“Te doy las gracias, Señor, por el consuelo de tu presencia: También en la soledad, eres mi esperanza, mi confianza; ¡Desde mi juventud, eres mi roca y mi fortaleza! Gracias por haberme dado una familia y por la bendición de una larga vida.
“Te agradezco los momentos de alegría y de dificultad, por los sueños cumplidos y por los que aún tengo por delante.
“Te agradezco este tiempo de renovada fecundidad al que me llamas.
“Aumenta, Señor, mi fe, hazme un instrumento de tu paz; enséñame a acoger a quien sufre más que yo, a no dejar de soñar y a narrar tus maravillas a las nuevas generaciones.
“Protege y guía al papa Francisco y a la Iglesia, para que la luz del Evangelio llegue hasta los confines de la tierra.
“Envía tu Espíritu, Señor, a renovar el mundo, para que la tormenta de la pandemia se apacigüe, los pobres sean consolados y toda guerra termine.
“Sostenme en la debilidad, y concédeme vivir plenamente cada momento que me das, con la certeza de que estás conmigo cada día hasta el fin del mundo. Amén”.
En el evangelio que se nos propone para hoy (Mt 13,31-35), la Iglesia continúa rumiando las parábolas del Reino. Hoy nos presenta dos: la del grano de mostaza y la de la levadura. Ambas están comprendidas en el llamado “discurso parabólico” de Jesús, que ocupa todo el capítulo 13 del evangelio según san Mateo.
Como hemos dicho en ocasiones anteriores,
Mateo escribe su relato para los judíos de la Palestina convertidos al
cristianismo, con el objetivo de probar que Jesús es el Mesías esperado, ya que
en Él se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento. Por eso aprovecha
la oportunidad para explicar por qué Jesús habla en parábolas: “Jesús expuso
todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada. Así se cumplió
el oráculo del profeta: ‘Abriré mi boca diciendo parábolas, anunciaré lo
secreto desde la fundación del mundo’” (Cfr. Sal 78,2).
Ambas parábolas que contemplamos hoy nos
presentan el crecimiento del Reino de Dios en la tierra. En la primera (la del
grano de mostaza) vemos cómo Jesús sembró la simiente, cómo el Hijo del Padre
se hizo uno de nosotros, haciéndose Él mismo semilla fértil. Esparció su
Palabra en los corazones de los hombres, como el sembrador en el campo, y esa
Palabra dio fruto. Esa pequeña semilla, comparable a un grano de mostaza (la
más pequeña de las semillas), que Jesús sembró hace dos mil años continúa dando
frutos. Y nosotros hemos sido llamados a ser testigos de ese milagroso
crecimiento, de cómo ese puñado de unos ciento veinte seguidores en Jerusalén
(Hc 1,15), ha continuado creciendo y dando fruto hasta convertirse en la
Iglesia que conocemos hoy. Pero aún queda mucho por hacer…
Para que esa cosecha no se pierda, Jesús
necesita trabajadores: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son
pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para su
cosecha.” (Mt 9,37). El dueño de los sembrados ha colocado un letrero a la
entrada del campo: “Se necesitan trabajadores”. Tú, ¿te apuntas?
Cuando nos acercamos a la segunda parábola,
pensamos que de seguro Jesús observó muchas veces a su madre mezclar harina con
levadura, para luego contemplar con admiración cómo aquella masa crecía ante
sus ojos, antes de meterla en el horno. Con esta parábola Jesús dice a sus
discípulos (incluyéndonos a nosotros) que estamos llamados a ser “levadura”
entre los hombres para que su Palabra, y el Reino que ella anuncia, siga
creciendo hasta llegar a los confines de la tierra. Por eso el papa Francisco
nos llama a salir al mundo, a “las periferias”, para que ese mensaje de
salvación que nos trae Jesús llegue a todos, porque “Dios, nuestro Salvador…
quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la
verdad” (1Tm 2,3-4).
Pidamos al Señor por el aumento en las
vocaciones sacerdotales, diaconales y religiosas, y para que cada día haya más
laicos comprometidos dispuestos a trabajar hombro a hombro con los consagrados
en el anuncio del Reino.
