REFLEXIÓN PARA EL SEXTO DOMINGO DE PASCUA (B) 09-05-21

“Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”.

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para este sexto domingo de Pascua (Jn 15,9-17) es la versión “agrandada” del que leíamos el pasado jueves (Jn 15, 9-11). Durante su “discurso de despedida” Jesús insiste en el mandamiento del Amor. Mas no se trata de un amor romántico ni de una simple amistad, se trata del amor “que duele”, el que profesa quien está dispuesto a entregarse a cambio de nada, el que nos hace amar a los que nos odian, a nuestros enemigos. En fin, se trata de amarnos como Él nos ama, con todos nuestros pecados, nuestras debilidades, nuestros defectos; con un amor de madre…

Es el mandamiento del amor, el “gran mandamiento”, la Ley del Amor que vino a dar plenitud al decálogo, porque el que ama ya cumple todos los mandamientos, no por temor al castigo, sino porque ama.

El texto original utiliza el verbo agapaô y el sustantivo ágape para denominar el amor a que se refiere, diferenciándolo de eros y filia (Ver Carta Encíclica Deus Cáritas est de SS. Benedicto XVI). Se refiere a ese amor que entregándose libremente produce la verdadera alegría.

La segunda lectura de hoy (1Jn 4,7-10), también de la autoría de Juan, llamado el evangelista del Amor, nos ayuda a entender e interpretar el evangelio. “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”. A primera vista parece un trabalenguas, pero cuando lo leemos con detenimiento, encontramos la pista para entender el mandamiento del Amor.

Debemos recordar que cuando hablamos de “conocer” en términos bíblicos nos referimos a algo mucho más profundo que saber la identidad de alguien, o simplemente relacionarnos con alguien. “Conocer” implica un grado profundo de intimidad. Por tanto, cuando hablamos de “conocer” a Dios, lo que queremos decir es tener una “experiencia” de Dios; experiencia que solo puede ser producto de un encuentro íntimo, personal con Él, al punto de hacernos uno con Él. “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23).

La medida es alta, al parecer inalcanzable, si dependemos de nuestra capacidad humana. Pero para el que ha tenido un encuentro personal con el Resucitado y le ha abierto su corazón al Amor infinito e incondicional de Dios, al punto de convertirse en otro “cristo” (Gál 2,20), nada es imposible.

Piet Van Breemen, en su libro Te he llamado por tu nombre, lo resume así: “Si comprendemos esto con nuestro corazón, podremos a la vez amar a Dios, y su amor nos hará capaces, a su vez de amar a nuestro prójimo. Si yo me sé amado por Dios, su amor llenará mi corazón y se desbordará, porque un corazón humano es demasiado pequeño para contenerlo todo entero. Así, amaré a mi prójimo con ese mismo amor. En eso consiste todo el mensaje del Evangelio”.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 24-04-21

“¿También ustedes quieren marcharse?”

La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Jn 6,60-69) es la culminación del “discurso del pan de vida” que hemos estado contemplando durante esta semana.

En el pasaje que leíamos ayer (Jn 6,51-59) Jesús había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de “comer su carne” y “beber su sangre” para obtener la vida eterna, en una alusión al sacramento de la Eucaristía que para ellos resultaba incomprensible. Esto, en respuesta a los comentarios de los judíos, quienes se preguntaban: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”

Lejos de suavizar o justificar sus palabras, reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.

Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y “beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los “discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen. Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.

Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una profesión de fe: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.

Las palabras de Jesús siempre son motivo de controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc 2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias y el hedonismo del mundo actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no solo en la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la sangre” de su sacrificio.

Los que queremos perseverar, los que queremos permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”, no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.

En la Eucaristía encontramos alimento, y en la Palabra el aliento y el consuelo que nos permite continuar en el camino a la Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de su sangre.

Él siempre tiene la mesa de la Eucaristía y la mesa de la Palabra dispuestas para ti.

¡Acércate! Él te está esperando…

REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE PASCUA (B) 18-04-21

“Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”.

La liturgia para este tercer domingo de Pascua nos presenta la versión de Lucas de la primera aparición de Jesús a sus discípulos (Lc 24,35-48). Para ponernos en contexto, comienza diciendo que los que se habían topado con él en el camino a Emaús, “contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan”. En ese momento, Jesús “se presenta” en medio de ellos y les dice: “Paz a vosotros”.

