Comparto con ustedes el texto completo de la Exhortación Apostólica Postsinodal “Querida Amazonía”, publicada hoy por el papa Francisco en respuesta a las recomendaciones del Sínodo de la Amazonia celebrado el año pasado.
Siempre es bueno ir a la fuente en lugar de leer interpretaciones u opiniones de terceras personas.
“Escuchad y entended todos: Nada que entre de
fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro
al hombre. El que tenga oídos para oír, que oiga”. Con esas palabras de Jesús,
dirigidas a todos los que le rodeaban, comienza la lectura evangélica que nos
brinda la liturgia para hoy (Mc 7,14-23).
Esta lectura es continuación del Evangelio que
leíamos ayer, en el que un grupo de fariseos y escribas se había acercado a
Jesús para criticarle que sus discípulos no seguían los ritos de purificación
exigidos por la Mitzvá para antes de
las comidas, específicamente las relativas a lavarse las manos de cierta manera
antes de comer.
Jesús critica el fariseísmo de aquellos que
habían creado todo un cuerpo de preceptos que llegaban inclusive a suplantar la
Ley de Dios, imponiendo sobre el pueblo unas cargas muy pesadas que ellos
mismos no estaban dispuestos a soportar (Cfr.
Mt 23,4). Esos preceptos mostraban una obsesión con la pureza ritual cuyo
cumplimiento se tornaba en algo vacío, que se quedaba en un ritualismo formal
que no guardaba relación con lo que había en su corazón. Por eso una vez más
les tildó de “hipócritas”.
Hoy vemos cómo Jesús, una vez más “regaña” a
sus discípulos cuando le piden que les explique qué quería decir con sus
palabras, llamándoles “torpes” por no haber comprendido. No obstante, se sienta
a enseñarles con paciencia: “Nada que entre de fuera puede hacer impuro al
hombre, porque no entra en el corazón, sino en el vientre, y se echa en la
letrina” (Marcos nos dice que con esto declaraba puros todos los alimentos). Y
siguió: “Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre. Porque de dentro, del
corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos,
homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia,
difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al
hombre impuro”.
Lo cierto es que en ningún lugar del decálogo
dice qué alimentos podemos consumir ni cómo tenemos que purificar nuestras
manos, brazos, etc. Lo que sí dice es que no se puede fornicar, ni robar, ni
matar, ni cometer adulterio, codiciar, etc. Esas son las cosas que tornan al
hombre impuro porque son fruto de la maldad que sale de su corazón.
Una vez más Jesús nos recuerda que Dios no se
fija en lo exterior al momento de juzgarnos; Él, que “ve en lo oculto” (Mt 6,6),
mirará la pureza o impureza de nuestro corazón. A esa mirada nadie puede
escapar… Pidámosle pues, al Señor que nos conceda un corazón puro como el de un
niño (Cfr. Mt 18,4), de manera que de
nuestro corazón no salga nada que pueda tornarnos impuros. “Por sus obras los
conoceréis” (Mt 7,15-20). ¿Quién dijo que el fariseísmo había desaparecido?
Meditando sobre esta lectura, digamos a Dios
con humildad: “Señor, dame un corazón puro que sea agradable a ti”.
La lectura evangélica de hoy (Mc 7,1-13), nos
sitúa de lleno nuevamente en la pugna entre Jesús y los escribas y fariseos; la
controversia entre “cumplir” la Ley al pie de la letra, relegando el amor y la
misericordia a un segundo plano, como proponen los fariseos, y la primacía del
amor que predica Jesús.
La lectura comienza diciendo que “se acercó a
Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén”. Aquí Marcos
quiere enfatizar la diferencia entre Galilea y Jerusalén. Jesús ha desarrollado
su misión mayormente en el territorio de Galilea; allí ha calado hondo su
anuncio de Reino, allí ha obrado milagros y ganado adeptos. Por el contrario,
de Jerusalén siempre ha venido la crítica, la oposición virulenta a su mensaje
liberador. Allí vivirá su Pascua (Pasión, muerte y resurrección).
Los fariseos y escribas, con el propósito obvio
de desprestigiar o hacer desmerecer la persona de Jesús ante los presentes,
critican a Jesús y sus discípulos por no seguir los rituales de purificación
previos a sentarse a comer. El mismo Marcos describe el ritual de purificación
para sus lectores (recordemos que Marcos escribe su relato evangélico para los
paganos de la región itálica que no conocían las costumbres judías; por eso
también explica los arameismos con que salpica en ocasiones su relato): “Los
fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos,
restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la
plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de
lavar vasos, jarras y ollas”.
