REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 29-04-20

“… y yo lo resucitaré en el último día”.

“Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8). Esa promesa de Jesús se hace realidad en la primera lectura que nos ofrece la liturgia de hoy (Hc 8,1-8). Él les había pedido a los apóstoles que no se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa del Padre (la promesa del Espíritu Santo). De hecho, durante los primeros siete capítulos de los Hechos de los Apóstoles, estos permanecen en Jerusalén.

La lectura de hoy nos narra que luego del martirio de Esteban se desató una violenta persecución contra la Iglesia en Jerusalén, que hizo que todos, menos los apóstoles, se dispersaran por Judea y Samaria. Y cumpliendo el mandato de Jesús, “al ir de un lugar para otro, los prófugos iban difundiendo el Evangelio”. Así comenzó la expansión de la Iglesia por el mundo entero, una misión que al día de hoy continúa.

La lectura nos recalca que el mayor perseguidor de la Iglesia era Saulo de Tarso: “Saulo se ensañaba con la Iglesia; penetraba en las casas y arrastraba a la cárcel a hombres y mujeres”. Sí, el mismo Saulo de Tarso que luego sería responsable de expandir la Iglesia por todo el mundo pagano, mereciendo el título de “Apóstol de los gentiles”. Son esos misterios de Dios que no alcanzamos a comprender.

Jesús vio a Pablo y entendió que esa era la persona que Él necesitaba para llevar a cabo la titánica labor de evangelizar el mundo pagano. Un individuo en quien convergían tres grandes culturas, la judía (fariseo), la griega (criado en la ciudad de Tarso) y la romana (era ciudadano romano). Decide “enamorarlo” y se le aparece en el camino a Damasco en ese episodio que todos conocemos, mostrándole toda su gloria. Ahí se cumple lo que Él mismo nos dice en la lectura evangélica de hoy (Jn 6,35-40): “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (v. 40). Pablo vio a Jesús ya glorificado, creyó en Él, y recibió la promesa de vida eterna.

Continuamos leyendo el capítulo 6 de Juan, el llamado “discurso del pan de vida”. El versículo final del pasaje de hoy que acabamos de citar se da en el contexto de que Jesús dice a sus discípulos (y a nosotros), que Él no está aquí para hacer Su voluntad, “sino la voluntad del que me ha enviado”. Y la voluntad del Padre es que todos nos salvemos, “que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día”.

Y esa salvación, esa vida eterna la comenzamos a disfrutar desde ahora, en la medida en que creamos en el Resucitado y nos hagamos uno con Él. En la fe, y por la fe, recibimos su llamada amorosa, creemos, y nos ponemos en marcha hacia la meta que es Él mismo.

Lo bueno es que todos estamos invitados, sin excepción: “al que venga a mí no lo echaré afuera”. El hombre fue echado del Paraíso, pero en Jesús encontramos el perdón y la gracia que nos devuelven el favor de Dios y la vida eterna.

Que esa promesa guie nuestra vida y nuestra oración.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 28-04-20

“Señor Jesús, recibe mi espíritu”… “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”.

Continuamos nuestra ruta Pascual en la liturgia. Como primera lectura (Hc 7,51-8,1a) retomamos la historia de Esteban. San Esteban, diácono, se había convertido en un predicador fogoso, lleno del Espíritu Santo, que le daba palabra y valentía para enfrentar a sus perseguidores. Hoy se nos presenta su testimonio final del martirio.

Esteban continuó denunciando a sus interlocutores y acusándolos de no haber reconocido al Mesías y de haberle dado muerte. Esto enfureció tanto a los ancianos y escribas que decidieron darle muerte. La Escritura nos dice que antes de que lo asesinaran Esteban “lleno de Espíritu Santo” tuvo una visión: “vio la gloria de Dios, y a Jesús de pie a la derecha de Dios”. Fue como si el Señor quisiera confirmarle que su fe era fundada. ¡Jesús vive!, el Resucitado está ya en la Gloria a la derecha del Padre, y justo antes de entregar su vida por esa verdad, esta le fue revelada por parte del Padre.

