A Isaías se le llama el “profeta del Adviento”, porque su profecía domina la liturgia durante este tiempo que nos prepara para la Navidad. En Isaías encontramos la promesa y la esperanza de que se cumplan todos los sueños mesiánicos del pueblo de Israel; esos sueños que hallarán cumplimiento en la persona de Jesús en quien, según nos resalta Mateo en su relato evangélico, se cumplen todas las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Pero no debemos pasar por alto que este tiempo también nos remite, como a los primeros cristianos, a la segunda venida de Jesús al final de los tiempos.
Las normas universales sobre el año litúrgico nos presentan así este tiempo: “El tiempo de Adviento tiene una doble índole: es el tiempo de preparación para las solemnidades de Navidad, en las que se conmemora la primera venida del Hijo de Dios a los hombres, y es a la vez el tiempo en el que por este recuerdo se dirigen las mentes hacia la expectación de la segunda venida de Cristo al fin de los tiempos. Por estas dos razones el Adviento se nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y alegre” (N.U., 39).
Las lecturas que nos ofrece la liturgia para este primer domingo de Adviento tienen sabor escatológico, es decir, nos remiten a esa “espera” de la parusía, la segunda venida de Jesús. La primera lectura, tomada del libro de Isaías (2,1-5), nos habla del “final de los días” en que todos los pueblos convergerán en la ciudad santa de Jerusalén (Cfr. Ap 21,9-27), y ya la guerra y la violencia serán cosa del pasado. “De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas”.
La segunda lectura, tomada de la carta del Apóstol san Pablo a los Romanos (13,11-14), nos exhorta a estar vigilantes a esa segunda venida de Jesús: “La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz”. Lo cierto es que con el nacimiento de Jesús se inauguró el Reino que el pueblo esperaba, ese Reino que ya ha comenzado pero que no está concretizado. El “final de los tiempos” es aquí y ahora, hasta tanto llegue el Hijo del hombre cubierto de gloria para dejar instaurado su Reinado por toda la eternidad. De ahí el llamado a estar vigilantes, pues no sabemos el día ni la hora. En ocasiones anteriores hemos recalcado que para cada uno de nosotros ese “día” puede ser en cualquier momento, incluso hoy mismo. Entonces pasaremos a ese estado en que el tiempo lineal desaparece, y solo existe el hoy de la eternidad. De ahí que san Pablo nos exhorta a estar “vestidos” de nuestro Señor Jesucristo, para que esa “hora” no nos sorprenda en pecado.
Así nos advierte la lectura evangélica (Mt 24,37-44): “Por lo tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor… estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”.
Aunque nuestra vida debería ser un constante Adviento, este tiempo nos invita a convertirnos en otros “cristos” de manera que, llegada la hora, podamos reinar junto a Él por toda la eternidad (Cfr. Ap 22,5).
La primera lectura de la liturgia para hoy (Is
25,6-10a) continúa presentándonos al futuro Mesías y nos habla de un banquete al
que todos serán invitados: “En aquel día preparará el Señor del universo para
todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín
de vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados”. El mismo Jesús utilizaría
en muchas ocasiones esta figura del banquete para referirse al Reino.
El profeta añade que en ese tiempo el Señor
“aniquilará la muerte para siempre” y “enjugará las lágrimas de todos los
rostros”. Entonces todo será alegría, pues habrá llegado aquél de quien
esperábamos la salvación, y solo habrá motivo para celebrar y gozar esa
salvación. De nuevo, esta lectura nos crea gran expectativa ante la inminente
llegada de los nuevos tiempos que el Mesías vendrá a inaugurar con su presencia
entre nosotros. Tiempos de gozo y abundancia.
Del mismo modo, la lectura evangélica (Mt
15,29-37) nos muestra cómo en la persona de Jesús se cumple esa profecía. A Él
acuden todos los que sufren alguna dolencia: tullidos, ciegos, lisiados,
sordomudos y muchos otros; y “los echaban a sus pies, y él los curaba”. La
lectura nos dice que la gente se admiraba. Pero no tanto por las curaciones
milagrosas, sino porque esos portentos eran el signo más patente de la llegada
del Mesías. Así, la llegada del Mesías se convierte en una fiesta para todos
los que sufren (Cfr. Mt 11.28), quienes ven retroceder el mal, el
sufrimiento y las lágrimas, para dar paso a la felicidad. Cuando Dios pasa,
derrama sobre todos su Santo Espíritu que se manifiesta como una estela de
alegría que deja tras de si.
