La semana que viene comienza la Cuaresma que es un tiempo de penitencia y de ascética de guerra. El enemigo es la concupiscencia, el mundo y el diablo. El objetivo es purificar nuestros corazones para que podamos celebrar la Pascua con alegría.
LAS PRÁCTICAS DE ORIENTE
Nuestros hermanos en el Oriente llaman al período de la Cuaresma, el “Gran Ayuno”, o alternativamente, la “Gran Cuaresma.” Es la más importante de las cuatro temporadas de ayuno en las iglesias católicas orientales, ya que es la preparación para la fiesta de las fiestas, a saber, Pascua.
En el rito bizantino, el período de la Gran Cuaresma es precedida por cuatro domingos, durante el cual los … [continuar leyendo]
“¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán”.
Continuamos adentrándonos en el tiempo fuerte
de la Cuaresma, ese tiempo de conversión en que se nos llama a practicar tres
formas de penitencia: el ayuno, la oración y la limosna. Las lecturas que nos
presenta la liturgia para hoy tratan la práctica del ayuno.
La primera, tomada del libro del profeta
Isaías (58,1-9a), nos habla del verdadero ayuno que agrada al Señor. Comienza
denunciando la práctica “exterior” del ayuno por parte del pueblo de Dios;
aquél ayuno que podrá mortificar el cuerpo pero no está acompañado de, ni
provocado por, un cambio de actitud interior, la verdadera “conversión” de
corazón. El pueblo se queja de que Dios no presta atención al ayuno que
practica, a lo que Dios, por voz del profeta les responde: “¿Es ése el ayuno
que el Señor desea para el día en que el hombre se mortifica?, mover la cabeza
como un junco, acostarse sobre saco y ceniza, ¿a eso lo llamáis ayuno, día
agradable al Señor?”
No, el ayuno agradable a Dios, el que Él
desea, se manifiesta en el arrepentimiento y la conversión: “El ayuno que yo
quiero es éste: Abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los
cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos, partir tu pan con
el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no
cerrarte a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, enseguida
te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria
del Señor. Entonces clamarás al Señor, y te responderá; gritarás, y te dirá:
‘Aquí estoy’” (¿No les parece estar escuchando al Papa Francisco?).
De nada nos vale privarnos de alimento, o como
hacen algunos, privarse de bebidas alcohólicas durante la cuaresma, para luego
tomarse en una juerga todo lo que no se tomaron durante ese tiempo, diz que
para celebrar la Pascua de Resurrección, sin ningún vestigio de conversión. Eso
no deja de ser una caricatura del ayuno.
El Salmo que leemos hoy (50), el Miserere, pone de manifiesto el
sacrificio agradable a Dios: “Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera
un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un
corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”. Ese es el sacrificio, el
“ayuno” agradable a Dios.
La lectura evangélica (Mt 9,14-15) nos
presenta el pasaje de los discípulos de Juan que criticaban a los de Jesús por
no observar rigurosamente el ayuno ritual (debemos recordar que según la
tradición, Juan el Bautista pertenecía al grupo de los esenios, quienes eran
más estrictos que los fariseos en cuanto a las prácticas rituales). Jesús les
contesta: “¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el
novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio y entonces
ayunarán”. “Boda”: ambiente de fiesta; “novio”: nos evoca el desposorio de Dios
con la humanidad, esa figura de Dios-esposo y pueblo-esposa que utiliza el
Antiguo Testamento para describir la relación entre Dios y su pueblo. Es
ocasión de fiesta, gozo, alegría, júbilo. Nos está diciendo que los tiempos
mesiánicos han llegado. No hay por qué ayunar, pues no se trata de ayunar por
ayunar.
Luego añade: “Llegará un día en que se lleven
al novio y entonces ayunarán”. Ayer leíamos el primer anuncio de su Pasión por
parte de Jesús en Lucas; hoy lo hacemos en Mateo. Nos hace mirar al final de la
Cuaresma, la culminación de su pacto de amor con la humanidad, su Misterio
Pascual.
Hoy celebramos el miércoles de ceniza. Comenzamos el tiempo “fuerte” de Cuaresma.
Durante este tiempo especial la Iglesia nos invita a prepararnos para la
celebración de la Pascua de Jesús.
La Cuaresma fue inicialmente creada como la
tercera y última etapa del catecumenado, justo antes de recibir los tres
sacramentos de iniciación cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía.
