REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TRIGÉSIMO TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 24-11-18

Hoy celebramos la memoria obligatoria de San Andrés Dung-Lac junto con los otros 116 mártires vietnamitas de los siglos XVIII y XIX (ocho obispos, cincuenta sacerdotes, cincuenta y nueve laicos, hombres y mujeres de diferentes edades y condiciones, todos los cuales prefirieron el destierro, las cárceles, los tormentos y finalmente la muerte a renunciar a su fe.

El pasaje que la liturgia nos propone para hoy (Ap 11,4-12) trata precisamente sobre dos “testigos”, a quienes Juan llama “los dos olivos y los dos candelabros que están en la presencia del Señor de la tierra”. La palabra “mártir” se deriva del griego “martyr”, que quiere decir “testigo”. En el caso de los cristianos, el mayor testimonio que podemos de nuestra fe es la vida misma; estar dispuestos a morir antes de renegar de nuestra fe, como lo han hecho tantos mártires a lo largo de toda la historia de la Iglesia, y sigue ocurriendo hoy. Entre ese grupo de cristianos valientes la Iglesia reconoce a San Andrés Dung-Lac junto con los otros 116 mártires vietnamitas, quienes fueron canonizados por El Papa san Juan Pablo II el 19 de junio de 1988 en la Plaza de San Pedro.

Esta lectura, típica del género apocalíptico, está preñada de símbolos, muchos tomados del Antiguo testamento, como la referencia a “los dos olivos” y “los dos candelabros (Cfr. Zc 4,3.14). Esta lectura es continuación del texto anterior que nos habla de los dos testigos que habían sido enviados a proclamar la Palabra (11,1-3). El Señor advierte que los que traten de hacerles daño morirán sin remedio. Vemos cómo estos dos testigos, “al terminar su testimonio” se enfrentarán sin temor al maligno, quien “les hará guerra, los derrotará y los matará”. Y como suele suceder en el género apocalíptico, los enemigos podrán obtener victorias parciales, pero al final, las fuerzas del bien triunfarán sobre las fuerzas del mal. Mientras todos se felicitaban y festejaban por la muerte de los profetas, porque estos les herían con sus palabras, y exhibían sus cadáveres sin darle sepultura, “un aliento de vida mandado por Dios entró en ellos y se pusieron de pie, en medio del terror de todos los que lo veían”, mientras una voz desde el cielo decía: “Subid aquí”. Y ascendieron al cielo.

El Señor nos está asegurando que los que estén dispuestos a mantenerse firmes en su testimonio, resucitarán para la vida eterna, a diferencia de los que les hicieron daño, que “morirán sin remedio”. Leemos en las actas martiriales cómo aquellos cristianos preferían ser devorados por las fieras mientras cantaban himnos y salmos, y me imagino que uno de los que cantaban sería el Salmo 16: “Tengo siempre presente al Señor: él está a mi lado, nunca vacilaré. Por eso mi corazón se alegra, se regocijan mis entrañas y todo mi ser descansa seguro: porque no me entregarás a la Muerte ni dejarás que tu amigo vea el sepulcro”. Porque el cristiano que cree en la resurrección nunca será presa de la muerte, pues cree en la promesa de que en el día final resucitará para no morir jamás.

Ayúdame, Señor, a mantenerme firme en mi fe a pesar de los ataques, las burlas, las dificultades, las persecuciones. ¡Señor yo creo, pero aumenta mi fe!

Para una reflexión sobre el Evangelio de hoy ver:   http://delamanodemaria.com/?p=8001

MEMORIA OBLIGATORIA DE LA PRESENTACIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA 21-11-18

Hoy celebramos la memoria obligatoria de la Presentación de la Santísima Virgen María, celebración que fue instituida para toda la Iglesia por el papa Sixto V en el siglo XIV. Esta antigua tradición, como muchas relacionadas con Nuestra Señora la Virgen María, no surge de las Sagradas Escrituras, sino de la Tradición, recogida en parte en los llamados Evangelios Apócrifos. Esta en particular, surge del “Protoevangelio de Santiago”, y del “Libro sobre la Natividad de María”, este último atribuido a San Jerónimo.

