REFLEXIÓN PARA EL PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO (B) 30-11-14

adviento 1ra semana

Recientemente publicamos en este blog un corto mensaje sobre la Liturgia del Adviento. Allí señalábamos que las lecturas para el primer domingo de Adviento nos remiten a la espera de segunda venida del Señor, la parusía. Por eso las lecturas nos exhortan a estar vigilantes.

De ahí que la palabra clave para este primer domingo de Adviento es VIGILANCIA. Por eso, tanto las lecturas como la predicación son una invitación que se resume en las palabras con las que comienza el Evangelio para hoy (Mc 13,33-37): “Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento”. Esta semana encenderemos la primera vela de la corona de Adviento, color morada, como signo de vigilancia.

La primera lectura, tomada del profeta Isaías (63,16b-17.19b;64,2b-7), llamado el profeta del Adviento, nos recuerda que nunca es tarde para comenzar a prepararnos para esa “segunda venida” del Señor que se dará en el momento menos pensado (Cfr. Mt 24,36). Tan solo tenemos que entregarnos en sus manos: “Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano”.

En la segunda lectura, que contiene el saludo y acción de gracias al comienzo de la primera carta del san Pablo a los Corintios (1,3-9), el apóstol nos recuerda que es por la gracia que hemos recibido de Dios que podemos mantenernos vigilantes y firmes hasta esa segunda venida: “Pues por él habéis sido enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo. De hecho, no carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él os mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el día de Jesucristo, Señor nuestro”.

En el Evangelio Jesús utiliza la parábola del hombre que se fue de viaje (Jesús hasta su segunda venida) y dejó a cada uno de sus criados (nosotros) una tarea (una misión), exhortándonos una vez más a la vigilancia: “Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos”.

Siempre que pensamos en esa “segunda venida” de Jesús, vienen a nuestras mentes las imágenes apocalípticas del fin de mundo, del “final de los tiempos”. Pero lo cierto es que ese encuentro definitivo con Jesús puede ser en cualquier momento para cada uno de nosotros; al final de nuestra vida terrena, cuando enfrentemos nuestro juicio particular.

El Señor ha dado a cada uno de nosotros unos dones, unos carismas, y nos ha encomendado una tarea. Si el Señor llegara “inesperadamente” esta noche en mi sueño (¡cuántos no despertarán mañana!), ¿qué cuentas voy a darle sobre la “tarea” que me encomendó? De ahí la exhortación a estar vigilantes y con nuestra “tarea” al día teniendo presente que, si la encontramos difícil, tan solo tenemos que recordar las palabras de Isaías: “Señor, tú eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano”.

Estamos comenzando el Adviento. Tiempo de anticipación, de conversión, de vigilante espera para el nacimiento del Niño Dios en nuestros corazones. Anda, reconcíliate con Él y con tus hermanos, ¡no vaya a ser que llegue y te encuentre dormido!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SEMANA XXXIV DEL T.O. (2) 26-11-14

con vuestra perseverancia salvareis

“Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Esas palabras, pronunciadas por Jesús a sus discípulos, conforman el Evangelio de hoy (Lc 21,12-19).

Jesús continúa su “discurso escatológico” que comenzara ayer; habla de lo que habría de suceder a sus discípulos antes de la destrucción la ciudad de Jerusalén y del Templo (año 70 d.C.). Curiosamente, cuando Lucas escribe su relato evangélico, ya esto había sucedido (Lucas escribe su evangelio entre los años 80 y 90). El mismo Lucas, en Hechos de los Apóstoles, nos narra las peripecias de los apóstoles Pedro, Pablo, Juan, Silas, y otros, y cómo los apresan, los desnudan, los apalean, y los meten en la cárcel por predicar el Evangelio, y cómo tienen que comparecer ante reyes y magistrados. Tal y como Jesús anuncia que habría de ocurrir.

