REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 11-05-20

“El Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”.

“Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”. Con estas palabras de Jesús concluye el Evangelio de hoy (Jn 14,21-26).

A partir de hoy, según vayamos acercándonos a ese gran acontecimiento de Pentecostés, cuando el Espíritu se derrama sobre los apóstoles reunidos en oración en torno a María, la madre de Jesús, veremos cómo la liturgia nos irá preparando para ese día. Según la Cuaresma nos fue preparando para la Pascua, la Pascua nos sirve de preparación para Pentecostés. Según nos acerquemos a Pentecostés, las lecturas que nos presenta la liturgia continuarán intensificando las alusiones al Espíritu Santo. Ese Espíritu que infundió a los apóstoles el celo de la predicación para salir a conquistar el mundo para Cristo, a instaurar el Reino de Dios en la tierra.

Pero sabemos que esa tarea no ha concluido, que corresponde a nosotros, la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, continuarla. Por eso tenemos que invocar continuamente el Espíritu Santo para que se derrame sobre nosotros como lo hizo en aquél primer Pentecostés, y nos de la valentía y la fortaleza para continuar proclamando la Palabra de Dios en todas partes y en todo lugar, a tiempo y a destiempo, y de ese modo ayudar en la instauración del Reino que ya ha llegado pero que todavía espera su culminación en la parusía (segunda venida de Jesús).

Los santos Pablo y Bernabé nos proporcionan un ejemplo del celo apostólico que debe caracterizar a todo discípulo de Jesús. La primera lectura de hoy (Hc 14,5-18) nos presenta estos dos predicando, primero en Licaonia, y luego en Listra y Derbe.

Nos cuenta el pasaje que “había en Listra un hombre lisiado y cojo de nacimiento, que nunca había podido andar”. Este hombre escuchaba con tanta atención la predicación de Pablo, que este, “viendo que tenía una fe capaz de curarlo, le gritó, mirándolo: ‘Levántate, ponte derecho’”. Inmediatamente el hombre dio un salto y echó a andar. El poder de la Palabra, que cuando se une a un acto de fe, es capaz de mover montañas (Cfr. Mt 17,20); la Palabra de Dios, que hace morada en nuestros corazones y es capaz de desatar su poder a través de nosotros. Como nos dice Jesús en el Evangelio de hoy: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.

Los que estaban allí, al ver el milagro, creyeron que Pablo y Bernabé eran dioses y quisieron adorarles ofreciéndoles sacrificios. Ambos tuvieron que reprender vigorosamente a todos hasta disuadirlos de que les ofrecieran sacrificios.

Esta es una tentación que continuamente sale al paso de todo los que predicamos la Palabra; la adulación de los que atribuyen el poder de la Palabra al mensajero y no pueden, o no quieren a ver al Autor. En esos momentos tenemos que mantener los pies en la tierra y proclamar con humildad que nuestra predicación viene del Espíritu, y al igual que Pablo y Bernabé, afirmar que tan solo somos unos instrumentos, mortales e imperfectos, del Evangelio de Nuestro Señor.

Que pasen un hermoso día y una semana llena de bendiciones.

REFLEXIÓN PARA EL QUINTO DOMINGO DE PASCUA (A) 10-05-20

Luego los apóstoles “les impusieron las manos”, transmitiéndoles el Espíritu Santo que ellos, a su vez habían recibido.

Estamos ya en el quinto domingo de Pascua. Y la liturgia para hoy nos brinda la versión “agrandada” de la lectura evangélica que leyéramos este pasado viernes (Jn 14,1-12), en la que Jesús se nos muestra como “el Camino, la Verdad y la Vida”. El único Camino a la “Casa del Padre” en la que nos asegura que preparará una habitación para aquellos que decidamos seguirle. La única Verdad, que no es otra cosa que el amor incondicional del Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo. Y la Vida eterna que se nos tiene prometida, de manera que “donde yo esté, estén también ustedes”.

