REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 19-06-17

Las lecturas que nos ofrece la liturgia hoy constituyen una guía, un mapa, para los que aceptamos el llamado a la santidad que nos hace Jesús. Cuando escuchamos y aceptamos el “Sígueme” que Jesús nos propone, reconocemos que estamos llamados a la santidad, porque Él es santo. La santidad es la plenitud de nuestra felicidad, y la única forma de alcanzar esa plenitud es obrar bien.

La primera lectura, tomada de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios (6,1-10) nos proporciona un “código de conducta” para alcanzar esa plenitud que va más allá del mero cumplimiento de unos preceptos. Se trata de una nueva actitud hacia Dios, nuestro prójimo, y nosotros mismos; una nueva forma de ver la vida misma a través de la óptica del amor. Es entregarnos a la voluntad de Dios y vivir de conformidad. Por eso Pablo comienza exhortándonos a “no echar en saco roto la gracia de Dios” y a “no poner en ridículo nuestro ministerio”, ni a dar “a nadie motivo de escándalo”.

Siempre que leo este pasaje me recuerda esa pegatina que lee: “¿Crees en Cristo?; ¡Que se te note!” Nuestro mejor método de evangelización, nuestra mejor predicación, es nuestra conducta, que hace que todos los que se relacionan con nosotros noten que hay “algo” diferente en nosotros, algo que les atrae, algo que les lleva a decir “yo quiero de eso”. Eso incluye a nuestra familia, nuestros vecinos, nuestros trabajos, nuestras escuelas, nuestras organizaciones cívicas, nuestra comunidad de fe.

Esta primera lectura es tan rica en contenido que a no ser por las limitaciones de espacio, la transcribiríamos íntegramente. Les exhorto a leerla; es una verdadera joya.

En la lectura evangélica (Mt 5,38-42), Jesús continúa su catequesis sobre la nueva interpretación de la Ley basada en el Amor. “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo, diente por diente’. Yo, en cambio, os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas”.

¡Uf, qué difícil nos lo plantea Jesús! Difícil cuando lo vemos desde la perspectiva del mundo secular que nos llama a “dar a cada cual según se merece”, al éxito, al confort, a acumular posesiones, al egoísmo; la cultura del “yo”. Pero para el que ha tenido un encuentro personal con Jesús y ha conocido su Amor, esa exhortación de parte de Jesús resulta fácil, y hasta lógica.

Cuando Dios se convierte en el centro de nuestras vidas, todo adquiere un nuevo significado al punto que todo lo demás lo estimamos “basura” (Cfr. Fil 8,8).

Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con Jesús? Él te ha llamado por tu nombre y tan solo está esperando tu respuesta. Anda, ábrele la puerta. Y cuando te diga: “Sígueme”, no lo pienses; ¡síguelo! Créeme, no te arrepentirás.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 03-06-17

¡Mañana es Pentecostés! La solemnidad que celebra la venida del Espíritu Santo sobre el colegio apostólico reunido en torno a María, la madre de Jesús. Si bien la Iglesia gira en torno al Misterio Pascual de Cristo, es el Espíritu quien guía a los pecadores que la componemos para tomar las decisiones más humanas de Su Iglesia. Por eso ha perdurado dos mil años, a pesar de las debilidades de sus miembros.

Las lecturas que nos propone la liturgia para hoy nos presentan el pasaje final del libro de los Hechos de los Apóstoles (28,16-20.30-31) y la conclusión del Evangelio según san Juan (21,20-25).

La lectura de Hechos nos narra la actividad de Pablo durante su primer cautiverio en Roma, y cómo su cautiverio (aunque estaba en lo que hoy llamaríamos “arresto domiciliario”) no fue impedimento para que él continuara su misión evangelizadora; estando preso, recibía a todos los que acudían a visitarle, “predicándoles el reino de Dios y enseñando lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbos”.

Aun estando en prisión, supo experimentar la verdadera libertad producto de saberse amado por Dios y estar haciendo su voluntad. Mediante su testimonio en Roma, Pablo da cumplimiento la promesa y el mandato de Jesús a sus discípulos antes de su Ascensión: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra”.

Desde el principio hasta el final, vemos en el libro de los hechos de los Apóstoles la acción del Espíritu Santo en el desarrollo y expansión de la Iglesia por todo el mundo conocido.