Nos dice la escritura que los discípulos se llenaron de miedo ante esa aparición sorpresiva, “porque creían ver un fantasma”. Sus mentes no podían procesar lo que sus sentidos le decían. Jesús percibe la confusión que su presencia había causado entre los discípulos, y decide demostrarles su corporeidad. Quiere demostrarles que su Resurrección es real, que no se trata meramente de que su espíritu ha vencido la muerte. No, ¡Él vive; verdaderamente ha resucitado! Estaba allí, en medio de ellos.

Entonces, mostrándole sus manos y sus pies les dice: “Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”. Ahí los discípulos comienzan a caer en la cuenta que efectivamente era el Señor que había resucitado tal como Él se los había adelantado, pero ellos no habían comprendido. Los discípulos se llenaron de alegría, pero Jesús percibió que aún estaban aturdidos por la intensidad de la experiencia. Por eso añade: “¿Tenéis ahí algo que comer?” Ellos le ofrecieron un pescado, “Él lo tomó y comió delante de ellos”.

No solo lo podían ver, escuchar, tocar, sino que había comido delante de ellos. ¿Qué gesto más humano que ese? El mensaje que Jesús quería transmitir a sus discípulos (y a nosotros) es el carácter totalizante de su Resurrección; que está vivo, que ha vencido la muerte. Esa es la misma resurrección de la que todos hemos de participar al final de los tiempos. “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Jn 6,54). ¡Qué promesa!

Establecida su identidad, el centro de atención de la narración se desplaza a las Escrituras, o más bien, a la relación entre Jesús y las Escrituras. “Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse”. Continúa el relato diciendo que “entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras”. Luego añadió: “Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto”. Ese “ustedes” nos incluye a nosotros.

Sí; estamos llamados a ser sus testigos, esa fue la misión que Jesús encomendó a sus discípulos antes de su Ascensión (Cfr. Hc 1,8). Pero para ser “testigos”, para dar testimonio de algo o alguien, tenemos que tener conocimiento personal. Por tanto, para poder dar testimonio de Jesús tenemos que haber tenido primero un encuentro personal con Él, con ese Jesús Resucitado que comió frente a sus discípulos y que hoy nos invita a “comerle” en el banquete eucarístico.

Estamos viviendo este tiempo especial de la Pascua en que celebramos Su gloriosa Resurrección. Si nos hemos limitado a las devociones y los ritos del Triduo Pascual, sin haber experimentado la vivencia del Resucitado no podemos ser sus testigos.

Te invito a hacer introspección. ¿Verdaderamente he tenido una experiencia con el Resucitado?

REFLEXIÓN PARA EL SEXTO DOMINGO DEL T.O. (B) 14-02-21

Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero: queda limpio.»

En la lectura que nos presenta la liturgia de hoy (Mc 1, 40-45) vemos la reacción de Jesús ante un leproso que se presenta ante Él y le pide que lo cure: “Si quieres, puedes limpiarme”, le dice el leproso. Un acto de fe. Jesús se conmueve ante la situación del leproso: “Sintiendo lástima (la palabra griega utilizada significa “conmovido en las entrañas”, con referencia a las entrañas maternas, a ese amor que solo una madre es capaz de sentir por el hijo de sus entrañas), extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Quiero: queda limpio’”.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, de todos los evangelistas, Marcos es quien más acentúa la dimensión humana de Jesús. Marcos habla con toda naturalidad de las emociones intensas de Jesús, mientras que Mateo y Lucas tienden a omitirlas o mitigarlas en los pasajes paralelos (comparar este pasaje con los relatos paralelos en Mt 8,3 y Lc 5,12).

Hay otro detalle que quisiéramos resaltar. La lectura nos dice que Jesús “tocó” al leproso, algo que chocaba con la Ley, rayando en el escándalo. La lepra era la peor enfermedad de la época de Jesús. Nadie podía acercarse ni tocar a los leprosos. De hecho, los leprosos eran aislados, marginados de la sociedad. Como nos dice la primera lectura de hoy (Lv 13,1-2.44-46), tenían que caminar gritando: “¡Impuro, impuro!”, para que todos se alejasen. Aun así, el leproso decide acercarse a Jesús. Reconoce su poder. Jesús, por su parte, quiere dejar establecido que el amor, la misericordia, están por encima de la Ley, como cuando cura en sábado (Mc 3, 1-6; Lc 13-14).

Si analizamos esta lectura más allá de la historia que nos presenta, vemos cómo ese leproso nos representa a todos nosotros. Sí, nuestro pecado es como una lepra que carcome nuestra alma, y solo el poder sanador de Jesús, producto de su compasión e infinita misericordia, es capaz de curarnos. Tan solo tenemos que acercarnos a Él con el corazón contrito y humillado (Cfr. Sal 50), y la certeza de que solo Él puede sanarnos. Entonces escucharemos su voz que nos dice: “Quiero: queda limpio”.