Aquí Lucas nos presenta un paralelismo entre la muerte de Esteban y la de Jesús. Ambos fueron llevados ante el Sanedrín y acusados con falsos testimonios, ambos son ajusticiados fuera de la ciudad, y ambos encomiendan su espíritu a Dios y piden perdón para sus victimarios: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”… “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”.

Siempre que leo este pasaje la pregunta es obligada. Enfrentado con la misma situación, ¿actuaría yo con la misma valentía que Esteban? Estamos celebrando la Pascua en la que se nos invita a creer que Jesús resucitó, más no solo como un hecho histórico o algo teórico, sino que estamos llamados a “vivir” esa misma Pascua, a imitar a Cristo, quien nos amó hasta el extremo, al punto de dar su vida por nosotros.

Cuando tomamos el paso y damos el “sí” definitivo a Jesús y a su Evangelio, vamos a enfrentar dificultades, pruebas, persecuciones, burlas… Nuestras palabras van a resultar “incómodas” para mucha gente, y la reacción no se hará esperar. Y cuando no encuentren argumentos para rebatirnos, recurrirán a la calumnia y los falsos testigos. Con toda probabilidad nunca nos veamos obligados a ofrendar nuestras vidas, pero nos encontraremos en situaciones que nos harán preguntarnos si vale la pena seguir adelante. Es en esos momentos que debemos recordar el ejemplo del diácono Esteban.

La lectura evangélica es continuación de la de ayer y sigue presentándonos el “discurso del pan de vida” del capítulo 6 de Juan (6,30-35). La conversación entre Jesús y la multitud que había alimentado en la multiplicación, gira en torno a la diferencia entre el pan que Moisés “dio” al pueblo en el desierto y el pan de Dios, “que es el que baja del cielo y da vida al mundo” (Cfr. Sal 77,24). Cuando la multitud, cautivada por esa promesa le dice: “Señor, danos siempre de este pan”, Jesús responde con uno de los siete “Yo soy” que encontramos en el relato de Juan: “Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed”.

Nuestra fe Pascual nos permite reconocer a Jesús, glorioso y resucitado, como el “pan de vida” que se nos da a Sí mismo en las especies eucarísticas, y que es el único capaz de saciar todas nuestras hambres, especialmente el hambre de esa vida eterna que podemos comenzar a disfrutar desde ahora si nos unimos a Él en la Eucaristía, “el pan que baja del cielo y da vida al mundo”.

Señor, te pedimos que, durante este tiempo de distanciamiento social que nos ha privado de la comunión sacramental, se acreciente nuestra fe Pascual y nuestra hambre por el Pan vivo bajado del cielo. Amén.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA 23-04-20

“¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre?”

Durante el Tiempo Pascual la primera lectura que nos propone la liturgia es del Nuevo Testamento, especialmente el libro de los Hechos de los Apóstoles. Y en estas lecturas sobresale el testimonio de la fe Pascual de los Apóstoles inspirados y guiados por el Espíritu Santo, quien se nos presenta como el gran protagonista de este libro sagrado.

El libro de los Hechos de los Apóstoles se llama así porque recoge la actividad misionera de los apóstoles Pedro y Pablo. Pero sobre todo recoge la actividad divina del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia. Por eso se le ha llamado el “Evangelio del Espíritu Santo”. Como el Antiguo Testamento nos habla de Dios Padre y los relatos evangélicos de Jesucristo, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos habla del Espíritu Santo. Fue escrito por san Lucas, como secuela de su relato evangélico, para documentar esos primeros años del desarrollo de la Iglesia. Por eso se le considera también el primer libro de historia de la Iglesia.