Que pasen una hermosa semana llena de
bendiciones.
Hemos denominado “cápsulas marianas” a una serie de vídeos cortos que publicamos periódicamente en nuestro canal de YouTube “De la mano de María TV”, relacionados con la devoción a Nuestra Señora la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra.
A lo largo de la
serie estaremos explorando sus atributos, advocaciones, apariciones, y los
aspectos teológicos y doctrinales de la devoción y veneración a la Santísima
Virgen María, basándonos en las Sagradas Escrituras, la Santa Tradición, y el
Magisterio de la Iglesia Católica.
Exploraremos,
además, la riqueza de la religiosidad popular en torno a la persona de María, y
el tratamiento que le dan otras religiones que también veneran a esa, a quien
la prestigiosa revista National Geographic ha descrito como la mujer más
poderosa del mundo y de quien el papa Francisco ha dicho: “Es mi mamá”.
Nuestra meta es que los que vean y escuchen estas cápsulas conozcan cada día más y mejor a Mamá María. Les aseguro, que mientras más la conozcan, más sepan sobre ella, más crecerá su amor por ella.
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Aquí encontrarás también información sobre cómo invitarnos a compartir con tu comunidad de fe, tanto de manera virtual como presencial.
Ya en el umbral de Pentecostés, la liturgia
nos propone como lectura evangélica (Jn 21,15-19) la conclusión del Evangelio
según san Juan, que nos ha acompañado durante prácticamente toda la Pascua.
Este pasaje constituye, junto a Mt 16,18 lo que tal vez sea el argumento
bíblico más decisivo sobre el primado de Pedro en la Iglesia universal.
Jesús, en su infinita pero misteriosa
sabiduría, ha escogido a uno de sus amigos íntimos para que “apaciente sus
corderos”, “pastoree sus ovejas”. Sí, al mismo Pedro que, luego de haber
asegurado que estaba dispuesto a dar su vida por Él (Jn 13,37), había terminado
negándolo tres veces (Mt 26,69-75). Mientras las multitudes seguían y aclamaban
a Jesús, era fácil decir que estaba dispuesto a dar la vida por Él. Cuando se
vieron rodeados de soldados y amenazados, ese entusiasmo se esfumó. Trato de
imaginarme la angustia, la frustración, la vergüenza que sintió Pedro al
recordar las palabras de Jesús cuando le dijo que antes de que cantara el gallo
le habría negado tres veces.
Ahora se encuentran por última vez, luego del
suceso traumático de la muerte de Jesús y su posterior resurrección. Ya todos
comprendían lo que Jesús les había adelantado sobre su resurrección. Una vez
más el ambiente es de sobremesa; acababan de consumir parte del producto de la
pesca milagrosa, y Jesús y su amigo Pedro tienen un “aparte”, probablemente
tomando un corto paseo a orillas del lago de Tiberíades. Jesús quiere confiarle
a Pedro el rebaño que con tanto amor Él había juntado. Por eso el diálogo gira
en torno al principal requisito que tiene que cumplir el que vaya a asumir
semejante tarea: el amor.
Jesús conoce lo que hay en nuestros corazones,
al punto que las palabras a veces pueden hasta tornarse en obstáculos. Pero aun
así le pregunta tres veces (el mismo número de las negaciones): “¿me amas más
que éstos?”; “¿me amas?”; “¿me quieres?”. Nos dice la escritura que a la
tercera pregunta Pedro “se entristeció”. Probablemente recordó las negaciones,
y también cuando su mirada se cruzó con la de Jesús en casa de Caifás. Jesús
sabe que Pedro lo ama, pero quiere que Pedro esté seguro que le ama. Porque la
labor que le va a encomendar es una de amor, pues solo el que ama “hasta que le
duela”, al punto de dar la vida, puede predicar el amor. Todo eso está
implícito en la última palabra: “Sígueme”.
Jesús le está confiando su más preciado tesoro, y le está pidiendo que ese mismo amor que le tiene a Él, lo demuestre en su entrega incondicional a ese “rebaño”. Después de todo, la misión de Pedro, junto a los demás discípulos va a ser solo una: predicar el Amor a todo el mundo. Esa es también nuestra misión, y sobre esa gestión hemos de rendir cuentas. Como nos dijo san Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor”.