Jesús arremete contra el legalismo de los
fariseos: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: ‘Este
pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que
me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.’
Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los
hombres”. Está claro, los fariseos habían convertido el decálogo en un complejo
cuerpo de preceptos (la Mitzvá),
compuesto por 613 mandamientos que todo judío venía obligado a cumplir. De ahí
que Jesús en un momento diga a los fariseos: “Atan pesadas cargas y las ponen
sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni
siquiera con el dedo” (Mt 23,4). La hipocresía, el legalismo ritual vacío.
Jesús está claro, la tradición está basada en
el decálogo. Pero esa tradición, propia del pueblo judío, tiene que ceder ante
las exigencias del anuncio de la Buena Nueva del Reino a otros pueblos que no
tienen la misma cultura, las mismas tradiciones. No podemos establecer una
abismo entre lo “sagrado” y el mundo, pues estamos llamados a vivir y proclamar
nuestra fe en este mundo. Y esa fe está fundamentada en el amor y la caridad.
La tradición es secundaria y tiene que ceder ante estas.
No puede haber prácticas piadosas que
aprisionen las obras de misericordia corporales y espirituales. Pues como
escribía San Juan de la Cruz, “en el atardecer de nuestras vidas, seremos
juzgados en el amor”.
Hoy celebramos la memoria de Nuestra Señora de
Lourdes. Dicha advocación mariana surge con motivo de la aparición de Nuestra
Señora, la Virgen María, a santa Bernardita Soubirous en Lourdes, Francia en
1858. Además de los muchos milagros atribuidos a la intercesión de la Virgen
bajo esta advocación y relacionado con el lugar de las apariciones, esta
aparición se destaca por el hecho de que en la decimosexta aparición, el 25 de
marzo, fiesta de la Anunciación del arcángel Gabriel a la Santísima Virgen,
esta se identificó a sí misma diciéndole a la niña Bernardita: “Yo soy la
Inmaculada Concepción”. Apenas cuatro años antes, el papa Pío IX había definido
el dogma de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios, hecho que, con los
medios de comunicación limitados de la época, era totalmente desconocido para
los habitantes de aquella pequeña villa en los Pirineos.
El calendario litúrgico católico celebra la “Festividad de Nuestra Señora de Lourdes” el día de la primera aparición, es decir, el 11 de febrero. Son incontables las curaciones atribuidas a la intercesión de Nuestra Señora de Lourdes, especialmente en peregrinos al santuario que allí se erigió. En 1992, el papa san Juan Pablo II instituyó la celebración de la “Jornada Mundial del Enfermo” a realizarse el 11 de febrero de cada año, en memoria litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes. Por eso hoy en muchas parroquias alrededor del mundo se celebran misas por los enfermos.
El relato evangélico que nos presenta la
liturgia de hoy (Mc 6,53-56), nos muestra a Jesús y sus discípulos llegando a
Genesaret, inmediatamente después del episodio en que Jesús caminó sobre las
aguas. Una vez más, encontramos a Jesús curando enfermos: “cuando se enteraba
la gente dónde estaba Jesús, le llevaban los enfermos en camillas. En la aldea
o pueblo o caserío donde llegaba, colocaban a los enfermos en la plaza y le
rogaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto; y los que lo
tocaban se ponían sanos”. La fama de Jesús seguía creciendo, sobre todo después
de la “primera multiplicación de los panes” (Mc 6,30-44), que había suscitado
un entusiasmo desbordante.
El poder de la fe. Como hemos dicho en
ocasiones anteriores, la fe es el “gatillo” que dispara el poder de Dios.
Aquella gente creía, y actuaba conforme a su fe. Creían que con tan solo tocar
el borde de su manto sanarían, pero no se conformaban con creer, hacían el
esfuerzo hasta tocar el manto, y se obraba el milagro; como la hemorroísa (Mc
5,25-34), quien se arrastró hasta tocar el manto de Jesús, arriesgándose a ser
apedreada si no era sanada. Aquella mujer, por padecer flujos de sangre era
considerada “impura” y no podía tocar a ningún hombre, so pena de ser lapidada.
