En la lectura evangélica que nos brinda la
liturgia para hoy (Lc 11,42-46), Jesús continúa su condena a los fariseos y
doctores de la ley, lanzando contra ellos “ayes” que resaltan su hipocresía al
“cumplir” con la ley, mientras “pasan por alto el derecho y el amor de Dios”.
Jesús sigue insistiendo en la primacía del amor y la pureza de corazón por
encima del ritualismo vacío de aquellos que buscan agradar a los hombres más
que a Dios o, peor aún, acallar su propia conciencia ante la vida desordenada
que llevan. Todos los reconocimientos y elogios que su conducta pueda propiciar
no les servirán de nada ante los ojos del Señor, que ve en lo más profundo de
nuestros corazones, por encima de las apariencias (Cfr. Salmo 138; 1 Sam
16,7).
Así, critica también inmisericordemente a
aquellos a quienes les encantan los reconocimientos y asientos de honor en las
sinagogas (¡cuántos de esos tenemos hoy en día!), y a los que estando en
posiciones de autoridad abruman a otros con cargas muy pesadas que ellos mismos
no están dispuestos a soportar.
El Señor nos está pidiendo que practiquemos el
derecho y el amor de Dios ante todo; que no nos limitemos a hablar grandes
discursos sobre la fe, demostrando nuestro conocimiento de la misma, sino que asumamos
nuestra responsabilidad como cristianos de practicar la justicia y el derecho,
que no es otra cosa que cumplir la Ley del amor. De lo contrario seremos
cristianos de “pintura y capota”, “sepulcros blanqueados”, hipócritas, que
presentamos una fachada admirable y hermosa ante los hombres, mientras por
dentro estamos podridos.
Somos muy dados a juzgar a los demás, a ver la
paja en el ojo ajeno ignorando la viga que tenemos en el nuestro (Cfr.
Mt 7,3), olvidándonos que nosotros también seremos juzgados. Es a lo que nos
insta san Pablo en la primera lectura de hoy (Gál 5, 18-25 2,1-11) cuando nos
dice: “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu.”.
A partir del Año del Jubileo Extraordinario de la Misericordia proclamado por el
papa Francisco hace unos años, este nos ha venido invitando a todos, al pueblo
santo de Dios que es la Iglesia, a poner el énfasis en la misericordia por
encima de la rigidez de las instituciones, de los títulos y la jerarquía. La
Iglesia del siglo XXI ha de ser la Iglesia de los pobres, de los marginados. De
ellos se nutre y a ellos se debe. Y para lograrlo no hay que reinventar la
rueda, lo único que se requiere es leer y poner en práctica el Evangelio de
Jesucristo y los documentos del Concilio Vaticano II.
Siempre que pienso en la Iglesia de los pobres
vienen a mi mente las palabras que el Espíritu Santo puso en boca del Cardenal
Claudio Hummes cuando le dijo al entonces Cardenal Bergoglio al momento de
ser elegido como Papa: “No te olvides de los pobres”; frase que dio origen al
nombre papal que este escogió.
Hoy, pidamos al Señor nos conceda un corazón
puro que nos permita guiar nuestras obras por la justicia y el amor a Dios y al
prójimo, no por los méritos o reconocimiento que podamos recibir por las
mismas.
He aquí una síntesis de la nueva encíclica social del Papa Francisco.
La fraternidad y la amistad social son las vías indicadas por el Pontífice para construir un mundo mejor, más justo y pacífico, con el compromiso de todos: pueblo e instituciones. Reafirmado con fuerza el no a la guerra y la globalización de la indiferencia.
“La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”.
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12)
nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalara que Lucas
es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos
narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
“¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el novio está con ellos?”.
El Evangelio que nos brinda la liturgia de hoy
es la versión de Lucas (5,33-39) del pasaje en que los fariseos critican a
Jesús porque sus discípulos, contrario a los de Juan, y a los de los propios
fariseos, que ayunan y oran a menudo, se la pasan comiendo y bebiendo. A la
crítica de los fariseos, Jesús responde: “¿Queréis que ayunen los amigos del
novio mientras el novio está con ellos?”. Luego añade dos parábolas cortas, la que
propone que nadie remienda un paño viejo con una tela nueva, y la que propone
que nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque revientan y se pierden, tanto
el vino, como los odres.