Hoy les pido que oremos por el papa Francisco, sucesor de Pedro, para el el mismo Espíritu le dé la fortaleza para pastorear las ovejas que el Señor le ha encomendado.
Consciente del alcance y significado de la pregunta, cierra los ojos, examina tu corazón, y contesta la pregunta que Jesús te está haciendo: “¿me amas?”
Hoy celebramos el segundo domingo de Pascua,
también conocido como domingo de la Divina Misericordia.
La primera lectura (Hc 4,32-35) nos narra cómo
las primeras comunidades cristianas “daban testimonio de la resurrección del
Señor con mucho valor”, y cómo por ese gesto “Dios los miraba a todos con mucho
agrado”.
No olvidemos que hoy concluye la “Octava” de
Pascua y, por tanto, la celebración que comenzó el domingo de Pascua de
Resurrección y se prolongó hasta hoy. De ahí que la lectura evangélica (Jn
20,19-31) nos presenta las primeras dos apariciones de Jesús a sus discípulos.
La primera el mismo día de la Resurrección, encontrándose encerrados en la
estancia superior, por temor a las autoridades judías, luego de que Pedro y
Juan encontraran la tumba vacía. La segunda tiene lugar una semana después (un
día como hoy), pero esta vez los discípulos estaban fortalecidos por la
presencia del Resucitado. Ahora la controversia giraba en torno a la
incredulidad de Tomás.
Este pasaje, que es la conclusión del
evangelio según san Juan, es sumamente denso y lleno de símbolos. Nos limitaremos
a dos, comenzando con el segundo: la incredulidad de Tomás.
La pregunta obligada es: ¿Dónde estaba Tomás
cuando el Señor se apareció a los discípulos por primera vez? De seguro estaba
vagando, triste y desilusionado porque Jesús había muerto; había visto
esfumarse en una horas todas sus expectativas, sus sueños mesiánicos. Se había
separado del grupo. Por eso no tuvo la experiencia de Jesús resucitado; como
nos pasa a nosotros cuando nos alejamos de la Iglesia. Cuando regresó se negaba
a creer porque no lo había visto. Pero esta vez no se alejó, se mantuvo en
comunión con sus hermanos, se congregó, y entonces tuvo el encuentro con Jesús
resucitado. Igual nos pasa a nosotros cuando regresamos la Iglesia y nos
congregamos para la celebración eucarística; los ojos de la fe nos permiten
tener un encuentro con Jesús resucitado. Por eso en el rito de la consagración
decimos, al igual que Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”
Jesús concluye el pasaje diciendo: “Dichosos
los que crean sin haber visto”. Los discípulos tuvieron la dicha de ver a Jesús
resucitado. Nosotros por fe creemos que Él se hace presente con todo su cuerpo,
sangre, alma y divinidad, en las especies de pan y vino durante la celebración
eucarística; presencia tan real como lo fue la aparición a los discípulos en
aquél primer domingo de Resurrección. ¡Y por ello Jesús nos llama dichosos,
bienaventurados!
El otro aspecto que hay que resaltar es la
institución del Sacramento de la Reconciliación. Jesús conoce nuestra
naturaleza pecadora y no quiso dejarnos huérfanos: “exhaló su aliento sobre
ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los
pecados, quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos’”.
Es el “Tribunal de la Divina Misericordia”, la
manifestación más patente de la Misericordia Divina; llamado así porque
es el único Tribunal en el cual uno, al declararse culpable, es absuelto.
Durante la Cuaresma y Semana Santa la Iglesia
nos hizo un llamado a reconciliarnos. Si no lo hiciste entonces, recuerda que HOY es el domingo de la Divina
Misericordia. ¡Anda, declárate culpable; te garantizo que saldrás absuelto!
La liturgia para el Jueves Santo es un
verdadero festín. En la Misa Vespertina de la Cena del Señor celebramos la
institución de la Eucaristía (que quiere decir “acción de gracias”) y el
sacerdocio. Es el comienzo del Triduo Pascual. A pesar de estar tan cercanos a
la Pasión, estamos de fiesta; por eso los ornamentos litúrgicos son blancos.