Como primera lectura (Hc 6,1-7), la liturgia hoy nos regala el pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles que narra la institución del diaconado permanente en la Iglesia. Nos dice el pasaje que “al crecer el número de los discípulos, los de lengua griega se quejaron contra los de lengua hebrea, diciendo que en el suministro diario no atendían a sus viudas”. Recordemos que en las primeras comunidades cristianas, todos los que se convertían vivían unidos, vendían todos sus bienes y repartían el dinero entre todos, según las necesidades de cada cual. Del mismo modo compartían la comida (Cfr. Hc 2,42 y ss). Como hemos comentado en ocasiones anteriores, en aquél tiempo las viudas, especialmente las que no contaran con un hijo que les brindara status legal, formaban parte de las clases marginadas, pues dependían de la caridad. Jesús vino a cambiar esa mentalidad, mostrando siempre su preferencia por los anamwin, los “pobres de Yahvé”.

Enfrentados con una situación que apuntaba a una posible desviación de la Ley del Amor, “los Doce convocaron al grupo de los discípulos y les dijeron: ‘No nos parece bien descuidar la palabra de Dios para ocuparnos de la administración. Por tanto, hermanos, escoged a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría, los encargaremos de esta tarea: nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra’”.

Entonces, guiados por el Espíritu Santo, escogieron los primeros siete diáconos de la Iglesia Universal, entre ellos a Esteban, quien se convertiría en el primer mártir-testigo de Jesús (Hc 7,54-60). Luego los apóstoles “les impusieron las manos”, transmitiéndoles el Espíritu Santo que ellos, a su vez habían recibido, dando al ministerio diaconal un carácter sacramental, específicamente el Sacramento del Orden.

Para el tiempo de Jesús la diakonía (palabra griega que literalmente significa “servir a la mesa”), se asociaba a la servidumbre (como los que estaban sirviendo en las bodas de Caná). A pesar de que en el pasaje de hoy no se utiliza la palabra diácono, Pablo utilizó el término diakonoi (diácono) para referirse a este grupo de personas que prestaban servicio a la Iglesia y al Pueblo santo de Dios, reconociéndolos como parte del clero (Cfr. Fil 1,1); y especificando las cualidades que estos debían cumplir para ejercer su ministerio con dignidad (1 Tim 3,8-13), ministerio que iba más allá de las necesidades corporales, reconociendo también al diácono como un siervo de la Palabra de Dios. Así, por ejemplo, en Hechos encontramos a Esteban (Hc 1-60) y Felipe Hc 8, 4-26. 40) predicando la Palabra.

Hoy les pido una oración especial por estos varones a quienes el Señor ha llamado al ministerio del diaconado, y en especial por aquellos que se están preparando para ello, para que nada impida el cumplimiento de su vocación.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA 09-05-20

“Lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré”.

La liturgia Pascual continúa proponiéndonos el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hc 13,44-52) y la acción del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia. El pasaje de hoy nos presenta a Pablo y Bernabé predicando la Buena Nueva que “se iba difundiendo por toda la región” de Pisidia. Pablo acababa de decirles a los de Antioquía que la justificación que ellos no habían podido alcanzar por la Ley de Moisés, gracias a Jesús, la alcanzaría todo el que cree (13,38b-39). Como siempre, la Palabra fue acogida con agrado por los gentiles y rechazada por los judíos, quienes en su mayoría se radicalizaban en su apego a la Ley por encima de la predicación de Pablo y Bernabé.

No pudiendo rebatir esa predicación, optaron por desacreditarlos, valiéndose de “las señoras distinguidas y devotas” y los principales de la ciudad, [quienes] provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé y los expulsaron del territorio. Ellos sacudieron el polvo de los pies, como protesta contra la ciudad, y se fueron a Iconio” a continuar su labor evangelizadora. Termina diciendo el pasaje que “los discípulos quedaron llenos de alegría y de Espíritu Santo”. Y no es para menos. A pesar de los inconvenientes y las persecuciones, estando llenos de Espíritu Santo y llevando la Palabra en sus corazones, se sentían acompañados por Jesús, quien antes de subir al Padre les había prometido: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia” (Mt 28,20).

En la lectura evangélica (Jn 14,7-14) encontramos a Jesús nuevamente estableciendo esa identidad entre el Padre y Él: “Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto”. Y ante la insistencia de Felipe de que les muestre al Padre, Jesús le responde: “¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, hace sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores”.