Durante ese tiempo, junto a los catecúmenos, la iglesia entera, los ya
bautizados, vivían como una renovación bautismal, un tiempo de conversión más
intensa.
Como parte de la preparación a la que la
Iglesia nos invita durante este tiempo, nos exhorta a practicar tres formas de
penitencia: el ayuno, la oración y la limosna. Estas tres formas de penitencia
expresan la conversión, con relación a nosotros mismos (el ayuno), con relación
a Dios (la oración), y a nuestro prójimo (limosna). Y las lecturas que nos
brinda la liturgia para este día, nos presentan la necesidad de esa “conversión
de corazón”, junto a las tres prácticas penitenciales mencionadas.
La primera lectura, tomada del profeta Joel
(2,12-18), nos llama a la conversión de corazón, a esa metanoia de que hablará Pablo más adelante; esa que se da en lo más
profundo de nuestro ser y que no es un mero cambio de actitud, sino más bien
una transformación total que afecta nuestra forma de relacionarnos con Dios,
con nuestro prójimo, y con nosotros mismos: “oráculo del Señor, convertíos a mí
de todo corazón con ayunos, llantos y lamentos; rasgad vuestros corazones, no
vuestros vestidos”.
En la misma línea de pensamiento encontramos a
Jesús en la lectura evangélica (Mt 6,1-6.16-18). En cuanto a la limosna nos
dice: “cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen
los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser honrados por la
gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio,
cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así
tu limosna quedará en secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.
Respecto a la oración: “Cuando oréis, no seáis
como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las
esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. En verdad os digo que ya
han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto,
cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve
en lo secreto, te lo recompensará”.
Y sobre el ayuno nos dice: “Cuando ayunéis, no
pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer
ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo que ya han recibido su paga. Tú,
en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu
ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu
Padre, que ve en lo escondido, te recompensará”.
Al igual que la conversión, las prácticas
penitenciales del ayuno, la oración y la limosna, han de ser de corazón, y que
solo Él se entere. Esa es la única penitencia que agrada al Señor. La
“penitencia” exterior, podrá agradar, y hasta impresionar a los demás, pero no
engaña al Padre, “que está en lo escondido” y ve nuestros corazones.
Al comenzar esta Cuaresma, pidamos al Señor
que nos permita experimentar la verdadera conversión de corazón, al punto que podamos
decir con san Pablo: “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Cfr. Gal 2,20).
«En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20)
Queridos hermanos y hermanas:
El Señor nos vuelve a conceder este año un tiempo propicio para prepararnos a celebrar con el corazón renovado el gran Misterio de la muerte y resurrección de Jesús, fundamento de la vida cristiana personal y comunitaria. Debemos volver continuamente a este Misterio, con la mente y con el corazón. De hecho, este Misterio no deja de crecer en nosotros en la medida en que nos dejamos involucrar por su dinamismo espiritual y lo abrazamos, respondiendo de modo libre y generoso.
1. El Misterio pascual, fundamento de la conversión
La alegría del cristiano brota de la escucha y de la aceptación de la Buena Noticia de la muerte y resurrección de Jesús: el kerygma. En este se resume el Misterio de un amor «tan real, tan verdadero, tan concreto, que nos ofrece una relación llena de diálogo sincero y fecundo» (Exhort. ap. Christus vivit, 117). Quien cree en este anuncio rechaza la mentira de pensar que somos nosotros quienes damos origen a nuestra vida, mientras que en realidad nace del amor de Dios Padre, de su voluntad de dar la vida en abundancia (cf. Jn 10,10). En cambio, si preferimos escuchar la voz persuasiva del «padre de la mentira» (cf. Jn 8,45) corremos el riesgo de hundirnos en el abismo del sinsentido, experimentando el infierno ya aquí en la tierra, como lamentablemente nos testimonian muchos hechos dramáticos de la experiencia humana personal y colectiva.
Por eso, en esta Cuaresma 2020 quisiera dirigir a todos y cada uno de los cristianos lo que ya escribí a los jóvenes en la Exhortación apostólica Christus vivit: «Mira los brazos abiertos de Cristo crucificado, déjate salvar una y otra vez. Y cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada con tanto cariño y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez» (n. 123). La Pascua de Jesús no es un acontecimiento del pasado: por el poder del Espíritu Santo es siempre actual y nos permite mirar y tocar con fe la carne de Cristo en tantas personas que sufren.