En las lecturas de los días anteriores hemos visto cómo las autoridades judías, amenazadas por el éxito de la predicación de los apóstoles, les habían prohibido continuar predicando el Evangelio de Jesucristo y su Misterio Pascual. Por ello habían sido encarcelados.

La lectura de hoy (Hc 5,27-33) nos muestra a los apóstoles conducidos nuevamente ante el Sanedrín e increpados por haber continuado predicando el Evangelio a pesar de las advertencias, luego de haber sido liberados de la cárcel por un ángel del Señor. En ese momento se hacen realidad las palabras de Jesús a sus apóstoles: “A causa de mí, serán llevados ante gobernadores y reyes, para dar testimonio delante de ellos y de los paganos. Cuando los entreguen, no se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará a conocer en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el Espíritu de su Padre hablará en ustedes” (Mt 10,18-20).

Inspirados por el Espíritu Santo, Pedro y los apóstoles replicaron: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. La diestra de Dios lo exaltó, haciéndolo jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen”. En la continuación de este pasaje, que leeremos mañana, veremos el resultado de estas palabras inspiradas.

“El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero”. Vemos cómo la fe Pascual es la que les lanza con valentía y coherencia, inspirados y asistidos por el Espíritu Santo, a predicar la Buena Noticia del Reino en la persona de Jesucristo.

Esto los llevará (junto a miles a través de la historia) a dar testimonio, incluso con sus vidas, de su fe en el Resucitado. Si nosotros estuviéramos tan llenos de fe Pascual como aquellos apóstoles, y nos dejáramos guiar por el Espíritu santo como ellos, estaríamos proclamando esa fe con valentía en nuestros hogares, nuestros lugares de trabajo, nuestras comunidades y, hoy en día, en las redes sociales. ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA 21-04-20

“Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu”.

Como decíamos en nuestra reflexión de ayer, Nicodemo es un personaje que aparece solamente en el relato evangélico de Juan; personaje importante porque sirve de contrapunto en un diálogo profundo con Jesús que ocupa una buena parte del capítulo 3 del relato. Durante ese primer encuentro con Jesús, es que se desarrolla el diálogo que se recoge parcialmente entre la lectura evangélica de ayer y la que nos ofrece la liturgia para hoy (Jn 3,5a.7b-15).

Ayer leíamos cómo, cuando Jesús le dijo que “el que no renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios”, Nicodemo le preguntó: “¿Cómo un hombre puede nacer cuando ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y volver a nacer?”.

Y es esa pregunta de Nicodemo la que provoca las palabras de Jesús con que comienza la lectura de hoy: “Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu”.

Nicodemo es incapaz de comprender lo que le dice Jesús. Su mentalidad de fariseo no le permitía ver más allá de la Ley y su cumplimiento. Jesús le está hablando de la verdadera Libertad que solo el Espíritu (que es el Amor entre el Padre y el Hijo) puede darnos. Ese concepto de libertad en el Espíritu que Jesús le planteaba resultaba incomprensible para él.

La idea de “nacer de nuevo” resulta irrisoria, imposible, para todo aquél que no ha conocido el Amor de Dios, ese Amor que nos hace comprender que para Dios todo es posible y que solo podemos alcanzar la Libertad plena abrazando la Cruz de su Hijo.

Entonces Jesús le dice: “Y tú, el maestro de Israel, ¿no lo entiendes? Te lo aseguro, de lo que sabemos hablamos; de lo que hemos visto damos testimonio, y no aceptáis nuestro testimonio. Si no creéis cuando os hablo de la tierra, ¿cómo creeréis cuando os hable del cielo?” El cielo del que le habla Jesús a Nicodemo (y a nosotros) no hay que buscarlo en las alturas; es la experiencia de hacerse uno con el Padre como Él lo es. Es esa toma de conciencia grande y profunda de que Dios está con uno y uno está con Dios, en un pacto producto de la Libertad que solo puede provenir del Amor.

