REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMOCUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 06-07-21

Jacob peleó toda la noche con un “hombre”, quien al acercarse la aurora sin que hubiese un claro vencedor le dijo: “Suéltame, que llega la aurora”. A lo que Jacob respondió: “No te soltaré hasta que me bendigas”.

Como parte de la historia de los inicios del pueblo de Israel, la primera lectura de la liturgia de hoy (Gn 32,22-32) nos narra el episodio en que Jacob recibe el nombre de Israel, nombre por el que se conocerá el conjunto de su descendencia, hasta el día de hoy.

Nos dice la Escritura que Jacob peleó toda la noche con un “hombre”, quien al acercarse la aurora sin que hubiese un claro vencedor le dijo: “Suéltame, que llega la aurora”. A lo que Jacob respondió: “No te soltaré hasta que me bendigas”. En el diálogo que sigue el hombre le pregunta su nombre, y al contestarle que su nombre era Jacob, le dijo: “Ya no te llamarás Jacob, sino Israel (ישראל), porque has luchado con dioses y con hombres y has podido”. Ahí el origen del nombre, que quiere decir literalmente “el que lucha con Dios”.

“La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Con esa oración termina la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Mt 9,32-38). Este pasaje sirve de preámbulo al segundo gran discurso de Jesús que ocupa todo el capítulo 10 de Mateo. El llamado discurso misionero, de envío, a sus apóstoles.

El pasaje comienza planteándonos la brecha existente entre el pueblo y los fariseos. Los primeros se admiraban ante el poder de Jesús (“Nunca se ha visto en Israel cosa igual”), mientras los otros, tal vez por sentirse amenazados por la figura de Jesús, tergiversan los hechos para tratar de desprestigiarlo ante los suyos: “Éste echa los demonios con el poder del jefe de los demonios”. Jesús no se inmuta y continúa su misión, no permite que las artimañas del maligno le hagan distraerse de su misión.

Otra característica de Jesús que vemos en este pasaje es que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya a Él, sino que va por “todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias” (Cfr. 3er misterio luminoso – El anuncio del Reino).

Jesús está consciente de que su tiempo es corto, que la semilla que Él está sembrando ha de dar fruto; y necesita trabajadores para recoger la cosecha.

Por eso, luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”, nos dice. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.

Y eso nos incluye a todos los miembros de la comunidad parroquial, cada cual según sus talentos, según los carismas que el Espíritu Santo nos ha dado y que son para provecho común (Cfr. 1 Co 12,7).

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DÉCIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 02-07-21

Vio Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme.»

Cada vez que leo el pasaje evangélico que nos ofrece la liturgia para hoy (Mt 9,9-13), trato de imaginar la escena. Se trata de la vocación (el llamado) de Leví (Mateo) y la subsiguiente comida en casa de este. Los tres evangelios sinópticos nos narran este pasaje.

Mateo, publicano (recaudador de impuestos) de oficio, se encontraba sentado tras el mostrador de impuestos, y Jesús se le acercó. Mateo debe haber sentido la presencia de alguien frente a su mostrador y levantó la vista. Es imposible imaginar lo que Mateo percibió en aquellos ojos, aquella mirada penetrante y tierna a la vez que se cruzó con la suya. Y solo bastó una palabra, “sígueme” para que Mateo se levantara y lo siguiera. A mí me impacta más la versión de Lucas (5,28) que dice que Mateo, “dejándolo todo”, se levantó y lo siguió. “Dejándolo todo…” Nuevamente nos encontramos ante la radicalidad del seguimiento.

Mateo era publicano, trabajaba para el Imperio, el pueblo consideraba a los publicanos enemigos del pueblo; no solo por “cooperar” con el poder imperial de Roma, sino porque le cobraban impuestos en exceso a la gente y se quedaban con la diferencia. Por tanto, su trabajo era un obstáculo para seguir a Jesús. Por eso tenía que “dejarlo todo”, y así lo hizo. Dejó la mesa con sus cuentas y el dinero recaudado; dejó su vida pasada para abrazar la nueva Vida a la que Jesús le llamaba. En ese momento él probablemente no conocía los detalles, pero estoy seguro que supo ver en aquella mirada intensa de Jesús la promesa de un mundo que las palabras no podrían describir. Algo similar a lo que experimentó Saulo de Tarso en aquél encuentro fugaz con el Resucitado en el camino a Damasco que cambió su vida para siempre.

