REFLEXIÓN PARA LA MEMORIA OBLIGATORIA DE JUAN EL BAUTISTA 29-08-19

Hoy celebramos la memoria obligatoria del martirio de Juan el Bautista. La lectura evangélica de hoy (Mc 6,17-29) nos presenta la versión de Marcos del martirio de Juan. Algunos ven en este relato un anuncio de la suerte que habría de correr Jesús a consecuencia de la radicalidad de su mensaje. Juan había merecido la pena de muerte por haber denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían los de su tiempo, ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con Herodías, la esposa de su hermano Herodes Filipo. Jesús, al denunciar la opresión de los pobres y marginados, y los pecados de las clases dominantes, se ganaría el odio de los líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían asesinándolo.

Juan, el precursor, se nos presenta también como el prototipo del seguidor de Jesús: recio, valiente, comprometido con la verdad. La suerte que corrieron tanto Juan el Bautista como Jesús fue extrema: la muerte. Marcos coloca este relato con toda intención después del envío de los doce, para significar la suerte que podía esperarles a ellos también, pues la predicación de todo el que sigue el ejemplo del Maestro va a provocar controversia, porque va a obligar a los que lo escuchan a enfrentarse a sus pecados. De este modo, el martirio de Juan el Bautista se convierte también en un anuncio para los “doce” sobre la suerte que les espera.

Aunque nos parezca algo que ocurrió en un pasado distante, algunos se sorprenden al enterarse que todavía hoy, en pleno siglo XXI, hay hombres y mujeres valientes que pierden la vida por predicar el Evangelio de Jesucristo. De ese modo sus muertes se convierten en el mejor testimonio de su fe. De hecho, la palabra “mártir” significa “testigo”.

Hemos dicho en innumerables ocasiones que el seguimiento de Jesús no es fácil, que el verdadero discípulo de Jesús tiene que estar dispuesto a enfrentar el rechazo, la burla, el desprecio, la difamación, a “cargar su cruz”. Porque si bien el mensaje de Jesús está centrado en el amor, tiene unas exigencias de conducta, sobre todo de renuncias, que resultan inaceptables para muchos (Cfr. Jn 6,60-67). Quieren el beneficio de las promesas sin las obligaciones.

El verdadero cristiano tiene que predicar a Cristo; ¡a Cristo crucificado! “Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan – para nosotros – es fuerza de Dios” (1 Co 1,17-18).

Por eso el que confía en Jesús y en su Palabra salvífica enfrenta las consecuencias del seguimiento con la certeza de que no está solo. Eso es una promesa de Dios, y Dios nunca se retracta de sus promesas (Cfr. 1 Pe 10,23). Esa es la verdadera “esperanza del cristiano”, que el Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que es “la virtud teologal por la cual deseamos y esperamos de Dios, con una firme confianza, la vida eterna y las gracias para merecerla, porque Dios nos lo ha prometido”.

REFLEXIÓN PARA EL DECIMOQUINTO DOMINGO DEL T.O. (B) 15-07-18

En este decimoquinto domingo de tiempo ordinario, la primera lectura está tomada la profecía de Amós (Am 7,12-15). Amós no fue muy bien visto en Israel (Reino del Norte), pues, además de ser un simple pastor, era de Judá (Reino del Sur) y, para colmo, vino a denunciar las infidelidades del pueblo de Israel contra Yahvé. Amasías, sacerdote de Betel (Betel era una de dos capitales religiosas del Reino Israel – junto con Dan), se siente amenazado, pues las denuncias de Amós le tocan directamente. Por eso se queja ante el rey Jeroboam, e intenta expulsar a Amós.

Amós se le enfrenta con la valentía que caracteriza a los enviados de Dios y contesta: “Yahvé me tomó de detrás del rebaño y me dijo: ‘Ve y profetiza a mi pueblo Israel’.” Y la respuesta de Yahvé Dios a Amasías, a través de su profeta, no se hace esperar (Am 7,17): “Tu mujer se prostituirá en la ciudad, tus hijos y tus hijas caerán a espada, tu tierra será repartida a cordel, tú mismo morirás en tierra impura (tierra extranjera, manchada por la presencia de los ídolos), e Israel será deportado de su tierra”. Esto ocurrió efectivamente en el año 722 a.C.