Las primeras lecturas tratan más directamente
el tema de la Eucaristía, mientras el pasaje evangélico nos presenta un episodio
relacionado: el lavatorio de los pies.
La primera lectura, tomada del libro del Éxodo
(12,1-8.11-14), hace memoria del hecho liberador más importante en la historia
del pueblo de Israel, su liberación de la esclavitud en Egipto. La primera Pascua,
y la celebración de la primera cena pascual, signo de la Alianza entre Dios y
su pueblo a través de la persona de Moisés. Ese hecho liberador se convirtió en
“memorial” (zikkaron) para los judíos. Por eso, al celebrar la Pascua,
cada judío se considera que él mismo (no sus antepasados) fue liberado de la
esclavitud en Egipto.
La segunda lectura nos presenta la mejor
narración de la institución de la Eucaristía que encontramos en el Nuevo
Testamento, curiosamente por alguien que no estuvo allí, pero que la recibió
por la Tradición: el apóstol san Pablo (1 Cor 11,23-26). Esa institución se dio
durante la cena de Pascua que Jesús compartía con sus discípulos. Y en medio de
esa celebración, Jesús se ofrece a sí mismo como signo de la Alianza nueva y
eterna, y al ofrecer el pan y el vino pronunciando la acción de gracias,
instituye la cena como zikkaron (memorial) de su Pasión: “Haced esto en
memoria mía”.
La lectura evangélica, tomada del evangelio
según san Juan (13, 1-15), contiene una de las frases más hermosas y profundas
del Nuevo Testamento, y que le da sentido al Triduo Pascual que estamos
comenzando: “sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al
Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo”. Tanto nos amó que no quiso separarse de nosotros. Por el contrario, quiso
quedarse con nosotros en todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad, bajo las
especies eucarísticas de pan y vino. Nos amó hasta el extremo, nos amó con
pasión…
Este pasaje nos narra, como dijimos, el
lavatorio de pies, que ocurre justo antes de la cena pascual. Todos conocemos
el episodio. Lo importante es lo que Jesús les dice al terminar de lavarles los
pies: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis ‘el Maestro’
y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor,
os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros;
os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también
lo hagáis”.
Él estaba a punto de marcharse, pero quería
“sentar la tónica” del comportamiento que sus discípulos debían seguir.
Podríamos desarrollar toda una catequesis sobre el significado de este gesto de
Jesús, pero, como he dicho antes, el Espíritu Santo nos ha regalado la persona
del papa Francisco, quien encarna ese mensaje de humildad y servicio. Les
invito una vez más a mirarlo e imitarlo. Nuestra Iglesia está viviendo una
nueva era, y nos ha tocado la gracia de ser testigos.
En la primera lectura de hoy (Dn 13,1-9.15-17.19-30.33-62)
se nos presenta la historia de la casta Susana que confía en el Señor y
prefiere enfrentar a sus calumniadores antes que pecar contra Él. Es una
historia larga, que termina desenmascarando a los acusadores y librando a
Susana del castigo. Susana había implorado al Señor, y el Señor escuchó su
plegaria, suscitando el Espíritu Santo en el joven Daniel, quien la salvó de
sus detractores, porque “Dios salva a los que esperan en él”.
De no ser por la intervención providencial del
joven Daniel, todos estaban prestos a condenarla, sin mayor indagación,
confiando tan solo en el testimonio de los dos ancianos libidinosos. En
ocasiones anteriores hemos hablado de cuán prestos estamos a juzgar y condenar
a los demás sin juzgarnos antes a nosotros mismos. Hoy vemos cómo, inclusive, lo
hacemos sin darles una oportunidad de defenderse, sin escuchar su versión de
los hechos, y cómo somos dados a la especulación cuando llega el momento de
juzgar y condenar. Y, peor aún, con cuánta facilidad repetimos un “chisme”, sin
averiguar su veracidad, y sin detenernos a pensar el daño que le causamos al
prójimo al hacerlo. Por eso alguien ha dicho que el órgano del cuerpo que más
nos hace pecar es la lengua.