La lectura nos dice que Jesús, luego de curar al leproso le pide que no se lo diga a nadie: “No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés”. El famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos. Está claro que Jesús no quiere hacer alarde de su poder. Tampoco quiere comprometer su misión.

Como todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús, el leproso no puede contener su alegría. Tiene que compartir su experiencia con todos. “Cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes”.

Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con Jesús? Si de veras lo has tenido, no podrás contener las ganas de compartir esa experiencia con todos. De eso se trata…

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO 25-01-21

“…una gran luz del cielo me envolvió con su resplandor, caí por tierra y oí una voz que me decía: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?'”

Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la Conversión de san Pablo. Y la liturgia nos ofrece como primera lectura la narración de Pablo de su propia conversión (Hc 22,3-16). Como lectura alterna, se nos ofrece el mismo relato desde la perspectiva del narrador (Hc 9,1-22).

El relato de la conversión de san Pablo es tan denso, y lleno de simbolismo, que resulta imposible pretender analizarlo en el poco espacio disponible.

Nos limitaremos a preguntar: ¿Qué ocurrió en ese instante, en esa fracción de segundo que pudo haber durado ese rayo improviso, enceguecedor, que hasta le hizo caer en tierra?  Se trató sin duda de una de esas experiencias que cambian nuestras vidas y que, por su intensidad, resultan inenarrables; esas experiencias que producen la verdadera metanoia, palabra griega que se traduce como conversión, y se refiere a ese movimiento interior que solo puede surgir en una persona que tiene un encuentro íntimo con Cristo. “Metanoia” se refiere literalmente a una situación en que un caminante ha tenido que volverse del camino en que andaba y tomar otra dirección. Se trata de morir al hombre viejo para resucitar a una vida nueva en Cristo Jesús (Cfr. Rm 1,4).

En teología, esta metanoia se asocia al arrepentimiento, mas no un arrepentimiento que denota culpa o remordimiento; sino que es producto de una transformación en lo más profundo de nuestro ser, en nuestra relación con Dios, con nuestro prójimo y nosotros mismos, iluminados y ayudados por la gracia divina.

Este encuentro fue el que le cambió radicalmente la existencia a Pablo.  En el camino a Damasco Saulo se convirtió porque, gracias a la luz divina, “creyó en el Evangelio”. En esto consistió su conversión y la nuestra: en creer en Jesús muerto y resucitado, y en abrirse a la iluminación de su gracia divina.  En aquel momento Saulo comprendió que su salvación no dependía de las obras buenas realizadas según la ley, sino del hecho que Jesús, por amor, había muerto también por él, el perseguidor, y había resucitado.

Pablo de Tarso era un hombre bueno; un buen judío; temeroso de Dios, observante de la ley; un verdadero fariseo. Pero nunca había tenido un encuentro con el Resucitado; nunca había experimentado ese Amor indescriptible.

Cuando nos enfrentamos a esa Verdad, que gracias al bautismo ilumina la existencia de todo cristiano, cambia completamente nuestro modo de vivir.  Convertirse significa, también para cada uno de nosotros, creer que Jesús “se entregó a sí mismo por mí”, muriendo en la Cruz (Cfr. Ga 2, 20) y, resucitado, vive conmigo y en mí; sí, contigo y en ti.

Todo el que se “convierte”, todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús y ha experimentado su Amor infinito, su Misericordia, tiene que comunicarlo a otros, tiene que compartir esa experiencia. Por eso Pablo, tan pronto fue bautizado, se alimentó y recuperó las fuerzas, “en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que Él era el Hijo de Dios” (Hc 9,19).

Hoy, en la fiesta de la Conversión de san Pablo, pidamos al Señor que derrame su Santo Espíritu sobre nosotros, para que podamos tener una profunda experiencia de conversión y de encuentro íntimo con Él, como la que tuvo Saulo en el camino de Damasco.

REFLEXIÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DEL T.O. (B) 17-01-21

«Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?» Él les dijo: «Venid y lo veréis.»

Las lecturas que nos ofrece a liturgia para hoy tienen un tema en común: la vocación, ese llamado que Dios nos hace, llamándonos por nuestro nombre, para encomendarnos una misión.

La primera lectura (1 Sa 3,3b-10. 19), nos narra la vocación de Samuel, quien al principio no reconoció la voz del Señor, pero que al reconocerla gracias a Elí, dijo sin vacilar: “Habla, Señor, que tu siervo te escucha”.

