, día del nacimiento para el Cielo. Por el contrario, cuando se trata de la Virgen Santísima Madre del Salvador, de aquella que más se asemeja a Él, aparece claramente el paralelismo perfecto existente entre Cristo y Su Madre. Y así como de Cristo celebra la concepción (Anunciación) el 25 de marzo y el Nacimiento el 25 de diciembre, así de la Virgen celebra la Concepción el 8 de diciembre y su Nacimiento el 8 de septiembre, y como celebra la Resurrección y la Ascensión de Jesús, también celebra la Asunción y la realeza de la Virgen. San Andrés de Creta, refiriéndose al día del Nacimiento de la Virgen, exclama: ‘Hoy, en efecto, ha sido construido el Santuario del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en Sí al Supremo Hacedor’.” (De la Homilía del Cardenal J. Ratzinger – papa emérito Benedicto XVI) La fiesta de la plenitud y el alivio publicada en el libro El Rostro de Dios, de Editorial Sígueme).
Gruta de la Anunciación, debajo del altar mayor de la Basílica de la Anunciación en Nazaret.
Hoy celebramos la Solemnidad de la Anunciación
del Señor, ese hecho salvífico que puso en marcha la cadena de eventos que
culminó en el Misterio Pascual de Jesús, selló la Nueva y definitiva Alianza, y
abrió el camino para nuestra salvación. La Iglesia celebra esta Solemnidad el
25 de marzo, nueve meses antes del nacimiento de Jesús.
La primera lectura que nos presenta la
liturgia para esta celebración está tomada del profeta Isaías (7,10-14; 8,10),
que termina diciendo: “Pues el Señor, por su cuenta, os dará una señal: Mirad:
la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que
significa ‘Dios-con-nosotros’”.
El Evangelio, tomado del relato de Lucas, nos
brinda la narración tan hermosa del evangelista sobre el anuncio de la
Encarnación de Jesús (1,26-38), uno de los pasajes más citados y comentados de
las Sagradas Escrituras. No creo que haya un cristiano que no conozca ese
pasaje.
Centraremos nuestra atención en el último
versículo del mismo: “María contestó: ‘Aquí está la esclava del Señor: hágase
en mí según tu palabra’. Y la dejó el ángel”.
“Hágase”… No podemos encontrar otra palabra
que exprese con mayor profundidad la fe de María. Es un abandonarse a la
voluntad de Dios con la certeza que Él tiene para nosotros un plan que tal vez
no comprendemos, pero que sabemos que tiene como finalidad nuestra salvación,
pues esa es la voluntad de Dios. En la Anunciación, María, con su “hágase”, hizo
posible el misterio de la Encarnación y dio paso a la plenitud de los tiempos y
a nuestra redención. Así nos proporcionó el modelo a seguir para nuestra
salvación.
Por eso podemos decir que “hágase” no es una
palabra pasiva; por el contrario, es una palabra activa; es inclusive una
palabra con fuerza creadora, la máxima expresión de la voluntad de Dios
reflejada a lo largo de toda la historia de la salvación. Desde el Génesis,
cuando dentro del caos inicial Yahvé dijo: “Hágase la luz” (Gn 1,2),
hasta Getsemaní, cuando Jesús utilizó también la fuerza del “hágase” para
culminar su sacrificio salvador: “Padre, si es posible aparta de mí esta copa; pero
hágase tu voluntad y no la mía” (Lc 22,42).
El consentimiento de María a la propuesta del
ángel, significado en su “hágase”, hizo posible que en ese momento se realizara
sobre la tierra todo ese misterio de amor y misericordia predicho desde la
caída del hombre (Gn 3,15), anunciado por los profetas, deseado por el pueblo
de Israel, y anticipado por muchos (Mt 2,1-11).