Mateo tuvo un encuentro personal con Jesús y su vida ya no sería la misma. Lo mismo nos ocurre cuando tenemos un encuentro personal con Jesús. Resulta imposible mirarle a los ojos y no dejarse seducir. “Me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir. Fuiste más fuerte que yo, y me venciste” (Jr 20,7).

Jesús te está diciendo: “Sígueme”. Nos lo repite a diario; y no se cansa de hacerlo; y mientras más alejados estamos de Él, con mayor insistencia nos llama. No importa lo que haya en nuestro pasado. De eso se trata la conclusión del pasaje de hoy. Al levantarse Mateo, invitó a Jesús y sus discípulos a comer a su casa, junto a otros publicanos y pecadores. Al ver esto, los fariseos (¡qué muchos de estos hay en nuestros días!) se acercaron a los discípulos (así son, cobardes, hablan a espaldas de los que critican) diciéndoles: “¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?”

Jesús les escuchó y su contestación no se hizo esperar: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa ‘misericordia quiero y no sacrificios’: que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.

Jesús no vino a buscar a los justos para llevarlos a cielo. Él vino para ofrecerse a sí mismo como víctima propiciatoria por todos los pecados de la humanidad, cometidos y por cometer, incluyendo los tuyos y los míos, porque Él quiere que todos nos salvemos (1 Tim 2,4; 2 Pe 3,9).

Que pasen un hermoso fin de semana. No olviden visitar la Casa del Padre. Él les espera…

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DÉCIMA SEMANA DEL T.O. (1) 09-06-21

“Nuestra capacidad nos viene de Dios, que nos ha capacitado para ser ministros de una alianza nueva: no de código escrito, sino de espíritu; porque la ley escrita mata, el Espíritu da vida”.

En este pasaje, tomado de la primera lectura de hoy (2 Cor 3,4-11), san Pablo resume en cierta medida la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia (Mt 5,17-19), en que Jesús nos dice: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos”.

Para los judíos la Ley y los profetas constituían la expresión de la voluntad de Dios, la esencia de las Sagradas Escrituras. Jesús era judío; más aún, era el Mesías que había sido anunciado por los profetas. Era inconcebible que viniera a echar por tierra lo que constituía el fundamento de la fe de su pueblo. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

Durante su vida terrena Jesús nos dio unos indicadores, como: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Así los primeros cristianos tuvieron que determinar qué preceptos de la Ley eran de origen divino y cuáles eran hechura de los hombres, como los 613 preceptos de la Mitzvá, que los fariseos habían derivado de la Torá (Ley escrita) y la Torá shebe al pe (Ley oral). La Iglesia cristiana tuvo su origen en el judaísmo, en la Ley y los profetas del Antiguo Testamento (Antigua Alianza), y dio paso a la Alianza Nueva y Eterna (Nuevo Testamento). ¿Cuáles de aquellas leyes y tradiciones ancestrales había que mantener? ¿Cuáles constituían Ley, y cuáles eran meros preceptos establecidos por los hombres interpretando la Ley?

El problema de los fariseos era que habían reducido la religión al “cumplimiento” objetivo de unas normas de conducta, divorciadas del “corazón”. El cumplimiento por temor al castigo. Jesús nos dijo que el cumplimiento de la Ley estaba predicado en el Amor (“Si me amáis guardaréis mis mandamientos”… Jn 14,15). El que ama a Dios y ama a su prójimo por amor a Él, ya cumple con todos los mandamientos. Ahí está la plenitud del cumplimiento de la Ley. “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”.

A eso se refiere la primera lectura de hoy cuando dice: “Si el ministerio de la condena se hizo con resplandor, cuánto más resplandecerá el ministerio del perdón”.

“Señor Dios nuestro, tú has tomado la iniciativa de amarnos y de traernos tu libertad por medio de tu Hijo Jesucristo. Enriquécenos con el Espíritu de Jesús, derrámalo sobre nosotros generosamente, sin medida, para que no nos escondamos por más tiempo detrás de tradiciones y de la letra de la ley para apagar al Espíritu Santo que quiere hacernos libres” (Oración Colecta).