Pero tuvo fe, y su fe la curó.
Encontramos un patrón que se repite: Jesús y
sus discípulos tratando de encontrar un lugar donde descansar. En esta ocasión
acababan de llegar de misionar, y para llegar a Genesaret habían tenido que
remar largo rato contra un viento contrario. Necesitaban el descanso. Pero la
gente se los impedía. Por más que trataran de pasar desapercibidos, siempre los
encontraban. Y como siempre, Jesús se compadece. No puede permanecer ajeno al
dolor y enfermedad ajenos. El descanso tendrá que esperar…
Nos llamamos discípulos de Jesús. Una de las características del discípulo es que sigue al Maestro. Este pasaje nos llama a hacer introspección. ¿Cómo reaccionamos ante el dolor, las necesidades, la soledad (¡cuántos de nuestros viejos mueren de soledad!) de nuestros hermanos? ¿Los atendemos, los acompañamos, los ayudamos, los escuchamos cuando lo necesitan, o lo hacemos cuando “podamos” o “tengamos tiempo”? ¿Anteponemos nuestra comodidad, nuestros placeres, nuestras “necesidades” por encima de la misericordia? ¿Cuántas veces, al encontrarnos ante la necesidad de un hermano nos hacemos de la vista larga o “damos un rodeo” para no enfrentarnos a la situación, como el sacerdote y el levita de la parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37)?
En el Evangelio de ayer (Mt 5,13-16) Jesús nos
llamaba a ser “sal de la tierra” y “luz del mundo”, y en la primera lectura
Yahvé, por voz del profeta Isaías, nos conminaba: “Parte tu pan con el
hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo, y no te
cierres a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora” (Is
58,7-10).
Si nos llamamos discípulos de Jesús, ¡que se
nos note!
“Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la
sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y
que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una
ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para
meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a
todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean
vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo” (Mt
5,13-16). En esta lectura evangélica que nos propone la liturgia para este
quinto domingo del Tiempo Ordinario Jesús utiliza dos imágenes para expresar cómo debe ser nuestro anuncio de
Reino.
La primera de ella, “sal del mundo” nos hace
preguntarnos, ¿cómo puede volverse sosa la sal? En la antigüedad, la sal se
usaba en unas rocas (cristales) que se sumergían en los alimentos y se sacaban
una vez sazonados, para volverse a usar, hasta que la roca se tornaba insípida.
Entonces se descartaba.
La segunda de ellas, la lámpara que se enciende
y no se pone debajo del celemín, sino en el candelero para que alumbre, es más
obvia para nosotros.
Jesús utiliza imágenes, situaciones, gestos,
que les son familiares a la gente, para transmitir la realidad invisible del
Reino. Probablemente ha visto a su propia madre en muchas ocasiones utilizar
una roca de sal para sazonar la sopa, o traer un candil al caer la noche para
iluminar la habitación en que se encontraban. Él echa mano de esas imágenes
sencillas, domésticas, familiares, para enseñarnos la actitud que debemos tener
respecto a la Palabra de Dios que recibimos.
No podemos ser efectivos en nuestro anuncio de
la Buena Noticia del Reino si no nos alimentamos continuamente con la Palabra y
la Eucaristía, pues llegará un momento en que nuestro mensaje perderá su sabor,
se tornará “soso”. Podremos continuar entre nuestros hermanos, pero ya no
seremos eficaces en nuestro anuncio del Reino. Por otro lado, esa Palabra de
Vida eterna no es para esconderla, sino para ponerla en un lugar visible, para
que todos se beneficien de su Luz.
Jesús nos ha dicho que todos estamos llamados
a ser “luz del mundo”. Y ¿cómo podemos ser “luz del mundo”? En la primera
lectura, el profeta Isaías (58,7-10) nos da una pista: “Parte tu pan con el
hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo, y no te
cierres a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora…” (Cfr. Mt 25,1-36). Se trata de practicar
las obras de misericordia. “En las tinieblas brilla como una luz el que es
justo, clemente y compasivo” (Sal 111).
Así, el “sabor” de nuestras obras también sazonará
nuestro mensaje y lo hará apetecible a todos. Entonces seremos “luz del mundo”
y “sal de la tierra”.