Según la tradición, cuando la Virgen María cumplió los tres años, San Joaquín y Santa Ana la llevaron al Templo en cumplimiento de una promesa que Ana había hecho de consagrar al Templo el fruto de su vientre si el Señor le concedía la gracia de concebir en su vientre estéril: “lo llevaré como ofrenda al Señor y estará a su servicio todos los días de su vida” (Protoevangelio de Santiago IV,1). Los nombres de los padres de la Virgen, a quienes la Iglesia venera como santos, tampoco aparecen en el Nuevo Testamento, sino que surgen de la Tradición recogida en los apócrifos.

Al llegar a los tres años, Joaquín hizo llamar a “las doncellas hebreas que estén sin mancilla” para que acompañaran la niña al Templo en procesión, con “candelas encendidas”. Una imagen hermosísima. Sigue contando la Tradición que al llegar al Templo, el Sacerdote la recibió y, “después de haberla besado, la bendijo y exclamó: ‘el Señor ha engrandecido tu nombre por todas las generaciones, pues al fin de los tiempos manifestará en ti su redención a los hijos de Israel’ (Cfr. Lc 1,48). Entonces la hizo sentar sobre la tercera grada del altar. El Señor derramó gracia sobre la niña, quien danzó con sus piececitos, haciéndose querer de toda la casa de Israel”. (Prot. Sant. VII,2-3).

Otras tradiciones relacionadas con la Virgen María que no aparecen en las Sagradas Escrituras, pero surgen de, o se recogen en, los evangelios apócrifos son: la Inmaculada Concepción, la fiesta de la Natividad de María, las circunstancias en que José advino su esposo, la vara de san José que floreció ante los otros pretendientes de María, el parto virginal de María, el nacimiento de Jesús en una cueva, la mula y el buey, y la Asunción de María.

Creemos prudente aclarar que los evangelios apócrifos no forman parte del canon o “índice” de los libros considerados como inspirados por Dios. Por ello no están incluidos en la Biblia. De ahí que no son considerados Palabra de Dios. No obstante, no están proscritos ni son considerados heréticos, por lo que los cristianos podemos leerlos, tomándolos por lo que son: historias piadosas que recogen la Tradición, unida a algunos relatos un tanto fantásticos. En otras palabras, no tenemos que creer todo lo que en ellos se relata. Para eso está el Magisterio de la Iglesia que nos guía y nos ayuda a discernir entre lo que es la Santa Tradición y lo que es fantasía.

En esta celebración de la Presentación de la Santísima Virgen en el Templo, pidamos su intercesión para que nos haga dignos de ser presentados ante el Templo de la nueva Jerusalén, que son el Señor Dios y el Cordero (Ap 21,22).

MEMORIA DE SANTA TERESA DE JESÚS, VIRGEN Y DOCTORA DE LA IGLESIA – 15 DE OCTUBRE

Hoy la Iglesia celebra la memoria obligatoria de santa Teresa de Jesús. Compartimos con ustedes uno de sus poemas más hermosos:

VIVO SIN VIVIR EN MÍ

Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.

Vivo ya fuera de mí,
después que muero de amor;
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí:
cuando el corazón le di
puso en él este letrero,
que muero porque no muero.

Esta divina prisión,
del amor en que yo vivo,
ha hecho a Dios mi cautivo,
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión
ver a Dios mi prisionero,
que muero porque no muero.

¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero.

¡Ay, qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!
Porque si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga:
quíteme Dios esta carga,
más pesada que el acero,
que muero porque no muero.

Sólo con la confianza
vivo de que he de morir,
porque muriendo el vivir
me asegura mi esperanza;
muerte do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
que muero porque no muero.

Mira que el amor es fuerte;
vida, no me seas molesta,
mira que sólo me resta,
para ganarte perderte.
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga ligero
que muero porque no muero.