El relato evangélico, por su parte, nos presenta la continuación del pasaje de ayer, con el diálogo entre Jesús y Pedro, que concluyó con el mandato de Jesús: “Sígueme”. Jesús le había dicho a Pedro que él iba a seguir su misma suerte, que iba a experimentar el martirio. Pedro probablemente se siente orgulloso de seguir los pasos del Señor. Entonces ve que Juan les está siguiendo mientras caminan, y ese deseo humano de compararse con los demás, de saber si otro va a tener el mismo privilegio que yo, le lleva a preguntarle a Jesús: “Señor, y éste ¿qué?”.

El mero hecho de referirse a Juan como “este”, implica cierto grado de orgullo, de aire de superioridad. Después de todo, ya había sido “escogido” para tomar las riendas de la Iglesia naciente. Jesús no pierde tiempo e inmediatamente lo baja de su pedestal: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”. En otras palabras, cumple tu misión, y deja lo demás en las manos del Padre.

Nuestra Iglesia es Santa, pero está compuesta por pecadores que aspiramos a la santidad; y solo guiados y asistidos por el Espíritu puede seguir adelante y llevar a cabo su misión evangelizadora para que se cumpla la voluntad del Padre: que no se pierda ninguna de las ovejas de su rebaño.

¡Ven Espíritu Santo!

REFLEXIÓN PARA EL SÉPTIMO DOMINGO DEL T.O. (A) 19-02-17

“Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”. Este párrafo, tomado de la lectura evangélica de nos brinda la liturgia para este séptimo domingo del tiempo ordinario (Mt 5,38-48), resume la enseñanza de Jesús.

Es la llamada a la santidad, a ser “santos e irreprochables ante Él” (Ef 1,4). Llamada que desde tiempos de Moisés Yahvé hace a su pueblo en la primera lectura (Lv 19,1-2.17-18): “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”. Esa es la primera vocación del cristiano, por encima de cualquier otro llamado. Y Jesús le da contenido a esa santidad en el Amor.

La Ley del Amor. Jesús la repite sin cansancio. No podemos acercarnos a Él sin toparnos de frente con ese mensaje. Jesús nos ofrece la filiación divina (¡qué regalo!). Hay un solo requisito: amar; amar sin distinción y sin excepciones, especialmente a aquellos que nos hacen la vida imposible, aquellos que nos traicionan, nos odian, aquellos que son “diferentes”… Y más aún, orar por los que nos persiguen, los que nos hacen daño, los que nos “hacen la vida cuadritos”. Tú nos has mostrado el camino: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). ¡Señor, qué difícil se nos hace seguirte!…

Pero Tú siempre nos hablas claro, sin dobleces: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34). ¿No será eso una utopía, un sueño, un ideal, una ilusión, una ingenuidad de Tu parte, Señor?

Pero Tú nunca nos pides nada que no podamos lograr; y mientras más difícil la encomienda, más cerca de nosotros estás para ayudarnos. En este caso nos dejaste el Espíritu de Verdad que iba a venir y hacer morada en nosotros: “Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14,16-17). En reflexiones anteriores hemos expresado que la “Verdad”, en términos bíblicos, es el amor incondicional de Dios.

Esa es la clave para alcanzar la santidad a la que somos llamados. Si logramos despojarnos de todo lo que nos ata y abrimos nuestro corazón a ese Amor incondicional, y nos dejamos arropar por Él, no tenemos más remedio que amar como Él nos ama, hasta el extremo (Jn 13,1).

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (C), Y CIERRE DEL JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA 20-11-16

ano-santo-jubilar-de-la-misericordia-2

Hoy celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, último domingo el Año Litúrgico, ya que el próximo domingo comenzaremos el tiempo de Adviento que nos preparará para el nacimiento del Niño Dios; ese Dios que en el más sublime acto de misericordia quiso humanarse, hacerse uno con nosotros para enseñarnos que el camino al Padre está pavimentado con las obras de misericordia, y luego entregarse a sí mismo como víctima propiciatoria para hacernos acreedores a la Vida eterna.

Les invitamos a leer nuestra reflexión anterior para el Ciclo C en esta misma solemnidad.

Hoy también celebramos la clausura del Jubileo extraordinario de la Misericordia, que culminó con la clausura de la Puerta Santa en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano.

Cuando el Santo Padre convocó al Año Jubilar de la Misericordia el año pasado, escogió dos fechas significativas para el comienzo y la conclusión del mismo. Dijo en aquél entonces el Papa: Este Año santo iniciará con la próxima solemnidad de la Inmaculada Concepción y se concluirá el 20 de noviembre de 2016, domingo de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo y rostro vivo de la misericordia del Padre.