2. Urgencia de conversión
Es saludable contemplar más a fondo el Misterio pascual, por el que hemos recibido la misericordia de Dios. La experiencia de la misericordia, efectivamente, es posible sólo en un «cara a cara» con el Señor crucificado y resucitado «que me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). Un diálogo de corazón a corazón, de amigo a amigo. Por eso la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene. De hecho, el cristiano reza con la conciencia de ser amado sin merecerlo. La oración puede asumir formas distintas, pero lo que verdaderamente cuenta a los ojos de Dios es que penetre dentro de nosotros, hasta llegar a tocar la dureza de nuestro corazón, para convertirlo cada vez más al Señor y a su voluntad.
Así pues, en este tiempo favorable, dejémonos guiar como Israel en el desierto (cf. Os 2,16), a fin de poder escuchar finalmente la voz de nuestro Esposo, para que resuene en nosotros con mayor profundidad y disponibilidad. Cuanto más nos dejemos fascinar por su Palabra, más lograremos experimentar su misericordia gratuita hacia nosotros. No dejemos pasar en vano este tiempo de gracia, con la ilusión presuntuosa de que somos nosotros los que decidimos el tiempo y el modo de nuestra conversión a Él.
3. La apasionada voluntad de Dios de dialogar con sus hijos
El hecho de que el Señor nos ofrezca una vez más un tiempo favorable para nuestra conversión nunca debemos darlo por supuesto. Esta nueva oportunidad debería suscitar en nosotros un sentido de reconocimiento y sacudir nuestra modorra. A pesar de la presencia —a veces dramática— del mal en nuestra vida, al igual que en la vida de la Iglesia y del mundo, este espacio que se nos ofrece para un cambio de rumbo manifiesta la voluntad tenaz de Dios de no interrumpir el diálogo de salvación con nosotros. En Jesús crucificado, a quien «Dios hizo pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21), ha llegado esta voluntad hasta el punto de hacer recaer sobre su Hijo todos nuestros pecados, hasta “poner a Dios contra Dios”,como dijo el papa Benedicto XVI (cf. Enc. Deus caritas est, 12). En efecto, Dios ama también a sus enemigos (cf. Mt 5,43-48).
El diálogo que Dios quiere entablar con todo hombre, mediante el Misterio pascual de su Hijo, no es como el que se atribuye a los atenienses, los cuales «no se ocupaban en otra cosa que en decir o en oír la última novedad» (Hch 17,21). Este tipo de charlatanería, dictado por una curiosidad vacía y superficial, caracteriza la mundanidad de todos los tiempos, y en nuestros días puede insinuarse también en un uso engañoso de los medios de comunicación.
4. Una riqueza para compartir, no para acumular sólo para sí mismo
Poner el Misterio pascual en el centro de la vida significa sentir compasión por las llagas de Cristo crucificado presentes en las numerosas víctimas inocentes de las guerras, de los abusos contra la vida tanto del no nacido como del anciano, de las múltiples formas de violencia, de los desastres medioambientales, de la distribución injusta de los bienes de la tierra, de la trata de personas en todas sus formas y de la sed desenfrenada de ganancias, que es una forma de idolatría.
Hoy sigue siendo importante recordar a los hombres y mujeres de buena voluntad que deben compartir sus bienes con los más necesitados mediante la limosna, como forma de participación personal en la construcción de un mundo más justo. Compartir con caridad hace al hombre más humano, mientras que acumular conlleva el riesgo de que se embrutezca, ya que se cierra en su propio egoísmo. Podemos y debemos ir incluso más allá, considerando las dimensiones estructurales de la economía. Por este motivo, en la Cuaresma de 2020, del 26 al 28 de marzo, he convocado en Asís a los jóvenes economistas, empresarios y change-makers, con el objetivo de contribuir a diseñar una economía más justa e inclusiva que la actual. Como ha repetido muchas veces el magisterio de la Iglesia, la política es una forma eminente de caridad (cf. Pío XI, Discurso a la FUCI, 18 diciembre 1927). También lo será el ocuparse de la economía con este mismo espíritu evangélico, que es el espíritu de las Bienaventuranzas.