Anteriormente, comentando la versión de Mateo de
este pasaje, nos habíamos concentrado en el primer anuncio de la pasión de
Jesús y en las parábolas del paño y los odres viejos. Hoy nos limitaremos al
significado de la frase: “¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el
novio está con ellos?”
Para entender esta frase, tenemos que partir del
hecho de que en el Antiguo Testamento el ayuno, especialmente del vino, eran
signos de austeridad y penitencia ligados a la espera del Mesías prometido. Simbólicamente
significaban que “los tiempos son malos, estamos insatisfechos, hemos perdido
el gusto de vivir… que venga de una vez el tiempo de la consolación y de la
alegría, cuando el mesías estará aquí”. Pero como todas las prácticas rituales
de los fariseos, estos habían convertido también ese ayuno en algo externo, que
no guardaba relación con la actitud interior.
Pero la contestación de Jesús va más allá. No
solo hace referencia al verdadero significado de ese ayuno, sino que les dice
que este ya no es necesario para sus discípulos porque “el novio está con
ellos”. Es decir, los tiempos mesiánicos ya han llegado. No es tiempo de
austeridad y privaciones; ¡el tiempo de la alegría y la celebración ha llegado!
Nosotros, los cristianos de hoy, no debemos
olvidar que esos tiempos mesiánicos no terminaron con la muerte de Jesús. El
tiempo de la alegría se ha perpetuado con la presencia de Jesús entre nosotros:
“Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia” (Mt 28,20).
¡Jesús está vivo! Está presente entre nosotros en su Palabra, en la Eucaristía,
cada vez que hay dos o más reunidos en su nombre (Mt 18,20). Y la verdadera
alegría del cristiano consiste precisamente de saber que “el novio” está con
nosotros; en amarlo y sentirnos amados por Él. Y eso no depende de ningún rito
externo, ni de oraciones vacías, carentes de contenido espiritual. Ese es
precisamente el fundamento de las críticas de Jesús contra los escribas y
fariseos.
Por tanto, nuestra alegría más profunda ha de
estar fundamentada en esa “presencia” de Novio entre nosotros. Por eso el papa
Francisco no se cansa de repetir que la alegría es el “sello” del cristiano: “Un
cristiano sin alegría no es cristiano. La alegría es como el sello del
cristiano, también en el dolor, en las tribulaciones, aun en las persecuciones”.
¡Que viva el Novio!
“El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo”.
En la lectura evangélica (Mt 13,44-46) que nos
ofrece la liturgia para hoy, volvemos a contemplar, en forma abreviada, dos de
las siete parábolas del Reino: la del tesoro escondido y la de la perla de gran
valor, que hemos comentado en días anteriores. ¿Por qué la insistencia de la Liturgia
en repetir una y otra vez las parábolas del Reino?
Toda la misión de Jesús puede resumirse en una
frase: “[T]engo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he
sido enviado” (Lc 4,43). Habiendo sido esa la misión de Jesús, no puede ser
otra la misión de la Iglesia. Por eso en sus últimas palabras antes de ascender
al Padre, delegó esa misión a la Iglesia: “Id por todo el mundo y proclamad la
Buena Nueva (del Reino de Dios) a toda la creación” (Mc 16,15).
Anteriormente hemos señalado que Jesús nos
está diciendo que en la vida del cristiano, de su verdadero seguidor, no puede
haber nada más valioso que los valores del Reino. Por eso tenemos que estar
dispuestos a “venderlo” todo con tal de adquirirlos, con tal de asegurar ese
gran tesoro que es la vida eterna. Eso incluye dejar “casas, hermanos,
hermanas, padre, madre, hijos y campos” por el nombre de Jesús. O sea, que no
puede haber nada que se interponga entre nosotros y los valores del Reino.
El que decide acompañar a Jesús en ese anuncio
de la Buena Nueva del Reino, el que pone su vida al servicio de la Palabra para
que el Pueblo se convierta, tarde o temprano va a enfrentar el dedo acusador de
sus detractores, tal como le sucedió al profeta Jeremías en la primera lectura
de hoy (Jr 15,10.16-21): “Soy hombre que trae líos y contiendas a todo el país.
No les debo dinero, ni me deben; ¡pero todos me maldicen!”.