¡El Mesías ha llegado! Y con Él la plenitud de
los tiempos. No hay duda. Con Él ha llegado también la abundancia. “Siete panes
y unos pocos peces” parecerán poco para alimentar una muchedumbre, que en la versión
de Marcos se nos dice eran “unas cuatro mil personas” (Mc 8,9). Pero en manos
del Mesías, ese “poco” se convierte en “todo” lo necesario para saciar el
hambre de aquella multitud.
No obstante, si miramos a nuestro alrededor,
nos percatamos que aún quedan por cumplirse muchas de las profecías del Antiguo
Testamento, especialmente aquellas que tienen que ver con la paz y la justicia.
El Reino está aquí, pero todavía está “en construcción”. Hace unos días
hablábamos del sentido escatológico del Adviento, de esa espera de la segunda
venida de Jesús que va a marcar la culminación de los tiempos, cuando se
establecerá definitivamente el Reinado de Dios por toda la eternidad. En ese
sentido, el Adviento adquiere también para nosotros un significado parecido al
que le daban los primeros cristianos.
Hoy vemos cuántos hermanos padecen de hambre,
como aquella muchedumbre que seguía a Jesús. Y la solución del hambre se
encontró en el reparto fraterno, en el amor que nos lleva a estar atentos a las
necesidades de los demás. En ninguno de los evangelios se menciona quién tenía
los panes y los peces que fueron entregados a Jesús. Alguien anónimo, que con
su generosidad propició el milagro.
En este tiempo de Adviento, compartamos
nuestro “pan”, material y espiritual, para que todos conozcan la abundancia del
Amor de Jesús, y anhelen su venida. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22,20).
La primera lectura de la liturgia para hoy (Is 25,6-10a)
continúa presentándonos al futuro Mesías y nos habla de un banquete al que
todos serán invitados: “En aquel día preparará el Señor del universo para todos
los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de
vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados”. El mismo Jesús utilizaría
en muchas ocasiones esta figura del banquete para referirse al Reino.
El profeta añade que en ese tiempo el Señor “aniquilará la
muerte para siempre” y “enjugará las lágrimas de todos los rostros”. Entonces
todo será alegría, pues habrá llegado aquél de quien esperábamos la salvación,
y solo habrá motivo para celebrar y gozar esa salvación. De nuevo, esta lectura
nos crea gran expectativa ante la inminente llegada de los nuevos tiempos que
el Mesías vendrá a inaugurar con su presencia entre nosotros. Tiempos de gozo y
abundancia.
Del mismo modo, la lectura evangélica (Mt 15,29-37) nos
muestra cómo en la persona de Jesús se cumple esa profecía. A Él acuden todos
los que sufren alguna dolencia: tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y muchos
otros; y “los echaban a sus pies, y él los curaba”. La lectura nos dice que la
gente se admiraba. Pero no tanto por las curaciones milagrosas, sino porque esos
portentos eran el signo más patente de la llegada del Mesías. Así, la llegada
del Mesías en se convierte en una fiesta para todos los que sufren (Cfr.
Mt 11.28), quienes ven retroceder el mal, el sufrimiento y las lágrimas, para
dar paso a la felicidad. Cuando Dios pasa, derrama sobre todos su Santo
Espíritu que se manifiesta como una estela de alegría que deja tras de si.
¡El Mesías ha llegado! Y con Él la plenitud de los tiempos. No
hay duda. Con Él ha llegado también la abundancia. “Siete panes y unos pocos
peces” parecerán poco para alimentar una muchedumbre, que en la versión de
Marcos se nos dice eran “unas cuatro mil personas” (Mc 8,9). Pero en manos del
Mesías, ese “poco” se convierte en “todo” lo necesario para saciar el hambre de
aquella multitud.
