REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 02-12-19

Comenzamos la primera semana de Adviento con una lectura de esperanza tomada del libro del profeta Isaías (2,1-5); la misma que leyéramos ayer en el primer domingo de Adviento. Aunque para este “Ciclo A” se nos sugiere una lectura alternativa opcional, nuestra Provincia eclesiástica propone la misma lectura de ayer. Esta lectura nos refiere a ese momento en que todos los pueblos, judíos y gentiles, pondrán su mirada en Jerusalén, en el monte Sión, que brillará como un faro en medio de la oscuridad y los atraerá hacia ella, “porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén, la palabra del Señor”. Y entonces reinará la paz: “De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra”.

Y como todas las lecturas escatológicas, nos remite al final de los tiempos y nos brinda un mensaje de esperanza. ¿Qué final de los tiempos? ¿El “fin del mundo”, o el fin de la “antigua alianza”? Como siempre, hay una “zona gris” en la cual ambos “finales” se confunden. Lo importante es que, como quiera que lo consideremos, el mensaje es uno de esperanza, de salvación, para aquellos que fijen su mirada en el Señor.

El Evangelio (Mt 8,5-11), por su parte, forma parte de ese grupo de Evangelios, sacados de varios evangelistas, que han sido escogidos para este tiempo porque nos pintan un cuadro de esa “espera” en la que todos estamos inmersos, y que se percibe más marcada en este tiempo del Adviento.

El pasaje que recoge el relato evangélico de hoy es el de la curación del criado del centurión. Cabe resaltar que no fue Jesús quien le llamó; fue él quien se le acercó tan pronto Jesús entró en Cafarnaún, en donde Jesús vivió durante su vida pública. Resulta obvio que este hombre, un pagano, oficial del ejército opresor, odiado por todos, se encontraba en espera de Jesús. Tenía la certeza de que Jesús habría de venir y podía curar a su criado. Más aún, tenía la certeza de que Jesús poseía el poder de curarlo sin tener que estar a su lado, sin tener que verlo. Por eso le esperaba, y lo hacía con esa “anticipación” del que espera algo maravilloso, lo que lleva a Jesús a decirle: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe”.

El Adviento es un tiempo especial de gracia para todos. Ya se respira en el ambiente ese “algo” que no podemos describir y que llamamos con varios nombres, y que no es otra cosa que un anuncio de esperanza, confianza y fe en Dios; ese Dios que viene para todos, los de “cerca” y los de “lejos”, los pobres y los ricos, los tristes y los alegres, para traernos su regalo de salvación. Y la espera, la anticipación de ese evento nos causa excitación, nos llena de gozo.

En estos tiempos tan difíciles que estamos viviendo hay mucha gente desorientada, deprimida, ansiosa, desesperanzada. Personas que no han tenido la oportunidad de encontrarse con Jesús, pero que tienen buenos sentimientos, como el centurión. Tan solo hay que esperar; esperar con fe.

En este tiempo de Adviento, roguemos al Señor que nos conceda el espíritu de espera y la fe del centurión, para reconocerle y recibirle en nuestros corazones. Pidamos también ese don de manera especial para aquellos que se encuentran alejados, de manera que cuando se cante nuevamente el Gloria en la Misa de Gallo, todos podamos decir al unísono: “¡Es Navidad!”

REFLEXIÓN PARA EL PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO (A) 01-12-19

A Isaías se le llama el “profeta del Adviento”, porque su profecía domina la liturgia durante este tiempo que nos prepara para la Navidad. En Isaías encontramos la promesa y la esperanza de que se cumplan todos los sueños mesiánicos del pueblo de Israel; esos sueños que hallarán cumplimiento en la persona de Jesús en quien, según nos resalta Mateo en su relato evangélico, se cumplen todas las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Pero no debemos pasar por alto que este tiempo también nos remite, como a los primeros cristianos, a la segunda venida de Jesús al final de los tiempos.

