REFLEXIÓN PARA EL 24 DE DICIEMBRE – FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

“Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos”…

La liturgia propia de hoy, 24 de diciembre, casi siempre pasa inadvertida, diluyéndose en el barullo de la celebración de la Vigilia la Natividad del Señor. No obstante, resulta conveniente que contemplemos las lecturas, pues completan una historia que culmina el tiempo de Adviento y nos coloca en el umbral de la Navidad propiamente.

La primera lectura (2 Sam 7,1-5.8b-12.14a.16) nos presenta al rey David, que ha logrado unificar las tribus, trayendo paz y estabilidad al pueblo, convirtiéndose en el primer rey que efectivamente reina sobre los reinos del Norte y del Sur. Habiendo terminado la etapa de las peregrinaciones, quiere construirle un templo a Dios: “Mira, yo estoy viviendo en casa de cedro, mientras el arca del Señor vive en una tienda”. Pero Dios le deja saber por medio del profeta Natán que no será él quien le construya el templo (eso le tocará a su hijo Salomón). En cambio, le promete una descendencia, que siempre ha sido interpretada como un anuncio del rey mesiánico: “el Señor te comunica que te dará una dinastía. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré su realeza. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre” (Cfr. Lc 1,32).

El Salmo (88) exalta la misericordia de Dios que se refleja en su fidelidad, y afianza la promesa hecha a David de un linaje perpetuo: “Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: ‘Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades’”.

La lectura evangélica (Lc 1,67-69) nos presenta el cántico de Zacarías. Zacarías había quedado mudo por dudar de la palabra del ángel que le anunció que su esposa Isabel iba a concebir y tener un hijo. El pasaje de hoy se da dentro del contexto de la presentación de su hijo en el Templo según mandaba la Ley. Cuando fueron a ponerle nombre al niño, Zacarías confirmó la petición de Isabel, escribiendo en una tabilla: “Juan es su nombre” (Lc 1,63). Ante el asombro de todos los presentes, a Zacarías “se le soltó la lengua” y comenzó a alabar a Dios.

Ayer escuchábamos de boca de María el canto del Magníficat. Hoy escuchamos el Benedictus, que es un canto de alabanza a Dios que nos anuncia el cumplimiento de todas las profecías del Antiguo Testamento en la persona de Jesús que va a nacer en “la Casa de David, su siervo”. Esto porque Dios ha sido fiel a su Alianza, visitando y redimiendo a su pueblo.

Lleno del Espíritu Santo, Zacarías anuncia que su hijo irá “delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados”.

Hoy es víspera de Navidad, y este cántico nos llena de alegría, y sirve de culminación al tiempo de Adviento, en el cual hemos estado esperando, anticipando, preparándonos para el nacimiento, ya inminente, del Niño Dios.

Ya en unas horas habrá nacido la salvación del mundo. Entonces podremos exclamar: ¡Feliz Navidad!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES 22 DE DICIEMBRE DE 2020- FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

Ya estamos en el umbral de la Navidad, y la liturgia continúa orientándonos hacia ella y preparándonos para la Gran Noche. Se nos ha presentado el poder de Dios que hace posible que mujeres estériles, incluso de edad avanzada, conciban y den a luz hijos que intervendrán en la historia humana para hacer posible la historia de la salvación. María será la culminación: Una criatura nacida de una virgen, un regalo absoluto de Dios, el inicio de una nueva humanidad.

La primera lectura de hoy (1 Sam 1,24-28) nos narra la presentación de Samuel a Elí por parte de su madre Ana, una mujer estéril que había orado para que Dios le concediera el don de la maternidad: “Este niño es lo que yo pedía; el Señor me ha concedido mi petición. Por eso se lo cedo al Señor de por vida, para que sea suyo”. Ana está consciente de que ese hijo, producto de la gracia de Dios, no le pertenece. María llevará ese gesto a su máxima expresión al entregar a su Hijo a toda la humanidad. Cuando María dio a luz al Niño Dios lo colocó en un pesebre, en vez de estrecharlo contra su pecho, como sería el instinto de toda madre. Así lo puso a disposición de todos nosotros.