Proyectando nuestra mirada hacia el Misterio
Pascual, estoy seguro que la fuerza del “hágase” hizo posible que María se
mantuviera erguida, con la cabeza en alto, al pie de la cruz en los momentos
más difíciles. Asimismo, ese hágase de María al pie de la cruz, unido al de su
Hijo, transformó las tinieblas del Gólgota en el glorioso amanecer de la
Resurrección. Esa era la voluntad de Dios, y María lo comprendió, actuó de
conformidad, y ocurrió.
Mi esposa y yo renovando votos matrimoniales en Caná de Galilea, en el lugar que se celebraron las bodas de Caná. Jesús escogió la celebración de un matrimonio para realizar su primer milagro.
“Porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra
tendrá marido. Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te
construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu
Dios contigo”. Así termina la primera lectura de hoy, tomada del libro del
profeta Isaías (62,1-5). Encontramos en este pasaje esa imagen que permea todo
el Antiguo Testamento y nos presenta la relación entre Dios y su Pueblo, entre
Dios y nosotros, como la que existe entre el marido y la mujer. Ese amor que es
una mezcla perfecta del amor que llamamos “eros” y el amor “agapé” (Cfr. Encíclica Deus caritas est del papa emérito Benedicto XVI); ese amor que
quiere poseer y a la vez entregarse, que quiere la intimidad, pero está
dispuesto a sacrificarlo todo, hasta la misma intimidad, por el bien del ser
amado.
Sí, así nos ama Dios a nosotros, a ti y a mí;
¡con pasión, con locura! “Y este, igual que un esposo que sale de su alcoba, se
alegra como un atleta al recorrer su camino…” (Sal 19,6). Así se siente Dios después de un momento de
intimidad con nosotros. Nos ama hasta el punto que nos envió a su único Hijo
para que se inmolara por nuestra salvación, por nuestro bien, por nuestra
felicidad eterna. Y todo por amor…
Y es en ese mismo ambiente de bodas que Jesús comienza
su vida pública, su primer “signo” (Juan llama “signos” a los milagros de
Jesús), como vemos en la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para
este segundo domingo del Tiempo durante el año (Jn 2,1-11), el pasaje de las
bodas de Caná. Y allí, junto a Él, propiciando ese milagro, estaba su madre
María, nuestra Madre. Llegada la plenitud de los tiempos (Cfr. Gál 4,4), Dios nos envió a su Hijo, el “vino nuevo”, el mejor
vino reservado por el “novio” para lo último: “Y entonces (el mayordomo) llamó
al novio y le dijo: ‘Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están
bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora’”. Los
novios comenzaban una nueva vida. Así Jesús nos ofrece una nueva vida, la vida
eterna.
Y su madre María nos da la fórmula para poder
disfrutar de ese vino nuevo: “Hagan lo que él diga”. Si escuchamos su Palabra y
la ponemos en práctica (Cfr. Lc
11,28), podremos sentirnos amados por Dios como la novia en su noche de bodas…
“Oh Dios, siempre fiel y lleno de amor: Tu
Hijo Jesús compartió con gente ordinaria la alegría de una boda, en Caná.
Prepara la mesa para nosotros y escáncianos el vino sabroso de tu alianza,
atráenos más cerca hacia ti y envíanos a acercarnos más a los hermanos. Caldea
nuestros corazones con tu mismo amor. Haz que nuestras vidas se conviertan en
fiesta, canto sin fin de alegría y alabanza dirigido a ti, nuestro Dios vivo,
por medio de Jesucristo nuestro Señor” (Oración colecta).
Según sigue llegando a su fin el Adviento, las lecturas continúan repitiéndose, como cuando uno sabe que algo grande está a punto de suceder, y se sorprende repitiendo una frase o un nombre, producto de anticipar ese momento esperado.
La liturgia de hoy nos brinda nuevamente uno de los pasajes más hermosos de todas las Sagradas Escrituras, si no el más hermoso y conmovedor, la Anunciación de ángel a María (Lc 1,26-38). Todavía me estremece recordar la sensación que me arropó cuando tuve la dicha de estar en la gruta de la Anunciación, en Nazaret, hace unos años. Les aseguro que aún hoy se siente la fuerte presencia del Espíritu en ese santo lugar.