La segunda lectura (1 Cor 2,1-5), por su parte,
nos recuerda que para que nuestro mensaje evangelizador tenga ese efecto no
requiere de grandes discursos teológicos, sino en haber tenido un encuentro
personal con el Resucitado y compartir con otros lo que esa experiencia ha significado
para nosotros. De eso se trata…
La lectura del Evangelio que la liturgia nos
propone para hoy (Mc 6,30-34) retoma la narración del primer “envío” que
leíamos el pasado jueves (Mc 6,7-13). Hoy se nos presenta el regreso de los
apóstoles de esa misión. El evangelista no nos dice cuánto tiempo estuvieron
misionando, solo nos dice que “los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y
le contaron todo lo que habían hecho y enseñado”. Me imagino el entusiasmo de
los apóstoles contando todas sus peripecias durante la misión. Había llegado la
hora del “informe”, de comparar notas con el Maestro, de recibir crítica
constructiva de Él.
Así debería ser la Asamblea eucarística del
domingo. Cada vez que terminamos la misa, con el rito de conclusión, el
sacerdote nos “envía” a la aventura de la vida a vivir lo que celebramos,
llevando a Jesús en nuestros corazones, para que con nuestros quehaceres
diarios alabemos y bendigamos al Señor. Así, después de nuestra “misión”
durante la semana, nos reunimos nuevamente el siguiente domingo en torno a la
mesa con Jesús, tal como lo hicieron los apóstoles en el pasaje evangélico de
hoy. Cuando el Señor nos pregunte sobre la misión que nos encomendó, ¿qué le
vamos a decir?
Jesús está consciente de que después del viaje
misionero los apóstoles deben estar cansados y hambrientos. Por eso les dice: “Venid
vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco”. El descanso y la
alimentación son necesarios para mantenerse saludables y poder continuar
predicando. En la celebración eucarística del domingo el Señor nos brinda un
espacio de descanso de los trajines de la vida diaria, y nos alimenta con su
Palabra y su Persona.
Continúa diciendo el relato que era tanta la
gente que “no encontraban tiempo ni para comer”. Se montaron en una barca para
ir a otro lugar tranquilo, pero la gente los siguió corriendo por la orilla del
lago y se les adelantaron.
Al ver a la gente, Jesús sintió “lástima de
ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma”.
Vio la necesidad, el hambre espiritual de aquella multitud, y se sintió
conmovido, al punto del sacrificio. Aquí se destaca otra dimensión de Jesús. En
este pasaje Marcos nos presenta, no tanto el gran hacedor de milagros, sino el
Pastor que cuida de su rebaño, aludiendo a una figura que encontramos en el
antiguo testamento para referirse al pueblo de Israel que se había descarriado:
“He visto a todo Israel disperso por las montañas, como ovejas sin pastor” (1
Re 22,17). Asimismo, nos lo presenta como el hombre sensible, que se compadece.
Recordemos que Marcos es quien más acentúa la dimensión humana de Jesús, quien habla
con toda naturalidad de las emociones intensas de Jesús.
Trato de imaginar qué le diría Jesús a aquella
multitud. Marcos no nos ofrece detalles sobre el contenido de la enseñanza de
Jesús. Debemos suponer que les hablaba de la llegada del Reino, pues Marcos
había establecido esto como la misión de Jesús, desde el comienzo de su Evangelio
(1,14-15).
Esa es también nuestra misión (Mc 16,15). ¿Aceptas
el reto?
En el relato evangélico de ayer (Mc 6,7-13), se nos
presentaba a Jesús haciendo el primer “envío” de sus discípulos. Los envió de
dos en dos, así que descenderían sobre seis ciudades o aldeas a la vez. Pero
aun así, esa misión puede haber tomado meses. El evangelista no nos dice qué
hizo Jesús durante esos meses. A mí me gusta pensar que debe haber aprovechado
ese tiempo para visitar a su madre, sobre quien los evangelios guardan un
silencio total durante esta etapa de su vida. Trato de imaginarme la escena, y la
felicidad que se dibujó en el rostro de María al ver a su hijo acercarse a la
casa. Y ese abrazo…
De todos modos, Marcos aprovecha ese “paréntesis” en la
narración para intercalar el relato de la muerte de Juan el Bautista, que nos
narra en la lectura evangélica de hoy (Mc 6,14-29). Algunos ven en este relato
un anuncio por parte del evangelista de la suerte que habría de correr Jesús a
consecuencia de la radicalidad de su mensaje. Juan había merecido la pena de
muerte por haber denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían
los de su tiempo, ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con
Herodías, la esposa de su hermano Herodes Filipo.