Dios nos habla continuamente y de muchas maneras; sobre todo a través de su Palabra, nos señala el Camino y, como le sucedió a Israel, esa Palabra de vida eterna cae en oídos sordos. Por eso continuamos adorando nuestros “diosecillos”, que no hacen otra cosa que mantenernos apegados a las cosas materiales, alejándonos cada vez más de Dios.

Hoy, día del Señor, hagamos un pequeño examen de consciencia para tratar de identificar esos “ídolos” que nos esclavizan y nos impiden, como al pueblo de Israel, acercarnos a Dios y ser acreedores de su promesa de vida eterna.

Por eso en la lectura evangélica de hoy (Mc 6,7-13), que es la versión de Marcos del envío de los “doce”, cuya versión de Mateo leyéramos el jueves, Jesús instruye a sus apóstoles que, para poder llevar a cabo su misión en forma efectiva tienen que despojarse de todas las cosas materiales, de todo peso que pueda convertirse un lastre para el Camino: “los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto”.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, Jesús no condena las posesiones materiales, especialmente aquellas que son producto del trabajo bendecido por Él. Lo que Jesús condena reiteradamente es el “apego” a esas posesiones que nos impide “dejarlo todo” para seguirle (Cfr. Mt 19,16-22; Mc 10,17-22; Lc 18,18-23); aquellas cosas que nos impiden amar al Señor nuestro Dios “con todo [nuestro] corazón, con toda [nuestra] alma, con todas [nuestras] fuerzas, y con toda [nuestra] mente” (Cfr. Dt 6,5; Lc 10,27).

Que pasen un hermoso día en la PAZ del Señor y, si aún no lo han hecho, no olviden visitarle en su Casa; Él les espera.

REFLEXIÓN PARA EL DÉCIMO TERCER DOMINGO DEL T.O. (B) 01-07-18

La liturgia dominical continúa llevándonos de la mano en este recorrido por el Evangelio según san Marcos. La lectura de hoy (Mc 5,21-43) nos presenta a Jesús regresando de “la otra orilla” luego de haber sido echado de Gerasa. (Mc 5,1-20). En el pasaje de hoy Marcos nos narra dos milagros de Jesús entrelazados en una sola trama: la revivificación de la hija de Jairo (debemos recordar que Jesús “revive” los muertos, no los “resucita”, pues el que resucita no muere jamás y todos los que Jesús revive en los evangelios están destinados a morir) y la curación de la hemorroísa.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, Marcos escribe su relato evangélico para paganos de la región itálica, con el propósito de demostrar que Jesús es el verdadero y único Dios. Para ello, nos presenta a Jesús como el gran “taumaturgo” o hacedor de milagros. Él solo hace lo que en la mitología requiere de muchos dioses. Así en el pasaje anterior lo veíamos demostrando su poder sobre el diablo y sus demonios, y hoy lo vemos demostrando su poder sobre la enfermedad y sobre la muerte.

En el relato de la mujer que sufría flujos de sangre, ella tenía la certeza de que con solo tocar el manto de Jesús se curaría, y actuó conforme a lo que creía: se arrastró entre la multitud hasta tocar el manto de Jesús. De eso se trata la fe. Por eso decimos que la fe es algo “que se ve”. Nos dice la escritura que cuando tocó el ruedo del manto de Jesús, se curó instantáneamente, y Jesús sintió que “había salido una fuerza de Él”. Se ha dicho que la fe es el “gatillo” que dispara el poder de Dios. Y eso fue lo que la hemorroísa hizo, “disparar” el poder de Dios, al punto que Jesús sintió cuando ese poder se activó, y se realizó el milagro. Jesús aprovecha la oportunidad y pregunta, con un fin pedagógico (Jesús es Dios, y Dios lo sabe todo) que quién le había tocado, y cuando ella confiesa que había sido ella, le dice, en presencia de todos: “Hija, tu fe te ha curado”.