Las normas universales sobre el año litúrgico nos presentan así este tiempo: “El tiempo de Adviento tiene una doble índole: es el tiempo de preparación para las solemnidades de Navidad, en las que se conmemora la primera venida del Hijo de Dios a los hombres, y es a la vez el tiempo en el que por este recuerdo se dirigen las mentes hacia la expectación de la segunda venida de Cristo al fin de los tiempos. Por estas dos razones el Adviento se nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y alegre” (N.U., 39).

Las lecturas que nos ofrece la liturgia para este primer domingo de Adviento tienen sabor escatológico, es decir, nos remiten a esa “espera” de la parusía, la segunda venida de Jesús. La primera lectura, tomada del libro de Isaías (2,1-5), nos habla del “final de los días” en que todos los pueblos convergerán en la ciudad santa de Jerusalén (Cfr. Ap 21,9-27), y ya la guerra y la violencia serán cosa del pasado. “De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas”.

La segunda lectura, tomada de la carta del Apóstol san Pablo a los Romanos (13,11-14), nos exhorta a estar vigilantes a esa segunda venida de Jesús: “La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz”. Lo cierto es que con el nacimiento de Jesús se inauguró el Reino que el pueblo esperaba, ese Reino que ya ha comenzado pero que no está concretizado. El “final de los tiempos” es aquí y ahora, hasta tanto llegue el Hijo del hombre cubierto de gloria para dejar instaurado su Reinado por toda la eternidad. De ahí el llamado a estar vigilantes, pues no sabemos el día ni la hora. En ocasiones anteriores hemos recalcado que para cada uno de nosotros ese “día” puede ser en cualquier momento, incluso hoy mismo. Entonces pasaremos a ese estado en que el tiempo lineal desaparece, y solo existe el hoy de la eternidad. De ahí que san Pablo nos exhorta a estar “vestidos” de nuestro Señor Jesucristo, para que esa “hora” no nos sorprenda en pecado.

Así nos advierte la lectura evangélica (Mt 24,37-44): “Por lo tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor… estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”.

Aunque nuestra vida debería ser un constante Adviento, este tiempo nos invita a convertirnos en otros “cristos” de manera que, llegada la hora, podamos reinar junto a Él por toda la eternidad (Cfr. Ap 22,5).

REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE CUARESMA (C) 24-03-19

“El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles”. Así finaliza el salmo responsorial de la liturgia para hoy (Sal 102).

En el relato evangélico de ayer (Lc 15,1-3.11-32) se nos presentaba la parábola del padre misericordioso. El mayor ejemplo del perdón y la misericordia divina. Una de las características principales de la misericordia divina es la paciencia; paciencia que es fruto del amor (Cfr. 1 Co 13,4). Y de la misma manera que el amor de Dios hacia nosotros es infinito, igualmente lo es su paciencia. Nunca se cansa de esperarnos.

La lectura evangélica de hoy nos presenta un pasaje compuesto de dos partes. La primera contiene una catequesis de Jesús sobre las desgracias que ocurren a diario en las que perecen varias personas y su relación con la retribución, y la segunda parte nos brinda la parábola de la higuera (Lc 13,1-9): “Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?’ Pero el viñador contestó: ‘Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas’”.

En la primera parte Jesús hace ver que, contrario a la creencia de su época que toda desgracia era producto del pecado, todos estamos sujetos a morir repentinamente. Dios no puede desearnos mal, por eso Jesús deja claro que las muertes que se reseñan no son “castigo de Dios”. Pero termina con un llamado a la conversión y una advertencia: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”.

La parábola nos presenta la misericordia divina (representada en la persona del viñador), y la urgencia de escuchar el llamado a la conversión. La parábola nos recuerda que esas muertes repentinas que vemos a nuestro alrededor deben provocar un proceso de introspección en nosotros. No sabemos el día ni la hora. Nuestro tiempo es finito y debemos aprovecharlo.