En la primera, 8 de diciembre de 2015, conmemorábamos los 50 años de la conclusión del Concilio Vaticano II. Pero más importante aún, en esa fecha celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, que marca el comienzo, la puesta en marcha del plan que el Padre, en su infinita Misericordia, tenía dispuesto desde la eternidad para devolvernos la Gracia, la dignidad de hijos de Dios que habíamos perdido en el momento de la caída (Cfr. Gn 3,15). Porque solo el seno virginal de la “llena de Gracia”, preservada de antemano de toda mancha de pecado por los méritos de Aquél que iba a concebir por obra del Espíritu Santo, podía ser el vehículo para traer al mundo al Hijo del Padre, al “rostro vivo de la Misericordia del Padre”.

La segunda fecha, hoy, Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo, nos recuerda que el reinado y señorío de Jesús no están cimentados en la riqueza y el poder, sino en la pobreza y en la Misericordia. De ahí que el lema escogido por el papa Francisco para este Jubileo extraordinario de la Misericordia haya sido: Misericordiosos como el Padre, una versión abreviada del versículo 36 del capítulo 6 del Evangelio según san Lucas en el que Jesús nos dice: “Sean misericordiosos como el Padre es misericordioso”.

Jesús nos invita a ser misericordiosos como el Padre, y en los pasados tres días el Papa nos lo ha recordado con unos mensajes tan cortos como profundos:

  • El jueves nos decía: No basta con experimentar la misericordia de Dios en la propia vida; también es necesario ser instrumento de misericordia para los demás.
  • El viernes nos añadió: ¡Si quieren un corazón lleno de amor, sean misericordiosos!
  • Y ayer, a horas de la clausura, recalcó: La misericordia de Dios para con nosotros está ligada a nuestra misericordia hacia el prójimo.

Durante el año jubilar de la Misericordia descolló la figura del padre misericordioso en la parábola del mismo nombre, mejor conocida como la parábola del hijo pródigo. Pero en esa parábola hay otros personajes de los que casi nadie habla: los siervos del padre. No hay duda que el padre fue misericordioso perdonando al hijo que regresaba arrepentido, pero encargó a sus siervos llevar a cabo los gestos, las obras de misericordia que le devolverían la dignidad a ese hijo: “Traigan aprisa el mejor vestido y vístanle, pónganle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies” (Lc 15,22). Es lo que Jesús nos pide continuamente a través de su Palabra; que nos convirtamos en instrumentos de Su misericordia.

Al finalizar cada año o evento importante en nuestras vidas acostumbramos “pasar balance”, hacer introspección, para identificar los frutos así como las fallas en que podamos haber incurrido.

No hay duda que hoy cerramos un año importante, tanto en la Iglesia como en nuestras vidas.

Les invito a hacer introspección preguntándonos: ¿Cómo he vivido el Año de la Misericordia? ¿Me he abierto a la Misericordia de Dios en el sacramento de la reconciliación? ¿He practicado las obras de misericordia, corporales y espirituales? ¿En qué fallé?

Sin duda muchos hemos fallado, pero lo mejor de todo es que la misericordia de Dios es eterna (Sal 136), que Él nunca se cansa de esperarnos (Cfr. Ap 3,20). Como nos dice el libro de las Lamentaciones: “La misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión; antes bien se renuevan cada mañana” (Lm 3,22-23).

Por lo que, más que el “cierre” del Año de la Misericordia, hoy celebramos un envío a seguir trabajando en nuestra vocación a la santidad, esforzándonos cada día más en llegar a ser misericordiosos como el Padre, con la esperanza de que el día final, si no hemos alcanzado plenamente la santidad, al menos nuestro tiempo en el purgatorio sea un poco más corto.

Que pasen un hermoso día y una feliz semana.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TRIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) MEMORIA OBLIGATORIA DE SAN MARTÍN DE PORRES 03-11-16

He tenido la dicha de orar sobre la tumba de este gran santo en dos ocasiones.

He tenido la dicha de orar sobre la tumba de este gran santo en dos ocasiones.

Una de las características del verdadero discípulo de Jesús que hemos enfatizado en numerosas ocasiones, es la radicalidad del seguimiento. Para el verdadero discípulo de Jesús no puede haber nada más importante que Él. No puede haber nada que se anteponga a Él; nada que “compita” con Él; nada que sea un obstáculo entre Él y nosotros.