La lectura que se nos presenta como salmo es el llamado Cántico de Ana, tomado también del libro de Samuel (1 Sam 2,1.4-5.6-7). Este es el cántico de alabanza  que Ana entona después que entrega y consagra a su hijo al templo. Todos los exégetas reconocen en este cántico de alabanza la inspiración para el hermoso canto del Magníficat, que contemplamos hoy como lectura evangélica (Lc 1,46-56). Este cántico nos demuestra además que no importa cuán “estéril” de buenas obras haya sido nuestra vida, el Señor es capaz de “levantarnos del polvo”, “hacernos sentar entre príncipes” y “heredar el trono de gloria”, pues es Dios quien “da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece”. Tan solo tenemos que confiar en Dios y dejarnos llevar por el Espíritu.

Ambas mujeres, María y Ana, reconocen su pequeñez ante Dios. Nos demuestran que si confiamos en el Señor Él obrará maravillas en nosotros; que Dios es el Dios de los pobres, los anawim. En este sentido María representa la culminación de la espera de siglos del pueblo de Israel, especialmente los pobres y los oprimidos; ella es la realización de las promesas que le han mantenido vigilante. Al humillarse ante Dios se ha enaltecido ante Él (Cfr. Lc 14,11).

Cuando María nos dice que “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones”, no lo dice por ella misma ni por sus méritos, pues acaba de declararse “esclava” del Señor, sino por las maravillas que el Señor ha obrado en ella. Así mismo lo hará con todo el que escuche Su Palabra y la ponga en práctica. “Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 123).

Dios no desampara un corazón contrito y humillado (Sal 50). En estos dos días que restan del Adviento, pidamos al Señor la humildad necesaria para que Él fije su mirada en nosotros y haga morada en nuestros corazones, como lo hizo en el de María.

REFLEXIÓN PARA EL CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO (B) 20-12-20

“¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?”

Según sigue llegando a su fin el Adviento, las lecturas continúan repitiéndose, como cuando uno sabe que algo grande está a punto de suceder, y se sorprende repitiendo una frase o un nombre, producto de anticipar ese momento esperado. Así el Evangelio (Lc 1,26-38) para este cuarto domingo de Adviento nos repite el que leíamos recientemente para la solemnidad de la Inmaculada Concepción, que nos narra el hermoso pasaje de la Anunciación.

Al comienzo del Adviento compartimos con ustedes un anticipo de los temas que dominarían la liturgia del Adviento. Decíamos entonces que el primer domingo era el domingo de VIGILANCIA, el segundo de CONVERSIÓN, el tercero de TESTIMONIO, y este cuarto el del ANUNCIO.

Con la primera lectura para hoy (Sm 7,1-5.8b-12.14a.16) la liturgia nos anuncia, a través del profeta Natán, el nacimiento de Aquél que habría de hacer de la casa de David un Reino que duraría por toda la eternidad. Dice el Señor a David por medio de Natán que: “el Señor te comunica que te dará una dinastía. Y, cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré su realeza. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mí presencia; tu trono permanecerá por siempre”.

En el Evangelio, el ángel del Señor le anuncia a María que ha sido ella la elegida para que se cumpliese la promesa hecha por Yahvé a David por medio del profeta, al decirle que el hijo que va a concebir “se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”.