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA 07-05-21

“Esto les mando: que se amen unos a otros”. Con este mandato de parte de Jesús comienza y cierra el evangelio para hoy (Jn 15,12-17). Es con este mandamiento que Jesús “lleva a plenitud la ley”, y nos libera de aquella “pesada carga” en que los fariseos y sacerdotes de su tiempo habían convertido la Ley de Moisés. Ya no se trata de un mero cumplimiento ritualista, se trata de entender y cumplir los mandamientos desde una nueva óptica; la óptica del amor, conscientes de que hemos sido elegidos por Dios, por mera gratuidad, por amor, con todos nuestros defectos. Y Él mismo nos ha destinado para que vayamos y prodiguemos ese amor y demos fruto, y nuestro fruto dure.

Este celo de dar a conocer la Buena Nueva del Reino de Dios, que está cimentado en el amor, es lo que impulsa a los apóstoles en la primera lectura de hoy (Hc 15,22-31) a enviarles una palabra de aliento a aquellos primeros cristianos de Antioquía que estaban angustiados ante las pretensiones de los judaizantes y los fariseos convertidos al cristianismo, quienes predicaban que los paganos que se convertían tenían que observar las leyes y preceptos judíos, incluyendo la circuncisión. Ellos se sintieron amados por Dios, y ese amor es tan intenso que hay que compartirlo con todos, sin importar que sean “diferentes”.

Y el que dispensa ese amor es el Espíritu Santo que, como hemos dicho anteriormente, es el Amor que se profesan el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Ese Espíritu fue el que llevó a los participantes de aquél primer concilio de Jerusalén a decidir que no era necesario “judaizarse” para hacerse cristiano; que bastaba con creer en Jesús y en la Buena Noticia del Reino para pertenecer a la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios. Por eso preceden su mensaje con las palabras: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros,…”

El mensaje de Jesús es sencillo: “Esto les mando: que se amen unos otros”. En ese corto mensaje está encerrada toda su doctrina. Porque su Palabra es la fuente inagotable de alegría; de la verdadera “alegría del cristiano”. Por eso la primera lectura nos dice que: “Al leer aquellas palabras alentadoras, se alegraron mucho”.

“Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros”… ¿Invocas al Espíritu Santo cada vez que tienes que tomar una decisión importante? ¿Te acercas con humildad a María, la madre de Jesús, la “sobreabundante”, para que comparta contigo esa Gracia divina que ha hecho maravillas en ella (Cfr. Lc 2,49)?

Hoy Jesús continúa diciéndonos lo mismo: “Esto les mando: que se amen unos a otros”. ¿De verdad crees en Jesús y le crees a Jesús? ¡Que se te note!

Te invito a que abras tu corazón al amor incondicional de Dios, que es el Espíritu Santo, y sentirás ese torrente de amor que invadirá todo tu ser. Entonces sabrás lo que es la alegría del cristiano, y la podrás repartir a raudales con todos. De eso se trata el mandato de Jesús. Créeme, el amor es contagioso.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 22-03-21

“Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.

En la primera lectura de hoy (Dn 13,1-9.15-17.19-30.33-62) se nos presenta la historia de la casta Susana que confía en el Señor y prefiere enfrentar a sus calumniadores antes que pecar contra Él. Es una historia larga, que termina desenmascarando a los acusadores y librando a Susana del castigo. Susana había implorado al Señor, y el Señor escuchó su plegaria, suscitando el Espíritu Santo en el joven Daniel, quien la salvó de sus detractores, porque “Dios salva a los que esperan en él”.

De no ser por la intervención providencial del joven Daniel, todos estaban prestos a condenarla, sin mayor indagación, confiando tan solo en el testimonio de los dos ancianos libidinosos. En ocasiones anteriores hemos hablado de cuán prestos estamos a juzgar y condenar a los demás sin juzgarnos antes a nosotros mismos. Hoy vemos cómo, inclusive, lo hacemos sin darles una oportunidad de defenderse, sin escuchar su versión de los hechos, y cómo somos dados a la especulación cuando llega el momento de juzgar y condenar. Y, peor aún, con cuánta facilidad repetimos un “chisme”, sin averiguar su veracidad, y sin detenernos a pensar el daño que le causamos al prójimo al hacerlo. Por eso alguien ha dicho que el órgano del cuerpo que más nos hace pecar es la lengua.

En más de una ocasión el papa Francisco nos ha instado a evitar los chismes y no caer en la tentación de usar una “lengua de víbora”. “También las palabras pueden matar, por lo tanto no sólo no debemos atentar contra la vida del prójimo, tampoco lanzar sobre él el veneno de la ira y golpearlo con la calumnia”, nos ha dicho.