No bien había terminado de realizar ese milagro, llegaron emisarios de la casa de Jairo, quien le había pedido a Jesús que curara a su hija que estaba muy enferma, y le dijeron que la niña había muerto. Jesús aprovecha la coyuntura para reafirmar su enseñanza y le dice a Jairo: “No temas; basta que tengas fe”. Jesús le dijo a Jairo que su hija dormía. Jairo creyó en las palabras de Jesús, y actuó conforme a lo que creía, acompañando a Jesús hasta su casa, y luego junto a su esposa hasta la habitación de la niña. Con su fe “disparó” el poder de Dios, y Jesús la tomó de la mano y esta se levantó ante el asombro de todos. Si Jairo no hubiese actuado conforme a lo que creía, no hubiese perdido el tiempo llevando a Jesús a su casa (¿para qué?, la niña ya estaba muerta). Peo Jairo creyó, y actuó conforme a lo que creía. No tuvo miedo ante la muerte de su hija, tuvo fe.

No basta con creer (hasta el demonio “cree” en Dios), hay que actuar conforme a lo que creemos. Hay que “vivir” la fe. Entonces verás manifestarse la gloria de Dios.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 01-06-18

“Tened fe en Dios. Os aseguro que si uno dice a este monte: ‘Quítate de ahí y tírate al mar’, no con dudas, sino con fe en que sucederá lo que dice, lo obtendrá. Por eso os digo: Cualquier cosa que pidáis en la oración, creed que os la han concedido, y la obtendréis. Esas palabras nos las dice Jesús en el evangelio para hoy (Mc 11,11-26)”.

La fe es un don, un regalo de Dios, pero lo recibimos como un diamante en bruto que tenemos que cortar y pulir para que adquiera todo su brillo y resplandor. ¿Y cómo logramos eso? A través de la lectura de la Palabra, los sacramentos, y la práctica asidua de la oración y las obras de misericordia espirituales y corporales (sin limitarlas a las catorce que se estereotipan, sino como respuesta amorosa a todas las miserias que encontremos en nuestro caminar).

Tenemos que hacernos “uno” con Jesús, identificarnos con Él de tal manera que podamos decir con Pablo: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Esa ha de ser nuestra aspiración como cristianos. Y el comienzo es admitir nuestra pequeñez y nuestra incapacidad de lograr ese grado de perfección por nosotros mismos. Tenemos que adorar, tenemos que orar, pidiendo a Dios que aumente nuestra fe para que alcance la plenitud de que nos habla Jesús en el evangelio de hoy. Y si Él nos dice que podemos alcanzar ese grado de perfección, y le creemos, sabemos que podemos lograrlo.

Nosotros, como cristianos, tenemos que vivir de tal modo que nuestra fe se note en nuestras obras al punto que nuestros hijos nos imiten. Esa es la mejor herencia que podemos dejarles.

No se trata de estudiar y escudriñar los pensamientos y escritos de los grandes teólogos de nuestra Iglesia. No estoy diciendo que eso esté mal, o que sea un ejercicio fútil, pero eso no va a aumentar nuestra fe. Esto solo puede lograrse mediante un encuentro personal con el Resucitado. Y eso no se aprende en los libros.

Te invito a que visites a Jesús sacramentado. Si no tienes cerca una capilla de adoración perpetua, ve al primer templo que encuentres abierto. Allí, póstrate ante Jesús en el sagrario, míralo, y déjate amar por Él. Si es posible, vete cada día a visitarlo, aunque sea por diez minutos. Te lo seguro; allí aprenderás más que en los libros.

Escucha su Palabra, como María de Betania, que estaba a los pies de Jesús. Pon en sus manos tus problemas y necesidades. Háblale de tu vida, de los tuyos, del mundo entero, pues todo le interesa. Allí, contemplando el santísimo, sentirás una paz inmensa que nada ni nadie podrá darte jamás. Él sosegará tu ánimo y te dará fuerzas para seguir adelante. Él te dirá como a Jairo: No tengas miedo, solamente confía en Mí [ten fe] (Mc 5,36).