El mismo libro nos narra que ellos salían de la cárcel contentos, “dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús” (Hc 5,41). Contentos además porque habían tenido la oportunidad de predicar el Evangelio, no solo en la cárcel, sino ante reyes y magistrados. Más aún, confiados en las palabras del mismo Jesús cuando les dijo: “Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. El llamado es a la confianza y la perseverancia; características del discípulo-apóstol; ese que escucha el llamado, lo acoge, y se lanza a la misión que Dios le ha encomendado. Discípulos de la verdad; verdad que hemos dicho es la fidelidad del Amor de Dios que nos lleva a confiar plenamente en Él; Amor que hace que Jesús diga a sus discípulos: “En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). La promesa va más allá de salvar la vida: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.

Lo hermoso de la Biblia es su consistencia. Ya Isaías nos transmitía la Palabra de Dios: “Ahora, así dice Yahvé tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel. ‘No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. Porque yo soy Yahvé tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador’” (Is 43,1-3). Promesa poderosa… ¿Cómo no poner nuestra confianza en ese Dios?

Jesús es consistente en sus exigencias, pero igual lo es en sus promesas. Y nosotros podremos fallarle, pero Él nunca se retracta de sus promesas.

REFLEXIÓN PARA LA MEMORIA OBLIGATORIA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA, REINA 22-08-14

Gruta de la Anunciación, debajo del altar mayor de la Basílica de la Anunciación en Nazaret.

Gruta de la Anunciación, debajo del altar mayor de la Basílica de la Anunciación en Nazaret.

Hoy celebramos la memoria obligatoria de la Santísima Virgen María, Reina. Nuestra provincia eclesiástica nos propone las lecturas de feria, pero hoy reflexionaremos sobre las lecturas propias de la memoria. Para una reflexión sobre el Evangelio correspondiente al viernes de la vigésima semana del tiempo ordinario, les referimos a nuestra reflexión del pasado año para ese día.

Como primera lectura propia de la memoria, la liturgia nos presenta un pasaje del profeta Isaías (9,1-3.5-6), en el que profetiza el nacimiento de “un niño, un hijo” que viene “[p]ara dilatar el principado, con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino”. Esta lectura, que nos prefigura el nacimiento de Jesús, nos sirve de preámbulo al relato evangélico, que nos brinda uno de los pasajes más hermosos y más comentados de las Sagradas Escrituras, el pasaje de la Anunciación (Lc 1,26-38).

Este pasaje es también uno de los más ricos en contenido. Para esta memoria, nos limitaremos a los versículos 30-33: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”. Vemos cómo ambas lecturas tienen como denominador común que Jesús es el último y definitivo rey del linaje de David.

Para entender el alcance del Evangelio, y su relación con la realeza de la Santísima Virgen María, tenemos que entender la cultura y mentalidad judías. La tradición davídica dispone que la reina sea la madre del rey, la “Reina Madre”. Vemos así, por ejemplo, cómo en el libro primero de los Reyes (2,19), cuando Betsabé, la madre de Salomón, entró en el salón del trono para interceder en favor de Adonías, “El rey se levantó a su encuentro, hizo una inclinación ante ella (otras traducciones dicen que “se postró” ante ella), y tomó luego asiento en su trono. Dispuso un trono para la madre del rey, que tomó asiento a su derecha”. En el pueblo judío, la madre del rey era la persona más importante e influyente en el reino. También era considerada la defensora, la abogada del pueblo, la que “tenía el oído del rey” y era su principal consejera. La llamaban Gabirah, que quiere decir “gran señora”.

Por eso decimos que María es la “Reina del Universo”, título que ostenta por derecho propio, al ser la Madre del Rey, la “Reina Madre”. De ahí que el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium (59), declara que María “fue enaltecida por Dios como Reina del universo para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte”.

Desde allí, en el trono que su Hijo ha dispuesto a su derecha, ella intercede por nosotros ante Él como nuestra abogada. De ahí que en esa hermosa oración de la “Salve” decimos: “Ea, pues, Señora Abogada Nuestra, vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos”. Por eso la veneramos como María Reina, no solamente hoy, sino todos los días de nuestras vidas.

¡Santa María, ruega por nosotros!