Más allá del chismorreo, si nos detuviéramos a juzgarnos nosotros mismos antes de hacerlo con los demás, de seguro seríamos más benévolos con ellos, aun cuando lo que se le imputa al otro fuera cierto, como en la lectura evangélica de hoy (Jn 8,1-11) que trata sobre el perdón, y nos presenta la historia de una mujer “sorprendida en flagrante adulterio”. Esta vez no se trataba de una calumnia, la mujer era culpable.

Los escribas, fariseos y sumos sacerdotes, que ya habían decidido “eliminar” a Jesús, vieron en esta situación una oportunidad para acusarlo o, al menos, desacreditarlo ante sus seguidores: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?” Una pregunta “cargada”. Si contestaba que sí, echaba por tierra todo lo que había predicado sobre el amor y el perdón. Si contestaba que no, lo acusaban de violar la ley de Moisés.

Jesús decide ignorar la pregunta y les contesta con la frase: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. Nos dice la escritura que todos se escabulleron, “empezando por los más viejos”. Entonces Jesús dijo a la mujer: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.

Jesús, la Misericordia encarnada, no nos juzga, no nos condena. Tan solo nos pide que reconozcamos nuestra culpa y no pequemos más. Se trata de la manifestación más pura del amor. El amor de una madre…

En lo que poco resta de esta Cuaresma (nunca es tarde), hagamos un examen de conciencia. ¿Con cuanta facilidad juzgamos a nuestro prójimo? ¿Con cuánta facilidad le condenamos?

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 20-03-21

“Jamás ha hablado nadie como ese hombre”.

En las lecturas que contemplamos hoy se percibe un ambiente de tensión. Ya se ve en el horizonte el drama de la Pasión…

La primera lectura (Jr 11,18-20) continúa prefigurando la Pasión, con la imagen del “cordero manso, llevado al matadero”. Seis siglos antes que Jesús, Jeremías también había sido perseguido por anunciar la palabra de Dios e invitar a su pueblo a la conversión.

Esa imagen del cordero, tan asociada al “cordero pascual” que representa la figura de Cristo, enfatiza la inocencia de la víctima y la injusticia del sacrificio; sacrificio que fue justificado por la Ley.

En la lectura evangélica (Jn 7,40-53) encontramos a los judíos divididos en cuanto a su opinión sobre Jesús. Jesús siempre se presentó como una figura controversial. Ya Simeón había profetizado que Jesús iba a ser “signo de contradicción” (Lc 2,34). Por otro lado, vemos que los sumos sacerdotes y fariseos ya estaban poniendo en marcha su conspiración para acabar con Jesús. Pero sus esfuerzos por arrestarlo resultaban en vano. Los guardias del templo que tenían esa encomienda regresaron ante ellos con las manos vacías. Furiosos ante el fracaso de su gestión, increparon a los guardias: “¿Por qué no lo habéis traído?”, a lo que éstos respondieron: “Jamás ha hablado nadie como ese hombre”. El poder del Verbo, la Palabra de Dios que creó el universo (Cfr. Gn 1), que separó las tinieblas de la luz; que es capaz de apartar las tinieblas de los corazones que se abren a ella. Los guardias no habían podido resistir ese Poder.

Los fariseos estaban tan concentrados en estudiar la Ley y los profetas, en aprenderlos de memoria, en debatir sobre su interpretación, en el estricto “cumplimiento” de la Ley, que no reconocieron a Aquél de quien hablaban los profetas. Por eso insultan a los guardias: “¿También vosotros os habéis dejado embaucar? ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Esa gente que no entiende de la Ley son unos malditos”.

Los compararon con los llamados “pecadores” de su época. Este grupo lo conformaban aquellos que por falta de instrucción, y desconocimiento de la Ley, estaban constantemente expuestos a incumplir sus normas o preceptos, especialmente aquellos relativos a la pureza ritual, y eso los convertía en “pecadores”. Los judíos los denominaban el “pueblo de la tierra” o ham ha’ares. Solo esta gente “ignorante” podía dejarse “embaucar” por Jesús.