El día de nuestro bautismo el Espíritu Santo plantó en nosotros tres semillas: la fe, la esperanza y la caridad. Y desde ese momento el Señor está esperando que den fruto. Dios se nos presenta como el Dios de la paciencia. Él no castiga; Él espera, como el viñador (“déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto”). Nos allana el camino a la conversión y nos invita a seguirle. Pero no sabemos cuándo llegará nuestra hora. Y si para entonces no hemos dado fruto…

Dios es un Dios de amor y misericordia; es infinitamente paciente, nos da una y otra, y otra oportunidad (conoce nuestra débil naturaleza y nuestra inclinación al pecado). Pero también es un Dios justo.

Esta Cuaresma nos ofrece “otra oportunidad” de conversión (Él no se cansa). No sabemos si el Viñador ya le dijo al Dueño: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.

REFLEXIÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA (C) 17-03-19


La liturgia para este segundo domingo de Cuaresma nos presenta la versión de Lucas de la Transfiguración del Señor (Lc 9,28b-36). Comienza la narración con Jesús tomado a sus discípulos más íntimos, sus “amigos” inseparables, Pedro, Santiago y Juan, con quienes compartió experiencias especiales (como la de hoy), subiendo a lo alto de la montaña a orar.

La oración, uno de los rasgos distintivos de Jesús. Los relatos evangélicos nos muestran a Jesús orando en los momentos más importantes de su vida, y antes de tomar cualquier decisión importante. Toda la vida de Jesús transcurrió en un ambiente de oración. Su vida se nutría de ese diálogo constante con el Padre. Así, por ejemplo, lo vemos orando en el momento de su bautismo (Lc 3,22), antes de la elección de los “doce” (Lc 6,12), ante la tumba de su amigo Lázaro antes de revivirlo (Jn 11,41b-42), al curar al endemoniado epiléptico (Mc 9,28-29), en la oración de acción de gracias que precedió la institución de la Eucaristía, en el huerto de Getsemaní (Mt 26,36-44), al pedir por sus victimarios (Lc 23,34), y al momento de entregar su vida por nosotros (Mt 27,66; Cfr. Sal 22,2;).

Durante el tiempo de Cuaresma la Iglesia nos invita a retomar la práctica de la oración.  Hoy encontramos a Jesús nuevamente “orando” en el monte Tabor junto a sus discípulos, y vemos cómo, estando en oración, se “transfiguró”. ¡El poder de la oración! Sí, Jesús se transfiguró por el poder de la oración. Y Jesús había invitado a sus amigos a acompañarle para que fueran testigos de esa manifestación de la Gloria de Dios.

Nos dice el pasaje que contemplamos hoy que “mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos”. Del mismo modo la oración puede “transfigurar” nuestras almas, permitiéndonos participar de la Gloria de Dios, convirtiéndonos en otros “cristos”. Ese es el mejor testimonio de nuestra fe, pues todo el que nos vea notará algo “distinto” en nuestro rostro; tal vez esa sonrisa inconfundible que refleja la verdadera “alegría del cristiano” que solo puede ser producto de haber tenido un encuentro con Dios.

Era también en la oración que Jesús encontraba la fuerza para continuar y completar su misión. Y esa fuerza emanaba del amor del Padre. Como decía santa Teresa de Jesús: “La oración no es problema de hablar o de sentir, sino de amar”. De igual modo, la oración es la “gasolina” que nos permite seguir adelante en la misión que el Señor ha encomendado a cada cual. De ella nos nutrimos y en ella encontramos el bálsamo que sana nuestras heridas y alivia nuestros pesares, al sentirnos arropados por ese Amor incondicional del Padre que se derrama sobre nosotros en la oración fervorosa.

Hoy, pidamos al Señor que nos transfigure en la oración, para que Su luz ilumine nuestros rostros, de manera que podamos convertirnos en “faros” que aparten las tinieblas y arrojen un rayo de esperanza que guíe a nuestros hermanos hacia Él. Por Jesucristo nuestro Señor.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 26-02-19

“Hijo, si te acercas a servir al Señor, permanece firme en la justicia y en el temor, y prepárate para la prueba. Endereza tu corazón, mantente firme y no te angusties en tiempo de adversidad. Pégate a él y no te separes, para que al final seas enaltecido”. Con esta oración comienza la primera lectura que nos brinda la liturgia hoy (Sir 2,1-13).