Invoco la intercesión de la Bienaventurada Virgen María sobre la próxima Cuaresma, para que escuchemos el llamado a dejarnos reconciliar con Dios, fijemos la mirada del corazón en el Misterio pascual y nos convirtamos a un diálogo abierto y sincero con el Señor. De este modo podremos ser lo que Cristo dice de sus discípulos: sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-14).
Roma, junto a San Juan de Letrán, 7 de octubre de 2019 Memoria de Nuestra Señora, la Virgen del Rosario
La lectura evangélica que contemplamos hoy (Mc
9,14-29) nos narra el pasaje de la “curación del endemoniado epiléptico”,
llamado así porque a pesar de que en el pasaje se habla de que el joven estaba
poseído por un espíritu inmundo, la descripción de los efectos de la “posesión”
apunta a un episodio de epilepsia. Recordemos que en aquél tiempo, toda
condición similar que no tuviera explicación se la atribuían a los espíritus
inmundos o demonios. De todos modos, epilepsia o posesión, el hecho es que
Jesús curó al joven.
Jesús llega y se encuentra con el padre del
joven, quien le explica que sus discípulos no han sido capaces de echar el
espíritu. Jesús se molesta e increpa una vez más a sus discípulos: “¡Gente sin
fe! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar?
Traédmelo”. Le llevaron al joven, y tan pronto el espíritu “vio a Jesús,
retorció al niño; cayó por tierra y se revolcaba, echando espumarajos”. En ese
momento el padre se desesperó (trato de imaginar la angustia del padre) y le
suplicó a Jesús que lo ayudase: “Si algo puedes, ten lástima de nosotros y
ayúdanos”. A lo que Jesús replicó: “¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe”.
Luego de un intercambio entre Jesús y el
padre, en el que el último le confiesa su fe débil (“Tengo fe, pero dudo;
ayúdame”), Jesús increpó al espíritu inmundo y éste salió del joven. Imagino la
vergüenza de los discípulos ante su fracaso estrepitoso enfrente de los
presentes. A la primera oportunidad que tuvieron a solas con Jesús le
preguntaron: “¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?”. La contestación de Jesús
fue tajante: “Esta especie sólo puede salir con oración”.
Jesús confió su “secreto” a los discípulos.
Jesús era una persona de oración constante, vivió toda su vida terrena en un
ambiente de oración. Los relatos evangélicos lo muestran constantemente
retirándose a orar (a veces pasaba la noche entera en oración), u orando en
público. Invocaba la ayuda de lo alto, y el Espíritu de Dios (Espíritu Santo)
le arropaba y le daba fuerzas para seguir adelante en su misión y realizar
todos los milagros y portentos que vemos en los evangelios. Por eso la oración
se considera el arma o instrumento que toma el primer plano en el combate
espiritual contra las fuerzas del mal.
Antes de partir Jesús nos dijo que los que
creyéramos en Él tendríamos poder para echar demonios, curar enfermos, etc. (Cfr. Mc 16,17). Y si creemos en Él y le
creemos, seguiremos sus pasos, y ese seguimiento incluye ser personas de
oración.
Para eso nos dejó el Espíritu Santo. El
Espíritu que nos ayuda a llamar “Padre” a Dios, nos dará también la fuerza para
echar demonios. Pero para eso tenemos que invocarlo con fe, el tipo de fe que
nos lleva a actuar como si ya se nos hubiese concedido lo que pedimos al Padre,
como lo hizo Jesús al resucitar a Lázaro (Cfr.
Jn 11,41).
Hoy te invito a desarrollar una relación
íntima con el Espíritu Santo, y verás los portentos que puedes realizar. Y,
¿cómo lograr esa relación? Jesús te confió su secreto: la oración.
En una de sus homilías, el Papa Francisco nos ha dejado un mensaje muy profundo, el cual es y siempre ha sido tema de actualidad desde el principio del mundo: las pruebas que atravesamos en la vida.
¿Cómo afrontamos nosotros las pruebas del mundo? ¿Estamos preparados para cuando lleguen la adversidad y las complicaciones?. El Papa Francisco ha centrado esta reflexión en el libro de Job, y al respecto ha dicho:
“También el lamento, en los momentos oscuros, se convierte en oración, pero estemos atentos a los “lamentos teatrales”.
El Papa Francisco recordó a quienes viven “grandes tragedias”, como los cristianos echados de sus casas a causa de su fe.
“Job maldice el día en que ha nacido, su oración se presenta como una maldición.”