Junto a esa lectura, como primera lectura, leemos la profecía de Isaías (7,10-14), en la cual el profeta nos anuncia, casi siete siglos antes del suceso, el nacimiento de Jesús: “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’”. Dios-con-nosotros. Dios hecho uno con nosotros. Dios humanado. Dios encarnado. Dios-en-nosotros. La culminación del plan de salvación que el mismo Dios había dispuesto desde la caída (Gn 3,15).
Y el éxito o el fracaso de ese plan de salvación dependían de una jovencita del pueblo de Nazaret llamada Mariam (María). “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Ese “hágase” de María hizo posible la culminación de la “plenitud de los tiempos” cuando “Dios envió a su Hijo, nacido de Mujer” (Gál 4,4) para hacer posible la instauración de su Reino en medio de la historia humana. Su humildad y desprendimiento, productos de la virtud de la caridad, al aceptar encarnar a un “Dios-hecho-hombre”, no para ella, sino para entregárselo a toda la humanidad, dieron paso a nuestra salvación.
El lugar del “hágase” sigue siendo aquí, “hoy”, en el mundo, que es el lugar en que todos y cada uno de nosotros está en disposición de escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Este es el lugar en donde el Verbo se hace carne, el lugar en que cada uno que acepta la Palabra de Dios, la pone en práctica y se deja poseer plenamente por la gracia, convirtiéndose en otro “cristo” y ofreciéndose a los demás. (Cfr. Gál 2,20).
Así María, con su ejemplo, nos sigue mostrando el camino para continuar la construcción del Reino que su Hijo vino a inaugurar. María está “aquí” para servir (“He aquí la esclava del Señor”), como lo hizo con su prima Isabel, a quien fue a servir sin pensar en los peligros del viaje, como veremos en el Evangelio de mañana.
“Hágase en mi según tu Palabra”. La plenitud de los tiempos está significada en la figura de María, que nos enseña la virtud de la espera, la escucha de la Palabra de Dios, y la colaboración con el plan de salvación dispuesto desde el principio por el Padre. Si emulamos el “hágase” de María, y lo convertimos en lema de nuestro diario vivir, podemos cambiar el rumbo tan preocupante que está tomando la historia de la humanidad.
En estos últimos días del Adviento, pidamos al Padre que nos ayude a seguir el ejemplo de María, para recibir a Jesús en nuestros corazones y nuestras vidas, y compartirlo con el mundo.
Lugar del nacimiento de Jesús dentro de la Basílica de la Natividad en Belén
La liturgia para hoy nos propone la misma
lectura evangélica que leeremos el próximo martes 21 (Lc 1,39-45), la visita de
María a Isabel. Como primera lectura se nos presenta un pasaje de la profecía
de Miqueas (5,1-4), que anuncia al pueblo que el Mesías esperado nacerá en
Belén: “Y tú, Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar
al que ha de gobernar Israel; sus orígenes son de antaño, de tiempos
inmemorables. Por eso, los entregará hasta que dé a luz la que debe dar a luz, el
resto de sus hermanos volverá junto con los hijos de Israel. Se mantendrá
firme, pastoreará con la fuerza del Señor, con el dominio del nombre del Señor,
su Dios; se instalarán, ya que el Señor se hará grande hasta el confín de la
tierra. Él mismo será la paz”.
Este oráculo es bien conocido, pues Mateo lo
cita en la visita de los magos, cuando Herodes manda a preguntar a los sumos
sacerdotes y escribas que dónde habría de nacer el Mesías, y estos le
responden: “En Belén de Judea,… porque así está escrito por el Profeta” (Mt
2,5-6). Juan también lo cita durante la discusión sobre el origen de Jesús: “¿No
dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David y de Belén, el
pueblo de donde era David?” (Jn 7,42). Podemos ver en esta lectura que el censo
ordenado por el emperador Augusto que provocó que José tuviera que trasladarse
a Belén con su mujer encinta, no fue pura casualidad. Estaba todo dispuesto en
el plan de salvación trazado por el Padre desde la eternidad.