En la primera lectura de hoy (Fil 3,3-8a) san Pablo comienza por describirse a sí mismo, y la posición privilegiada que ocupaba dentro del esquema social y religioso del pueblo judío: “circuncidado a los ocho días de nacer, israelita de nación, de la tribu de Benjamín, hebreo por los cuatro costados y, por lo que toca a la ley, fariseo; si se trata de intransigencia, fui perseguidor de la Iglesia, si de ser justo por la ley, era irreprochable”. A lo que yo añadiría que Saulo de Tarso venía de una familia de comerciantes acaudalada y, no solo era fariseo, sino que había estudiado en la escuela del maestro de fariseos más prestigioso de su época, llamado Gamaliel.

Pablo venía de un ambiente religioso basado en medios humanos, en el estricto cumplimiento de unas reglas de conducta, en unos “títulos”. Sin embargo, cuando tuvo aquél encuentro personal con Jesús en el camino a Damasco, su vida cambió. Lo abandonó todo por el Reino. “Todo eso que para mí era ganancia lo consideré pérdida comparado con Cristo; más aún, todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo”.

No hay duda que Pablo está siguiendo el modelo evangélico del perfecto discípulo que nos presenta Jesús. Una vez conocemos a Jesús y optamos por el Reino, ya no hay marcha atrás (Cfr. Lc 9,62); no puede haber nada más importante. Todos los “valores” de este mundo son inútiles para nuestra salvación y, más aún, pueden convertirse en obstáculos. Por eso tenemos que estar dispuestos a desprendernos de ellos, dejarlos atrás, como el exceso de carga que se arroja por la borda del buque a punto de zozobrar para poder mantenerlo a flote. “Todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo”…

Hoy la Iglesia en Puerto Rico celebra la memoria de San Martín de Porres.  Celebrar la persona y la vida de tan insigne santo de la Orden de Predicadores (Dominicos), que supo forjar su santidad desde la humildad y la humillación, haciéndose de ese modo grande ante los ojos de Dios, nos invita a hacer introspección de nuestra propia vida.

Contrario a Saulo de Tarso, San Martín de Porres no pertenecía a la clase privilegiada; era un mulato bastardo que ingresó en la Orden de Predicadores (Dominicos) aún a sabiendas de que por su raza y condición social nunca se le permitiría ordenarse sacerdote, y ni tan siguiera ser fraile lego. Al entrar en la Orden lo hizo como “aspirante conventual sin opción al sacerdocio”, “donado”, realizando las labores más serviles en su comunidad. Martín sintió el llamado y no permitió que nada se interpusiera entre el seguimiento de ese llamado y él. Allí vivió una vida de obediencia, humildad, espiritualidad, castidad y entrega total al prójimo que le ganaron el respeto de todos y le hicieron acreedor a la santidad.

¡San Martín de Porres, ruega por nosotros!

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS 01-11-16

todos-los-santos

“Entonces oí el número de los marcados con el sello: ciento cuarenta y cuatro mil sellados, de todas las tribus de los hijos de Israel. Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con fuerte voz: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero»” (Ap 7,2-4.9-14). Este pasaje, que forma parte de la primera lectura de hoy, es uno de mis favoritos de toda la Sagrada Escritura. Cada vez que lo leo no puedo evitar hacerme una imagen mental de la escena, con efectos audiovisuales y todo. Y como todo cristiano, mi aspiración, como debe ser la de todos, es llegar a formar parte de esa muchedumbre inmensa. Se me eriza la piel de tan solo imaginarlo.

Y esa lectura es muy apropiada para la Solemnidad de todos los Santos que celebramos hoy. Porque si bien la Iglesia nos propone como modelos y canoniza a unos que llamamos “Santos” y “Santas”, son cientos de miles los que componen esa multitud, “imposible de contar” que conforma el grupo de los elegidos, de los que han forjado su santidad a base de oración y amor al prójimo, a base del seguimiento de los pasos de Jesús.

Y de la misma manera en que la patria honra a los héroes anónimos de las grandes guerras con un monumento al “soldado desconocido”, así la Iglesia honra, mediante esta Solemnidad, la memoria de aquellos que vivieron y murieron en olor de santidad, y cuya obra pasó a veces desapercibida para la humanidad, mas no ante los ojos de Dios, quien recibió con agrado la oblación de sus vidas santas.