La lectura evangélica, que es la misma que leímos el pasado lunes del tiempo de Navidad (Jn 1,35-42), por su parte, nos presenta la vocación de los primeros discípulos. En el caso de estos, el llamado no es directamente de boca de Jesús; son ellos quienes deciden seguirlo una vez Juan el Bautista les señala la persona de Jesús y les dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Y tal fue la impresión que causó la presencia de Jesús en estos discípulos, que nos cuenta la escritura que: “los dos discípulos oyeron (las) palabras (de Juan) y siguieron a Jesús”. Cada vez que leo la vocación de cada uno de los discípulos de Jesús trato de imaginarme su mirada penetrante, su carisma, su magnetismo, imposible de resistir. Un encuentro que provoca un seguimiento…

Seguimiento que a su vez provoca las primeras palabras de Jesús en las Sagradas Escrituras: “¿Qué buscáis?”. Pudo haberles preguntado sus nombres, hacia dónde se dirigían, por qué le seguían… No olvidemos que Jesús es Dios, que conoce nuestros pensamientos. Él sabía lo que buscaban. Tan solo quería una confirmación; no para Él, sino para ellos mismos.  Eso me hace preguntarme a mí mismo: ¿Busco yo seguir a Jesús? Si Jesús me preguntara: “Y tú, ¿qué buscas?” ¿Qué le contestaría?

Los discípulos le contestaron con otra pregunta: “Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?” Pregunta que implica un deseo de seguirlo, conocerlo mejor, permanecer con Él. De hecho, cuando Jesús les contesta, “Venid y lo veréis”, nos dice el Evangelio que los discípulos “fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día”. Tal fue la impresión que esa experiencia causó en el evangelista, que hasta recuerda la hora: “serían las cuatro de la tarde”.

Me pregunto sobre qué les habrá hablado Jesús durante esa tarde. Se me ocurren dos temas obligados: el Reino (Lc 4,43) y el Amor (Mc 12,28-31). Siempre pienso en la mirada de Jesús, y trato de imaginarla…, y se me eriza la piel… Lo cierto es que tan impresionados quedaron los discípulos con la experiencia de Jesús, que tan pronto salieron, uno de ellos, Andrés, encontró a su hermano Simón y no pudo contenerse. Antes de saludarle, como impulsado por un celo inexplicable exclama: “Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)”.

Esa es la conducta de todo el que ha tenido un encuentro personal con Cristo. Hemos sido arropados por su Amor, y ese amor nos obliga a compartirlo, a proclamarlo, a anunciarlo a todos. ¿Siento yo ese deseo incontrolable de compartir mi experiencia de Jesús con todo el que se cruza en mi camino? Si no lo siento, tengo que preguntarme: ¿He tenido real y verdaderamente un encuentro con Jesús? ¿Me he abierto a su Amor incondicional? ¿Le he permitido “nacer” en mi corazón? ¿Qué trabas existen que me impiden tener la experiencia de Jesús?

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (1) 14-01-21

“Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Quiero: queda limpio’”.

Jesús continúa su misión. En la lectura que nos presenta la liturgia de hoy (Mc 1, 40-45) vemos la reacción de Jesús ante un leproso que se presenta ante Él y le pide que lo cure: “Si quieres, puedes limpiarme”, le dice el leproso. Un acto de fe. Jesús se conmueve ante la situación del leproso: “Sintiendo lástima (la palabra griega utilizada significa “conmovido en las entrañas”), extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Quiero: queda limpio’”.

De todos los evangelistas, Marcos es quien más acentúa la dimensión humana de Jesús. Marcos habla con toda naturalidad de las emociones intensas de Jesús, mientras que Mateo y Lucas tienden a omitirlas o mitigarlas en los pasajes paralelos (comparar este pasaje con los relatos paralelos en Mt 8,3 y Lc 5,12). Asimismo, en el pasaje de la curación del hombre con la mano paralizada, los fariseos estaban al acecho para ver si curaba en sábado para poder acusarle; entonces, mirándolos en torno a todos “con indignación (οργης = ira)” dice al paralítico: “extiende la mano…” (comparar Mt 12,13 y Lc 6,10).

No hay duda. Jesús es un hombre que comparte nuestras emociones. Pero también es Dios. Y Marcos no desaprovecha ninguna oportunidad para adelantar el objetivo de su relato evangélico: Demostrar que Jesús es el Hijo de Dios y presentarlo como el gran taumaturgo o hacedor de milagros (Él sólo hace lo que en la mitología requiere de muchos).