Aquella vida de arriba,
que es la vida verdadera,
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva:
muerte, no me seas esquiva;
viva muriendo primero,
que muero porque no muero.

Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios que vive en mí,
si no es el perderte a ti,
para merecer ganarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero.

REFLEXIÓN PARA LA MEMORIA OBLIGATORIA DE NUESTRA SEÑORA LA VIRGEN DE LOS DOLORES 15-09-18

Hoy celebramos la memoria obligatoria de Nuestra Señora la Virgen de los Dolores (la “Dolorosa”). Y a propósito de esta memoria la liturgia nos brinda uno de los pasajes evangélicos más conocidos e interpretados del Nuevo Testamento (Jn 19,25-27). El pasaje nos muestra a las tres Marías (María, la Madre de Jesús, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena) al pie de la cruz, y “cerca” al discípulo amado. Nos dice la Escritura que “Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.» Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.»  Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa”.

Aparte de la cuestión legal-cultural de la necesidad de una mujer no quedarse sin la protección de un hombre que velara por sus derechos, la interpretación de este pasaje ha ido evolucionando a lo largo de la historia de la Iglesia, especialmente en cuanto al papel de María en ese momento crucial de su misión. Las palabras de Jesús en esos, sus últimos momentos de vida, sirven para proyectar el significado de la escena más allá del ámbito de aquél momento tan íntimo entre la Madre y el Hijo.

En las palabras de Jesús podemos ver cómo Jesús constituye a María madre espiritual de todos los creyentes; tanto de la Iglesia, como de cada uno de nosotros individuamente, representados en la persona del discípulo amado. Como dijera el Papa León XIII: “En la persona de Juan, según el pensamiento constante de la Iglesia, Cristo quiere referirse al género humano y particularmente a todos los que habrían de adherirse a él con la fe”.

María ejerció su papel de madre de la Iglesia, y de los discípulos, desde los comienzos de la Iglesia, reuniendo a estos últimos junto a ella en oración tras la muerte y resurrección de Jesús (Hc 1,14).

Yo no tengo la menor duda de que la presencia de María, la llena de gracia, en aquella estancia superior, precipitó la venida del Espíritu Santo sobre los presentes aquél día de Pentecostés. María, constituida ya por su Hijo en madre espiritual de todos, continuó animando y ejerciendo su cuidado maternal sobre aquellos que continuarían la labor misionera de su Hijo. Así, como Madre solícita, está siempre pendiente a nuestras necesidades para recabar la intervención de su Hijo cuando se necesario para que la obra de su Hijo no se vea frustrada. Si lo hizo en Caná de Galilea por los novios (Jn 2-1-11), ¿cómo no lo va a hacer por nosotros, los que seguimos a su Hijo, el mismo que nos la entregó como madre al pie de la Cruz?

¿Qué hijo no va a recurrir a su madre en los momentos difíciles, con la certeza de que en sus brazos va a encontrar el consuelo, la paz que tanto necesita? No temas acudir a ella en tus momentos de tribulación; ella te acogerá en su regazo y allí te sentirás seguro, amado… Y ya nada podrá perturbarte.

Nuestra Señora de los Dolores, ruega por nosotros.

REFLEXIÓN PARA LA MEMORIA OBLIGATORIA DE JUAN EL BAUTISTA 29-08-19

Hoy celebramos la memoria obligatoria del martirio de Juan el Bautista. La lectura evangélica de hoy (Mc 6,17-29) nos presenta la versión de Marcos del martirio de Juan. Algunos ven en este relato un anuncio de la suerte que habría de correr Jesús a consecuencia de la radicalidad de su mensaje. Juan había merecido la pena de muerte por haber denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían los de su tiempo, ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con Herodías, la esposa de su hermano Herodes Filipo. Jesús, al denunciar la opresión de los pobres y marginados, y los pecados de las clases dominantes, se ganaría el odio de los líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían asesinándolo.