Jesús no solo nos está diciendo que Él es quien nos puede mostrar al Padre en Su propia persona, sino que el Padre y su Reino se hacen también presentes en este mundo a través de las obras de los que creen en el Hijo y le creen al Hijo, porque “lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré”.

El creyente, la persona de fe, está llamada a continuar la misión que el Padre le encomendó al Hijo, y que Él nos ha delegado. Y en el desempeño de esa misión lo acompañarán grandes signos, como nos decía el evangelio según san Marcos que leemos en su Fiesta: “echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos” (Mc 16, 17-18). Esto es una promesa del Señor, y Él nunca se retracta de su Palabra.

Señor, que tu Hijo esté presente en todas las obras que hagamos en Tu nombre para que al igual que Él, seamos signos de Tu presencia en el mundo.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA 08-05-20

“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí”.

Continuamos nuestra ruta Pascual camino a Pentecostés y, para que no se nos olvide, la Primera lectura de hoy (Hc 13,26-33) nos recuerda que a Jesús, luego haber sido muerto y sepultado, “Dios lo resucitó de entre los muertos”.

La lectura evangélica, por su parte, nos presenta nuevamente otro de los famosos “Yo soy” de Jesús que encontramos en el relato evangélico de Juan (14,1-6), que nos apuntan a la identidad entre Jesús y el Padre (Cfr. Ex 3,14): “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí”. Jesús pronuncia estas palabras en el contexto de la última cena, después del lavatorio de los pies a sus discípulos, el anuncio de la traición de Judas, el anuncio de su glorificación, la institución del mandamiento del amor, y el anuncio de las negaciones de Pedro (que refiere a la interrogante de ese “lugar” a donde va Jesús).

Es ahí que Jesús les dice: “Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros”. Jesús utiliza ese lenguaje partiendo de la concepción judía de que el cielo era un lugar de muchas estancias o “habitaciones”. Jesús toma ese concepto y lo lleva un paso más allá. Relaciona ese “lugar” con la Casa del Padre hacia donde Él ha dicho que va. Eso les asegura a sus discípulos un lugar en la Casa del Padre. Y tú, ¿te cuentas entre sus discípulos?

“Y adonde yo voy, ya sabéis el camino”, les dice Jesús a renglón seguido, lo que suscita la duda de Tomás (¡Tomás siempre dudando!): “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” Es en contestación a esa interrogante que Jesús pronuncia el Yo soy que hemos reseñado.

Vemos cómo Jesús se identifica con el Padre. Especialmente en el relato de Juan, Jesús repite que Él y el Padre son uno, que quien le ve a Él ha visto al Padre, y quien le escucha a Él escucha al Padre, al punto que a veces suena como un trabalenguas.

La misma identidad existe entre la persona de Jesús y el misterio del Reino. Él en persona es el misterio del Reino de Dios. Por eso puede decir a los testigos oculares: ¡Dichosos los ojos que ven lo que veis!, pues yo os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que veis y no lo vieron, quisieron oír lo que oís y no lo oyeron (Lc 10,23s). La llegada de Jesús, el misterio de su encarnación, es la llegada del Reino. El “Reino de Dios” no es un concepto territorial; ni tan siquiera es un lugar (como tampoco lo es el cielo). Se trata del Reinado de Dios; el hecho de que Dios “reina” sobre toda la creación. Y Jesús es uno con el Padre.

Él va primero al Padre. Ha prometido que va a prepararnos un lugar, y cuando esté listo ha de venir a buscarnos para que “donde yo esté, estén también ustedes”. Es decir, que nos hace partícipes de Su vida divina. También nos ha dicho que hay un solo camino hacia la Casa del Padre, y ese Camino es Él. ¿Te animas a seguir ese Camino?

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA 07-05-20

No podemos limitarnos a “leer” las Sagradas Escrituras; tenemos que actualizarlas, encontrar el mensaje de Jesús resucitado en los “signos de los tiempos”.

La primera lectura de hoy (Hc 13,13-25) continúa presentándonos la expansión de la Iglesia por el mundo greco-romano. Expansión que llevaría la Buena Noticia a los confines del mundo conocido, obedeciendo el mandato de Jesús a sus discípulos antes de su ascensión: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).