No obstante, si miramos a nuestro alrededor, nos percatamos
que aún quedan por cumplirse muchas de las profecías del Antiguo Testamento,
especialmente aquellas que tienen que ver con la paz y la justicia. El Reino
está aquí, pero todavía está “en construcción”. Hace unos días hablábamos del
sentido escatológico del Adviento, de esa espera de la segunda venida de Jesús
que va a marcar la culminación de los tiempos, cuando se establecerá
definitivamente el Reinado de Dios por toda la eternidad. En ese sentido, el
Adviento adquiere también para nosotros un significado parecido al que le daban
los primeros cristianos.
Hoy vemos cuántos hermanos padecen de hambre, como aquella
muchedumbre que seguía a Jesús. Y la solución del hambre se encontró en el reparto
fraterno, en el amor que nos lleva a estar atentos a las necesidades de los
demás. En ninguno de los evangelios se menciona quién tenía los panes y los
peces que fueron entregados a Jesús. Alguien anónimo, que con su generosidad
propició el milagro.
En este tiempo de Adviento, compartamos nuestro “pan”,
material y espiritual, para que todos conozcan la abundancia del Amor de Jesús,
y anhelen su venida. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22,20).
El evangelio de hoy (Mt 12, 14-21) es secuela
del que leíamos ayer sobre las espigas arrancadas en sábado por los discípulos
de Jesús. Recordaremos que al final del pasaje Jesús se había proclamado “Señor
del sábado” ante la rabia de los fariseos. Pero lo que colmó la copa fue que de
allí se fue a la sinagoga y curó a un hombre que tenía la mano paralizada. Es
decir “violó” el sábado haciendo una curación, y ¡en plena sinagoga! (12,9-13).
A pesar de las explicaciones de Jesús a los efectos de que es lícito hacer el
bien a un ser humano incluso en sábado, los fariseos comienzan a tramar la
forma de eliminarle (“los fariseos planearon el modo de acabar con Jesús”). Ya
la suerte que correría Jesús estaba decidida. Por eso Jesús se marcha
inmediatamente y continúa curando enfermos y expulsando demonios, pidiendo a
todos que no revelaran su paradero (“mandándoles que no lo descubrieran”).
Aunque Marcos narra también el episodio de la partida
de Jesús de forma bien abreviada (Mc 1,35-39), Mateo lo narra con mayor
detalle, enfatizando las curaciones en sábado, y citando al profeta Isaías (Is
42,1-4). Recordemos que Mateo escribe su evangelio para los judíos de Palestina
convertidos al cristianismo, con el propósito de probar que Jesús es el Mesías esperado,
ya que el Él se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento. De ahí que
preceda la cita de Isaías con la frase “así se cumplió lo que dijo el profeta”,
frase que Mateo repite en numerosas ocasiones a lo largo de su relato
evangélico. Marcos, por su parte, escribió para los paganos de la región
itálica, quienes no conocían el Antiguo Testamento; por eso no lo cita.
“Mirad a mi siervo, mi elegido, mi amado, mi
predilecto. Sobre él he puesto mi espíritu para que anuncie el derecho a las
naciones. No porfiará, no gritará, no voceará por las calles. La caña cascada
no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará”, nos dice la profecía de
Isaías citada por Mateo. De esta manera el evangelista justifica la “huida” de
Jesús. Nos está diciendo que Jesús no se escondió por miedo ni cobardía, ni por
sentirse fracasado. En la huida de Jesús vemos el cumplimiento de la profecía. El
Mesías vino a implantar el derecho y la justicia, pero no con espadas ni con
ejércitos, sino desde la debilidad. La “revolución” que Jesús vino a traer es
una que se da en el interior de las personas, no en las instituciones de su
época. Por eso a Dios le encanta usar a los débiles (Cfr. 2 Cor 12,9;
13,4); así manifiesta su gloria para que todos crean.
Todos tenemos nuestras debilidades y defectos. Aun así Dios nos está llamando a servirle. No miremos nuestra pequeñez, nuestra debilidad; miremos su Poder. Una vez más te invito a decir con María: “Hágase en mí según tu Palabra”.
Que pasen un hermoso fin de semana en la PAZ del Señor,
A Isaías se le llama el “profeta del
Adviento”, porque su profecía domina la liturgia durante este tiempo que nos
prepara para la Navidad. En Isaías encontramos la promesa y la esperanza de que
se cumplan todos los sueños mesiánicos del pueblo de Israel; esos sueños que
hallarán cumplimiento en la persona de Jesús en quien, según nos resalta Mateo
en su relato evangélico, se cumplen todas las profecías mesiánicas del Antiguo
Testamento. Pero no debemos pasar por alto que este tiempo también nos remite,
como a los primeros cristianos, a la segunda venida de Jesús al final de los
tiempos.