Por eso hoy nuestra oración ha de ser: “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 28-05-18

Después de la Cuaresma, la cincuentena de Pascua y las solemnidades de Pentecostés y la Santísima Trinidad, el pasaje evangélico que nos propone la liturgia de hoy (Mc 10,17-27) es el del “joven rico”, llamado así por el evangelio de Mateo (19,16), que nos presenta este personaje como un hombre joven y rico. Cabe señalar que ni Marcos ni Lucas (18,18) aluden a la edad de este hombre. Pero lo verdaderamente importante del pasaje no es la edad del hombre, sino su riqueza y que era un cumplidor del decálogo. Además, el hecho de que se arrodilló ante Jesús y le llamó “Maestro bueno”, demuestra que también le consideraba digno de veneración.

La pregunta que le formula el hombre rico a Jesús es tal vez la pregunta más trascendental que podemos hacerle a Dios: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”, es decir, ¿qué tengo que hacer para salvarme? Luego de repasar los preceptos del decálogo con el hombre, ante la aseveración de este de que cumplía con todo ellos, Jesús lanza su remate: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”.

Una vez más Jesús enfatiza la radicalidad del seguimiento. Si queremos ser santos, como Jesús es Santo, no puede haber nada más importante que las cosas Dios, que el seguimiento. Ni la familia, ni las posesiones, ni los títulos, ni los privilegios, ni los honores, ni el dinero, ni los placeres, ni los vicios… En el caso del hombre rico del pasaje de hoy, Jesús nos explica que no es la riqueza lo que obstaculiza su salvación, es su apego, su confianza en las cosas de este mundo: “¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero!”

No se trata de que el dinero, de por sí, sea obstáculo para alcanzar la salvación. Se trata de que ese dinero nos impida “poner la mano en el arado” sin mirar hacia atrás (Cfr. Lc 9,62). Hay personas relativamente pobres que ponen su confianza en lo poco que tienen. Esas personas se convierten en unos pobres ricos, porque a esos les será más difícil entrar al reino de los cielos, que “a un camello pasar por el ojo de una aguja”.

Y aunque el seguimiento de Jesús, que nos conduce por el camino de la salvación, no está motivado por interés o deseo de recompensa, sino por amor, Jesús siempre se muestra generoso con los suyos. Y el premio que nos promete es el más preciado de todos: “en la edad futura, vida eterna”, la “corona de gloria que no se marchita” (Cfr. 1 Co 9,25; 1 Pe 5,4).

Si nos arrepentimos y nos tornamos hacia Dios, dejando a un lado toda “riqueza” temporal, Dios nos recibe y reanima, permitiéndonos conocer Su amor, que nos conducirá a la Verdad y a la vida eterna, porque “Dios lo puede todo”.

Que pasen una hermosa semana en la PAZ del Señor.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 16-05-18

En ocasiones anteriores hemos dicho que de todos los evangelistas Marcos es quien más acentúa la dimensión humana de Jesús. El pasaje que nos presenta la lectura evangélica que contemplamos hoy (Mc 10,13-16) es un ejemplo vivo de ello.

Nos dice la Escritura que la gente le acercaba a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al ver esta actitud en sus discípulos, Jesús se enfadó (otras versiones dicen que se “indignó”) y les dijo la tan conocida frase: “Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Añade la lectura que “los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos”.

Este es uno de esos pasajes que nos narran los tres sinópticos (Ver: Mt 19, 13-15; Lc 18, 15-17). Mateo menciona el hecho de que los discípulos les “reñían”, pero se limita a decir que Jesús pidió que permitieran a los niños acercarse y que les imponía las manos. Lucas se limita a mencionar lo primero, pero ni tan siquiera menciona que les impusiera las manos.

Marcos nos revela un Jesús muy humano, igual a nosotros en todo menos en el pecado (Cfr. Hb 4,15). Un Jesús capaz de enojarse ante la torpeza y falta de caridad de sus discípulos, y a la vez un Jesús tierno, amoroso, que abraza… sobre todo a los niños. ¡Qué diferencia entre la actitud de Jesús y la de sus discípulos! Hemos señalado que en tiempos de Jesús los niños eran seres insignificantes, ni tan siquiera se sentaban a la mesa con sus padres; se sentaban con los criados. Jesús se identifica con ellos, los acoge, los abraza. Con su gesto nos está demostrando, no solo sus sentimientos, sino su preferencia por los más pequeños, los más débiles, los más indefensos, los marginados.