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DECIMOQUINTA SEMANA DEL T.O. 19-07-14

Mt12_14-21

El evangelio de hoy (Mt 12, 14-21) es secuela del que leíamos ayer sobre las espigas arrancadas en sábado por los discípulos de Jesús. Recordaremos que al final del pasaje Jesús se había proclamado “Señor del sábado” ante la rabia de los fariseos. Pero lo que colmó la copa fue que de allí se fue a la sinagoga y curó a un hombre que tenía la mano paralizada. Es decir “violó” el sábado haciendo una curación, y ¡en plena sinagoga! (12,9-13). A pesar de las explicaciones de Jesús a los efectos de que es lícito hacer el bien a un ser humano incluso en sábado, los fariseos comienzan a tramar la forma de eliminarle (“los fariseos planearon el modo de acabar con Jesús”). Ya la suerte que correría Jesús estaba decidida. Por eso Jesús se marcha inmediatamente y continúa curando enfermos y expulsando demonios, pidiendo a todos que no revelaran su paradero (“mandándoles que no lo descubrieran”).

Aunque Marcos narra también el episodio de la partida de Jesús de forma bien abreviada (Mc 1,35-39), Mateo lo narra con mayor detalle, enfatizando las curaciones en sábado, y citando al profeta Isaías (Is 42,1-4). Recordemos que Mateo escribe su evangelio para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo, con el propósito de probar que Jesús es el Mesías esperado, ya que el Él se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento. De ahí que preceda la cita de Isaías con la frase “así se cumplió lo que dijo el profeta”, frase que Mateo repite en numerosas ocasiones a lo largo de su relato evangélico. Marcos, por su parte, escribió para los paganos de la región itálica, quienes no conocían el Antiguo Testamento; por eso no lo cita.

“Mirad a mi siervo, mi elegido, mi amado, mi predilecto. Sobre él he puesto mi espíritu para que anuncie el derecho a las naciones. No porfiará, no gritará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará”, nos dice la profecía de Isaías citada por Mateo. De esta manera el evangelista justifica la “huida” de Jesús. Nos está diciendo que Jesús no se escondió por miedo ni cobardía, ni por sentirse fracasado. En la huida de Jesús vemos el cumplimiento de la profecía. El Mesías vino a implantar el derecho y la justicia, pero no con espadas ni con ejércitos, sino desde la debilidad. La “revolución” que Jesús vino a traer es una que se da en el interior de las personas, no en las instituciones de su época. Por eso a Dios le encanta usar a los débiles (Cfr. 2 Cor 12,9; 13,4); así manifiesta su gloria para que todos crean.

Todos tenemos nuestras debilidades y defectos. Aun así Dios nos está llamando a servirle. No miremos nuestra pequeñez, nuestra debilidad; miremos su Poder. Una vez más te invito a decir con María: “Hágase en mí según tu Palabra”.

Que disfruten un hermoso fin de semana en la PAZ del Señor, sin olvidarse de dar una vueltita por la Casa del Padre para decirle: “Aquí estoy; dime Señor qué quieres de mí”.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DECIMOQUINTA SEMANA DEL T.O. 18-07-14

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La primera lectura de hoy (Is 38,1-6.21-22.7-8) es un ejemplo del poder de la oración impetratoria, de petición fervorosa. Dios había enviado a Isaías a comunicar a Ezequías que había llegado la hora de su muerte: “Haz testamento, porque vas a morir sin remedio y no vivirás”. Nos narra la lectura que Ezequías “volvió la cara a la pared” (un típico gesto de oración judío), oró al Señor para le curara y “lloró con largo llanto”. Oró con fe, con la certeza de que su petición sería escuchada.

Ante ese gesto, el Señor se compadeció de Ezequías y “cambió de parecer”, y con los mismos labios que había pronunciado su sentencia de muerte, le concedió quince años más de vida. ¿Cuántas veces hemos visto a una persona a las puertas de la muerte, que gracias al poder de la oración se ha librado de ella? Señor, concédenos confiar en la fuerza de la oración, y a seguir confiando en ti aún en las ocasiones en que Tú, en tu insondable Voluntad decides lo contrario.