Estas lecturas son un ejemplo de lo que anteriormente hemos llamado la perspectiva histórica, o del pasado, que nos presenta el “adviento” que vivió el pueblo de Israel durante prácticamente todo el Antiguo Testamento, esperando, anticipando, preparando la llegada del mesías libertador que iba a sacar a su pueblo de la opresión, y cómo en María se hacen realidad todas esas expectativas mesiánicas del pueblo judío. Su “sí”, su “hágase” hizo posible la “plenitud de los tiempos” que marcó el momento para el nacimiento del Hijo de Dios (Cfr. Gál 4,4). Como dijera San Juan Pablo II: “Desde la perspectiva de la historia humana, la plenitud de los tiempos es una fecha concreta. Es la noche en que el Hijo de Dios vino al mundo en Belén, según lo anunciado por los profetas”.

Estamos a escasos cuatro días de esa fecha. La liturgia nos ha llevado in crescendo hasta este momento en que nos encontramos en el umbral de la Navidad. Es el momento de hacer inventario… ¿Hemos vivido un verdadero Adviento? ¿Estamos preparados para recibir al Niño Dios? ¿Nos hemos reconciliado con nuestros hermanos, con nosotros mismos y con Dios? ¿Hemos dispuesto nuestro pesebre interior para que la Virgen coloque en Él a nuestro Señor y Salvador, como lo hizo aquella noche en Belén? Es la perspectiva presente, el “hoy” del Adviento.

Todavía estamos a tiempo (Él nunca se cansa de esperarnos). En este cuarto domingo de Adviento, si tienes la oportunidad, acércate al sacramento de la reconciliación. Si por razón de la pandemia, o enfermedad, no te es posible, haz un acto de arrepentimiento, con el firme propósito de acudir al sacramento tan pronto puedas. Entonces sabrás lo que es la verdadera Navidad.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (A) 22-11-20

En la lectura evangélica Mateo nos estremece con la parábola del “juicio final”.

Hoy es el trigésimo cuarto domingo del Tiempo Ordinario, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo; solemnidad que marca el fin de Tiempo Ordinario y nos dispone a comenzar ese tiempo litúrgico tan especial del Adviento.

La solemnidad de Cristo Rey fue instaurada por el Papa Pío XI el 11 de diciembre de 1925. Quería el Papa motivar a los católicos a reconocer públicamente que la cabeza de la Iglesia es Cristo Rey. Posteriormente se movió al último domingo del tiempo ordinario para resaltar la importancia de Cristo como centro de toda la historia universal, colocándola entre un ciclo litúrgico y otro.

Todas las lecturas que nos propone la liturgia para hoy nos apuntan al señorío y reinado de Jesús, con un sabor escatológico, es decir, a esa segunda venida de Jesús que marcará el fin de los tiempos y la culminación de su Reino por toda la eternidad.

La primera lectura, tomada del profeta Ezequiel (34,11-12.15-17), además de presentarnos la figura de Jesús como pastor, nos lo presenta como Rey y Señor de la historia, que habrá de juzgarnos al final de los tiempos: “Y a vosotras, mis ovejas, así dice el Señor: Voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío”.

En la lectura evangélica (Mt 25,31-46) Mateo nos estremece con la parábola del “juicio final”. Este pasaje nos recuerda que un día vamos a enfrentarnos a nuestra historia, a nuestras obras, y vamos a ser juzgados. A ese juicio no podremos llevar nuestras palabras ni nuestra conducta exterior. Solo se nos permitirá presentar nuestras obras de misericordia.

Los que escuchaban a Jesús, le preguntan: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” La contestación no se hace esperar: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. Lo mismo ocurre en la negativa: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. Y la respuesta es igual: “Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo”. Para explicar el juicio echa mano de la figura del pastor que vimos en la primera lectura: “Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas, de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda”.

Durante el tiempo de Adviento que se avecina, se nos propone el compromiso de amar al prójimo como preparación para el nacimiento del Niño Dios en nuestros corazones. El Evangelio de hoy va más allá de no hacer daño, de no odiar; nos plantea lo que yo llamo el gran pecado de nuestros tiempos: el pecado de omisión. Jesús nos está diciendo que es Él mismo quien está en ese hambriento, sediento, forastero, enfermo, desnudo, preso, a quien ignoramos, a quien abandonamos (pienso en nuestros viejos).