Los fariseos estaban convencidos que solo mediante el estudio de la Ley y las escrituras se podía alcanzar el favor de Dios. Todavía, en pleno siglo XXI, existen sectas fundamentalistas que sostienen que el que no sabe leer no puede salvarse, pues no puede leer la Biblia. Los fariseos confundían el conocimiento de la Ley con el conocimiento de Dios. Esa actitud resalta el contraste entre ellos y Jesús. Ellos se sienten “superiores”, por encima de la plebe, mientras Jesús se identifica con los pobres y marginados.

Al final de pasaje vemos que los fariseos también apoyan sus prejuicios en las Escrituras cuando insultan a Nicodemo: “verás que de Galilea no salen profetas”.

Hagamos examen de conciencia. Nosotros, ¿utilizamos las Escrituras para juzgar, y fundamentar nuestros prejuicios contra ciertas personas o grupos? ¿Ponemos los preceptos por encima del amor?

“Misericordia quiero, y no sacrificio”…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 16-02-21

“Tened cuidado con la levadura de los fariseos y con la de Herodes”.

En el relato evangélico que contemplábamos ayer, habíamos dejado a Jesús embarcándose y zarpando “a la otra orilla”, luego de haber reprendido la falta de fe de los fariseos, quienes le habían pedido “un signo del cielo”. El pasaje de hoy (Mc 8,14-21) retoma la narración cuando ya están en la barca y nos presenta una conversación aparentemente trivial y cotidiana entre los apóstoles, en la que se quejaban porque se les había olvidado traer suficiente pan para la travesía (“no tenían más que un pan en la barca”).

Jesús, todavía pensando en el encuentro que acababa de tener con los fariseos, escucha la queja de los discípulos y les dice: “Tened cuidado con la levadura de los fariseos y con la de Herodes”. Una vez más encontramos a Jesús criticando al poder ideológico-religioso y político de su tiempo (eso le costará la vida). En esos tiempos la “levadura” era considerada generalmente (excepto cuando se utiliza en las parábolas del Reino) como fuente de impureza y de corrupción (1 Co 5,6.8; Ga 5,9). Al utilizar este término dentro del contexto del pan (los judíos consumían panes ázimos especialmente en la fiesta de la Pascua y Ázimos), Jesús alude a la corrupción del pan-doctrina, por un lado con la “levadura” de los fariseos quienes esperaban y predicaban para el pueblo de Israel un Mesías poderoso, un líder militar, y por otro lado de Herodes, un rey que había llegado al poder de forma ilegítima.

Tras enfrentar a los fariseos, Jesús tiene que enfrentar también la incomprensión de los suyos, quienes no entendieron lo que quería decirles, y comentaron entre sí: “Lo dice porque no tenemos pan”. Estaba claro que los discípulos no acababan de entender a Jesús. Y una vez más les reprende: “¿Por qué comentáis que no tenéis pan? ¿No acabáis de entender? ¿Tan torpes sois? ¿Para qué os sirven los ojos si no veis, y los oídos si no oís?”.

Jesús tenía razón para estar molesto. Los discípulos habían escuchado su Palabra y habían dejado todo para seguirle, habían sido testigos de su poder para echar demonios, curar toda clase de dolencias y enfermedades, lo habían visto caminar sobre las aguas y, además, habían sido testigos de dos multiplicaciones de panes. Es decir, habían sido testigos de la misericordia y providencia divinas en la persona de Jesús, ¡y se quejaban porque solo tenían un pedazo de pan para la travesía! Ellos mismos habían tenido la experiencia de salir a predicar tan solo con lo que llevaban puesto, y el Señor siempre les había provisto lo necesario (Mc 6,6b-13). Trato de imaginar la frustración de Jesús: “¿Y no acabáis de entender?”.

¿Cuántas veces nosotros nos “ahogamos en un vaso de agua”, preocupados y contrariados por las dificultades y carestías periódicas que enfrentamos, y permitimos que nuestras almas se corrompan con la “levadura” de la falta de confianza en la palabra de Dios y su Providencia Divina? Se nos olvida que al igual que las aves del cielo, que no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros, nuestro Padre que está en los cielos siempre nos provee (Cfr. Mt 6,26).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SEXTA SEMANA DEL T.O. (1) 15-02-21

“¿Por qué esta generación reclama un signo? Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación”.

“En aquel tiempo, se presentaron los fariseos y se pusieron a discutir con Jesús; para ponerlo a prueba, le pidieron un signo del cielo. Jesús dio un profundo suspiro y dijo: “¿Por qué esta generación reclama un signo? Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación”. Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla” (Mc 8,11-13). Este corto pasaje que nos propone la liturgia para hoy lunes de la sexta semana del tiempo ordinario como lectura evangélica, nos invita a reflexionar sobre nuestra fe.