Cuando nos enfrentamos a la burla, la
persecución, la difamación, en ocasiones nuestra naturaleza humana nos hace
dudar, flaquear, como le sucedió a Jeremías: “¿Por qué mi dolor no tiene fin y
no hay remedio para mi herida? ¿Por qué tú, mi manantial, me dejas de repente
sin agua?” Jeremías se encuentra en un momento de crisis espiritual. En esos
momentos de “desierto”, o de “noche oscura”, la voz de Dios no se hace esperar:
“Haré que tú seas como una fortaleza y una pared de bronce frente a ellos; y si
te declaran la guerra, no te vencerán, pues yo estoy contigo para librarte y
salvarte. Te protegeré contra los malvados y te arrancaré de las manos de los
violentos”. ¡Qué promesa!
Jeremías se lamenta de ser un “hombre que trae líos” con su predicación. Al releer este pasaje no puedo menos que recordar las palabras del papa Francisco a los jóvenes (y a todo el Pueblo de Dios) durante la JMJ en Río de Janeiro: “Espero lío… quiero lío en las diócesis, quiero que se salga afuera, quiero que la Iglesia salga a la calle”. De eso se trata el anuncio del Reino. ¿Qué estás esperando?
Hoy celebramos la memoria obligatoria de Santa Marta de Betania, hermana de María y Lázaro, amigos de Jesús. Para saber un poco sobre la vida y devoción a esta santa, pueden acceder a: https://www.aciprensa.com/recursos/biografia-2856.
“El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, y basta para que todo fermente”.
En el evangelio que nos propone la liturgia de
hoy (Mt 13,31-35), la Iglesia continúa rumiando las parábolas del Reino. Hoy
nos presenta dos: la del grano de mostaza y la de la levadura. Ambas están
comprendidas en el llamado “discurso parabólico” de Jesús, que ocupa todo el
capítulo 13 del evangelio según san Mateo.
Como hemos dicho en ocasiones anteriores,
Mateo escribe su relato para los judíos de la Palestina convertidos al
cristianismo, con el objetivo de probar que Jesús es el Mesías esperado, ya que
en Él se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento. Por eso aprovecha
la oportunidad para explicar por qué Jesús habla en parábolas: “Jesús expuso
todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada. Así se cumplió
el oráculo del profeta: ‘Abriré mi boca diciendo parábolas, anunciaré lo
secreto desde la fundación del mundo’” (Cfr. Sal 78,2).
Ambas parábolas que contemplamos hoy nos
presentan el crecimiento del Reino de Dios en la tierra. En la primera (la del
grano de mostaza) vemos cómo Jesús sembró la simiente, cómo el Hijo del Padre
se hizo uno de nosotros, haciéndose Él mismo semilla fértil. Esparció su
Palabra en los corazones de los hombres, como el sembrador en el campo, y esa
Palabra dio fruto. Esa pequeña semilla, comparable a un grano de mostaza (la
más pequeña de las semillas), que Jesús sembró hace dos mil años continúa dando
frutos. Y nosotros hemos sido llamados a ser testigos de ese milagroso
crecimiento, de cómo ese puñado de unos ciento veinte seguidores en Jerusalén
(Hc 1,15), ha continuado creciendo y dando fruto hasta convertirse en la
Iglesia que conocemos hoy. Pero aún queda mucho por hacer…
Para que esa cosecha no se pierda, Jesús
necesita trabajadores: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son
pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para su
cosecha.” (Mt 9,37). El dueño de los sembrados ha colocado un letrero a la
entrada del campo: “Se necesitan trabajadores”. Tú, ¿te apuntas?
Cuando nos acercamos a la segunda parábola,
pensamos que de seguro Jesús observó muchas veces a su madre mezclar harina con
levadura, para luego contemplar con admiración cómo aquella masa crecía ante
sus ojos, antes de meterla en el horno. Con esta parábola Jesús dice a sus
discípulos (incluyéndonos a nosotros) que estamos llamados a ser “levadura”
entre los hombres para que su Palabra, y el Reino que ella anuncia, siga
creciendo hasta llegar a los confines de la tierra. Por eso el papa Francisco
nos llama a salir al mundo, a “las periferias”, para que ese mensaje de
salvación que nos trae Jesús llegue a todos, porque “Dios, nuestro Salvador…
quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la
verdad” (1Tm 2,3-4).
Pidamos al Señor por el aumento en las
vocaciones sacerdotales, diaconales y religiosas, y para que cada día haya más
laicos comprometidos dispuestos a trabajar hombro a hombro con los consagrados
en el anuncio del Reino.