Un día vamos a tomar el examen de nuestras vidas, y Jesús nos está dando las contestaciones por adelantado. ¿Aprobaremos, o reprobaremos? De nosotros depende…

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA: JESÚS, MARÍA Y JOSÉ 29-12-19

Hoy celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia, y la liturgia nos presenta como lectura evangélica (Mt 2,13-15.19-23) un pasaje entrelazado con el que leíamos ayer, fiesta de los Santos Inocentes, Mártires (Mt 2,13-18).

El Evangelio de hoy, leído a la luz de la Fiesta de la Sagrada Familia que celebramos, nos presenta a José protegiendo a su familia, a María y al Niño Dios. Una obligación nacida del amor, que es el “pegamento” que le da sentido y unidad a la familia cristiana; el mismo amor que hace a María, recién casada y acabando de dar a luz a su primogénito, seguir a su marido sin cuestionar cuando este le dice que tienen que marchar a Egipto, regresar cuando es el momento propicio, y establecerse en Nazaret, no como un acto de sumisión servil, sino de conciencia de que todo lo que dispone el marido es producto del mismo amor, y para beneficio de la familia.

La primera lectura, tomada del libro de Eclesiástico (3,3-7.14-17) nos enfatiza la importancia del amor y respeto en las relaciones familiares, especialmente entre padres e hijos y madres e hijos, y cómo ese amor y respeto son agradables a Dios: “el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha”. Jesús, aún después de cobrar conciencia de su divinidad, y de manifestárselo a sus padres, no dejó por eso de cumplir con su obligación de honrarles y obedecerles en todo. Así, en el pasaje del Niño perdido y hallado en el Templo, Lucas nos dice que luego que sus padres le “encontraron” en el Templo: “Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad” (Lc 2,51a).

En la Segunda lectura (Col 3,12-21) san Pablo enfatiza la armonía que debe existir en las familias, incluyendo las “familias extendidas” de nuestra comunidad, nuestra parroquia, nuestros grupos de fe: misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión, perdón, agradecimiento. Y que todo sea “en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él”.

La Fiesta litúrgica de la Sagrada Familia nos presenta una faceta importantísima del misterio de la Encarnación. Dios pudo simplemente haber optado por “aparecer”, pero optó por encarnarse en el seno de una familia como la tuya y la mía, la “Sagrada Familia”, proporcionándonos de ese modo el modelo a seguir.

Hoy es un buen día para hacer introspección sobre nuestras relaciones familiares, las relaciones con nuestros cónyuges, con nuestros padres e hijos, con nuestros hermanos. ¿Están esas relaciones fundamentadas en el amor? ¿Servimos de ejemplo a nuestros hijos para que nos obedezcan, no por autoritarismo, sino por amor? ¿Honramos y respetamos a nuestros padres y madres? “El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros” (Eclo 3,3-4).

En esta fiesta de la Sagrada Familia, pidamos al Señor la gracia de permitir al Niño Dios hacer morada en nuestros hogares, y en nuestros corazones.

REFLEXIÓN PARA EL 24 DE DICIEMBRE DE 2019 – FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

La liturgia propia de hoy, 24 de diciembre, casi siempre pasa inadvertida, diluyéndose en el barullo de la celebración de la Vigilia la Natividad del Señor. No obstante, resulta conveniente que contemplemos las lecturas, pues completan una historia que culmina el tiempo de Adviento y nos coloca en el umbral de la Navidad propiamente.