El autor del libro plantea una realidad que no podemos escapar. El mal existe y en algún momento nos va a alcanzar. Pero a diferencia de Job, que se plantea las interrogantes fundamentales del hombre respecto al mal y trata de encontrar respuestas, Ben Sirac se limita a exponerlas y brindar al lector consejos sobre cómo y por qué los que decidimos seguir al Señor debemos enfrentar las pruebas cuando estas sobrevengan.

El primer consejo es la paciencia: “Todo lo que te sobrevenga, acéptalo, y sé paciente en la adversidad y en la humillación. Porque en el fuego se prueba el oro, y los que agradan a Dios en el horno de la humillación. Confía en él y él te ayudará, endereza tus caminos y espera en él”.

Así, aconseja también, esperanza: “aguardad su misericordia y no os desviéis, no sea que caigáis”; confianza: “confiad en él, y no se retrasará vuestra recompensa”; fe en la recompensa futura: “esperad bienes, gozo eterno y misericordia. Los que teméis al Señor, amadlo y vuestros corazones se llenarán de luz”…, “porque el oro se acrisola en el fuego, y el hombre que Dios ama, en el horno de la humillación”.

Sobre doscientos años después, Jesús resumirá esta sabiduría en una frase: “todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (Lc 14,11).

La lectura evangélica de hoy (Mc 9,30-37), nos presenta a los apóstoles discutiendo entre sí sobre quién era el más importante entre ellos. A pesar de que Jesús acaba de anunciarles la Pasión que ha de sufrir, resulta claro que no comprenderán el mensaje de Jesús hasta después de su Pascua. De momento, Jesús les dice: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Y para enfatizar su punto, acercó un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”.

Para entender el alcance de este gesto tenemos que entender lo que significaba un niño en tiempos de Jesús. En aquella época un niño era un ser insignificante, sin derechos, una posesión de su padre, menos valioso que un animal de carga o de trabajo. Por tanto, acoger a un niño equivale a hacerse menos que un niño, el más insignificante de todos. Aun así, los apóstoles no comprendieron las palabras de Jesús. Más adelante, en la última cena, Jesús acentuaría su enseñanza con el gesto de lavar los pies a los apóstoles (Jn 13,1-15), tarea reservada en esa época a los esclavos o sirvientes y, en ausencia de estos, a los niños.

Nadie dijo que el seguimiento de Jesús es fácil. Implica renuncias, privaciones, humillaciones, burla, persecuciones. “El que quiera seguirme…” (Mt 16,24). El camino es arduo, pero la recompensa es segura: “el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras” (16,27)…

REFLEXIÓN PARA EL CUARTO DOMINGO DEL T.O. (C) 03-02-19

Las lecturas que nos presenta la liturgia para hoy son un verdadero banquete. La primera, tomada del profeta Jeremías (1,4-5.15-17), nos narra la vocación del profeta y es uno de los pasajes más hermosos del Antiguo Testamento: “Antes de formarte en el vientre, te escogí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te nombré profeta de los gentiles”. Así es con todos nosotros; Dios tiene una misión para cada uno. Y muchas veces nos resistimos, no queremos comprometernos, no queremos abandonar la comodidad de nuestro entorno, nuestra rutina diaria, nuestra “zona de confort”.

Así, Jeremías le responde a Yaveh: “¡Ah, Señor! Mira que no sé hablar, porque soy demasiado joven” (v. 6). Asimismo Moisés, a quien Dios había escogido para liberar a su pueblo de la esclavitud en Egipto, también se resistió y puso como excusa su dificultad al hablar (Ex 4,10). Ponemos toda clase de excusas y trabas imaginables. Nos cuesta comprometernos. Pero el Señor no cesa de llamarnos. Nos ama demasiado para rendirse ante nuestras evasivas. Es como el amante que no se desanima ante el rechazo inicial de su amada, sino que, por el contrario, redobla sus esfuerzos para conquistarla. “Mira que estoy a la puerta y llamo… (Ap 3,20). Él respeta nuestro libre albedrío, pero eso no le impide seguir tratando de “enamorarnos”…