Que pasen una hermosa semana llena de
bendiciones.
“Las mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies” (Mt 9,37).
Como primera lectura de hoy continuamos leyendo la profecía de Oseas, y vemos cómo el profeta reitera su denuncia contra el pueblo de Israel que se ha mostrado infiel para con Yahvé Dios. Pero la Palabra de Dios transmitida a su pueblo por voz del profeta ha caído en oídos sordos. La esposa infiel ha despreciado el ramo de olivo que le tendía su amante esposo. La sentencia no se hace esperar: “tendrán que volver a Egipto”.
Casi doscientos años después, el profeta
Jeremías hará lo propio con el Reino de Judá (del Sur) cuando les profetiza que
serán conquistados por el Rey Nabucodonosor y deportados a Babilonia.
En mis clases de Biblia en la universidad digo
mis estudiantes que la historia del pueblo judío que se nos narra en la Biblia
es un reflejo de nuestra propia vida, un ciclo interminable de infidelidades de
nuestra parte, y una disposición continua de parte de Dios a perdonarnos.
“La mies es abundante, pero los trabajadores
son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”.
Con esta frase de Jesús culmina la lectura evangélica de hoy (Mt 9,32-38). Este
pasaje sirve de preámbulo al segundo gran discurso misionero de Jesús
que ocupa todo el capítulo 10 de Mateo.
El pasaje comienza planteándonos la brecha
existente entre el pueblo y los fariseos. Los primeros se admiraban ante el
poder de Jesús (“Nunca se ha visto en Israel cosa igual”), mientras los otros,
tal vez por sentirse amenazados por la figura de Jesús, tergiversan los hechos
para tratar de desprestigiarlo ante los suyos: “Éste echa los demonios con el
poder del jefe de los demonios”. Jesús no se inmuta y continúa su misión, no
permite que las artimañas del maligno le hagan distraerse de su misión.
Otra característica de Jesús que vemos en este pasaje es que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya a Él, sino que va por “todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias”. El mismo llamado que nos ha hecho el papa Francisco desde el momento en que ocupó la cátedra de san Pedro.
Jesús está consciente de que su tiempo es
corto, que la semilla que Él está sembrando ha de dar fruto; y necesita trabajadores
para recoger la cosecha.
Por eso, luego de darnos un ejemplo de lo que implica
la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que
necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande
trabajadores a su mies”. La misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no se
limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos
ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el
reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos:
sacerdotes, religiosos, laicos. Y, al igual que Jesús, al aceptar nuestra
misión, roguemos “al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”.
Oremos al Señor por el aumento en las
vocaciones sacerdotales y religiosas, y para que cada día más laicos acepten el
reto y la corresponsabilidad de la instauración del Reino. Y eso nos incluye a
todos nosotros, cada cual según sus talentos, según los carismas que el
Espíritu Santo nos ha dado y que son para provecho común (Cfr. 1 Co
12,7).
“No seáis nunca hombres o mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo”.
El evangelio que nos brinda la liturgia de hoy
(Mt 9,14-17), contiene el primer anuncio de la pasión de parte de Jesús en el
evangelio según san Mateo: “Llegará un día en que se lleven al novio, y
entonces ayunarán” (9,15). Es la primera vez que Jesús hace alusión su muerte,
pero sus discípulos no lo captan.
Este anuncio se da en el contexto de la
respuesta de Jesús a la crítica que se le hace porque sus discípulos no ayunaban.
Siempre se les veía contentos, en ánimo de fiesta. Esa conducta resultaba
escandalosa para los discípulos de Juan y de los fariseos, a quienes sus
maestros les imponían un régimen estricto de penitencia y austeridad.
La respuesta de Jesús comienza ubicando a sus
discípulos en un ambiente de fiesta: una boda, y se compara a sí mismo con el
novio, y a sus discípulos con los amigos del novio. El discípulo de Jesús, el
verdadero cristiano, es una persona alegre, porque se sabe amado por Jesús. Por
eso, aun cuando ayuna lo hace con alegría, porque sabe que con su ayuno está
agradando al Padre y a su Amado. Ya anteriormente había dicho a sus discípulos:
“Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu
ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto”
(Mt 6,17-18).
Sobre este particular, el papa Francisco nos
ha dicho: “No seáis nunca hombres o
mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer por el
desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino de
haber encontrado a una persona, Jesús; de saber que, con él, nunca estamos
solos, incluso en los momentos difíciles”.