La primera lectura (2 Sam 7,1-5.8b-12.14a.16) nos presenta al rey David, que ha logrado unificar las tribus, trayendo paz y estabilidad al pueblo, convirtiéndose en el primer rey que efectivamente reina sobre los reinos del Norte y del Sur. Habiendo terminado la etapa de las peregrinaciones, quiere construirle un templo a Dios: “Mira, yo estoy viviendo en casa de cedro, mientras el arca del Señor vive en una tienda”. Pero Dios le deja saber por medio del profeta Natán que no será él quien le construya el templo (eso le tocará a su hijo Salomón). En cambio, le promete una descendencia, que siempre ha sido interpretada como un anuncio del rey mesiánico: “el Señor te comunica que te dará una dinastía. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré su realeza. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre” (Cfr. Lc 1,32).

El Salmo (88) exalta la misericordia de Dios que se refleja en su fidelidad, y afianza la promesa hecha a David de un linaje perpetuo: “Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: ‘Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades’”.

La lectura evangélica (Lc 1,67-69) nos presenta el cántico de Zacarías. Zacarías había quedado mudo por dudar de la palabra del ángel que le anunció que su esposa Isabel iba a concebir y tener un hijo. El pasaje de hoy se da dentro del contexto de la presentación de su hijo en el Templo según mandaba la Ley. Cuando fueron a ponerle nombre al niño, Zacarías confirmó la petición de Isabel, escribiendo en una tabilla: “Juan es su nombre” (Lc 1,63). Ante el asombro de todos los presentes, a Zacarías “se le soltó la lengua” y comenzó a alabar a Dios.

Ayer escuchábamos de boca de María el canto del Magníficat. Hoy escuchamos el Benedictus, que es un canto de alabanza a Dios que nos anuncia el cumplimiento de todas las profecías del Antiguo Testamento en la persona de Jesús que va a nacer en “la Casa de David, su siervo”. Esto porque Dios ha sido fiel a su Alianza, visitando y redimiendo a su pueblo.

Lleno del Espíritu Santo, Zacarías anuncia que su hijo irá “delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados”.

Hoy es víspera de Navidad, y este cántico nos llena de alegría, y sirve de culminación al tiempo de Adviento, en el cual hemos estado esperando, anticipando, preparándonos para el nacimiento, ya inminente, del Niño Dios.

Ya en unas horas habrá nacido la salvación del mundo. Entonces podremos exclamar: ¡Feliz Navidad!

REFLEXIÓN PARA EL CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO (A) 22-12-19

Según sigue llegando a su fin el Adviento, las lecturas continúan repitiéndose, como cuando uno sabe que algo grande está a punto de suceder, y se sorprende repitiendo una frase o un nombre, producto de anticipar ese momento esperado. Así la primera lectura (Is 7,10-14) y el Evangelio (Mt 1,18-24) para este cuarto domingo de Adviento nos repiten la primera lectura del pasado viernes y el Evangelio del miércoles, respectivamente.

Con la lectura de Isaías la liturgia nos reitera que dentro de apenas tres días estaremos celebrando el nacimiento de nuestro Señor y Salvador: “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa “‘Dios-con-nosotros’”.

En el Evangelio, Mateo nos recuerda que el nacimiento de Jesús es el cumplimiento de la profecía de Isaías que leemos en la primera lectura. La segunda lectura, tomada de la Carta del apóstol san Pablo a los Romanos, nos reitera que Jesús es el Hijo de Dios que había sido prometido por los profetas: “Este Evangelio, prometido ya por sus profetas en las Escrituras santas, se refiere a su Hijo, nacido, según la carne, de la estirpe de David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte: Jesucristo, nuestro Señor”. Nos dice además que esa Buena Noticia (Evangelio) no estaba limitado al pueblo judío, sino a todos los pueblos (nosotros): “Por él hemos recibido este don y esta misión: hacer que todos los gentiles respondan a la fe, para gloria de su nombre. Entre ellos estáis también vosotros, llamados por Cristo Jesús”.