Las normas universales sobre el año litúrgico
nos presentan así este tiempo: “El tiempo de Adviento tiene una doble índole:
es el tiempo de preparación para las solemnidades de Navidad, en las que se
conmemora la primera venida del Hijo de Dios a los hombres, y es a la vez el
tiempo en el que por este recuerdo se dirigen las mentes hacia la expectación
de la segunda venida de Cristo al fin de los tiempos. Por estas dos razones el
Adviento se nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y alegre”
(N.U., 39).
Las lecturas que nos ofrece la liturgia para
este primer domingo de Adviento tienen sabor escatológico, es decir, nos
remiten a esa “espera” de la parusía, la segunda venida de Jesús. La primera
lectura, tomada del libro de Isaías (2,1-5), nos habla del “final de los días”
en que todos los pueblos convergerán en la ciudad santa de Jerusalén (Cfr. Ap 21,9-27), y ya la guerra y la
violencia serán cosa del pasado. “De las espadas forjarán arados, de las
lanzas, podaderas”.
La segunda lectura, tomada de la carta del
Apóstol san Pablo a los Romanos (13,11-14), nos exhorta a estar vigilantes a
esa segunda venida de Jesús: “La noche está avanzada, el día se echa encima:
dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la
luz”. Lo cierto es que con el nacimiento de Jesús se inauguró el Reino que el
pueblo esperaba, ese Reino que ya ha comenzado pero que no está concretizado.
El “final de los tiempos” es aquí y ahora, hasta tanto llegue el Hijo del
hombre cubierto de gloria para dejar instaurado su Reinado por toda la
eternidad. De ahí el llamado a estar vigilantes, pues no sabemos el día ni la
hora. En ocasiones anteriores hemos recalcado que para cada uno de nosotros ese
“día” puede ser en cualquier momento, incluso hoy mismo. Entonces pasaremos a
ese estado en que el tiempo lineal desaparece, y solo existe el hoy de la
eternidad. De ahí que san Pablo nos exhorta a estar “vestidos” de nuestro Señor
Jesucristo, para que esa “hora” no nos sorprenda en pecado.
Así nos advierte la lectura evangélica (Mt 24,37-44):
“Por lo tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor… estad
también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo
del hombre”.
Aunque nuestra vida debería ser un constante
Adviento, este tiempo nos invita a convertirnos en otros “cristos” de manera
que, llegada la hora, podamos reinar junto a Él por toda la eternidad (Cfr. Ap 22,5).
En el evangelio que nos propone la liturgia de hoy (Mt 13,31-35), la Iglesia continúa rumiando las parábolas del Reino. Hoy nos presenta dos: la del grano de mostaza y la de la levadura. Ambas están comprendidas en el llamado “discurso parabólico” de Jesús, que ocupa todo el capítulo 13 del evangelio según san Mateo.
Como hemos dicho en ocasiones anteriores, Mateo escribe su relato para los judíos de la Palestina convertidos al cristianismo, con el objetivo de probar que Jesús es el Mesías esperado, ya que en Él se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento. Por eso aprovecha la oportunidad para explicar por qué Jesús habla en parábolas: “Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada. Así se cumplió el oráculo del profeta: ‘Abriré mi boca diciendo parábolas, anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo’” (Cfr. Sal 78,2).
Ambas parábolas que contemplamos hoy nos presentan el crecimiento del Reino de Dios en la tierra. En la primera (la del grano de mostaza) vemos cómo Jesús sembró la simiente, cómo el Hijo del Padre se hizo uno de nosotros, haciéndose Él mismo semilla fértil. Esparció su Palabra en los corazones de los hombres, como el sembrador en el campo, y esa Palabra dio fruto. Esa pequeña semilla, comparable a un grano de mostaza (la más pequeña de las semillas), que Jesús sembró hace dos mil años continúa dando frutos. Y nosotros hemos sido llamados a ser testigos de ese milagroso crecimiento, de cómo ese puñado de unos ciento veinte seguidores en Jerusalén (Hc 1,15), ha continuado creciendo y dando fruto hasta convertirse en la Iglesia que conocemos hoy. Pero aún queda mucho por hacer…
Para que esa cosecha no se pierda, Jesús necesita trabajadores: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para su cosecha.” (Mt 9,37). El dueño de los sembrados ha colocado un letrero a la entrada del campo: “Se necesitan trabajadores”. Tú, ¿te apuntas?