Pero con sus palabras también nos está señalando la actitud que tenemos que seguir frente a Dios y las cosas de Reino. Tenemos que ser capaces de maravillarnos, ver las cosas sin dobleces, actuar espontáneamente, sin segundas intenciones ni agendas ocultas, ser capaces de acercarnos a Dios con la confianza y la inocencia de un niño: “el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él”.

No se trata de asumir una actitud “infantil” respecto a las cosas de Dios y del Reino. Se trata de confiar en la Divina Providencia, aprender a depender de Dios como lo hace un niño con su padre o, más aun, con su madre.

Para entrar en el Reino hay que despojarse de toda pretensión; hay que recordar que queremos entrar en un Reino donde el que reina se hizo servidor de todos.

Te lo aseguro. Si logras despojarte de toda ínfula de autosuficiencia, y bajar todas tus “defensas” ante la presencia de Dios, sentirás Su tierno y cálido abrazo, que sin necesidad de palabras te expresará el amor más grande que hayas experimentado jamás. Y no tendrás más remedio que compartirlo. De eso se trata el Reino.

No olviden visitar la Casa del Padre; Él les espera…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 22-05-18

La lectura evangélica de hoy (Mc 9,30-37), nos presenta el segundo anuncio de la Pasión. Encontramos a Jesús haciendo un “aparte” para instruir a sus apóstoles, aquellos a quienes Él había escogido de entre sus discípulos para que continuaran su obra una vez llegara el momento de regresar al Padre. Quería que entendieran que Él no iba a estar con ellos durante mucho tiempo. Ya en una ocasión anterior se los había intimado, pero ellos no entendieron (Mc 2,18-22).

Hoy se los dice más directamente: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará”. Pero aun así ellos no lo captaron, “y les daba miedo preguntarle”. Es la naturaleza humana. Ellos se sentían cómodos, seguros, en compañía de su Maestro a quien Pedro había identificado como el Mesías esperado (Ver nuestra reflexión para el jueves de la sexta semana del T.O.). No querían ni tan siquiera contemplar la idea de que Él les abandonara. Preferían hacer como los niños, que comienzan a tararear en voz alta cuando no quieren escuchar lo que se les dice.

En cambio, los apóstoles tornaron su atención hacia ellos mismos y comenzaron a discutir entre sí sobre quién es el más importante entre ellos. Resulta claro que no comprenderán el mensaje de Jesús hasta después de su Pascua. Al llegar a la casa Jesús les preguntó que de qué hablaban por el camino (por supuesto, Él lo sabía), pero ellos no contestaron. Entonces con su santa calma se sentó, los llamó y les dijo: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Y para enfatizar su punto, acercó un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado” (Marcos es quien único enfatiza ese gesto de ternura de Jesús abrazando al niño).

Para entender el alcance de este gesto tenemos que entender lo que significaba un niño en tiempos de Jesús. En aquella época un niño era un ser insignificante, sin derechos, una posesión de su padre, menos valioso que un animal de carga o de trabajo. Por tanto, acoger a un niño equivale a hacerse menos que un niño, el más insignificante de todos. Aun así, los apóstoles no comprendieron las palabras de Jesús. Más adelante, en la última cena, Jesús acentuaría su enseñanza con el gesto de lavar los pies a los apóstoles (Jn 13,1-15), tarea reservada en esa época a los esclavos o sirvientes y, en ausencia de estos, a los niños.

Nadie dijo que el seguimiento de Jesús es fácil. Implica renuncias, privaciones, humillaciones, burla, persecuciones. “El que quiera seguirme…” (Mt 16,24). El camino es arduo, pero la recompensa es segura: “el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras” (16,27). Y tú, ¿te animas a seguirlo?

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN (B) 13-05-18

Hoy celebramos la Solemnidad de la Ascensión del Señor. En la actualidad esta solemnidad se celebra el séptimo domingo de Pascua en lugar del jueves de la sexta semana, que es cuando se cumplen los cuarenta días desde la Resurrección. Esta año también coincide con la conmemoración de la primera aparición de la Nuestra Señora de Fátima a los niños Lucía, Jacinta y Francisco y, en Puerto Rico, con el día de las madres. ¡Estamos de fiesta!