“Una sola cosa es necesaria” (Lc 10,42): la santidad personal. La santidad no es algo que está reservado a unas cuantas almas “privilegiadas”. Todos estamos llamados a ser “santos”. Dios no nos quiere buenos, nos quiere santos. Santa Teresita del Niño Jesús decía que “la santidad consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en los brazos de Dios, y confiados -aun con nuestro cuerpo- en su bondad paternal”. Ya desde el Antiguo Testamento, Yahvé Dios dijo a su pueblo: “Ustedes serán santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo” (Lv 19,2). Pablo llama “santos” a todos los cristianos de esas primeras comunidades; así, por ejemplo, le dice a los Corintios “que han sido santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos, junto con todos aquellos que en cualquier parte invocan el nombre de Jesucristo, nuestro Señor, Señor de ellos y nuestro” (1 Cor 1,2).

Hoy mi alma reboza de alegría, porque la Iglesia universal honra la memoria de mi santa madre y mi padre ejemplar, que estoy seguro se encuentran de pie, ante el trono del Cordero, con sus vestiduras blancas y palmas en las manos, alabando y bendiciendo al Señor, intercediendo por mí y mi familia, mientras gritan con fuerte voz: “La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero”. ¡Santa Milagros y San Ernesto, rueguen por nosotros!

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LOS SANTOS SIMÓN Y JUDAS, APÓSTOLES 28-10-16

simon y judas

Hoy la Iglesia Universal celebra la Fiesta de los Santos Simón y Judas, apóstoles. Estos apóstoles tenían nombres en común con otros de los “doce”. Por eso los evangelistas y los propios apóstoles se referían a ellos como “Zelote” (o “Celotes”) y “Tadeo”, respectivamente para diferenciarlos de Simón Pedro y Judas Iscariote, el que traicionó a Jesús.

Como primera lectura para esta celebración, la liturgia nos ofrece el fragmento de la carta a los Efesios (2,19,22), en la que san Pablo nos recuerda que somos “ciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios”, que estamos “edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por eso decimos que nuestra Iglesia es “apostólica”.

El relato evangélico que nos brinda la liturgia de hoy (Lc 6,12-19) nos narra la elección de “los doce”. Este pasaje, que comienza diciéndonos que “por aquellos días se fue él (Jesús) al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios”, nos apunta a una característica de Jesús: Él vivió toda su vida pública en un ambiente de oración; desde su bautismo (Lc 3,21), hasta su último aliento de vida (Lc 23,46). Son innumerables las ocasiones en que Jesús “se retiraba a un lugar apartado a orar”. De hecho, el evangelio según san Lucas nos presenta a Jesús orando en al menos once ocasiones. Podemos decir que toda su misión, su actividad salvadora, se alimentaba constantemente de ese diálogo silencioso con su Padre celestial.

La elección de los apóstoles no fue la excepción. Por eso encontramos a Jesús en profunda oración previo a la elección de los doce. No debemos olvidar que Jesús es Dios, pero aun así deseaba “compartir” su decisión con el Padre y el Espíritu en ese misterio insondable del Dios Uno y Trino. Vemos por otro lado que su oración no se limitó a una “visita de cortesía”. No, pasó toda la noche en oración.

Jesús nos invita constantemente a seguirle. Y el verdadero discípulo sigue los pasos del maestro, imita al maestro. Si analizamos la vida de los grandes santos y santas de nuestra Iglesia descubrimos un denominador común: Todos fueron hombres y mujeres de oración, personas que “respiraban” oración; personas comunes como tú y como yo, que forjaron su santidad a base de la oración. Discípulos que supieron seguir los pasos del Maestro. Personas como Santo Domingo de Guzmán y tantos otros que supieron pasar las noches en vela dialogando con el Padre, tal y como lo hacía Jesús.

Hoy debemos preguntarnos, ¿cuándo fue la última vez que yo pasé una noche, o una mañana, o una tarde entera teniendo una conversación de amigos con Dios? Lo mejor que tiene ese amigo es que SIEMPRE está disponible; no tenemos que “textearle” ni llamarlo para saber si está en casa, o si puede recibirnos. Tan solo tenemos que pensarle.