En más de una ocasión el papa Francisco nos ha
instado a evitar los chismes y no caer en la tentación de usar una “lengua de
víbora”. “También las palabras pueden matar, por lo tanto no sólo no debemos
atentar contra la vida del prójimo, tampoco lanzar sobre él el veneno de la ira
y golpearlo con la calumnia”, nos ha dicho.
Más allá del chismorreo, si nos detuviéramos a
juzgarnos nosotros mismos antes de hacerlo con los demás, de seguro seríamos
más benévolos con ellos, aun cuando lo que se le imputa al otro fuera cierto,
como en la lectura evangélica de hoy (Jn 8,1-11) que trata sobre el perdón, y nos
presenta la historia de una mujer “sorprendida en flagrante adulterio”. Esta
vez no se trataba de una calumnia, la mujer era culpable.
Los escribas, fariseos y sumos sacerdotes, que
ya habían decidido “eliminar” a Jesús, vieron en esta situación una oportunidad
para acusarlo o, al menos, desacreditarlo ante sus seguidores: “Maestro, esta
mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda
apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?” Una pregunta “cargada”. Si
contestaba que sí, echaba por tierra todo lo que había predicado sobre el amor
y el perdón. Si contestaba que no, lo acusaban de violar la ley de Moisés.
Jesús decide ignorar la pregunta y les
contesta con la frase: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”.
Nos dice la escritura que todos se escabulleron, “empezando por los más
viejos”. Entonces Jesús dijo a la mujer: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en
adelante no peques más”.
Jesús, la Misericordia encarnada, no nos
juzga, no nos condena. Tan solo nos pide que reconozcamos nuestra culpa y no
pequemos más. Se trata de la manifestación más pura del amor. El amor de una
madre…
En lo que poco resta de esta Cuaresma (nunca
es tarde), hagamos un examen de conciencia. ¿Con cuanta facilidad juzgamos a
nuestro prójimo? ¿Con cuánta facilidad le condenamos?
El simbolismo del agua “inunda” la liturgia de
hoy. La primera lectura, tomada del libro de Ezequiel (47,1-9.12) nos muestra
una visión del Templo con torrentes de agua brotando de su lado derecho. El torrente
de agua era tan abundante que llegó un momento en que no se podía vadear. Y esa
agua era agua de vida, que hacía que la tierra diera frutos en abundancia, y hasta
llegaba al Mar Muerto devolviendo la vida a sus aguas salobres.
En las Sagradas Escrituras el agua siempre ha
sido símbolo de vida y, más aun, de la Vida que Dios nos da. Por eso se le
asocia a los tiempos mesiánicos. Cristo ha venido a traer vida en abundancia.
Hay quienes ven en el torrente que brota por el lado derecho del templo en esta
visión de Ezequiel, una prefiguración del agua que brota del costado derecho de
Jesús en la cruz luego del lanzazo, que sellaría la Nueva y Eterna Alianza y
daría paso a la Iglesia como “nuevo pueblo” de Dios, instrumento de salvación
instituido por Cristo.
En el capítulo siete de Juan el agua se nos
presenta como el Espíritu que mana del Cristo glorificado: “‘El que tenga sed,
venga a mí; y beba el que cree en mí’. Como dice la Escritura: De su seno
brotarán manantiales de agua viva. Él se refería al Espíritu que debían recibir
los que creyeran en él” (Jn 7,37-39).
El pasaje evangélico de hoy (Jn 5,1-3.5-18) nos
presenta el episodio en que Jesús cura a un paralítico que estaba echado en una
camilla junto a la piscina de Betesda. Nos dice la Escritura que el hombre
llevaba allí treinta y ocho años.
Dos cosas nos llaman la atención sobre este
pasaje. Primero, es Jesús quien se toma la iniciativa. Han llegado los tiempos
mesiánicos. Es Él quien se acerca al paralítico y le pregunta: “¿Quieres quedar
sano?” Una pregunta directa. Jesús sabe que el hombre lleva mucho tiempo, que ha
puesto toda su esperanza en el agua de aquella piscina (en los versos 3b-4 se
nos dice que cuando el agua que había en ella era agitada por las alas de un
ángel del Señor que bajaba de vez en cuando, el primero que se metía se curaba).