La solemnidad de la Ascensión nos sirve de preámbulo a la Fiesta de Pentecostés que observaremos el próximo domingo, cuando se ha de cumplir la promesa de Jesús a sus discípulos antes de su Ascensión, que leemos en la primera lectura de hoy (Hc 1,1-11): “Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8; Cfr. Lc 24,49).

La Ascensión es la culminación de la misión redentora de Jesús. Deja el mundo y regresa al mismo lugar de donde “descendió” al momento de su encarnación: a la derecha del Padre. Pero no regresa solo. Lleva consigo aquella multitud imposible de contar de todos los justos que le antecedieron en el mundo y fueron redimidos por su muerte de cruz. Las puertas del paraíso que se habían cerrado con el pecado de Adán, estaban abiertas nuevamente.

San Cirilo de Alejandría lo expresa con gran elocuencia: “El Señor sabía que muchas de sus moradas ya estaban preparadas y esperaban la llegada de los amigos de Dios. Por esto, da otro motivo a su partida: preparar el camino para nuestra ascensión hacia estos lugares del Cielo, abriendo el camino, que antes era intransitable para nosotros. Porque el Cielo estaba cerrado a los hombres y nunca ningún ser creado había penetrado en este dominio santísimo de los ángeles. Es Cristo quien inaugura para nosotros este sendero hacia las alturas. Ofreciéndose Él mismo a Dios Padre como primicia de los que duermen el sueño de la muerte, permite a la carne mortal subir al cielo. Él fue el primer hombre que penetra en las moradas celestiales… Así, pues, Nuestro Señor Jesucristo inaugura para nosotros este camino nuevo y vivo: ‘ha inaugurado para nosotros un camino nuevo y vivo a través del velo de su carne’ (Hb 10,20)”.

El Evangelio de hoy nos presenta lo que parecería ser la “conclusión” del relato evangélico de Marcos (Mc 16,15-20), pero que en realidad es el “comienzo” de la historia de la Buena Noticia del Evangelio: “ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”. Estas palabras, pronunciadas por Jesús justo antes de su gloriosa ascensión, le imprimen a la Iglesia su talante misionero. Nos dice la lectura que inmediatamente Jesús se fue al cielo y que los apóstoles “se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban”.

Ahora que el Resucitado vive en la Gloria de Dios Padre, pidámosle que envíe sobre nosotros su Santo Espíritu para que, al igual que los apóstoles, tengamos el valor para continuar su obra salvadora en este mundo para que ni uno solo de sus pequeños se pierda (Mt 18,14).

Que pasen un hermoso fin de semana, y Felicidades a todas las madres en su día.

 

REFLEXIÓN PARA EL PRIMER DOMINGO DE CUARESMA (B) 18-02-18

Hoy es el primer domingo de Cuaresma, ese tiempo especial durante el año en que la Iglesia nos invita a nosotros, los pecadores, a la conversión, a reconciliarnos con Él.

Nuestra débil naturaleza humana, esa inclinación al pecado que llaman concupiscencia, nos hace sucumbir ante la tentación. Jesús experimentó en carne propia la tentación. Ni Él, que es Dios, se vio libre de ella; su naturaleza humana sintió el aguijón de la tentación. Pero logró vencerla. Y nos mostró la forma de hacerlo: la oración y el ayuno (Mt 4,1-11; Lc 4,1-13). De paso, en un acto de misericordia, nos dejó el sacramento de la reconciliación para darnos una y otra oportunidad de estar en comunión plena con el Dios uno y trino.

La lectura evangélica de hoy (Mc 1,12-15) nos presenta la versión más corta de las tentaciones en el desierto, unida a un llamado de conversión: “En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: ‘Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio’”.

En el lenguaje bíblico el desierto es lugar de tentación, y el número cuarenta es también simbólico, un tiempo largo e indeterminado, tiempo de purificación; “cuaresma”. Así, vemos en la Cuaresma el tiempo de liberación del “desierto” de nuestras vidas, hacia la libertad que solo puede brindarnos el amor incondicional de Jesús, que quedará manifestado al final de la Cuaresma con su Misterio Pascual, su muerte y resurrección.