Esta profecía nos señala también el origen
humilde (al igual que David) del Mesías, ya que la aldea de Belén era un lugar
pobre. El linaje davídico del mesías esperado se refuerza con la frase: “Su
origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial”. De ahí que el ángel dijera a María en la
anunciación que al niño que va a nacer: “El Señor Dios le dará el trono de
David, su padre” (Lc 1,32b). Cabe señalar que aunque ambos evangelistas que
mencionan las circunstancias del nacimiento de Jesús (Mateo y Lucas) enfatizan
que José, esposo de María y padre putativo de Jesús, pertenecía a la estirpe de
David, la tradición, recogida en los evangelios apócrifos nos señala que María
también era del linaje de David.
Esta lectura es un ejemplo de lo que en días
anteriores hemos llamado la perspectiva histórica, o del pasado, que nos
presenta el “adviento” que vivió el pueblo de Israel durante prácticamente todo
el Antiguo Testamento, esperando, anticipando, preparando la llegada del mesías
libertador que iba a sacar a su pueblo de la opresión. Y en María se hacen
realidad todas las expectativas mesiánicas del pueblo judío; su “sí”, su
“hágase” hizo posible la “plenitud de los tiempos” que marcó el momento para el
nacimiento del Hijo de Dios (Cfr. Gál 4,4). Como dijo san Juan Pablo II: “Desde
la perspectiva de la historia humana, la plenitud de los tiempos es una fecha
concreta. Es la noche en que el Hijo de Dios vino al mundo en Belén, según lo
anunciado por los profetas”.
Estamos a escasos días de la fecha. La
liturgia nos ha llevado in crescendo hasta este momento en que nos
encontramos en el umbral de la Navidad. Es el momento de hacer inventario…
¿Estamos preparados para recibir al Niño Dios?
“Siete panes y unos pocos peces” parecerán poco para alimentar una muchedumbre, pero en manos del Mesías, ese “poco” se convierte en “todo” lo necesario para saciar el hambre de aquella multitud.
La primera lectura de la liturgia para hoy (Is
25,6-10a) continúa presentándonos al futuro Mesías y nos habla de un banquete al
que todos serán invitados: “En aquel día preparará el Señor del universo para
todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín
de vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados”. El mismo Jesús utilizaría
en muchas ocasiones esta figura del banquete para referirse al Reino.
El profeta añade que en ese tiempo el Señor
“aniquilará la muerte para siempre” y “enjugará las lágrimas de todos los
rostros”. Entonces todo será alegría, pues habrá llegado aquél de quien
esperábamos la salvación, y solo habrá motivo para celebrar y gozar esa
salvación. De nuevo, esta lectura nos crea gran expectativa ante la inminente
llegada de los nuevos tiempos que el Mesías vendrá a inaugurar con su presencia
entre nosotros. Tiempos de gozo y abundancia.
Del mismo modo, la lectura evangélica (Mt
15,29-37) nos muestra cómo en la persona de Jesús se cumple esa profecía. A Él
acuden todos los que sufren alguna dolencia: tullidos, ciegos, lisiados,
sordomudos y muchos otros; y “los echaban a sus pies, y él los curaba”. La
lectura nos dice que la gente se admiraba. Pero no tanto por las curaciones
milagrosas, sino porque esos portentos eran el signo más patente de la llegada
del Mesías. Así, la llegada del Mesías se convierte en una fiesta para todos
los que sufren (Cfr. Mt 11.28), quienes ven retroceder el mal, el
sufrimiento y las lágrimas, para dar paso a la felicidad. Cuando Dios pasa,
derrama sobre todos su Santo Espíritu que se manifiesta como una estela de
alegría que deja tras de si.
¡El Mesías ha llegado! Y con Él la plenitud de
los tiempos. No hay duda. Con Él ha llegado también la abundancia. “Siete panes
y unos pocos peces” parecerán poco para alimentar una muchedumbre, que en la versión
de Marcos se nos dice eran “unas cuatro mil personas” (Mc 8,9). Pero en manos
del Mesías, ese “poco” se convierte en “todo” lo necesario para saciar el
hambre de aquella multitud.