En el pasaje de hoy, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos relata el comienzo de la misión de Pablo y Bernabé. Guiado por el Espíritu Santo, Pablo “actualiza” el Antiguo Testamento, narrando a los que estaban congregados en la sinagoga de Antioquía la historia del pueblo de Israel, todas las obras maravillosas que Dios había hecho por su Pueblo elegido, y cómo en la persona de Jesús esas obras habían encontrado su culminación. La transición de la Antigua Alianza a la Nueva Alianza, sellada con la sangre derramada por Jesús en la Cruz.

Esta lectura nos enseña que no podemos limitarnos a “leer” las Sagradas Escrituras; que tenemos que actualizarlas, encontrar el mensaje de Jesús resucitado en los “signos de los tiempos”, en todos los acontecimientos, positivos y negativos, personales y colectivos, los cuales, cuando los interpretamos a la luz del Evangelio, nos transmiten un mensaje interpelante de Cristo. Es la continuación de la Historia de la Salvación, de la cual somos testigos y protagonistas junto al Resucitado.

Hoy día tenemos que preguntarnos: ¿Qué mensaje interpelante de Cristo nos está comunicando esta pandemia cuando la interpretamos a la luz del Evangelio?

La lectura evangélica (Jn 13,16-20), por su parte, nos narra las palabras de Jesús a sus discípulos luego de la lavarles los pies durante la última cena: “Os aseguro, el criado no es más que su amo, ni el enviado es más que el que lo envía. Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica”. Con estas palabras Jesús quiere explicar a los discípulos (y a nosotros) el alcance del gesto que acaba de realizar, y que ha de ser el norte de la conducta de sus seguidores, pero sobre todo el significado de la Ley del Amor.

El discípulo de Jesús tiene que seguir sus pasos. Eso implica amar sin límites, hasta que duela, como nos dice santa Madre Teresa de Calcuta. No se trata meramente de “imitar” la conducta de Jesús, se trata de sentir igual que Él, de amar igual que Él, de convertirse en servidor incondicional, en “esclavo” del hermano, por amor.

Jesús continúa diciéndonos lo que espera de nosotros, y cada vez nos parece más difícil cumplir con esa expectativa. Eso nos obliga a hacer introspección, no de nuestra conducta exterior, sino de nuestra vida, de nuestro “ser”. ¿Soy un verdadero “servidor”? ¿Hasta dónde estoy dispuesto a servir? ¿A quién sirvo? Jesús nos ha dado la medida y nos ha dicho: “dichosos vosotros si lo ponéis en práctica”.

Jesús sabe que va a ser traicionado. Y aun así lava los pies del que lo va a traicionar, se convierte en su esclavo. Y es en esa traición que nos va a revelar su divinidad (¡qué misterio!): “Os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis que Yo Soy”. “Yo soy”, el nombre que Dios le reveló a Moisés en la zarza ardiendo (Ex 3,14).

Esta lectura nos invita a preguntarnos: ¿Soy un “admirador” de Jesús o soy otro “cristo” (Gál 2,20)? Solo si optamos por lo segundo podremos entender los signos de los tiempos…

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA 06-05-20

“Yo he venido al mundo como luz, y así el que cree en mí no quedará en tinieblas”.

“Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe”, nos dice el Salmo que nos propone la liturgia para hoy (Sal 66). Este Salmo sirve para unir la primera lectura (Hc 12,24-13,5) y la lectura evangélica (Jn 12,44-50). Y todas tienen como tema central la misión de la Iglesia de llevar la Buena Noticia a todas las naciones.

La primera lectura nos presenta la acción del Espíritu Santo en el desarrollo inicial de la Iglesia. En ocasiones anteriores hemos dicho que el libro de los Hechos de los Apóstoles recoge la actividad divina del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia.

El pasaje que contemplamos hoy nos muestra una comunidad de fe (Antioquía) entregada a la oración y el ayuno, y dócil a la voz del Espíritu, y cómo en un momento dado el Espíritu les habla y les dice: “Apartadme a Bernabé y a Saulo para la misión a que los he llamado”. Es el lanzamiento de la misión que les llevará a evangelizar todo el mundo pagano. El momento que cambiará la historia de la Iglesia y de la humanidad entera; la culminación del mandato de Jesús a sus apóstoles antes de partir: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16,15). Es la característica sobresaliente de la Iglesia: “La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre” (Decreto Ad gentes de SS. Pablo VI).