Es lo que quiere decirnos Jesús en este pasaje,
para recalcar la novedad de su mensaje, que ya había resumido en el sermón de
la montaña. La Ley antigua quedaba superada, mejorada, perfeccionada (5,17).
Por tanto, había que romper con los esquemas de antaño para dar paso a la ley
del Amor. Se trata de una nueva forma de vivir la Ley, un cambio radical de
aquel ritualismo de los fariseos; un nuevo paradigma. Es el despojarse del
hombre viejo para revestirse del hombre nuevo del que nos habla san Pablo (Ef
4,22-24).
No se trata de “echar remiendos” a la Ley; se
trata de una nueva manera de relacionarnos con Dios, con nosotros mismos y con
nuestro prójimo.
Jesús está consciente que su mensaje
representa un realidad nueva, totalmente incompatible con las conductas de
antaño. Por eso añade que no “se echa vino nuevo en odres viejos, porque
revientan los odres; se derrama el vino, y los odres se estropean; el vino
nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas se conservan”. Esto
significa que tenemos que dejar atrás las viejas actitudes que nos impiden
escuchar su Palabra y ponerla en práctica.
Este simbolismo del “vino nuevo” lo vemos
también en las bodas de Caná (Jn 2,1-11), cuando Jesús, con su poder, nos
brinda el mejor vino que jamás hayamos probado; ese vino nuevo que simboliza la
novedad de su mensaje.
Hoy, pidamos al Padre que nos ayude a
despojarnos de los “odres viejos”, y que nos de “odres nuevos” para recibir y
retener el “vino nuevo” que su Palabra nos brinda.
Ya en el umbral de Pentecostés, la liturgia
nos propone como lectura evangélica (Jn 21,15-19) la conclusión del Evangelio
según san Juan, que nos ha acompañado durante prácticamente toda la Pascua.
Este pasaje constituye, junto a Mt 16,18 lo que tal vez sea el argumento
bíblico más decisivo sobre el primado de Pedro en la Iglesia universal.
Jesús, en su infinita pero misteriosa
sabiduría, ha escogido a uno de sus amigos íntimos para que “apaciente sus
corderos”, “pastoree sus ovejas”. Sí, al mismo Pedro que, luego de haber
asegurado que estaba dispuesto a dar su vida por Él (Jn 13,37), había terminado
negándolo tres veces (Mt 26,69-75). Mientras las multitudes seguían y aclamaban
a Jesús, era fácil decir que estaba dispuesto a dar la vida por Él. Cuando se
vieron rodeados de soldados y amenazados, ese entusiasmo se esfumó. Trato de
imaginarme la angustia, la frustración, la vergüenza que sintió Pedro al
recordar las palabras de Jesús cuando le dijo que antes de que cantara el gallo
le habría negado tres veces.
Ahora se encuentran por última vez, luego del
suceso traumático de la muerte de Jesús y su posterior resurrección. Ya todos
comprendían lo que Jesús les había adelantado sobre su resurrección. Una vez
más el ambiente es de sobremesa; acababan de consumir parte del producto de la
pesca milagrosa, y Jesús y su amigo Pedro tienen un “aparte”, probablemente
tomando un corto paseo a orillas del lago de Tiberíades. Jesús quiere confiarle
a Pedro el rebaño que con tanto amor Él había juntado. Por eso el diálogo gira
en torno al principal requisito que tiene que cumplir el que vaya a asumir
semejante tarea: el amor.
Jesús conoce lo que hay en nuestros corazones,
al punto que las palabras a veces pueden hasta tornarse en obstáculos. Pero aun
así le pregunta tres veces (el mismo número de las negaciones): “¿me amas más
que éstos?”; “¿me amas?”; “¿me quieres?”. Nos dice la escritura que a la
tercera pregunta Pedro “se entristeció”. Probablemente recordó las negaciones,
y también cuando su mirada se cruzó con la de Jesús en casa de Caifás. Jesús
sabe que Pedro lo ama, pero quiere que Pedro esté seguro que le ama. Porque la
labor que le va a encomendar es una de amor, pues solo el que ama “hasta que le
duela”, al punto de dar la vida, puede predicar el amor. Todo eso está
implícito en la última palabra: “Sígueme”.