Estas lecturas son un ejemplo de lo que anteriormente hemos llamado la perspectiva histórica, o del pasado, que nos presenta el “adviento” que vivió el pueblo de Israel durante prácticamente todo el Antiguo Testamento, esperando, anticipando, preparando la llegada del mesías libertador que iba a sacar a su pueblo de la opresión, y cómo en María se hacen realidad todas esas expectativas mesiánicas del pueblo judío. Su “sí”, su “hágase” hizo posible la “plenitud de los tiempos” que marcó el momento para el nacimiento del Hijo de Dios (Cfr. Gál 4,4). Como dijo san Juan Pablo II: “Desde la perspectiva de la historia humana, la plenitud de los tiempos es una fecha concreta. Es la noche en que el Hijo de Dios vino al mundo en Belén, según lo anunciado por los profetas”.

Estamos a escasos tres días de esa fecha. La liturgia nos ha llevado in crescendo hasta este momento en que nos encontramos en el umbral de la Navidad. Es el momento de hacer inventario… ¿Hemos vivido un verdadero Adviento? ¿Estamos preparados para recibir al Niño Dios? ¿Nos hemos reconciliado con nuestros hermanos, con nosotros mismos y con Dios? ¿Hemos dispuesto nuestro pesebre interior para que la Virgen coloque en Él a nuestro Señor y Salvador, como lo hizo aquella noche en Belén? Es la perspectiva presente, el “hoy” del Adviento.

Todavía estamos a tiempo (Él nunca se cansa de esperarnos). En este cuarto domingo de Adviento, acércate la casa del Padre y reconcíliate con Él. Entonces sabrás lo que es la verdadera Navidad.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TRIGÉSIMO CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 29-11-19

“Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca”.

Estamos ya en las postrimerías del tiempo ordinario. Mañana en la noche, con las vísperas del primer domingo de Adviento, comenzamos el nuevo año litúrgico. La primera lectura (Dn 7,2-14), continúa presentándonos visiones apocalípticas, pero esta vez es Daniel quien tiene la visión. Antes de ayer leíamos la visión del rey Nabucodonosor sobre una estatua compuesta de cuatro metales, representando cuatro imperios. Hoy Daniel tiene una visión, típica del género apocalíptico en la que aparecen cuatro “fieras”, que simbolizan también los cuatro imperios sucesivos, el babilonio, el persa, el medo y el griego.

Pero lo verdaderamente importante de la visión es el final. En medio de una visión del trono de Dios con todos los seres aclamándole, Daniel dice que: “Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”. Esta lectura nos presenta el Reinado eterno de Dios que ha de concretizarse al final de los tiempos, reino que “no pasa”.

Es en este pasaje donde se utiliza por primera vez la frase “Hijo de hombre” que Jesús se aplicará a sí mismo, frase que encontramos unas ochenta veces en los evangelios para referirse a Jesús. Ese Hijo de hombre a quien toda la creación alaba y bendice, como nos dicen los versos del “cántico de los tres jóvenes”, tomado del mismo libro de Daniel (3,75.76.77.78.79.80.81) que nos presenta la liturgia de hoy como Salmo.

La lectura evangélica (Lc 21,29-33) nos refiere nuevamente a la segunda venida de Jesús en toda su gloria a instaurar su Reino que “no pasará”. Pero primero nos invita a estar atentos a los “signos de los tiempos” para que sepamos cuándo ha de ser. Como suele hacerlo, Jesús echa mano de las experiencias cotidianas de sus contemporáneos, que conocen de la agricultura: “Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca”.

Esa figura de los árboles que “echan brotes”, nos apunta a la primavera, que anuncia un “nuevo comienzo”, el “nuevo tiempo” que ha de representar el Reinado definitivo de Dios, la “nueva Jerusalén” del final de los tiempos. Ese Reino que Jesús inauguró hace casi dos mil años y que la Iglesia, pueblo de Dios, continúa madurando, como los brotes de los árboles en primavera, hasta que florezca y alcance su plenitud.