“Si permanecéis en mi palabra, verdaderamente sois mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32); libres, no para “hacer lo que nos dé la gana”, sino libres para amar. Porque como hemos dicho en ocasiones anteriores, la “verdad” a la que se refiere Jesús es el Amor incondicional de Dios. Ese es el concepto de Libertad que nos plantea Jesús; libertad que le hizo optar libremente por la Cruz, y que Él trata de comunicar a Nicodemo pero que este no puede entender: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.

Y tú, ¿le crees?

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA OCTAVA DE PASCUA 16-04-20

“Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí”.

El relato evangélico que nos brinda la liturgia para hoy (Lc 24,35-48) es continuación del que leíamos ayer. Estaban los discípulos a quienes Jesús se les apareció en el camino de Emaús contando a los Once lo sucedido, “cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: ‘Paz a vosotros’”.

Los presentes se quedaron atónitos y llenos de miedo, pues “creían ver un fantasma”. Veían, pero sus cerebros se negaban a aceptar lo que estaban viendo. ¡Cuántas veces nos sucede que, al presenciar un milagro, comenzamos a buscar toda clase de explicación “lógica”, antes de aceptar que ha sido obra de Dios! Vemos y no creemos, porque vemos con los ojos del cuerpo y no con los ojos de la fe.

Resulta curioso que el relato no nos dice cómo Jesús llegó a allí, cómo se “apareció” entre los discípulos. ¡Ese detalle no tiene relevancia alguna ante el hecho trascendente de que Jesús está allí! Sí, el Jesús de Nazaret que caminó junto a ellos, que compartió con ellos la mesa, que les instruyó, es el mismo que el Resucitado.

Jesús percibe el miedo y el asombro de los discípulos, y quiere animarlos para que no quede duda, para que puedan ser testigos de su Resurrección. Por eso, después de mostrarle las heridas, “como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: ‘¿Tenéis ahí algo de comer?’  Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos”. El relato quiere enfatizar que el Resucitado es real, que se trata de la misma persona que Jesús de Nazaret; que no se trata de un invento ni un cuento de camino. Jesús de Nazaret ha resucitado y sus discípulos, especialmente los Once, cuya presencia enfatiza el relato de Lucas, son testigos de ello. Cómo Jesús, con su cuerpo glorificado es capaz de comer, es un misterio que escapa a nuestro entendimiento humano, pero con ese gesto se quiere establecer que Jesús está real y verdaderamente frente a sus discípulos.

Y al igual que lo hizo con los de Emaús, les explica lo que sobre su persona dicen las Escrituras, desde Moisés hasta los profetas, y cómo todo se cumplía en Él. Nos dice el pasaje que Jesús entonces “les abrió el entendimiento para comprender las escrituras”, añadiendo al final: “Vosotros sois testigos de esto”. Una vez más Jesús enfatiza la relación entre Él y las Escrituras, y el testimonio de los que creen en Él. Esta es la última aparición de Jesús en el evangelio según san Lucas, que el autor coloca justo antes de su Ascensión.

Antes de ascender, en el versículo que sigue al pasaje de hoy, Jesús les reitera la promesa del Espíritu Santo que recibirán en Pentecostés: “Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto”.

Es el Espíritu quien les dará la fortaleza para ser testigos: “Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8).

La misma promesa aplica a todos los que profesamos nuestra fe en el Resucitado. ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA OCTAVA DE PASCUA 13-04-20

Con el Domingo de Resurrección comenzamos la cincuentena del tiempo pascual que culmina con la solemnidad de Pentecostés. Llamamos Octava de Pascua a la primera semana de la cincuentena. Es como si se tratara de un solo día, o sea, que la celebración, la alegría del domingo de Pascua se prolonga por ocho días seguidos. Aunque a través de la historia de la Iglesia se han reconocido varias “octavas”, en la actualidad se reconocen solo dos: la de Navidad y la de Pascua.