Juan, el precursor, se nos presenta también como el prototipo del seguidor de Jesús: recio, valiente, comprometido con la verdad. La suerte que corrieron tanto Juan el Bautista como Jesús fue extrema: la muerte. Marcos coloca este relato con toda intención después del envío de los doce, para significar la suerte que podía esperarles a ellos también, pues la predicación de todo el que sigue el ejemplo del Maestro va a provocar controversia, porque va a obligar a los que lo escuchan a enfrentarse a sus pecados. De este modo, el martirio de Juan el Bautista se convierte también en un anuncio para los “doce” sobre la suerte que les espera.

Aunque nos parezca algo que ocurrió en un pasado distante, algunos se sorprenden al enterarse que todavía hoy, en pleno siglo XXI, hay hombres y mujeres valientes que pierden la vida por predicar el Evangelio de Jesucristo. De ese modo sus muertes se convierten en el mejor testimonio de su fe. De hecho, la palabra “mártir” significa “testigo”.

Hemos dicho en innumerables ocasiones que el seguimiento de Jesús no es fácil, que el verdadero discípulo de Jesús tiene que estar dispuesto a enfrentar el rechazo, la burla, el desprecio, la difamación, a “cargar su cruz”. Porque si bien el mensaje de Jesús está centrado en el amor, tiene unas exigencias de conducta, sobre todo de renuncias, que resultan inaceptables para muchos (Cfr. Jn 6,60-67). Quieren el beneficio de las promesas sin las obligaciones.

El verdadero cristiano tiene que predicar a Cristo; ¡a Cristo crucificado! “Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan – para nosotros – es fuerza de Dios” (1 Co 1,17-18).

Por eso el que confía en Jesús y en su Palabra salvífica enfrenta las consecuencias del seguimiento con la certeza de que no está solo. Eso es una promesa de Dios, y Dios nunca se retracta de sus promesas (Cfr. 1 Pe 10,23). Esa es la verdadera “esperanza del cristiano”, que el Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que es “la virtud teologal por la cual deseamos y esperamos de Dios, con una firme confianza, la vida eterna y las gracias para merecerla, porque Dios nos lo ha prometido”.

REFLEXIÓN PARA LA MEMORIA OBLIGATORIA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA, REINA 22-08-18

Hoy celebramos la memoria obligatoria de la Santísima Virgen María, Reina. Nuestra provincia eclesiástica nos propone las lecturas de feria, pero hoy reflexionaremos sobre las lecturas propias de la memoria.

Como primera lectura propia de la memoria, la liturgia nos presenta un pasaje del profeta Isaías (9,1-3.5-6), en el que profetiza el nacimiento de “un niño, un hijo” que viene “[p]ara dilatar el principado, con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino”. Esta lectura, que nos prefigura el nacimiento de Jesús, nos sirve de preámbulo al relato evangélico, que nos brinda uno de los pasajes más hermosos y más comentados de las Sagradas Escrituras, el pasaje de la Anunciación (Lc 1,26-38).

Este pasaje es también uno de los más ricos en contenido. Para esta memoria, nos limitaremos a los versículos 30-33: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”. Vemos cómo ambas lecturas tienen como denominador común que Jesús es el último y definitivo rey del linaje de David.

Para entender el alcance del Evangelio, y su relación con la realeza de la Santísima Virgen María, tenemos que entender la cultura y mentalidad judías. La tradición davídica dispone que la reina sea la madre del rey, la “Reina Madre”. Vemos así, por ejemplo, cómo en el libro primero de los Reyes (2,19), cuando Betsabé, la madre de Salomón, entró en el salón del trono para interceder en favor de Adonías, “El rey se levantó a su encuentro, hizo una inclinación ante ella (otras traducciones dicen que “se postró” ante ella), y tomó luego asiento en su trono. Dispuso un trono para la madre del rey, que tomó asiento a su derecha”. En el pueblo judío, la madre del rey era la persona más importante e influyente en el reino. También era considerada la defensora, la abogada del pueblo, la que “tenía el oído del rey” y era su principal consejera. La llamaban Gabirah, que quiere decir “gran señora”.