Es cierto, no todos podemos dedicar una noche, o un día completo a la oración, pero si sumamos las horas que pasamos “descansando”, o viendo la tele, tendremos una medida de cuánto tiempo podemos dedicar a la oración. Estoy seguro que Simón y Judas lo hicieron.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TRIGÉSIMA SEMANA DEL T.O. (2) 24-10-16

Mujer levantate

La primera lectura de la liturgia para hoy (Ef 4,32-5,8) es lo que podríamos llamar un “manual de instrucciones para la santidad”. San Pablo logra resumir, en un párrafo, lo que es un verdadero cristiano. Y es tan explícito que no requiere explicación ni interpretación alguna. Les invito a leerla.

Como segunda lectura se nos presenta el pasaje evangélico en el que Jesús cura a una mujer que llevaba dieciocho años encorvada sin poderse enderezar (Lc 13,10-17). Este milagro resalta por dos cosas: Lucas es el único que lo narra, y Jesús obra el milagro sin que la mujer, ni nadie más se lo pida. Nos dice la lectura que Jesús estaba enseñando en una sinagoga y al ver la mujer la llamó y le dijo: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad”. Luego hizo el gesto visible de imponerle las manos, “y enseguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios.”

Muchos ven en esta narración un simbolismo relacionado con la opresión a que estaban sometidas las mujeres en tiempos de Jesús (simbolizada por el estar encorvada, que la mantenía en un estado servil y no le permitía mirar a los hombres a los ojos) y que Jesús, al enderezarla, le devuelve su dignidad. No obstante, lo cierto es que esa mujer encorvada nos representa a todos los que estamos “encorvados”, oprimidos bajo el peso de nuestros vicios, nuestros pecados, nuestras angustias, nuestros pesares.

La mujer estaba encorvada, no podía interactuar con los que le rodeaban, no podía levantar los ojos al cielo. Jesús se toma la iniciativa, la llama, la cura, la “endereza”. Está claro que Jesús nos quiere erguidos, de pie, en victoria. Por eso nos libera de nuestras “cargas” pesadas (“Vengan a mi…” Mt 11,28), levanta a los que están postrados, como la suegra de Pedro (Mc 1,3-31). Ese “levántate” que encontramos también en el Antiguo Testamento, en el que vemos actuar a un Dios que “levanta del polvo al desvalido” (1 Sam 2,7-8; Sal 113,7), y “levanta al pobre de la miseria” (Sal 107,41).

Estar de pie es sinónimo de libertad, de la dignidad propia de los hijos de Dios. Dios nos creó para ser felices y libres, no para ser esclavizados, ni oprimidos, ni caídos, ni deprimidos. Por eso cuando vio a su pueblo esclavizado en Egipto decidió intervenir en la historia para llevar a cabo el gesto liberador del Éxodo.

Ahora vivimos esclavizados, oprimidos, “encorvados” bajo el peso de nuestros pecados, nuestros vicios. Y ese peso nos impide avanzar, nos impide ver nuestro entorno con claridad, nos impide fijar la mirada en el cielo, nos impide “glorificar a Dios”, como hizo aquella mujer encorvada tan pronto Jesús la enderezó.

Hoy Jesús quiere enderezarnos a nosotros también. Nos invita a poner a sus pies todas nuestras cargas pesadas, materiales o espirituales, que nos mantienen encorvados. Si lo hacemos y nos postramos ante Él, nos impondrá su mano poderosa, nos “pondrá derechos”, y como la mujer encorvada, glorificaremos a Dios.

Que pasen todos una hermosa semana llena de PAZ.

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO NOVENO DOMINGO DEL T.O. (C) 16-10-16

orar sin cesar med

El Evangelio de hoy nos presenta la parábola del “juez inicuo” (Lc 18,1-8). En esta parábola encontramos a una viuda que recurría ante un juez para pedirle que le hiciera justicia frente a su adversario. Y aunque el juez “ni temía a Dios ni le importaban los hombres”, fue tanta la insistencia de la viuda que el juez terminó haciéndole justicia con tal de salir de ella: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara” (Cfr. Lc 11,5-13).

Al terminar la parábola Jesús mismo explica el significado de la misma: “Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”

Esta parábola exhorta a todo el que sigue a Jesús a confiar plenamente en la justicia divina, en que Dios siempre ha de tomar partido con el que sufre injusticias o persecución por su nombre. El pasaje nos evoca, además, aquel momento en que Dios, movido por la opresión de su pueblo, decidió intervenir por primera vez en la historia de la humanidad: “Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo del poder de los egipcios” (Ex 3,7-8).