La lectura evangélica de hoy (Mt 12,1-8) nos muestra a los fariseos, quienes movidos por la rabia, producto de la envidia y el temor que les produce el mensaje de Jesús, acusan a sus discípulos de violar el “sábado”, que más que una ley o un precepto, se había convertido en una pesada carga que ni los mismos sacerdotes y fariseos estaban dispuestos a llevar (Mt 23,4; Lc 11,46). Hacen lo que nosotros mismos hacemos muchas veces cuando queremos criticar a alguien: nos ponemos en vela a esperar el más mínimo “resbalón” para levantar el dedo acusador. Miramos la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en el nuestro (Lc 6,41).

Ya anteriormente, cuando los discípulos de Juan le cuestionaron a Jesús por qué ellos y los fariseos ayunaban y sus discípulos no lo hacían, Él les había contestado: “¿Pueden acaso los invitados de la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán” (Mt 9,15). En la versión de este pasaje en Marcos, Jesús añade: “El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Esta última frase cobra sentido con la aseveración de Jesús: “Si comprendierais lo que significa ‘quiero misericordia y no sacrificio’, no condenaríais a los que no tienen culpa).

Jesús está siendo consistente con la nueva “Ley del amor” recogida en las Bienaventuranzas (Mt 5); por eso se declara “Señor del sábado”. La reglas del sábado, producto de los hombres, tienen que ceder ante las necesidades y obligaciones que nacen del amor que es la esencia misma de Dios.

Cuando nos acerquemos a servir a Dios, tengamos presente que el servicio de Dios no puede contradecir el amor y la misericordia que tenemos que mostrar a nuestro prójimo: “Lo que hiciereis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mi me lo hacéis” (Mt 25,40).

Eso es lo hermoso del evangelio; podrá haber algunas inconsistencias en las narraciones, según cada evangelista, pero el mensaje de Jesús es consistente, es la Verdad que nos conduce al Padre.

Que pasen un hermoso fin de semana; y no olviden visitar la Casa del Padre. Él les espera con los brazos abiertos…

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DECIMOQUINTA SEMANA DEL T.O. 17-07-14

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En la primera lectura de hoy el profeta Isaías (26,7-9.12.16-19) cambia el género literario que había utilizado en los pasajes anteriores y entona lo que podemos catalogar como un salmo: “Mi alma te ansía de noche, mi espíritu en mi interior madruga por ti, porque tus juicios son luz de la tierra, y aprenden justicia los habitantes del orbe. Señor, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú. Señor, en el peligro acudíamos a ti, cuando apretaba la fuerza de tu escarmiento”. Esta lectura, que nos evoca el Salmo 62, es una oración de anhelo, de esperanza.

Isaías ve el sufrimiento de su pueblo, producto de sus infidelidades a la Alianza, y busca de Dios y su Misericordia poniendo toda su esperanza en Él: “¡Vivirán tus muertos, tus cadáveres se alzarán, despertarán jubilosos los que habitan el polvo! Porque tu rocío es rocío de luz, y la tierra de las sombras parirá”. Es un cántico de fe y esperanza ante el fracaso. Sabe que Dios, que lo envió a su pueblo, podrá castigarlo pero no abandonarlo, porque está lleno de misericordia y comprensión, como una madre para con el hijo de sus entrañas.

Siglos más tarde, Jesús exclamaría: “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán su descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11,28-30).

En esta lectura, una de las más cortas y emotivas que nos ofrece la liturgia, Jesús nos recuerda que Dios nunca nos abandona; que Él (que es Dios) está cerca de nosotros. Y que no importa cuán pesada sea nuestra carga, ni cuán grande sea nuestro pecado, en Él siempre hallaremos un corazón que late por nosotros y unos brazos ávidos de abrazarnos. Como dijo el papa Francisco en su primer Ángelus, Dios “tiene paciencia con nosotros, nos comprende, nos espera, no se cansa de perdonarnos si sabemos volver a Él con el corazón contrito” (Cfr. Sal 50,19).