A continuación te invito a meditar las palabras del Papa Francisco:
Las pruebas de la vida
Job fue puesto a prueba. Perdió toda su familia; perdió todos sus bienes; perdió la salud y todo su cuerpo se convirtió en una llaga, una llaga asquerosa.
En aquel momento perdió la paciencia y dijo esas cosas feas. Pero él estaba acostumbrado a hablar con la verdad y esa es la verdad que él siente en aquel momento.
También Jeremías usa casi las mismas palabras: “¡Maldito el día en que nací!“. ¿Pero este hombre blasfema? Es la pregunta que hago. Este hombre que está solo, así, en ese momento, ¿blasfema?”.
¿Acaso Jesús blasfemó?
Jesús, cuando se lamenta: “Padre, ¡por qué me has abandonado!” ¿blasfema? El misterio es éste.
Tantas veces yo he escuchado a personas que están viviendo situaciones difíciles, dolorosas, que han perdido tanto o se sienten solas y abandonadas y vienen a lamentarse y hacen estas preguntas: ¿Por qué? ¿Por qué? Se rebelan contra Dios. Y yo digo:
“Sigue rezando así, porque también ésta es una oración”.
Era una oración cuando Jesús dijo a su Padre: “¡Por qué me has abandonado!”
Es una oración la que hace Job aquí. Porque rezar es llegar a ser verdad ante Dios. Y Job no podía rezar de otro modo. Se reza con la realidad la verdadera oración viene del corazón, del momento que uno vive.
Es la oración de los momentos de oscuridad, de los momentos de la vida donde no hay esperanza, donde no se ve el horizonte.
Hoy, muchos viven la situación de Job.
Y tanta gente, tanta hoy, está en la situación de Job. Tanta gente buena, como Job, no entiende lo que le ha sucedido, porqué es así. Tantos hermanos y hermanas que no tienen esperanza.
Pensemos en las tragedias, en las grandes tragedias, por ejemplo estos hermanos nuestros que por ser cristianos son echados de sus casas y pierden todo: “Pero, Señor, yo he creído en ti. ¿Por qué? ¿Creer en Ti es una maldición, Señor?”.
Pensemos en los ancianos dejados de lado, pensemos en los enfermos, en tanta gente sola, en los hospitales.
Para toda esta gente, y también para nosotros cuando vamos por el camino de la oscuridad, la Iglesia reza. ¡La Iglesia reza! Y toma sobre sí este dolor y reza.
Y nosotros, sin enfermedades, sin hambre, sin necesidades importantes, cuando tenemos un poco de oscuridad en el alma, nos creemos mártires y dejamos de rezar.
Y hay quien dice: “¡Estoy enojado con Dios, no voy más a Misa!”. Pero, ¿por qué? La respuesta, dijo, es por una cosa pequeñita.
Ejemplo de santidad
Santa Teresita del Niño Jesús, en los últimos meses de su vida, trataba de pensar en el cielo, y sentía dentro de sí como si una voz le dijera: “Pero no seas tonta, no te crees fantasías. ¿Sabes qué cosa te espera? ¡Nada!”.
Tantas veces pasamos por esta situación, vivimos esta situación. Y tanta gente que cree que terminará en la nada. Y ella, Santa Teresa, rezaba y pedía fuerza para ir adelante, en la oscuridad. Esto se llama entrar en paciencia.
Nuestra vida es demasiado fácil, nuestros lamentos son lamentos teatrales.
Ante éstos, ante estos lamentos de tanta gente, de tantos hermanos y hermanas que están en la oscuridad, que prácticamente han perdido la memoria, la esperanza, que viven ese exilio de sí mismos, son exiliados, también de sí mismos, ¡nada! Y Jesús ha hecho este camino: de la noche al Monte de los Olivos hasta la última palabra de la Cruz: “Padre, ¡por qué me has abandonado!“
Preparar el corazón para la prueba y rezar
Primero: prepararse, para cuando venga la oscuridad, que quizá no sea tan dura como la de Job, si bien, dijo tendremos un tiempo de oscuridad. Preparar el corazón para aquel momento.
Segundo: Rezar, como reza la Iglesia, con la Iglesia por tantos hermanos y hermanas que padecen el exilio de sí mismos, en la oscuridad y en el sufrimiento, sin esperanza a la mano. Es la oración de la Iglesia, por estos tantos “Jesús” que sufren, que están por doquier.