Esta idea de celebrar octavas para las grandes solemnidades la encontramos enraizada tanto en la cultura helenística (griega) como en la judía. Para los griegos el número ocho representaba la perfección definitiva, pues el alma había “viajado” por siete esferas y al llegar a la octava encontraría la eterna bienaventuranza. La liturgia judía, por su parte, celebraba durante ocho días sus grandes fiestas (Pascua, Ázimos y Pentecostés), siendo el octavo el que se celebraba con mayor solemnidad, pues recapitulaba los siete anteriores.

Para nosotros los cristianos, que reconocemos una semana de siete días, el “octavo día” es a la vez el primero (si comenzamos a contar incluyendo el primer día – por eso al domingo se le llama octava dies), el que está “más allá de todo día”, que a su vez nos remite a la eternidad; a ese Dios eterno, que está por encima del tiempo.

Durante la Octava de Pascua, las lecturas que nos brinda la liturgia se concentran en el signo “positivo” de la resurrección, las apariciones de Jesús, que junto al signo “negativo” (el sepulcro vacío), conforman los hechos que demuestran sin lugar a dudas que ¡Jesús ha resucitado! Estas lecturas nos transmitirán fielmente las experiencias de los apóstoles y otros con el Resucitado.

La lectura de hoy (Mt 28,8-15) nos presenta a María Magdalena y “la otra María” (María la de Santiago) marchándose a toda prisa del sepulcro después de haber presenciado al “Ángel del Señor” bajar del cielo en medio de un terremoto y rodar la piedra que servía de lápida. Ya el año pasado habíamos comentado sobre esa lectura, por lo que les remitimos a nuestra reflexión para esa fecha.

La primera lectura de hoy (Hc 2,14.22-33) nos presenta fragmentos del discurso de Pedro a la gente en Pentecostés, en el que dio testimonio de la Resurrección de Jesús y del Espíritu Santo que acababa de derramarse sobre los que estaban junto a él: “Pues bien, Dios resucitó a este Jesús, de lo cual todos nosotros somos testigos. Ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo que estaba prometido, y lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo”. Fue el comienzo de la “Iglesia misionera”.

Pedro había tenido un encuentro con el Resucitado y había sido arropado por el poder del Espíritu Santo. Por eso su testimonio fue tan poderoso y elocuente al punto que, como veremos en la primera lectura de mañana, “aquel día se les agregaron unos tres mil”.

Pidamos al Resucitado nos conceda la fe para tener un verdadero encuentro con el Resucitado y poder anunciar a todos la gran noticia:

¡Verdaderamente ha resucitado!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 30-03-20

“Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo”.

En la primera lectura de hoy (Dn 13,1-9.15-17.19-30.33-62) se nos presenta la historia de la casta Susana que confía en el Señor y prefiere enfrentar a sus calumniadores antes que pecar contra Él. Es una historia larga, que termina desenmascarando a los acusadores y librando a Susana del castigo. Susana había implorado al Señor, y el Señor escuchó su plegaria, suscitando el Espíritu Santo en el joven Daniel, quien la salvó de sus detractores, porque “Dios salva a los que esperan en él”.

De no ser por la intervención providencial del joven Daniel, todos estaban prestos a condenarla, sin mayor indagación, confiando tan solo en el testimonio de los dos ancianos libidinosos. En ocasiones anteriores hemos hablado de cuán prestos estamos a juzgar y condenar a los demás sin juzgarnos antes a nosotros mismos. Hoy vemos cómo, inclusive, lo hacemos sin darles una oportunidad de defenderse, sin escuchar su versión de los hechos, y cómo somos dados a la especulación cuando llega el momento de juzgar y condenar. Y, peor aún, con cuánta facilidad repetimos un “chisme”, sin averiguar su veracidad, y sin detenernos a pensar el daño que le causamos al prójimo al hacerlo. Por eso alguien ha dicho que el órgano del cuerpo que más nos hace pecar es la lengua.