La segunda lectura que nos brinda la liturgia para hoy es el famoso “canto al amor” contenido en la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (12,31-13,13). La primacía del amor sobre todo carisma o virtud, el “nuevo mandamiento” del amor en el que se resumen todos los demás (Cfr. Jn 13,34). Toda la enseñanza de Jesús, toda su doctrina, se basa, se desarrolla y se resume en el amor. Como digo a mis estudiantes, el amor es el “pegamento” que mantiene unido todo el mensaje de Jesús; si se lo removemos, se desvirtúa, se deshace, se desmorona.

San Pablo concluye este pasaje diciéndonos: “Ahora vemos confusamente en un espejo; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es por ahora limitado; entonces podré conocer como Dios me conoce. En una palabra: quedan la fe, la esperanza, el amor: estas tres. La más grande es el amor”. ¿A qué se refiere san Pablo cuando dice que veremos “cara a cara”? ¿A quién veremos cara a cara? Indudablemente veremos a Dios: “Ellos contemplarán su rostro y llevarán su Nombre en la frente” (Ap 22,4).

¿Y por qué el amor es la más grande de las virtudes? La fe nos permite creer en Dios y en lo que nos ha revelado, y la esperanza nos hace aspirar al Reino de los cielos como felicidad nuestra. El amor es la virtud por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo por amor a Él. Una vez estemos ante Su presencia ya no necesitaremos de la fe ni de la esperanza, pues le estaremos viendo “cara a cara”, en el Reino de los cielos. Solo el amor sobrevivirá, pues estaremos en presencia del Amor puro, que nos arropará por toda la eternidad. ¡Qué promesa! Vale la pena, ¿no crees? ¡Arriésgate!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 07-12-18

Isaías, el profeta del Adviento, sigue dominando la liturgia para este tiempo tan especial. En la primera lectura de hoy (Is 29,17-24), el profeta anuncia que “pronto, muy pronto… oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos”. Ese prodigio, entre otros, se convertirá en el signo de que el Mesías ha llegado.

En el relato evangélico seguimos con Mateo, que nos presenta a Jesús abriendo los ojos de dos ciegos (Mt 9,27-31). Así se da el cumplimiento de la profecía de Isaías, lo que prueba que los tiempos mesiánicos ya han llegado con la persona de Jesús de Nazaret. Y como en tantos otros casos, la fe es un factor esencial para que se efectúe el milagro: “Jesús les dijo: ‘¿Creéis que puedo hacerlo?’ A lo que ellos replicaron: ‘Sí, Señor.’ Entonces les tocó los ojos, diciendo: ‘Que os suceda conforme a vuestra fe.’ Y se les abrieron los ojos”. A pesar de que Jesús les “ordenó severamente” que no contaran su curación milagrosa a nadie, ellos, “al salir, hablaron de él por toda la comarca”.

Los ciegos del relato creyeron en Jesús y creyeron que Él podía curar su ceguera. Y su fe fue recompensada. Tuvieron un encuentro personal con Jesús y sintieron su poder. La actitud de ellos de salir a contar a todos lo sucedido es la reacción natural de todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús. El que ha tenido esa experiencia siente un gozo, una alegría, que tiene que compartir con todo el que encuentra en su camino. Es la verdadera “alegría del cristiano”.

Nuestro problema es que muchas veces nos conformamos con una imagen estática de Jesús, nuestra relación con Él se limita a ritos, estampitas, imágenes y crucifijos, y no abrimos nuestros corazones para dejarle entrar, para tener un encuentro personal, íntimo con Él, para sentir el calor de su abrazo; ese abrazo misericordioso en el que hayamos descanso para nuestras almas (Mt 11,29).