“Venid a mí…” Nos dice que nos acerquemos, que vayamos hacia Él con confianza. “Y yo os aliviaré”. Nos está ofreciendo Su hombro para aliviar nuestro cansancio, y Su abrazo para aliviar nuestros pesares y perdonar nuestros pecados. “Cargad con mi yugo y aprended de mí”. Nos invita a ser sus discípulos, a vivir la ley del Amor, que es un yugo llevadero y una carga ligera; no como el yugo de la Ley, que al carecer del Amor se torna en una carga insoportable. “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso”. Nos señala el camino a seguir. Se trata de asumir una nueva forma de vida, libre de los legalismos aplastantes, que podría resumirse en un amor incondicional al prójimo, producto de una experiencia amorosa con el Padre. Más que una carga, es un imperativo de Amor.

Señor, ayúdame a tener la confianza de acercarme a Ti como se acerca un niño a su padre con un juguete roto, con la certeza de que él es quien único puede repararlo…

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DECIMOCUARTA SEMANA DEL T.O. 12-07-14

desde las azoteas

La primera lectura de hoy (Is 6,1-8) nos presenta al profeta Isaías. Isaías fue testigo de la destrucción del Reino del norte (Israel), y veía cómo el Reino del sur (Judá) iba por el mismo camino. Yahvé lo escoge para anunciar su Palabra y denunciar los pecados de los judíos del sur.

El pasaje que nos ocupa forma parte de lo que se conoce como el “Primer Isaías” (capítulos 1-39), y es la narración de la vocación del profeta, que Él mismo hace (la palabra vocación se deriva el latín vocatio, que a su vez se deriva del verbo vocare, que quiere decir “llamar”).

Mientras se hallaba en oración en el Templo, el Señor le habló a través de una visión que describe con el dramatismo que implica estar en la presencia de Dios: “Y temblaban los umbrales de las puertas al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo”. Y como todo mortal sintió miedo ante la presencia de Dios: “¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos”.

Y como siempre, el Señor no escoge a los capacitados, sino que capacita a los que escoge. Purificó los labios de Isaías con un carbón encendido, perdonando sus pecados de manera que pudiera proclamar su Palabra.

Otra característica de Dios que hemos dicho en ocasiones anteriores, es que Él nunca se impone (“Mira que estoy a la puerta y llamo: si uno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa…” Ap 3,20). Esta vez no es diferente: “¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?” Y la respuesta de Isaías a ese llamado no se hizo esperar: “Aquí estoy, mándame”.

Dios nos está llamando a todos, tiene una misión para cada uno de nosotros y, al igual que a Isaías nos pregunta: “¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?” Y tú, ¿estás en disposición de decir: “Aquí estoy, mándame”, con todo lo que ello implica?

Hoy, pidámosle al Señor que nos permita escuchar su voz, y nos dé la valentía de aceptar su llamado con la certeza de que si Él nos ha escogido, nos capacitará. Y, más aún, nos respaldará, como vemos en el Evangelio de hoy.

La lectura evangélica de hoy (Mt 10,24-33) continúa presentándonos el envío de los “doce”: “Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído, pregonadlo desde la azotea”. Los envía a proclamar la Buena Noticia, y a hacerlo con valentía (“no tengáis miedo”). Es el mismo llamado que nos hace a nosotros.

Son muchos los que prefieren ignorar el llamado de Jesús, porque a pesar de que les impresiona la oferta de vida eterna que les hace, no están de acuerdo con la “letra chica”; entienden que el precio es demasiado alto. Prefieren la comodidad, el placer, ahora, en este mundo. Se ponen de parte del mundo en lugar de ponerse de parte de Jesús. Es ahí que resuenan las palabras de Jesús: “Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo”. La decisión es tuya…

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 02-04-14

desperate-prayer

La liturgia para este miércoles de la cuarta semana de cuaresma comienza presentándonos una vez más la contraposición entre las tinieblas y la luz, pero esta vez por voz del profeta Isaías (49,8-15): “En tiempo de gracia te he respondido, en día propicio te he auxiliado; te he defendido y constituido alianza del pueblo, para restaurar el país, para repartir heredades desoladas, para decir a los cautivos: ‘Salid’, a los que están en tinieblas: ‘Venid a la luz’”.