Aquellos se negaban a aceptar el anuncio de Reino de parte de Jesús porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Sabemos por los relatos evangélicos que Jesús era un maestro del debate. Imagino que cuando los fariseos se sintieron acorralados ante los argumentos contundentes de Jesús, en un intento de quedar bien delante de los que les escuchaban, decidieron ponerle a prueba exigiendo un signo del cielo. Un riesgo para ellos y una tentación para Jesús; la oportunidad de demostrar su poder, como cuando el demonio tentó a Jesús en el desierto luego de ayunar por cuarenta días: “Si eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes” (Mt 4,3). Pero Jesús no vino a demostrar su poder sino a servir, a dar su vida por la salvación de todos. Los milagros que hace son producto de su amor y misericordia infinitos, no para demostrar su poder.

Aun así, los que decidimos seguir al Señor y proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos tuvieran que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la cruz… Si fuera asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para evitar su arresto y ejecución (Cfr. Jn 18,36). El que vino a servir y no a ser servido no necesita más signo que su Palabra.

Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera conversión, o me gustaría al menos un “milagrito” para afianzar esa “conversión”? ¿Acaso no basta el milagro que se efectúa sobre el altar cada vez que las especies eucarísticas se convierten en el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Jesús? ¡Ah!, pero para percibir ese milagro hace falta fe…

Pienso en esos “televangelistas” con su espectáculo multitudinario en el cual los ciegos recuperan la vista, los tullidos caminan, los sordos recuperan la audición y el habla, etc., etc., y me pregunto: ¿Acaso los que presencian esos portentos creerían igual si no tuvieran esos “signos”? La Buena Noticia del Reino, ¿necesita de “signos” visibles para ser creída? Esas personas creen creer porque “ven”… (Cfr. Jn 20,25). ¿Es eso fe?

A veces el verdadero milagro consiste en la felicidad que produce el saberse amado por Dios en medio de la enfermedad, del dolor, de las dificultades y de las pérdidas, y confiar en su promesa de Vida eterna.

Que pasen una hermosa semana…

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 21-01-21

“Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente…”

“En cuanto salieron de la sinagoga, los fariseos se pusieron a planear con los herodianos el modo de acabar con él” (Mc 3,6). Así terminaba el pasaje del relato evangélico de Marcos que leíamos ayer. Jesús se había convertido en una piedrita dentro del zapato para los escribas, fariseos, saduceos y sumos sacerdotes que ostentaban el poder ideológico-religioso en tiempos de Jesús. Había que eliminarlo.

En contraste marcado con esa actitud de los poderosos, en el relato de hoy (Mc 3,7-12) vemos cómo la fama de Jesús se ha extendido, no solo a través de toda la Palestina, sino a tierras paganas, como Transjordania, Tiro y Sidón. Vemos en estos relatos cómo Marcos nos presenta a Jesús como el gran hacedor de milagros, o “taumaturgo”; Él solo puede hacer lo que en la mitología requiere de muchos. Por eso no encontramos a Jesús hablando. La gente no viene a escuchar lo que dice, viene a “ver” los prodigios que hace. “Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente…” Las cosas que Jesús hacía se hacían oír. Por eso la gente se apretujaba en torno a Él hasta el punto poner en peligro su seguridad personal. “Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo”. Por eso pidió a sus discípulos que le tuvieran preparada una lancha para treparse en ella como tantas veces tuvo que hacer.

“Hacer es la mejor manera de decir”, dijo José Martí. Nosotros los cristianos deberíamos aprender de ese ejemplo. Hemos escuchado la frase: “¿Eres cristiano? ¡Que se te note!” Porque la fe es algo que se ve, se nota, hace ruido. Recordemos el pasaje que leíamos recientemente sobre los amigos que llevan al paralítico para que Jesús lo curara, y como no pudieron llegar ante Él por el gentío, lo treparon al techo de la casa en que Jesús estaba, abrieron un boquete y lo descolgaron delante de Jesús. Nos dice el evangelio que Jesús “viendo” la fe que tenían sus amigos, primero le perdonó los pecados y luego curó su cuerpo (Mc 2,1-12). “Viendo” la fe que tenían…”

Jesús nos ha dicho que si tuviéramos fe del tamaño de un granito de mostaza le diríamos a una montaña “quítate de ahí y ponte más allá” y la montaña obedecería. No tenemos que llegar al extremo de mover montañas, pero si actuamos acorde a lo que creemos, nuestra fe se verá; y tal vez no moveremos montañas, pero sí podremos mover corazones.