Por eso decimos que María es la “Reina del Universo”, título que ostenta por derecho propio, al ser la Madre del Rey, la “Reina Madre”. De ahí que el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium (59), declara que María “fue enaltecida por Dios como Reina del universo para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte”.

Desde allí, en el trono que su Hijo ha dispuesto a su derecha, ella intercede por nosotros ante Él como nuestra abogada. Es por ello que en esa hermosa oración de la Salve decimos: “Ea, pues, Señora Abogada Nuestra, vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos (Eia, ergo, advocata nostra, illos tuos Misericordes oculos ad nos converte)”. Por eso la veneramos como María Reina, no solamente hoy, sino todos los días de nuestras vidas.

¡Santa María, ruega por nosotros!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMONOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 14-08-18 – MEMORIA DE SAN MAXIMILIANO MARÍA KOLBE

El evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Mt 18,1-5.10.12-14) forma parte del “discurso eclesiástico” de Jesús contenido en el capítulo 18 de Mateo. En esta lectura encontramos el pasaje en que los discípulos le preguntan a Jesús que quién es el más importante en el reino de los cielos. Tal parece que los discípulos no han comprendido en su totalidad el mensaje de Jesús, y continúan haciendo referencia a conceptos políticos.

Jesús, con la paciencia que lo caracteriza, lejos de regañarlos, opta por un ejemplo. Tomó un niño, lo puso en medio y dijo: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos”.

Para comprender el alcance de estas palabras de Jesús, tenemos que comprender lo que significaba ser un niño en tiempos de Jesús. En esa época un niño no valía nada, no se le reconocía derecho alguno. Dependía totalmente de su padre, y si era huérfano, se convertía en un marginado, un “anawim”, un “pobre de Yahvé”, que dependía totalmente de Dios y su Divina Providencia. Anawim se equipara a los “mansos” que se mencionan en las Bienaventuranzas (Mt 5,4), como aquellos que heredarán la tierra (En el Salmo 37,11 se traduce como “humildes”).

No debemos confundir las palabras de Jesús con comportarnos como niños, con asumir una actitud infantil hacia Dios y las cosas del Reino. Por el contrario, las cosas del Reino hay que abordarlas con toda seriedad. Lo que Jesús nos está recalcando es que para entrar en el Reino de los Cielos tenemos que hacernos disponibles como un niño, es decir, ser sencillos, no pretender los primeros puestos. Solo tendrán cabida en el Reino los humildes, los que estén dispuestos a servir a los demás, y en consecuencia, estén dispuestos a amar a los más insignificantes. Por eso añade que: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial”.

Jesús fue el mejor ejemplo de los que es un “anawim”. Nació, vivió y murió como un pobre más, y siempre hizo la voluntad de su Padre. Fue objeto de burlas, menosprecio, persecución… Los que pretendemos seguir a Jesús hemos de estar conscientes de que esas burlas, esos menosprecios, esas persecuciones, constituyen para nosotros la manera de seguir sus pasos hacia esa Jerusalén celestial que nos tiene prometida.

Hoy celebramos la memoria de san Maximiliano María Kolbe, franciscano misionero que supo dar la mayor prueba de humildad: entregar su vida en el campo de concentración de Auschwitz a cambio de un padre de familia condenado a muerte. Llevó el seguimiento de Cristo al extremo, a dar su vida (Jn 15,13).

Pidamos al Padre que nos de la mansedumbre y humildad de un niño para seguir los pasos de su Hijo, de manera que que seamos acreedores a la gloria que nos tiene prometida.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DECIMOCTAVA SEMANA DEL T.O. (2), MEMORIA OBLIGATORIA DE SANTA CLARA, VIRGEN 11-08-18

La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Mt 17,14-20) nos relata el episodio del padre que le pide a Jesús que cure a su hijo epiléptico, diciéndole que sus discípulos no habían sido capaces de curarlo. Nos relata el pasaje que luego de haber curado al joven (el relato nos dice que Jesús echó el “demonio” que tenía en joven), los discípulos se le acercaron y le preguntaron: “¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?”, a lo que Jesús les contestó: “Por vuestra poca fe. Os aseguro que si fuera vuestra fe como un grano de mostaza, le diríais a aquella montaña que viniera aquí, y vendría. Nada os sería imposible”.