Este pasaje, tomado del “Segundo Isaías” o Libro de la consolación, y escrito por un profeta anónimo durante el exilio en Babilona, pretende consolar y alentar al pueblo, anunciándoles un segundo éxodo de vuelta a Jerusalén. De paso, su oráculo prefigura la llegada del Mesías tan esperado por el pueblo de Israel, con las palabras que serán tomadas por Juan Bautista y que resuenan al comienzo del Adviento: “Convertiré mis montes en caminos, y mis senderos se nivelarán” (Cfr. Lc 3,4-5).

Esta primera lectura termina con uno de los versículos más tiernos del Antiguo Testamento y de toda a Biblia: “¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré”. Tan grande es el amor de Dios por cada uno de nosotros. Un amor que tiene más rasgos de amor materno que paterno. De hecho, si examinamos el Antiguo Testamento libres de las “gríngolas” de la tradición patriarcal del pueblo judío (y heredada por nosotros), encontramos que pocas veces se refiere a Dios como “padre”, y las veces que lo hace, es como sinónimo de “Señor”.

Por el contrario, sobre todo cada vez que habla del amor y la misericordia divinos, lo hace con rasgos maternales, como lo hace en el pasaje que contemplamos hoy, y en otro que no puedo dejar de mencionar; el pasaje de Oseas (11,1.3-4) que nos presenta a un Dios-Madre que se inclina sobre su hijo para amamantarlo: “Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer”.

Esto nos remite al vocablo hebreo utilizado en el Antiguo Testamento para definir la “misericordia” (Cfr. Salmo 50): rah min, que en su raíz se deriva de la palabra rehem, que se refiere a la matriz o el útero materno. De ahí las continuas referencias al amor de Dios por el “hijo de sus entrañas”, especialmente en la literatura profética. Se trata de un amor gratuito, no fruto de ningún mérito de nuestra parte. Dios nos ama a cada uno de nosotros tal y como somos, como solo una madre puede hacerlo, con todos nuestros pecados, nuestras miserias. Por eso quiere nuestra salvación, por eso nos espera como el padre del hijo pródigo (Lc 15,11-32) para fundirse con nosotros en un abrazo, que tal parece quisiera llevarnos de vuelta al rehem de donde salimos.

Señor, durante esta Cuaresma, inunda todo mi ser con tu Santo Espíritu, para que pueda sentir ese amor incondicional que me haga arrepentirme de todos mis pecados y postrarme ante Ti con la certeza de que “un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Sal 50,19).

 

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR 25-03-14

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Hoy celebramos la Solemnidad de la Anunciación del Señor, ese hecho salvífico que puso en marcha la cadena de eventos que culminó en el Misterio Pascual de Jesús, selló la Nueva y definitiva Alianza, y abrió el camino para nuestra salvación. La Iglesia celebra esta Solemnidad el 25 de marzo, nueve meses antes del nacimiento de Jesús.

La primera lectura que nos presenta la liturgia para esta celebración está tomada del profeta Isaías (7,10-14), que termina diciendo: “Pues el Señor, por su cuenta, os dará una señal: Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’”. (Is 7,14).

El Evangelio, tomado del relato de Lucas, nos brinda la narración tan hermosa del evangelista sobre el anuncio del nacimiento de Jesús (1,26-38), uno de los pasajes más citados y comentados de las Sagradas Escrituras. No creo que haya un cristiano que no conozca ese pasaje.

Centraremos nuestra atención en el último versículo del mismo: “María contestó: ‘Aquí está la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra’. Y la dejó el ángel”.

“Hágase”… No podemos encontrar otra palabra que exprese con mayor profundidad la fe de María. Es un abandonarse a la voluntad de Dios con la certeza que Él tiene para nosotros un plan que tal vez no comprendemos, pero que sabemos que tiene como finalidad nuestra salvación, pues esa es la voluntad de Dios. En la Anunciación, María, con su “hágase”, hizo posible el misterio de la Encarnación y dio paso a la plenitud de los tiempos y a nuestra redención. Así nos proporcionó el modelo a seguir para nuestra salvación.