En ocasiones miramos a nuestro alrededor y vemos el caos, la violencia, el desamor que aparenta reinar en nuestro entorno, y pensamos que las promesas de Isaías no se han cumplido. Eso es señal de que no hemos tenido ese encuentro personal con Jesús, porque si lo hubiésemos tenido, estaríamos gritándolo a los siete vientos; y contagiaríamos a otros con ese gozo indescriptible hasta convertirlo en una epidemia de amor.

Apenas estamos comenzando el Adviento, y como nos dijera el papa emérito Benedicto XVI hace unos años, el Adviento “nos invita una vez más, en medio de muchas dificultades, a renovar la certeza de que Dios está presente: Él ha venido al mundo, convirtiéndose en un hombre como nosotros, para traer la plenitud de su designio de amor. Y Dios exige que también nosotros nos convirtamos en una señal de su acción en el mundo. A través de nuestra fe, nuestra esperanza, nuestro amor, Él quiere entrar en el mundo siempre de nuevo, y quiere siempre de nuevo hacer resplandecer su Luz en la noche”.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 03-12-18

Comenzamos la primera semana de Adviento con una lectura de esperanza tomada del libro del profeta Isaías (2,1-5). Esta lectura nos refiere a ese momento en que todos los pueblos, judíos y gentiles, pondrán su mirada en Jerusalén, en el monte Sión, que brillará como un faro en medio de la oscuridad y los atraerá hacia ella, “porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén, la palabra del Señor”. Y entonces reinará la paz: “De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra”.

Y como todas las lecturas escatológicas, nos remite al final de los tiempos y nos brinda un mensaje de esperanza. ¿Qué final de los tiempos? ¿El “fin del mundo”, o el fin de la “antigua alianza”? Como siempre, hay una “zona gris” en la cual ambos “finales” se confunden. Lo importante es que, como quiera que lo consideremos, el mensaje es uno de esperanza, de salvación, para aquellos que fijen su mirada en el Señor.

El Evangelio (Mt 8,5-11), por su parte, forma parte de ese grupo de Evangelios, sacados de varios evangelistas, que han sido escogidos para este tiempo porque nos pintan un cuadro de esa “espera” en la que todos estamos inmersos, y que se percibe más marcada en este tiempo del Adviento.

El pasaje que recoge el relato evangélico de hoy es el de la curación del criado del centurión. Cabe resaltar que no fue Jesús quien le llamó; fue él quien se le acercó tan pronto Jesús entró en Cafarnaún, en donde Jesús vivió durante su vida pública. Resulta obvio que este hombre, un pagano, oficial del ejército opresor, odiado por todos, se encontraba en espera de Jesús. Tenía la certeza de que Jesús habría de venir y podía curar a su criado. Más aún, tenía la certeza de que Jesús poseía el poder de curarlo sin tener que estar a su lado, sin tener que verlo. Por eso le esperaba, y lo hacía con esa “anticipación” del que espera algo maravilloso, lo que lleva a Jesús a decirle: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe”.

El Adviento es un tiempo especial de gracia para todos. Ya se respira en el ambiente ese “algo” que no podemos describir y que llamamos con varios nombres, y que no es otra cosa que un anuncio de esperanza, confianza y fe en Dios; ese Dios que viene para todos, los de “cerca” y los de “lejos”, los pobres y los ricos, los tristes y los alegres, para traernos su regalo de salvación. Y la espera, la anticipación de ese evento nos causa excitación, nos llena de gozo.

En estos tiempos tan difíciles que estamos viviendo hay mucha gente desorientada, deprimida, ansiosa, desesperanzada. Personas que no han tenido la oportunidad de encontrarse con Jesús, pero que tienen buenos sentimientos, como el centurión. Tan solo hay que esperar; esperar con fe.

En este tiempo de Adviento, roguemos al Señor que nos conceda el espíritu de espera y la fe del centurión, para reconocerle y recibirle en nuestros corazones. Pidamos también ese don de manera especial para aquellos que se encuentran alejados, de manera que cuando se cante nuevamente el Aleluya en la Misa de Gallo, todos podamos decir al unísono: “¡Es Navidad!”