En más de una ocasión el papa Francisco nos ha instado a evitar los chismes y no caer en la tentación de usar una “lengua de víbora”. “También las palabras pueden matar, por lo tanto no sólo no debemos atentar contra la vida del prójimo, tampoco lanzar sobre él el veneno de la ira y golpearlo con la calumnia”, nos ha dicho.

Más allá del chismorreo, si nos detuviéramos a juzgarnos nosotros mismos antes de hacerlo con los demás, de seguro seríamos más benévolos con ellos, aun cuando lo que se le imputa al otro fuera cierto, como en la lectura evangélica de hoy (Jn 8,1-11) que trata sobre el perdón, y nos presenta la historia de una mujer “sorprendida en flagrante adulterio”. Esta vez no se trataba de una calumnia, la mujer era culpable.

Los escribas, fariseos y sumos sacerdotes, que ya habían decidido “eliminar” a Jesús, vieron en esta situación una oportunidad para acusarlo o, al menos, desacreditarlo ante sus seguidores: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?” Una pregunta “cargada”. Si contestaba que sí, echaba por tierra todo lo que había predicado sobre el amor y el perdón. Si contestaba que no, lo acusaban de violar la ley de Moisés.

Jesús decide ignorar la pregunta y les contesta con la frase: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. Nos dice la escritura que todos se escabulleron, “empezando por los más viejos”. Entonces Jesús dijo a la mujer: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.

Jesús, la Misericordia encarnada, no nos juzga, no nos condena. Tan solo nos pide que reconozcamos nuestra culpa y no pequemos más. Se trata de la manifestación más pura del amor. El amor de una madre…

En lo que poco resta de esta Cuaresma (nunca es tarde), hagamos un examen de conciencia. ¿Con cuanta facilidad juzgamos a nuestro prójimo? ¿Con cuánta facilidad le condenamos?

Esta cuarentena en la Cuaresma que nos ha tocado vivir este año es momento propicio para la introspección y para profundizar en ese examen de conciencia. Reconozcamos nuestros pecados, arrepintámonos haciendo firme propósito de enmienda, y a la primera oportunidad que tengamos al terminar la cuarentena, acudamos al sacramento de la reconciliación.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 24-03-20

“Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”.

El simbolismo del agua “inunda” la liturgia de hoy. La primera lectura, tomada del libro de Ezequiel (47,1-9.12) nos muestra una visión del Templo con torrentes de agua brotando de su lado derecho. El torrente de agua era tan abundante que llegó un momento en que no se podía vadear. Y esa agua era agua de vida, que hacía que la tierra diera frutos en abundancia, y hasta llegaba al Mar Muerto devolviendo la vida a sus aguas salobres.

En las Sagradas Escrituras el agua siempre ha sido símbolo de vida y, más aun, de la Vida que Dios nos da. Por eso se le asocia a los tiempos mesiánicos. Cristo ha venido a traer vida en abundancia. Hay quienes ven en el torrente que brota por el lado derecho del templo en esta visión de Ezequiel, una prefiguración del agua que brota del costado derecho de Jesús en la cruz luego del lanzazo, que sellaría la Nueva y Eterna Alianza y daría paso a la Iglesia como “nuevo pueblo” de Dios, instrumento de salvación instituido por Cristo.

En el capítulo siete de Juan el agua se nos presenta como el Espíritu que mana del Cristo glorificado: “‘El que tenga sed, venga a mí; y beba el que cree en mí’. Como dice la Escritura: De su seno brotarán manantiales de agua viva. Él se refería al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él” (Jn 7,37-39).

El pasaje evangélico de hoy (Jn 5,1-3.5-18) nos presenta el episodio en que Jesús cura a un paralítico que estaba echado en una camilla junto a la piscina de Betesda. Nos dice la Escritura que el hombre llevaba allí treinta y ocho años.