Jesús le está confiando su más preciado
tesoro, y le está pidiendo que ese mismo amor que le tiene a Él, lo demuestre en
su entrega incondicional a ese “rebaño”. Después de todo, la misión de Pedro,
junto a los demás discípulos va a ser solo una: predicar el Amor a todo el
mundo. Esa es también nuestra misión, y sobre esa gestión hemos de rendir
cuentas. Como nos dijo san Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida, seremos
examinados en el amor”.
Consciente del alcance y significado de la pregunta, cierra los ojos, examina tu corazón y contesta la pregunta que Jesús te está haciendo: “¿me amas?”
Precisamente hoy, que leemos este pasaje donde Jesús encomienda su rebaño a Pedro, celebramos la memoria litúrgica de san Pablo VI, papa, sucesor de san Pedro, a quien el Espíritu le encomendó la tarea de culminar el Concilio Vaticano II. De paso, oremos por el papa Francisco, para el el mismo Espíritu le dé la fortaleza para pastorear las ovejas que el Señor le ha encomendado.
“Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos”.
Al reflexionar sobre las lecturas que nos
presenta la liturgia de hoy, cuarto domingo de Pascua, domingo del Buen Pastor,
normalmente nos concentramos en la figura del Buen Pastor, y en todas las
características que adornan esa figura tan importante en la mentalidad del
pueblo de Israel y en nuestra fe cristiana.
Pero el Evangelio que contemplamos hoy (Jn
10,1-10) nos presenta, además, la figura de la puerta del aprisco de las
ovejas, y a Jesús como esa “puerta”. “Yo soy la puerta: quien entre por mí se
salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino
para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la
tengan abundante”. Nuevamente resuena el “Yo
soy” del Evangelio según san Juan, que nos refiere al nombre con el que
Dios se identifica cuando Moisés le pregunta su nombre en el pasaje de la zarza
ardiendo (Ex 3,14), y que apunta a la divinidad de Jesús.
Al principio del pasaje Jesús nos presenta la
figura del pastor que entra por la puerta luego que el guarda le abre, “y las
ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las
saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, camina delante de ellas, y las
ovejas lo siguen, porque conocen su voz”. Ya anteriormente hemos dicho que
cuando una oveja nace el pastor la lleva sobre su cuello un tiempo para que se
acostumbre a su voz, y luego le siga al escuchar esa voz. Además, era costumbre
que los pastores llevaran su rebaño al aprisco junto con las ovejas de otros
pastores a pasar la noche. Al regresar al día siguiente a buscar su rebaño, llamaba
sus ovejas, estas reconocían su voz, y lo seguían.
Y ese rebaño es la Iglesia, el nuevo Pueblo de
Dios producto de la Nueva Alianza; el cuerpo místico de Cristo que todos
conformamos. Jesús nos compara con ovejas, un animal dócil y totalmente
dependiente del pastor, pues tienen una visión pobre. Por eso más que seguir la
figura del pastor, siguen su voz. Del mismo modo, Jesús nos invita a seguirlo
través de su Palabra, seguimiento que implica seguir sus huellas, no importa a
dónde nos conduzcan, aunque sea al sufrimiento (Cfr. segunda lectura – 1
Pe 2,20-25).
Si vamos a hacer realidad el deseo de Cristo
de que todos se salven (1 Tim 2,3), tenemos que ser fieles a la unción
sacerdotal, profética y real que recibimos en nuestro bautismo, y convertirnos
en “pastores” para atraer las ovejas descarriadas, las que aún no conocen la
voz del Supremo Pastor, enseñándoles a escuchar Su voz para que le sigan.
El papa Francisco se hace eco de esas palabras
de Jesús al invitarnos a salir de la tranquilidad, la seguridad, el confort de
nuestras comunidades de fe, nuestros templos, y salir a la calle, a las
periferias, para rescatar, no solo a las ovejas descarriadas que nunca han
escuchado la voz del Pastor, sino también a aquellas que se han perdido del
redil de la Iglesia.
Pero para poder participar de esa misión
primero tenemos que conocer la voz de nuestro Pastor para saber a dónde
conducirlas. Y tú, ¿has escuchado la voz de Jesús?
Felicito en este día a todos los feligreses de
nuestra Parroquia El Buen Pastor, de Guaynabo, Puerto Rico, así como a
la congregación de las Hermanas Misioneras del Buen Pastor
a quienes tanto a mi esposa Jossie como a mí nos unen profundos lazos de amor
fraterno.