Continúa diciéndonos el pasaje que hasta los “espíritus inmundos” de los poseídos se postraban ante y Él y le gritaban: “Tú eres el Hijo de Dios” (recordemos que el objetivo principal de Marcos al escribir su relato evangélico es demostrar que Jesús es el Hijo de Dios). Jesús le pide que no se lo digan a nadie, como lo hace con aquellos a quienes cura. El famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos. Jesús no quiere que lo descubran, no quiere que su fama vaya a nublar su verdadero propósito. Tiene que borrar la imagen del Dios triunfalista que el pueblo esperaba. Él es el cordero que vino a ser inmolado por nuestra salvación.

En este día digámosle: “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”, para que otros, “viendo” nuestra fe, crean también.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (1) 20-01-21

Echando en torno una mirada de ira, y dolido de su obstinación, le dijo al hombre: “Extiende el brazo”.

La lectura evangélica de hoy (Mc 3,1-6) nos presenta la culminación del conflicto entre Jesús y los fariseos; entre la ley y el amor, que vimos en el pasaje que leímos ayer. La lectura nos muestra a Jesús una vez más entrando en la sinagoga, en donde se encontró un hombre con un brazo paralizado. Ya los fariseos habían visto actuar a Jesús y estaban “al acecho” para ver si curaba en sábado, para acusarlo. De nuevo la observancia estricta del sábado. El judaísmo a ultranza. La letra de la ley por encima de todo.

Jesús, que conoce los pensamientos de los fariseos, decide dramatizar su enseñanza, y hace al hombre ponerse en medio de todos. Entonces les pregunta a los fariseos: “¿Qué está permitido en sábado?, ¿hacer lo bueno o lo malo?, ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?”. Silencio total. Una pregunta tan bien formulada, que la única contestación correcta daría la razón a Jesús.

A renglón seguido tenemos otra instancia en la que Marcos acentúa la dimensión humana de Jesús. Ya en otra ocasión habíamos señalado que Marcos habla con toda naturalidad de las emociones intensas de Jesús. Nos dice que Jesús, “echando en torno una mirada de ira, y dolido de su obstinación, le dijo al hombre: ‘Extiende el brazo’”. Y el hombre quedó curado de inmediato y extendió el brazo. Algunas versiones pretenden suavizar este pasaje diciendo que Jesús los miró con “indignación”. Pero la palabra griega utilizada por Marcos es οργης, que literalmente quiere decir “ira”. Jesús estaba enfadado, molesto, indignado ante estas personas obstinadas en su interpretación estricta de la ley, capaces de cruzarse de brazos ante la necesidad, incluso ante el peligro de muerte de su prójimo, con la excusa de no violar el “sábado”.

Jesús había puesto en evidencia a los fariseos, los había hecho quedar mal delante de todos en la sinagoga. Había herido su orgullo. Por ello, “en cuanto salieron de la sinagoga, los fariseos se pusieron a planear con los herodianos el modo de acabar con él”. El relato evangélico apenas comienza, y ya la suerte de Jesús está echada.

La ley constituye un valor, es necesaria, no hay duda. Pero, ¿constituye el valor supremo, o tiene que estar supeditada al bien del hombre y la gloria de Dios? En la lectura de ayer Jesús nos decía que “el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado”. Y más aún, que “el Hijo del hombre es señor también del sábado”. Como nota curiosa, las últimas palabras del Código de Derecho Canónico (can. 1752) leen: “teniendo en cuenta la salvación de las almas, que debe ser siempre la ley suprema en la Iglesia”. En otras palabras, al interpretar la ley, no podemos perder de vista el propósito primordial de las mismas: la salvación de las almas.

Desafortunadamente, el “fariseísmo” está vivo. A diario vemos cómo, aún en medio de nuestros trabajos, e incluso en nuestras comunidades de fe, se “utiliza” la letra estricta de la ley para perjudicar a uno de nuestros hermanos, aún a sabiendas de que hay unas circunstancias atenuantes subyacentes que moverían la misericordia de Jesús. Ante esa situación, ¿qué bando vas a tomar? Seamos hijos de la luz…