Dos cosas nos llaman la atención sobre este pasaje. Primero, es Jesús quien se toma la iniciativa. Han llegado los tiempos mesiánicos. Es Él quien se acerca al paralítico y le pregunta: “¿Quieres quedar sano?” Una pregunta directa. Jesús sabe que el hombre lleva mucho tiempo, que ha puesto toda su esperanza en el agua de aquella piscina (en los versos 3b-4 se nos dice que cuando el agua que había en ella era agitada por las alas de un ángel del Señor que bajaba de vez en cuando, el primero que se metía se curaba).

Segundo, la respuesta del hombre ante esa pregunta trascendental: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”. Jesús le había hecho una pregunta directa, lo único que tenía de decir era “sí”. No se daba cuenta que tenía ante sí al mismo Dios, aquél de quienes brotan torrentes de agua viva, capaz de echar demonios, curar enfermos, revivir muertos. Está ventilando su frustración, pero más que nada, su soledad: “no tengo a nadie…” La soledad, lo que el papa Francisco ha llamado la peor enfermedad de nuestro tiempo.

Jesús se compadece y le dice: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Palabras de vida, palabras de sanación, de alegría. Dentro de toda su frustración y soledad, aquél hombre creyó las palabras de Jesús. Por eso pudo recibir los frutos del milagro. “Y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar”.

Jesús nos pregunta hoy si queremos quedar sanados de nuestros pecados. ¿Qué le vamos a contestar?

REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE CUARESMA (A) 15-03-20

“El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”

¿Cómo escribir una reflexión de alrededor de quinientas palabras sobre una lectura tan rica como la que nos presenta el Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma (el pasaje de la samaritana – Jn 4,5-42)? Basta con citar algunas de las palabras pronunciadas por Jesús en el mismo para percatarnos de la profundidad del mensaje.

“El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (vv. 13-14).

“Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad” (vv. 23-24).

Vemos en las dos citas que anteceden esa relación entre el agua y el Espíritu, que nos refiere a las aguas bautismales y las palabras de Jesús a Nicodemo: “Te lo aseguro, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3,5). El culto de los judíos estaba basado en los ritos y el cumplimiento externo de la Ley. Jesús nos propone un culto “en espíritu y verdad” como el culto agradable al Padre. De ahí la contraposición entre el agua del pozo (“El que bebe de esta agua vuelve a tener sed) y la que Jesús ofrece (“pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed).

El agua que Jesús promete es la única que calmará nuestra sed por siempre, y “se convertirá dentro de [nosotros] en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”. Esa “agua” es el Espíritu Santo que se derrama sobre nosotros y se convierte en un manantial inagotable capaz de fecundizar y hacer crecer nuestra vida y la de todo el que entra en contacto con nosotros. Y ese Espíritu no es otra cosa que el Amor de Dios: “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5 – segunda lectura de hoy).

El anuncio del amor incondicional de Dios es el núcleo central del mensaje evangélico. “Yo para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). Y la palabra hebrea utilizada en el Antiguo Testamento para designar la “verdad” es emet, que en la mentalidad judía significa la solidez del amor incondicional de Dios.

En uno de mis libros favoritos, Te he llamado por tu nombre, su autor Piet van Breemen nos dice: “Si comprendemos esto con todo nuestro corazón, podremos a la vez amar a Dios, y su amor nos hará capaces, a su vez, de amar a nuestro prójimo. Si yo me sé amado por Dios, su amor llenará mi corazón y se desbordará, porque un corazón humano es demasiado pequeño para contenerlo todo entero. Así amaré a mi prójimo con ese mismo amor. En eso consiste todo el Evangelio”.

Ese, queridos hermanos, es el culto de adoración “en espíritu y verdad” que agrada al Padre.

¿Quieres de esa agua que saciará tu sed para toda la eternidad? El Padre te espera en su Casa. ¿Qué esperas? Anda, ve y bebe…