En el relato de Mateo, Jesús vuelve a insistir en la importancia de la fe como elemento esencial para los milagros (“tu fe te ha curado”) y la falta de fe como impedimento para que se realicen los milagros (“hombre de poca fe…”). Y para afirmar su enseñanza, hace la aseveración que se resume ese dicho popular que tanto escuchamos: “La fe mueve montañas”.

Siempre me ha llamado la atención que en el relato paralelo de Marcos (Mc 9,14-29), Jesús explica la incapacidad de sus discípulos para echar el demonio diciendo: “esta clase (de demonio) con nada puede ser arrojada sino con la oración” (v. 29).

Lejos de ver una discrepancia entre ambas versiones del relato, vemos que se complementan. La eficacia de nuestra oración va a ser directamente proporcional a nuestra fe. La oración desprovista de fe no es oración; es a lo sumo un monólogo, es como cuando nos sorprendemos “hablando solos”. Si no tenemos la certeza de que Dios existe, que nos ama infinitamente, que nos escucha, que tiene el poder de ayudarnos a resolver nuestros problemas de la manera más conveniente para nosotros, las oraciones se convierten en una campana hueca, en palabras que el viento se lleva…

Hoy celebramos la memoria de Santa Clara de Asís, contemporánea y amiga entrañable de San Francisco de Asís. Clara acostumbraba pasar varias horas de la noche en oración para abrir su corazón al Señor y recoger en su silencio las palabras de amor del Señor. Es precisamente en ese “coloquio amoroso” con Dios que nuestras oraciones son escuchadas.

Hoy, pidamos al Señor que, al igual que Santa Clara de Asís, y por su intercesión, se acreciente nuestra fe para poder mover las montañas que nos impiden llevar a cabo nuestra misión evangelizadora.

Que pasen todos un hermoso fin de semana, sin olvidar que el Padre les espera en su Casa para darles el abrazo más amoroso y tierno que puedan imaginar. ¡Bendiciones!

REFLEXIÓN PARA LA MEMORIA OBLIGATORIA DE SAN JOAQUÍN Y SANTA ANA, PADRES DE LA VIRGEN MARÍA 26-07-18

Hoy celebramos la memoria obligatoria de San Joaquín y Santa Ana, padres de la Santísima Virgen María.

Siempre que celebramos esta memoria, muchos me preguntan en qué parte de la Biblia aparecen los nombres de Joaquín y Ana. La contestación es que los nombres de los padres de la Santísima Virgen María no surgen de las Sagradas Escrituras; surgen de la santa Tradición de la Iglesia, que junto con las Sagradas Escrituras y el Magisterio de la Iglesia, forman las tres columnas sobre las cuales descansa la doctrina de la Iglesia Católica.

La tradición sobre los padres de Santa María se recoge, en parte, en los llamados “evangelios apócrifos”, especialmente el Protoevangelio de Santiago, el Evangelio del Pseudo-Mateo y el Libro sobre la natividad de María, este último atribuido a san Jerónimo. En todos se narra la intervención divina en la concepción de María en el vientre de su madre Ana que era estéril (relacionado con el dogma de la Inmaculada Concepción), su consagración y vida en el Templo durante su niñez, su desposorio con José y cómo este fue escogido por Dios para ser su esposo (incluyendo el porqué de la vara florecida que aparece en sus imágenes), los detalles del parto de María, así como otros eventos que conocemos, con cierto grado de licencia poética de los autores. Esto último es lo que hace que los evangelios apócrifos no se consideren “inspirados” y por tanto fueran excluidos del “canon” o índice oficial de libros del Nuevo Testamento.