Cuando nos acercamos a la segunda parábola, pensamos que de seguro Jesús observó muchas veces a su madre mezclar harina con levadura, para luego contemplar con admiración cómo aquella masa crecía ante sus ojos, antes de meterla en el horno. Con esta parábola Jesús dice a sus discípulos (incluyéndonos a nosotros) que estamos llamados a ser “levadura” entre los hombres para que su Palabra, y el Reino que ella anuncia, siga creciendo hasta llegar a los confines de la tierra. Por eso el papa Francisco nos llama a salir al mundo, a “las periferias”, para que ese mensaje de salvación que nos trae Jesús llegue a todos, porque “Dios, nuestro Salvador… quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1Tm 2,3-4).
Pidamos al Señor por el aumento en las vocaciones sacerdotales, diaconales y religiosas, y para que cada día haya más laicos comprometidos dispuestos a trabajar hombro a hombro con los consagrados en el anuncio del Reino.
Que pasen una hermosa semana llena de bendiciones.
A Isaías se le llama el “profeta del Adviento”, porque su profecía domina la liturgia durante este tiempo que nos prepara para la Navidad. En Isaías encontramos la promesa y la esperanza de que se cumplan todos los sueños mesiánicos del pueblo de Israel; esos sueños que hallarán cumplimiento en la persona de Jesús en quien, según nos resalta Mateo en su relato evangélico, se cumplen todas las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Pero no debemos pasar por alto que este tiempo también nos remite, como a los primeros cristianos, a la segunda venida de Jesús al final de los tiempos.
Las normas universales sobre el año litúrgico nos presentan así este tiempo: “El tiempo de Adviento tiene una doble índole: es el tiempo de preparación para las solemnidades de Navidad, en las que se conmemora la primera venida del Hijo de Dios a los hombres, y es a la vez el tiempo en el que por este recuerdo se dirigen las mentes hacia la expectación de la segunda venida de Cristo al fin de los tiempos. Por estas dos razones el Adviento se nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y alegre” (N.U., 39).
Las lecturas que nos ofrece la liturgia para este primer domingo de Adviento tienen sabor escatológico, es decir, nos remiten a esa “espera” de la parusía, la segunda venida de Jesús. La primera lectura, tomada del libro de Isaías (2,1-5), nos habla del “final de los días” en que todos los pueblos convergerán en la ciudad santa de Jerusalén (Cfr. Ap 21,9-27), y ya la guerra y la violencia serán cosa del pasado. “De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas”.
La segunda lectura, tomada de la carta del Apóstol san Pablo a los Romanos (13,11-14), nos exhorta a estar vigilantes a esa segunda venida de Jesús: “La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz”. Lo cierto es que con el nacimiento de Jesús se inauguró el Reino que el pueblo esperaba, ese Reino que ya ha comenzado pero que no está concretizado. El “final de los tiempos” es aquí y ahora, hasta tanto llegue el Hijo del hombre cubierto de gloria para dejar instaurado su Reinado por toda la eternidad. De ahí el llamado a estar vigilantes, pues no sabemos el día ni la hora. En ocasiones anteriores hemos recalcado que para cada uno de nosotros ese “día” puede ser en cualquier momento, incluso hoy mismo. Entonces pasaremos a ese estado en que el tiempo lineal desaparece, y solo existe el hoy de la eternidad. De ahí que san Pablo nos exhorta a estar “vestidos” de nuestro Señor Jesucristo, para que esa “hora” no nos sorprenda en pecado.
Así nos advierte la lectura evangélica (Mt 24,37-44): “Por lo tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor… estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”.
Aunque nuestra vida debería ser un constante Adviento, este tiempo nos invita a convertirnos en otros “cristos” de manera que, llegada la hora, podamos reinar junto a Él por toda la eternidad (Cfr. Ap 22,5).