No obstante, si miramos a nuestro alrededor,
nos percatamos que aún quedan por cumplirse muchas de las profecías del Antiguo
Testamento, especialmente aquellas que tienen que ver con la paz y la justicia.
El Reino está aquí, pero todavía está “en construcción”. Hace unos días
hablábamos del sentido escatológico del Adviento, de esa espera de la segunda
venida de Jesús que va a marcar la culminación de los tiempos, cuando se
establecerá definitivamente el Reinado de Dios por toda la eternidad. En ese
sentido, el Adviento adquiere también para nosotros un significado parecido al
que le daban los primeros cristianos.
Hoy vemos cuántos hermanos padecen de hambre,
como aquella muchedumbre que seguía a Jesús. Y la solución del hambre se
encontró en el reparto fraterno, en el amor que nos lleva a estar atentos a las
necesidades de los demás. En ninguno de los evangelios se menciona quién tenía
los panes y los peces que fueron entregados a Jesús. Alguien anónimo, que con
su generosidad propició el milagro.
En este tiempo de Adviento, compartamos
nuestro “pan”, material y espiritual, para que todos conozcan la abundancia del
Amor de Jesús, y anhelen su venida. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22,20).
Hoy celebramos el cumpleaños de nuestra Mamá,
María la Madre de Dios y madre nuestra. Y como todo cumpleaños, es motivo de
alegría y de fiesta. La fiesta coincide con el cumplimiento del término de
nueve meses desde la fiesta de la Inmaculada Concepción que celebramos el 8 de
diciembre.
Esta es una de solo tres fiestas litúrgicas
que conmemoran el nacimiento de alguien (las otras dos son el nacimiento de
Jesús, y el de San Juan Bautista). Y con razón, pues con el nacimiento de María
ya entra en la historia la que estaba predestinada a ser la madre del Mesías
anhelado, de ese que iba a liberarnos del pecado y de la muerte. María, la
nueva Arca de la Alianza, la “primera custodia” que llevó dentro de sí por
nueve meses nada más ni nada menos que al mismo Dios encarnado; ese que hizo
saltar de alegría al precursor en el vientre de su madre cuando María fue a
visitarle.
Con el nacimiento de María comienza la
culminación de la divina revelación en la persona de Cristo Jesús. Es el umbral
de la “plenitud de los tiempos”. No debemos olvidar que María concebiría sin
ayuda de varón. Por tanto, la sangre de Jesús, derramada en la Cruz, fue la misma
sangre de María; la composición genética humana de Jesús, que le dio carne al
Verbo, fue la misma de María. Por eso se dice que el nacimiento de María
constituye una especie de “prólogo” de la Encarnación. Es en este punto que
comienza propiamente el Nuevo Testamento.
María es la “llena de gracia”, aquella virgen
que habían anunciado los profetas, según nos refiere Mateo en la conclusión de
lectura evangélica de hoy (Mt 1,1-16.18-23): “Mirad: la Virgen concebirá y dará
a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’.”
Por eso celebramos con alegría su cumpleaños.
“…La liturgia no acostumbra celebrar el
nacimiento terreno de los santos (la única excepción la constituye San Juan
Bautista). Celebra, en cambio, el día de la muerte, al que llama dies
natalis, día del nacimiento para el Cielo. Por el contrario, cuando se
trata de la Virgen Santísima Madre del Salvador, de aquella que más se asemeja
a Él, aparece claramente el paralelismo perfecto existente entre Cristo y Su
Madre. Y así como de Cristo celebra la concepción (Anunciación) el 25 de marzo
y el Nacimiento el 25 de diciembre, así de la Virgen celebra la Concepción el 8
de diciembre y su Nacimiento el 8 de septiembre, y como celebra la Resurrección
y la Ascensión de Jesús, también celebra la Asunción y la realeza de la Virgen.