En el evangelio de hoy Jesús se nos presenta nuevamente como “el enviado” (missus, en latín; apóstolos en griego). Es decir, se nos presenta como “apóstol” del Padre, “enviado” del Padre, “misionero” del Padre: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí ve al que me ha enviado”. También se presenta a sí mismo como la luz que aparta las tinieblas: “Yo he venido al mundo como luz, y así el que cree en mí no quedará en tinieblas”. Y esta afirmación de Jesús, unida a los Yo soy que resuenan a lo largo del relato evangélico de Juan, siguen apuntando hacia su divinidad.

Ya en el Antiguo Testamento el salmista nos decía: “Tu Palabra es lámpara para mis pasos, luz para mi sendero” (Sal 118,105); y al final de los tiempos, en la parusía, el mismo Juan, en uno de mis pasajes favoritos de las Escrituras, nos narra ese encuentro definitivo que hemos tener con Dios en la Jerusalén mesiánica: “… el trono de Dios y del Cordero estará en la ciudad y los ciervos de Dios le darán culto. Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. Noche ya no habrá; no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22,3-5).

En estos tiempos del COVID-19 que nos ha tocado vivir, a algunos les parece que las tinieblas de este virus mortal nos arropan. Pero el que cree en Jesús y confía en su Palabra, tendrá la certeza de que todo esto obedece a un plan de Dios que no comprendemos, pero del cual Él va a sacar un bien para toda la humanidad, y su Luz nos iluminará.

“…el que cree en mí no quedará en tinieblas”, nos dice Jesús. Y creer significa confiar plenamente en la providencia de Dios. El que cree en Jesús, y le cree a Jesús, confía en sus promesas, y el que confía en sus promesas nunca se perderá en las tinieblas, porque Él es la luz que alumbra el camino, camino que nos conduce al Padre (Jn 14,6). Y tú, ¿Le crees a Jesús?

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA 05-05-20


“Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano”.

En la liturgia pascual continuamos leyendo el libro de los Hechos de los Apóstoles. El pasaje que leemos hoy (Hc 11,19-26) nos presenta a Bernabé predicando exitosamente el Evangelio en Antioquía. Entusiasmado por la acogida de la Palabra en Antioquía, fue a buscar a Pablo y lo trajo a esa ciudad, en donde ambos permanecieron un año.

Antioquía se convirtió en el gran centro de evangelización de mundo pagano. Tan visible fue el éxito de Pablo y Bernabé en esta misión, y tan floreciente la comunidad de Antioquía, que fue allí donde por primera vez llamaron “cristianos” a los seguidores de Jesús (11,26). Hasta entonces se les conocía como los seguidores de “el Camino”. Cabe señalar que la palabra “cristiano” fue utilizada inicialmente por los no creyentes como un término peyorativo, pero los seguidores de Jesús lo adoptaron con orgullo, al punto que se convirtió en el “sello” que hasta hoy denomina a los que seguimos a Cristo.

La lectura evangélica (Jn 10,22-30) continúa presentándonos la figura de Jesús-Buen Pastor. El pasaje de hoy nos narra el último encuentro entre Jesús y los dirigentes judíos en el relato de Juan. Es el último intento de estos de lograr que Jesús acepte públicamente ante ellos su mesianismo: “¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente”. La pregunta iba dirigida a hacerles más fácil su trabajo, pues ya para entonces la decisión estaba tomada: había que “eliminar” a Jesús.

Jesús evade contestar directamente la pregunta y les remite a sus obras, que Él hace “en nombre de [su] Padre”. Pero los dirigentes judíos se niegan a creer porque están cegados. Aceptar que Jesús es el Mesías les quitaría su base de poder. Eso no les permite “ver” las obras de Jesús, y mucho menos escuchar su voz. “Pero vosotros no creéis, porque no sois ovejas mías. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano”.