Herodes vivía atormentado por el vil asesinato de Juan
Bautista, a quien admiraba como “un hombre honrado y santo”, pero había tenido
que mandar a matar por cumplir un juramento hecho a su hijastra delante de los
convidados a un banquete. Por eso, cuando oyó hablar de Jesús, y los milagros y
portentos que obraba, pensó que Juan había resucitado, e iba a tener que
rendirle cuentas. Por eso decía atemorizado: “Es Juan, a quien yo decapité, que
ha resucitado”.
Lo cierto es que al denunciar la opresión de los pobres y
marginados, y los pecados de las clases dominantes, Jesús también se ganaría el
odio de los líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían
asesinándolo.
Marcos coloca este relato con toda intención después del
envío de los doce, para significar la suerte que podía esperarles a ellos
también, pues la predicación de todo el que sigue el ejemplo del Maestro va a
provocar controversia, porque va a obligar a los que lo escuchan a enfrentarse
a sus pecados. De este modo, el martirio de Juan el Bautista se convierte
también en un anuncio para los “doce” sobre la suerte que ha de esperarles.
Como hemos señalado en ocasiones anteriores, todavía, en
pleno siglo 21, hay quienes sufren el martirio de sangre a causa del Evangelio,
y todos los que predicamos la Palabra de Dios, aunque no lleguemos a ese
extremo, vamos a crear controversia y enfrentar grandes obstáculos, así como la
burla y el desprecio de muchos, incluyendo de familiares y amigos cercanos.
Pero si ponemos nuestra confianza en el Señor, a pesar de nuestras debilidades,
podremos sobreponer todo obstáculo y seguir adelante por la fuerza de la
Palabra, que es Dios, tal como lo hizo el rey David en el recuento que nos hace
la primera lectura de hoy (Sir 47,2-13).
Mañana sábado es el día dedicado a Nuestra Señora en la
Liturgia. ¿Por qué no la halagas con un Avemaría?
“Jesús instituyó a Doce para que estuvieran
con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14). Así nos dice el Evangelio según
san Marcos al narrarnos la “vocación” de los doce. De ahí en adelante vemos
cómo Marcos constantemente nos presenta a “Jesús con sus discípulos”
enfrentándose a las multitudes que se agolpaban frente a Él, frente a los
adversarios que querían eliminarlo, frente a los incrédulos, haciéndole frente
al maligno, expulsando demonios. Los discípulos, especialmente los “doce”, han
seguido sus pasos, se han sentado a sus pies a escuchar sus enseñanzas, has
sido testigos del anuncio de la Buena Noticia por parte de Jesús, han aceptado
compartir su destino. En otras palabras, se han comportado como verdaderos
discípulos.
El relato evangélico de hoy (Mc 6,7-13) nos
presenta el momento de la “prueba”. Ha terminado el período de adiestramiento.
Llegó la hora de la verdad. Jesús llama a los doce y por primera vez los “envía”
como verdaderos apóstoles. Solos, sin el maestro, en su primer “vuelo de
práctica”. Pero los envía de dos en dos. Ese gesto de Jesús, como todos sus
actos, tiene un fin pedagógico. La misión evangelizadora es una labor de
equipo, no hay (o no debe haber) lugar para protagonismos.
Y al enviarlos, les dio “autoridad sobre los
espíritus inmundos”. Esta frase tenemos que leerla en el contexto
religioso-cultural de la época de Jesús en la cual sus contemporáneos veían a
Satanás en todas partes. Lo cierto es que la Palabra que ellos iban a proclamar
no era una campaña publicitaria para vender algo que va a “hacernos sentir
bien”, a la manera de algunas sectas. No, la Palabra de Dios, “cortante como
espada de dos filos” (Hb 4,12), nos hace enfrentarnos a nuestros pecados, a
nuestros propios demonios.
En palabras de Bruno Maggioni, “la misión es, como dice Marcos, una lucha contra
el maligno; donde llega la palabra del discípulo, Satanás no tiene más remedio
que manifestarse, tienen que salir a la luz el pecado, la injusticia, la
ambición; hay que contar con la oposición y con la resistencia. Por eso el
discípulo no es únicamente un maestro que enseña, sino un testigo que se
compromete en la lucha contra Satanás de parte de la verdad, de la libertad y
del amor”.