Por eso podemos decir que “hágase” no es una palabra pasiva; por el contrario, es una palabra activa; es inclusive una palabra con fuerza creadora, la máxima expresión de la voluntad de Dios reflejada a lo largo de toda la historia de la salvación. Desde el Génesis, cuando dentro del caos inicial Yahvé dijo: “Hágase la luz” (Gn 1,2), hasta Getsemaní, cuando Jesús utilizó también la fuerza del “hágase” para culminar su sacrificio salvador: “Padre, si es posible aparta de mí esta copa; pero hágase tu voluntad y no la mía” (Lc 22,42).

El consentimiento de María a la propuesta del ángel, significado en su “hágase”, hizo posible que en ese momento se realizara sobre la tierra todo ese misterio de amor y misericordia predicho desde la caída del hombre (Gn 3,15), anunciado por los profetas, deseado por el pueblo de Israel, y anticipado por muchos (Mt 2,1-11).

Proyectando nuestra mirada hacia el Misterio Pascual, estoy seguro que la fuerza del “hágase” hizo posible que María se mantuviera erguida, con la cabeza en alto, al pie de la cruz en los momentos más difíciles. Asimismo, ese hágase de María al pie de la cruz, unido al de su Hijo, transformó las tinieblas del Gólgota en el glorioso amanecer de la Resurrección. Esa era la voluntad de Dios, y María lo comprendió, actuó de conformidad, y ocurrió.

¡Gracias, María!

 

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA QUINTA SEMANA DEL T.O. 14-02-14

effeta El relato evangélico que contemplamos en la liturgia para hoy (Mc 7,31-37) nos presenta el episodio de la curación del sordomudo. Estando en territorio pagano, de regreso a Galilea (en las fronteras del Líbano), le traen “un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos”. Jesús, apartándolo a un lado, le introduce los dedos en los oídos y le toca la lengua con saliva. Luego invoca al Padre (“mirando al cielo”) y dice: “‘Effetá’, que quiere decir ‘Ábrete’” (recordemos que Marcos escribe su relato evangélico para los paganos de la región itálica; por eso pasa el trabajo de traducir los arameismos). Nos dice la escritura que “al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad”.

Vemos en este episodio el cumplimiento de la profecía de Isaías, cuando anunciaba al pueblo exiliado en Babilonia que sería revestido con “el esplendor del Líbano”, y que los oídos de los sordos se abrirían,… y la lengua de los mudos gritaría de alegría (Is 35,2.5-6). Este milagro es un signo inequívoco de que la salvación ha llegado en la persona de Jesús. Los presentes parecen reconocerlo cuando “en el colmo del asombro decían: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos»”. El hecho de que el milagro se realice en territorio pagano (al igual que el exorcismo que se nos presentaba en el pasaje que leíamos ayer) apunta, además, a la universalidad de esa salvación.

Al milagro le sigue la petición de Jesús de guardar silencio sobre el mismo (el llamado “secreto mesiánico”, típico del evangelio según san Marcos), y la proclamación del mismo por todos los presentes. Esta es la reacción típica de todo el que ha tenido la experiencia de Jesús; no puede evitarlo, tiene que compartirla con todos.

En el rito del bautismo hay un momento que se llama precisamente “Effetá”, en el cual el ministro traza la señal de la cruz sobre los oídos y boca del bautizando mientras pronuncia la misma palabra aramea que le dijo Jesús al “sordomudo” del Evangelio de hoy. Esto, para que sus oídos se abran para escuchar la Palabra de Dios y sus labios se abran para proclamarla.

Antes a estas personas se les llamaba “sordomudos”, pero ahora se les llama “sordos”, pues se reconoce que su condición es un problema de audición. No hablan porque no pueden escuchar; viven aislados en un mundo de silencio. Así mismo nos pasa a nosotros cuando nos cerramos a la Palabra de Dios. Pero si nos tornamos hacia Él y permitimos que su Palabra sanadora penetre en nuestras almas, aún dentro de la sordera espiritual que hemos vivido, podremos escuchar ese “Effetá” potente y sonoro que nos librará de las cadenas del silencio espiritual. Y esa Palabra sanadora hará brotar agua en el desierto de nuestras vidas, haciendo que esa agua brote de nosotros como un torrente (Is 35,7), “salpicando” a todo el que se cruce en nuestro camino.