Esta tradición sobre San Joaquín y Santa Ana también forma parte de la doctrina del Islam, y se recoge, no solo en su tradición, sino en su libro sagrado del Corán. El Corán dedica uno de sus primeros libros (Sura 3) a la familia de Joaquín, a quien llaman Imrán, en árabe. Otro libro del Corán (Sura 19) se dedica en su totalidad a la Virgen María y lleva su nombre. Aunque el Corán no menciona por nombre a Ana, la mujer de Imrán, la tradición islámica la llama por ese nombre.

Como quiera, en ambas tradiciones se venera a Joaquín y Ana como personas que supieron alabar y adorar a Dios en medio de la tribulación, en medio de la desesperanza causada por la esterilidad y toda la connotación negativa que eso tenía para los judíos; y el Señor los premió con una hija. ¡Y qué hija!

Hoy, al celebrar la memoria de los santos Joaquín y Ana, pidamos al Señor que acreciente en nosotros las virtudes de la fe y la esperanza, de modo que podamos aceptar y cumplir la voluntad del Padre como lo hicieron estos santos y su Hija Santa María.

REFLEXIÓN PARA LA MEMORIA OBLIGATORIA DEL MARTIRIO DE SAN JUAN BAUTISTA 29-08-17

Hoy celebramos la memoria obligatoria del martirio de Juan el Bautista. La lectura evangélica de hoy (Mc 6,17-29) nos presenta la versión de Marcos del martirio de Juan. Algunos ven en este relato un anuncio de la suerte que habría de correr Jesús a consecuencia de la radicalidad de su mensaje. Juan había merecido la pena de muerte por haber denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían los de su tiempo, ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con Herodías, la esposa de su hermano Herodes Filipo. Jesús, al denunciar la opresión de los pobres y marginados, y los pecados de las clases dominantes, se ganaría el odio de los líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían asesinándolo.

Juan, el precursor, se nos presenta también como el prototipo del seguidor de Jesús: recio, valiente, comprometido con la verdad. La suerte que corrieron tanto Juan el Bautista como Jesús fue extrema: la muerte. Marcos coloca este relato con toda intención después del envío de los doce, para significar la suerte que podía esperarles a ellos también, pues la predicación de todo el que sigue el ejemplo del Maestro va a provocar controversia, porque va a obligar a los que lo escuchan a enfrentarse a sus pecados. De este modo, el martirio de Juan el Bautista se convierte también en un anuncio para los “doce” sobre la suerte que les espera.

Aunque nos parezca algo que ocurrió en un pasado distante, algunos se sorprenden al enterarse que todavía hoy, en pleno siglo XXI, hay hombres y mujeres valientes que pierden la vida por predicar el Evangelio de Jesucristo. De ese modo sus muertes se convierten en el mejor testimonio de su fe. De hecho, la palabra “mártir” significa “testigo”.

Hemos dicho en innumerables ocasiones que el seguimiento de Jesús no es fácil, que el verdadero discípulo de Jesús tiene que estar dispuesto a enfrentar el rechazo, la burla, el desprecio, la difamación, a “cargar su cruz”. Porque si bien el mensaje de Jesús está centrado en el amor, tiene unas exigencias de conducta, sobre todo de renuncias, que resultan inaceptables para muchos (Cfr. Jn 6,60-67), que quieren el beneficio de las promesas sin las obligaciones.

El verdadero cristiano tiene que predicar a Cristo; ¡a Cristo crucificado! “Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan – para nosotros – es fuerza de Dios” (1 Co 1,17-18).

Por eso el que confía en Jesús y en su Palabra salvífica enfrenta las consecuencias del seguimiento con la certeza de que no está solo. Eso es una promesa de Dios, y Dios nunca se retracta de sus promesas (Cfr. 1 Pe 10,23). Esa es la verdadera “esperanza del cristiano”, que el Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que es “la virtud teologal por la cual deseamos y esperamos de Dios, con una firme confianza, la vida eterna y las gracias para merecerla, porque Dios nos lo ha prometido”.