Como parte esencial de las “instrucciones” (me
imagino a Jesús como el “coach” de un equipo de fútbol, dando las últimas
instrucciones a sus jugadores antes del primer partido de la temporada), les
encargó que viajaran livianos, que llevaran “un bastón y nada más, pero ni pan,
ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una
túnica de repuesto”. Dos lecciones. Nada que pueda preocuparles perder; nada
que desvíe su atención de la misión que se les ha encomendado. Segundo: confiar
en la providencia divina. El que los envió, se encargará de proveer.
Finalmente, les prepara para el rechazo,
compañero inseparable del misionero. Y la instrucción es sencilla y al grano: “si
un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies”.
El mensaje de Jesús interpela, no nos puede dejar neutrales e indiferentes; lo
aceptamos o lo rechazamos. Y muchos optan por el rechazo, la vía más fácil. En
ese caso, vayamos a “sembrar” en otros campos.
“Vino a los suyos, y los suyos no le
recibieron” (Jn 1,11). Este versículo, tomado del prólogo del Evangelio según
san Juan, resume lo ocurrido en el pasaje evangélico que nos brinda la liturgia
para hoy (Mc 6,1-6).
Jesús regresa a su pueblo de Nazaret y, cuando
llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga. Era costumbre que se asignara
la responsabilidad de pronunciar la homilía a un varón de la comunidad. Jesús,
que se había marchado de Nazaret regresa de visita, y las noticias de su fama, y
sobre todo sus milagros, han llegado a oídos de sus antiguos vecinos. El pasaje
no nos dice qué les dijo Jesús en su enseñanza, pero lo que fuera les dejó
asombrados: “¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han
enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de
María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con
nosotros aquí?”
Ignoraron el mensaje y fijaron su atención en
el mensajero. Para los judíos Dios era un ser distante, terrible, inalcanzable.
Y el Mesías esperado había de ser una persona rodeada de esplendor, de
majestad. No podían concebir que aquél que había sido su vecino, que había
compartido su vida cotidiana con ellos durante treinta años, fuera el Mesías
esperado, y mucho menos que fuera el Hijo de Dios, Dios encarnado. “Y esto les
resultaba escandaloso”.
Una vez más vemos a Marcos enfatizando la
importancia de la fe: “No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos
enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe”. No es que
Jesús “necesite” de nuestra fe para obrar milagros, no se trata de una
“condición”; Él es omnipotente, no necesita de nadie. Pero la fe es necesaria
para para recibir el milagro en nuestras vidas.
Jesús “se extrañó de su falta de fe”. Muchas
veces, en nuestra labor apostólica nos frustramos, nos extrañamos, y hasta nos
escandalizamos ante la falta de fe que encontramos en aquellos a quienes
llevamos la Buena Noticia del Reino. Este pasaje nos debe servir de consuelo y,
a la vez, de estímulo para seguir adelante. Vemos a Jesús, la segunda persona
de la Santísima Trinidad, Dios encarnado, predicando Su Palabra, ¡y no le
hicieron caso!, ignoraron su mensaje. Cuando nos enfrentemos a una situación
similar, hagamos como Jesús, que continuó “recorriendo los pueblos de alrededor
enseñando”. Como Él dirá a sus discípulos en el Evangelio de mañana: “Si no los
reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta
el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos” (Mc 6,11).
Estamos llamados a sembrar la semilla del
Reino, pero tenemos que estar conscientes que esta no siempre caerá en terreno
fértil (Mc 4,3-9; Lc 8,4-8; Mt 13,1-9). Jesús nos invita a no desanimarnos,
porque muchos de los que escuchan nuestro mensaje “miran y no ven, oyen y no
escuchan ni entienden” (Mt 13,13; cfr.
Is 6,9).
Jesús nos está invitando a seguirle. Muchas
veces preferimos la recepción cálida de nuestra predicación por parte de un
grupo de “los nuestros” antes que enfrentar el rechazo o la burla de los no
creyentes. El papa Francisco nos invita a salir a la calle, a la periferia, a
misionar en nuestra propia tierra. Nadie dijo que era fácil. ¡Atrévete!