De nuevo la referencia a la relación entre el pastor y sus ovejas: “Yo las conozco y ellas me siguen”. Cuando hablamos de “conocer” en términos bíblicos, nos referimos a algo más que saber el nombre o reconocer a alguien. Ese verbo implica una intimidad que va más allá de lo cotidiano. Y esa intimidad lleva a los verdaderos discípulos de Jesús a seguirle sin reservas, a confiar plenamente el Él, a aceptar su camino, como las ovejas que siguen la voz del pastor sabiendo que este les conducirá a las verdes praderas, hacia fuentes tranquilas (Cfr. Sal 22). En el caso de los que seguimos a Jesús, ese seguimiento es el que nos conduce a la “Vida eterna”.

Vemos que Jesús siempre habla en plural al referirse a nosotros como sus ovejas. Nos está diciendo que formamos parte de un pueblo, de un “rebaño”, de una Iglesia; que nuestra salvación no es individual, que no podemos desentendernos de nuestros hermanos ni de nuestra Iglesia, aunque en ocasiones nos sintamos incómodos con alguien o algo. No podemos caminar separados del “rebaño”, pues si nos separamos del rebaño, nos separamos del Pastor.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA 04-05-20

“Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor”.

En la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Jn 10,11-16 – para este Ciclo A se ofrece esta lectura alterna porque ayer se proclamó Jn 10,1-10) hay una frase que siempre me atrae: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor” (v. 16). Ese mismo pensamiento resuena en la “oración de Jesús”, pronunciada como culminación a la última cena, que Juan recoge en el capítulo 17 de su evangelio: “…que todos sean uno. Como Tú, Padre, en mí, y yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado” (17,21).

Y como comentábamos ayer al reflexionar sobre las lecturas que nos presentaba la liturgia para el Domingo del Buen Pastor, si queremos a hacer realidad el llamado de Cristo de que esas ovejas que no son de este redil se dejen conducir por Él, escuchen su voz, y formen “un solo rebaño” bajo el Supremo Pastor, tenemos que ser fieles a la unción sacerdotal, profética y real que recibimos en nuestro bautismo, y convertirnos en “pastores” para atraer esas ovejas al redil. Solo entonces podremos ser todos uno, como el Padre en Jesús, y Él en el Padre, y nosotros en Ellos. Entonces habrá “habrá un solo rebaño, un solo Pastor”.

Jesús-Puerta nos abre a un nuevo espacio infinito y eterno, en donde todo el que le siga tiene cabida, como nos muestra la primera lectura de hoy, con la predicación del Evangelio de Jesús por parte de Pedro a los paganos (Hc 11,1-18).

En esta lectura vemos cómo los primeros cristianos procedentes del judaísmo, que continuaban arraigados a las tradiciones del Antiguo Testamento, pretendían que todo el que se convirtiera y fuera bautizado abrazara también la Ley y las tradiciones ancestrales del judaísmo, incluyendo las prescripciones relacionadas a la abstención de carnes prohibidas, y hacerse circuncidar.

Ante el reproche de los partidarios de la circuncisión, Pedro les narró una visión que había tenido en la cual el Señor le presentó unos animales cuya carne era considerada impura, y le pidió que comiera, a lo que él se negó. Entonces el Señor le habló nuevamente diciéndole: “Lo que Dios ha declarado puro, no lo llames tú profano”. Luego les relató cómo el Espíritu lo llevó a casa de unos paganos, quienes recibieron el Espíritu Santo y fueron bautizados. Pedro dijo entonces a sus interlocutores: “Pues, si Dios les ha dado a ellos el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para oponerme a Dios?”.

En nuestro tiempo encontramos una situación similar cuando intentamos imponer nuestra visión de la Iglesia a personas de otras culturas, otros estilos de vida, e inclusive de diferentes grupos de edad. Debemos recordar que la Iglesia no es nuestro rebaño; que es el rebaño del Buen Pastor, y en ese rebaño hay cabida para TODOS. Como dijo el papa Francisco a los nuevos obispos hace unos años: “Somos llamados y constituidos pastores no de nosotros mismos, sino del Señor; y no para servirnos a nosotros mismos, sino al rebaño que se nos ha confiado”.

Ese llamado nos incluye a nosotros. Sí, a ti y a mí.

REFLEXIÓN PARA EL CUARTO DOMINGO DE PASCUA (A) – DOMINGO DEL BUEN PASTOR 03-05-20

“Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos”.