Segundo, la respuesta del hombre ante esa
pregunta trascendental: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina
cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”.
Jesús le había hecho una pregunta directa, lo único que tenía de decir era
“sí”. No se daba cuenta que tenía ante sí al mismo Dios, aquél de quienes
brotan torrentes de agua viva, capaz de echar demonios, curar enfermos, revivir
muertos. Está ventilando su frustración, pero más que nada, su soledad: “no
tengo a nadie…” La soledad, lo que el papa Francisco ha llamado la peor
enfermedad de nuestro tiempo.
Jesús se compadece y le dice: “Levántate, toma
tu camilla y echa a andar”. Palabras de vida, palabras de sanación, de alegría.
Dentro de toda su frustración y soledad, aquél hombre creyó las palabras de
Jesús. Por eso pudo recibir los frutos del milagro. “Y al momento el hombre
quedó sano, tomó su camilla y echó a andar”.
Jesús nos pregunta hoy si queremos quedar sanados
de nuestros pecados. ¿Qué le vamos a contestar?
El pasaje evangélico que contemplamos en la
liturgia de hoy (Mt 5,17-19), que Mateo coloca dentro del discurso de las
Bienaventuranzas, nos presenta la visión de Jesús respecto a la Ley: “No creáis
que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar
plenitud”. Para los judíos la ley y los profetas constituían la expresión de la
voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más
aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible
que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su
pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.
Esa plenitud la encontramos en la Ley del
amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que,
como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En
esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los
otros” (Jn 13,34-35). Antes se obedecía la Ley por temor al castigo; ahora se
cumple porque amamos. Ya no se trata del cumplimiento exterior, vacío de
contenido, ahora se trata de un imperativo producto del amor. Así, el que ama
cumple los mandamientos. Si amamos a Dios y a nuestro prójimo como Él nos ama,
el decálogo se convierte en un “retrato” de nuestra conducta, de nuestra forma
de vida.
Durante su vida terrena Jesús nos dio unos
indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para
el sábado” (Mc 2,27). La primacía del amor. La Iglesia cristiana tuvo su origen
en el judaísmo, en la ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua
Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de
aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles constituían
Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres interpretando
la Ley? La prueba para determinarlo habría de ser: ¿Me impide ese precepto amar
como Cristo me ama?
La Iglesia en sus comienzos tuvo que enfrentar
esa disyuntiva; se vio precisada a determinar si tenía que continuar observando
la circuncisión, la pureza ritual, la prohibición de comer ciertos alimentos,
el sábado, los sacrificios de animales en el Templo, etc. Esas interrogantes
propiciaron el Concilio de Jerusalén, alrededor del año 50, y la intervención
de Pedro, como pontífice de la Iglesia, a favor de la apertura (Hc 15,4-12).
Así, la Iglesia comenzó un proceso de crecimiento que le ha hecho mudar el
carapacho varias veces a lo largo de su historia, como lo hacen los crustáceos.
Y ha logrado sobrevivir todos los cambios gracias al Espíritu que el mismo
Jesús nos dejó, y que la ha guiado para asegurar el cumplimento de la promesa
de Jesús al momento de establecer el primado de Pedro, de que las puertas del
infierno no prevalecerían contra ella (Mt 16,18).
El Concilio Vaticano II, convocado por san
Juan XXIII por inspiración del Espíritu Santo, representó un “salto cuántico”
para nuestra Iglesia, atendiendo al llamado del pontífice para una puesta al
día (aggiornamento) de la Iglesia. Allí se continuó el proceso de “darle
plenitud” a tenor con los “signos de los tiempos”. La vertiginosidad de los
cambios sociales ocurridos desde el Vaticano II, propiciados en parte por la
explosión tecnológica y en los medios de comunicación, apuntan a la necesidad
de un nuevo ejercicio de aggiornamento
en la Iglesia.
En estos tiempos, ese mismo Espíritu nos ha
regalado la persona de Francisco, signo inequívoco de que el Señor cumple sus
promesas (Cfr. Mt 28,20).