San Andrés de Creta, refiriéndose al día del Nacimiento de la Virgen, exclama: ‘Hoy,
en efecto, ha sido construido el Santuario del Creador de todas las cosas, y la
creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en Sí al
Supremo Hacedor’.” (De la Homilía del Cardenal J. Ratzinger – papa emérito
Benedicto XVI) La fiesta de la plenitud y el alivio publicada en el
libro El Rostro de Dios, de Editorial Sígueme).
“Siete panes y unos pocos peces” parecerán poco para alimentar una muchedumbre, pero en manos del Mesías, ese “poco” se convierte en “todo” lo necesario para saciar el hambre de aquella multitud.
La primera lectura de la liturgia para hoy (Is 25,6-10a)
continúa presentándonos al futuro Mesías y nos habla de un banquete al que
todos serán invitados: “En aquel día preparará el Señor del universo para todos
los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de
vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados”. El mismo Jesús utilizaría
en muchas ocasiones esta figura del banquete para referirse al Reino.
El profeta añade que en ese tiempo el Señor “aniquilará la
muerte para siempre” y “enjugará las lágrimas de todos los rostros”. Entonces
todo será alegría, pues habrá llegado aquél de quien esperábamos la salvación,
y solo habrá motivo para celebrar y gozar esa salvación. De nuevo, esta lectura
nos crea gran expectativa ante la inminente llegada de los nuevos tiempos que
el Mesías vendrá a inaugurar con su presencia entre nosotros. Tiempos de gozo y
abundancia.
Del mismo modo, la lectura evangélica (Mt 15,29-37) nos
muestra cómo en la persona de Jesús se cumple esa profecía. A Él acuden todos
los que sufren alguna dolencia: tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y muchos
otros; y “los echaban a sus pies, y él los curaba”. La lectura nos dice que la
gente se admiraba. Pero no tanto por las curaciones milagrosas, sino porque esos
portentos eran el signo más patente de la llegada del Mesías. Así, la llegada
del Mesías en se convierte en una fiesta para todos los que sufren (Cfr.
Mt 11.28), quienes ven retroceder el mal, el sufrimiento y las lágrimas, para
dar paso a la felicidad. Cuando Dios pasa, derrama sobre todos su Santo
Espíritu que se manifiesta como una estela de alegría que deja tras de si.
¡El Mesías ha llegado! Y con Él la plenitud de los tiempos. No
hay duda. Con Él ha llegado también la abundancia. “Siete panes y unos pocos
peces” parecerán poco para alimentar una muchedumbre, que en la versión de
Marcos se nos dice eran “unas cuatro mil personas” (Mc 8,9). Pero en manos del
Mesías, ese “poco” se convierte en “todo” lo necesario para saciar el hambre de
aquella multitud.
No obstante, si miramos a nuestro alrededor, nos percatamos
que aún quedan por cumplirse muchas de las profecías del Antiguo Testamento,
especialmente aquellas que tienen que ver con la paz y la justicia. El Reino
está aquí, pero todavía está “en construcción”. Hace unos días hablábamos del
sentido escatológico del Adviento, de esa espera de la segunda venida de Jesús
que va a marcar la culminación de los tiempos, cuando se establecerá
definitivamente el Reinado de Dios por toda la eternidad. En ese sentido, el
Adviento adquiere también para nosotros un significado parecido al que le daban
los primeros cristianos.
Hoy vemos cuántos hermanos padecen de hambre, como aquella
muchedumbre que seguía a Jesús. Y la solución del hambre se encontró en el reparto
fraterno, en el amor que nos lleva a estar atentos a las necesidades de los
demás. En ninguno de los evangelios se menciona quién tenía los panes y los
peces que fueron entregados a Jesús. Alguien anónimo, que con su generosidad
propició el milagro.
En este tiempo de Adviento, compartamos nuestro “pan”,
material y espiritual, para que todos conozcan la abundancia del Amor de Jesús,
y anhelen su venida. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22,20).