Muchos imperios, reinados, gobiernos, ideologías, ha surgido y desaparecido. Pero la Palabra se mantiene incólume a lo largo de la historia. Y la Iglesia (nosotros) está encargada de asegurarse que esa Palabra siga floreciendo para que la salvación alcance a todos. “El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”.

Estamos a escasas horas del Adviento, y la liturgia de ese tiempo especial nos invita a estar atentos a esa segunda venida de Jesús y al nacimiento del Niño Dios, no solo en Belén, sino en nuestros corazones. Solo así podremos convertirnos en la savia que hace brotar las flores de la salvación en el árbol de la Iglesia.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR 06-01-19

Hoy celebramos en Puerto Rico la solemnidad de la Epifanía del Señor. Epifanía significa “manifestación”. La Iglesia reconoce tres epifanías importantes: La Epifanía ante los Reyes Magos (que celebramos hoy), la Epifanía a Juan el Bautista en el Río Jordán cuando Jesús fue bautizado, y la Epifanía a sus discípulos en las Bodas de Caná. No obstante, cuando hablamos de Epifanía, siempre pensamos en la primera, que se celebra todos los años el 6 de enero.

Aunque en Puerto Rico la solemnidad se conoce con el nombre de los Tres Santos Reyes, el relato de Mateo (2,1-12), ni dice que eran tres, ni que eran reyes. Tampoco dice que llegaron en camellos. El número de tres se ha desarrollado en la tradición basado en los presentes que le presentaron al Niño: oro, incienso y mirra. El número de tres también se recoge en los evangelios apócrifos, al igual que sus nombres. El Evangelio armenio de la infancia de Jesús (5,10) nos dice: “Y los reyes de los magos eran tres hermanos: Melkon (Melchor), el primero, que reinaba sobre los persas; después Baltasar, que reinaba sobre los indios, y el tercero Gaspar, que tenía en posesión el país de los árabes”.

Lo de los camellos, también producto de la tradición, se basa probablemente en el pasaje del libro de Isaías (60,1-6) que la liturgia nos propone para hoy, que en el versículo 6 nos dice: “Te inundará una multitud de camellos, de dromedarios de Madián y de Efá. Vienen todos de Sabá, trayendo incienso y oro, y proclamando las alabanzas del Señor”. La realeza de los visitantes probablemente se incorpora a la tradición al combinar este pasaje con el Salmo 71 que leemos hoy también: “Que los reyes de Tarsis y de las islas le paguen tributo. Que los reyes de Saba y de Arabia le ofrezcan sus dones; que se postren ante él todos los reyes, y que todos los pueblos le sirvan”.

Lo cierto es que esta visita y adoración de los magos representa la manifestación de Jesús a los pueblos gentiles (no judíos), incluyéndonos a nosotros. Esta manifestación y bendición de Dios a todos los pueblos, representa también el cumplimiento de la promesa de Yahvé a Abraham en el Antiguo Testamento: “por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra”. Esa promesa la recibimos nosotros a través de la persona de Cristo Jesús (Cfr. Mt 1,1-17), según nos dice san Pablo en la segunda lectura de hoy (Ef 3,2-3a.5-6): “…también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio”. Ut unum sint!

Los magos presentaron al Niño dones: oro que representa la realeza, incienso que representa la divinidad, y mirra que representa la humanidad. Hoy Dios se nos manifiesta; es para nosotros como una segunda Navidad. De hecho, en las Iglesias Orientales hoy se celebra la Navidad. Ahora el Niño pertenece al mundo, a toda la humanidad; ha rebasado el ámbito del pesebre, de Israel. Nosotros, ¿qué le vamos a ofrecer como don? Lo único que Él espera como regalo es a nosotros mismos, nuestra fidelidad y nuestro amor hacia Él en la persona de nuestros hermanos.

Te propongo algo: Dale un abrazo a la primera persona que veas después de leer esta reflexión. Estarás abrazando al niño Dios…