Hoy contemplamos como primera lectura la conclusión de la primera carta del apóstol san Juan (1 Jn 5,14-21). En este pasaje Juan nos hace una invitación a la oración con la promesa de que nuestras oraciones siempre son escuchadas: “En esto está la confianza que tenemos en él: en que si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en lo que le pedimos, sabemos que tenemos conseguido lo que le hayamos pedido”. Es decir, si nos abandonamos a Su voluntad y nos hacemos uno con Él (entramos en “comunión” con Él), no pediremos nada que sea contrario a Su voluntad, por lo cual nuestras peticiones siempre coincidirán con Su voluntad. De ahí surge la certeza de saber “que tenemos conseguido lo que le hayamos pedido”. Juan, en su estilo peculiar que yo llamo de “trabalenguas”, tiene la capacidad de concentrar en pocas palabras unas grandes y profundas verdades de fe, y el pasaje de hoy es un buen ejemplo.
Pero Juan no se detiene ahí; nos exhorta a
orar por los pecadores: “Si alguno ve que su hermano comete un pecado que no es
de muerte, pida y Dios le dará vida”. Nos está diciendo que, lejos de condenar
al pecador, oremos por Él para que la gracia se derrame sobre Él y se convierta,
“porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc
19,10).
De ahí que encontramos a Jesús en compañía de
pecadores, recaudadores de impuestos y prostitutas. Y cuando le critican, dice:
“No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Yo no
he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan”
(Lc 5,31-32). Jesús acoge a los pecadores, los escucha, los consuela, y les
dice: “Vete y no peques más” (Jn 8,11).
En el Evangelio de hoy (Jn 3,22-30) vemos la
transición, el “pase de batón” de Juan el Bautista a Jesús. Cuando sus
discípulos vienen a quejarse con él que Jesús también estaba bautizando y que
aparentemente estaba logrando más adeptos que él, Juan entiende que su misión
está llegando a su fin. Luego de reconocer que Jesús está actuando por designio
divino, les recuerda que él mismo les había dicho: “Yo no soy el Mesías, sino
que me han enviado delante de él”. Luego concluye diciendo: “Él tiene que
crecer, y yo tengo que menguar”. Un gesto de humildad, y de reconocimiento de
que su misión estaba subordinada a la de Jesús.
La liturgia de la Iglesia nos transmite esa
relación al colocar la fiesta de Juan el Bautista el 24 de junio, tres días
después del equinoccio de verano (a partir del cual los días se hacen cada vez
más cortos, van menguando), y la solemnidad de la Navidad el 25 de diciembre,
cuatro días después del equinoccio de invierno (a partir del cual los días se
hacen cada vez más largos, va creciendo el tiempo de luz). Así el “sol
menguante” simboliza a Juan el Bautista, y el “sol creciente” simboliza a
Cristo.
Al concluir este tiempo de Navidad, pidamos al
Señor la humildad de Juan, para que nos libre del falso orgullo y estemos
conscientes de que toda nuestra actividad pastoral es producto de la gracia y en
función de la persona de Cristo, que es quien merece toda gloria y
reconocimiento.
Como todos los años, ahora que estamos en el umbral del Adviento, quiero compartir con ustedes esta hermosa oración que llegó a mis manos hace muchos años…
A NUESTRA SEÑORA DEL ADVIENTO
Señora del Adviento, señora de los brazos vacíos,
señora de la preñez.
Cuánto deseamos que camines con nosotros.
Cuánto necesitamos de ti.
Mujer del pueblo que viajas presurosa y alegre a servir
a Isabel, a pesar de tu vientre pesado y fatigoso.
Entre las dos tejeréis esperanzas y sueños.
Señora del Adviento, señora de los brazos vacíos,
también nosotros estamos preñados de esperanzas y sueños.
Soñamos con que el canto de las aves no sea turbado.
Soñamos con nuestros niños sin temores,
durmiendo tranquilos al arrullo de un villancico.
Soñamos que nuestros viejos mueran
tranquilos y en paz murmurando una oración.
Soñamos con que algún día podremos volver a tener
sueños, utopías y esperanzas.
Señora del Adviento, visítanos como a tu prima.
Monta tu burrito y ven presurosa.
Nuestros corazones son pesebres
huecos y fríos donde hace falta que nazca tu hijo.