La versión de Lucas de este pasaje nos dice que luego de tentar a Jesús el demonio se marchó “hasta otra ocasión”. Así mismo se comporta con nosotros. Nunca se da por vencido. No bien hemos vencido la tentación, cuando ya el maligno está buscando la forma de tentarnos nuevamente, “como un león rugiente” (Cfr. 1 Pe 5,8), pendiente al primer momento de debilidad para atacar. De ahí el llamado constante a la conversión.

La segunda lectura (1 Pe 3,18-22), haciendo referencia a la primera (Gn 9,8-15), en la cual Dios establece una alianza con Noé y los suyos salvándolos del diluvio, nos la presenta como “un símbolo del bautismo que actualmente os salva: que no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de Jesucristo, que llegó al cielo, se le sometieron ángeles, autoridades y poderes, y está a la derecha de Dios”.

Tiempo de cuaresma, tiempo de conversión, tiempo de penitencia. Durante este tiempo la liturgia nos invita a tornarnos hacia Él con confianza para decirle: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador” (Sal 24).

Apenas comienza la Cuaresma. El Rey nos invita al banquete bodas de su Hijo, pero tenemos que ir con traje de fiesta (Cfr. Mt 22,12-13). Todavía estamos a tiempo… ¡Reconcíliate!

REFLEXIÓN PARA EL SEXTO DOMINGO DEL T.O. (B) 10-02-18

En la lectura que nos presenta la liturgia de hoy (Mc 1, 40-45) vemos la reacción de Jesús ante un leproso que se presenta ante Él y le pide que lo cure: “Si quieres, puedes limpiarme”, le dice el leproso. Un acto de fe. Jesús se conmueve ante la situación del leproso: “Sintiendo lástima (la palabra griega utilizada significa “conmovido en las entrañas”, con referencia a las entrañas maternas, a ese amor que solo una madre es capaz de sentir por el hijo de sus entrañas), extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Quiero: queda limpio’”.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, de todos los evangelistas, Marcos es quien más acentúa la dimensión humana de Jesús. Marcos habla con toda naturalidad de las emociones intensas de Jesús, mientras que Mateo y Lucas tienden a omitirlas o mitigarlas en los pasajes paralelos (comparar este pasaje con los relatos paralelos en Mt 8,3 y Lc 5,12).

Hay otro detalle que quisiéramos resaltar. La lectura nos dice que Jesús “tocó” al leproso, algo que chocaba con la Ley, rayando en el escándalo. La lepra era la peor enfermedad de la época de Jesús. Nadie podía acercarse ni tocar a los leprosos. De hecho, los leprosos eran aislados, marginados de la sociedad. Como nos dice la primera lectura de hoy (Lv 13,1-2.44-46), tenían que caminar gritando: “¡Impuro, impuro!”, para que todos se alejasen. Aun así, el leproso decide acercarse a Jesús. Reconoce su poder. Jesús, por su parte, quiere dejar establecido que el amor, la misericordia, están por encima de la Ley, como cuando cura en sábado (Mc 3, 1-6; Lc 13-14).

Si analizamos esta lectura más allá de la historia que nos presenta, vemos cómo ese leproso nos representa a todos nosotros. Sí, nuestro pecado es como una lepra que carcome nuestra alma, y solo el poder sanador de Jesús, producto de su compasión e infinita misericordia, es capaz de curarnos. Tan solo tenemos que acercarnos a Él con el corazón contrito y humillado (Cfr. Sal 50), y la certeza de que solo Él puede sanarnos. Entonces escucharemos su voz que nos dice: “Quiero: queda limpio”.

La lectura nos dice que Jesús, luego de curar al leproso le pide que no se lo diga a nadie: “No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés”. El famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos. Está claro que Jesús no quiere hacer alarde de su poder. Tampoco quiere comprometer su misión.

Como todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús, el leproso no puede contener su alegría. Tiene que compartir su experiencia con todos. “Cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes”.

Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con Jesús? Si de veras lo has tenido, no podrás contener las ganas de compartir esa experiencia con todos. De eso se trata…