Al reflexionar sobre las lecturas que nos presenta la liturgia de hoy, cuarto domingo de Pascua, domingo del Buen Pastor, normalmente nos concentramos en la figura del Buen Pastor, y en todas las características que adornan esa figura tan importante en la mentalidad del pueblo de Israel y en nuestra fe cristiana.

Pero el Evangelio que contemplamos hoy (Jn 10,1-10) nos presenta, además, la figura de la puerta del aprisco de las ovejas, y a Jesús como esa “puerta”. “Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”. Nuevamente resuena el “Yo soy” del Evangelio según san Juan, que nos refiere al nombre con el que Dios se identifica cuando Moisés le pregunta su nombre en el pasaje de la zarza ardiendo (Ex 3,14), y que apunta a la divinidad de Jesús.

Al principio del pasaje Jesús nos presenta la figura del pastor que entra por la puerta luego que el guarda le abre, “y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz”. Ya anteriormente hemos dicho que cuando una oveja nace el pastor la lleva sobre su cuello un tiempo para que se acostumbre a su voz, y luego le siga al escuchar esa voz. Además, era costumbre que los pastores llevaran su rebaño al aprisco junto con las ovejas de otros pastores a pasar la noche. Al regresar al día siguiente a buscar su rebaño, llamaba sus ovejas, estas reconocían su voz, y lo seguían.

Y ese rebaño es la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios producto de la Nueva Alianza; el cuerpo místico de Cristo que todos conformamos. Jesús nos compara con ovejas, un animal dócil y totalmente dependiente del pastor, pues tienen una visión pobre. Por eso más que seguir la figura del pastor, siguen su voz. Del mismo modo, Jesús nos invita a seguirlo través de su Palabra, seguimiento que implica seguir sus huellas, no importa a dónde nos conduzcan, aunque sea al sufrimiento (Cfr. segunda lectura – 1 Pe 2,20-25).

Si vamos a hacer realidad el deseo de Cristo de que todos se salven (1 Tim 2,3), tenemos que ser fieles a la unción sacerdotal, profética y real que recibimos en nuestro bautismo, y convertirnos en “pastores” para atraer las ovejas descarriadas, las que aún no conocen la voz del Supremo Pastor, enseñándoles a escuchar Su voz para que le sigan.

El papa Francisco se hace eco de esas palabras de Jesús al invitarnos a salir de la tranquilidad, la seguridad, el confort de nuestras comunidades de fe, nuestros templos, y salir a la calle, a las periferias, para rescatar, no solo a las ovejas descarriadas que nunca han escuchado la voz del Pastor, sino también a aquellas que se han perdido del redil de la Iglesia.

Pero para poder participar de esa misión primero tenemos que conocer la voz de nuestro Pastor para saber a dónde conducirlas. Y tú, ¿has escuchado la voz de Jesús?

Felicito en este día a todos los feligreses de nuestra Parroquia El Buen Pastor, de Guaynabo, Puerto Rico, así como a la congregación de las Hermanas Misioneras del Buen Pastor a quienes tanto a mi esposa Jossie como a mí nos unen profundos lazos de amor fraterno.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 02-05-20

La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Jn 6,60-69) es la culminación del “discurso del pan de vida” que hemos estado contemplando durante esta semana.

En el pasaje que leíamos ayer (Jn 6,51-59) Jesús había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de “comer su carne” y “beber su sangre” para obtener la vida eterna, en una alusión al sacramento de la Eucaristía que para ellos resultaba incomprensible. Esto, en respuesta a los comentarios de los judíos, quienes se preguntaban: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”

Lejos de suavizar o justificar sus palabras, reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.

Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y “beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los “discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen. Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.

Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una profesión de fe: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.

Las palabras de Jesús siempre son motivo de controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc 2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias y el hedonismo del mundo actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no solo en la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la sangre” de su sacrificio.

Los que queremos perseverar, los que queremos permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”, no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.

En la Eucaristía encontramos alimento, y en la Palabra el aliento y el consuelo que nos permite continuar en el camino a la Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de su sangre.

En estos tiempos en que nos hemos visto privados de sentarnos a la mesa del Señor de forma sacramental, profundicemos en su Palabra. Allí tendremos un encuentro personal con Él, y diremos con Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.

Que pasen un hermoso fin de semana en la Paz del Señor.