La parábola nos invita, además, a orar sin cesar (1 Tes 5,17), sin perder las esperanzas, sin desaliento, aun cuando a veces parezca que el Señor se muestra sordo ante nuestras súplicas. El mismo Lucas precede la parábola con una introducción que apunta al tema central de la misma: “Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola”.

Nos enseña también a luchar sin desfallecer en la construcción de Reino, sin importar las injusticias ni persecuciones que suframos, con la certeza de que, tarde o temprano, en Su tiempo, Dios nos hará justicia. Por eso nuestra oración ha de ser insistente, pero dejando en manos de Dios el “cuándo” y el “cómo” vendrá en nuestro auxilio.

Por otra parte, Jesús habla de que Dios ha de hacer justicia a “sus elegidos”. ¿Quiénes son los elegidos? “Los que han sido elegidos según la previsión de Dios Padre, y han sido santificados por el Espíritu para obedecer a Jesucristo y recibir la aspersión de su sangre” (1 Pe 1,1-2). Son aquellos que Él “ha elegido en Él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor” (Ef 1,4). Somos elegidos, o más bien, nos convertimos en elegidos cuando seguimos el camino de santidad que Él nos ha trazado y que nos lleva a ser irreprochables, POR EL AMOR. De nuevo el imperativo del Amor…

Terminamos con la pregunta final que Jesús plantea a los que le seguían: Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? Señor, acrecienta nuestra fe para confiar plenamente en tu Justicia.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA SEMANA DEL T.O. (2) 18-08-16

Bodas del Cordero

El Evangelio de hoy (Mt 22,1-14) nos presenta otra de las parábolas del Reino. Esta vez Jesús compara el Reino con un banquete de bodas. En la lectura que contemplamos hoy, Jesús continúa enfatizando la apertura del Reino a todos por igual, sin distinción entre “malos y buenos”.

En esta ocasión el mensaje gira en torno a la invitación, al llamado, a la vocación (de latín vocatio, que a su vez se deriva de vocare = llamar) que todos recibimos para participar del “banquete” del Reino (nuestra vocación a la santidad), y la respuesta que damos a la misma.

Nos narra la parábola que un rey celebraba la boda de su hijo con un gran banquete y envió a sus criados a invitar a sus numerosos invitados y ninguno aceptó. Envió nuevamente a los criados, pero algunos convidados prefirieron atender sus asuntos (“uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios”), mientras los restantes mataron a los criados. Esto provocó que el rey montara en cólera y mandara matar a los asesinos e incendiar su ciudad.

Entonces el rey dijo a sus criados: “‘La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda’. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos”.

Esta parábola pone de relieve que normalmente cuando estamos satisfechos con lo que tenemos, no sentimos necesidad de nada más, ni siquiera de Dios. Y cuando recibimos su invitación, hay otras cosas que en ese momento son más importantes (mi trabajo, mi negocio, mis propiedades, mi familia, mi auto, mis diversiones). Está claro que la entrada al banquete del Reino requiere una invitación. Pero hay que aceptar esa invitación ahora, porque la mesa está servida, y lo que se nos ofrece es superior a cualquier otra cosa que podamos imaginar. Por eso Jesús nos dice: “El que a causa de mi Nombre deje casa, hermanos o hermanas, padre, madre, hijos o campos, recibirá cien veces más y obtendrá como herencia la Vida eterna” (Mt 19,29). Pero si algo caracteriza a Jesús es que nos invita pero no nos obliga.

Otra característica de la invitación de Jesús expresada en la parábola, es su insistencia. Él nunca se cansa de invitarnos, de llamarnos a su mesa (Cfr. Ap 3,20). Jesús quiere que TODOS nos salvemos. Por eso el rey recibió a todos, “malos y buenos”, hasta que “la sala de banquetes se llenó de comensales”.

Pero, como hemos dicho en ocasiones anteriores, la invitación de Jesús viene acompañada de lo que yo llamo la “letra chica”, las condiciones del seguimiento, que muchos encuentran “duras” (Cfr. Jn 6,60), por lo que optan por rechazar la invitación, mientras otros pretenden aceptar la invitación al banquete sin “vestirse de fiesta”. Ante estos últimos el rey dijo a sus criados: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. “Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos”.

Señor, dame la gracia para aceptar tu invitación con alegría sin que mis “asuntos” me impidan asistir “vestido de fiesta” para ser contado entre el grupo de los “escogidos” a participar del banquete de bodas del Cordero (Cfr. Ap 19,9).