Hay otro detalle que quisiéramos resaltar. La lectura nos dice que Jesús “tocó” al leproso, algo que chocaba con la ley, rayando en el escándalo. La lepra era la peor enfermedad de la época de Jesús. Nadie podía acercarse ni tocar a los leprosos. De hecho, los leprosos estaban aislados, marginados de la sociedad. Caminaban haciendo sonar una campana mientras gritaban: “¡Impuro, impuro!”, para que todos se alejasen (Cfr. Lv 13,45). Aun así, el leproso decide acercarse a Jesús. Reconoce su poder. Jesús, por su parte, quiere dejar establecido que el amor, la misericordia, están por encima de la ley, como cuando cura en sábado (Mc 3, 1-6; Lc 13-14).

La lectura nos dice que Jesús, luego de curar al leproso le pide que no se lo diga a nadie: “No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés”. El famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san Marcos. Está claro que Jesús no quiere hacer alarde de su poder. Tampoco quiere comprometer su misión.

Como todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús, el leproso no puede contener su alegría. Tiene que compartir su experiencia con todos. “Cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes”.

Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con Jesús? Si de veras lo has tenido, no podrás contener las ganas de compartir esa experiencia con todos. De eso se trata… ¡Anda!, ¿qué esperas?

REFLEXIÓN PARA EL LUNES 04-01-21 – TIEMPO DE NAVIDAD

La Liturgia continúa llevándonos de la mano a través del tiempo de Navidad, que culmina el próximo domingo, con la Fiesta del Bautismo del Señor.

La lectura evangélica (Jn 1,35-42), de hoy nos presenta la vocación de los primeros discípulos. En el caso de estos, el llamado no comienza directamente de boca de Jesús. Muchas veces Jesús se vale te personas para llamarnos; por eso tenemos que estar atentos a la voz de nuestros hermanos. En este caso se valió de Juan el Bautista, quien les señala la persona de Jesús y les dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Tal fue la impresión que causó la presencia de Jesús en estos discípulos, que nos cuenta la escritura que: “los dos discípulos oyeron (las) palabras (de Juan) y siguieron a Jesús”. Cada vez que leo la vocación de cada uno de los discípulos de Jesús trato de imaginarme su mirada penetrante, su carisma, su magnetismo, imposible de resistir. Un encuentro que provoca un seguimiento…

Seguimiento que a su vez provoca las primeras palabras de Jesús en las Sagradas Escrituras: “¿Qué buscáis?”. Pudo haberles preguntado sus nombres, hacia dónde se dirigían, por qué le seguían… No olvidemos que Jesús es Dios, que conoce nuestros pensamientos. Él sabía lo que buscaban. Tan solo quería una confirmación; no para Él, sino para ellos mismos.  Eso me hace preguntarme a mí mismo: ¿Busco yo seguir a Jesús? Si Jesús me preguntara: “Y tú, ¿qué buscas?” ¿Qué le contestaría?

Los discípulos le contestaron con otra pregunta: “Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?” Pregunta que implica un deseo de seguirlo, conocerlo mejor, permanecer con Él. Es ahí que se produce el llamado (vocación) de labios de Jesús: “Venid y lo veréis”. Nos dice el Evangelio que entonces los discípulos “fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día”. Tal fue la impresión que esa experiencia causó en el evangelista, que hasta recuerda la hora: “serían las cuatro de la tarde”.

Me pregunto sobre qué les habrá hablado Jesús durante esa tarde. Se me ocurren dos temas obligados: el Reino (Lc 4,43) y el Amor (Mc 12,28-31). Siempre pienso en la mirada de Jesús, y trato de imaginarla…, y se me eriza la piel… Lo cierto es que tan impresionados quedaron los discípulos con la experiencia de Jesús, que tan pronto salieron, uno de ellos, Andrés, encontró a su hermano Simón y no pudo contenerse. Antes de saludarle, como impulsado por un celo inexplicable exclama: “Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)”.

Esa es la conducta de todo el que ha tenido un encuentro personal con Cristo. Hemos sido arropados por su Amor, y ese amor nos obliga a compartirlo, a proclamarlo, a anunciarlo a todos. ¿Siento yo ese deseo incontrolable de compartir mi experiencia de Jesús con todo el que se cruza en mi camino? Si no lo siento, tengo que preguntarme: ¿He tenido real y verdaderamente un encuentro con Jesús? ¿Me he abierto a su Amor incondicional?

Hace apenas unos días celebrábamos el nacimiento del Niño Dios. La próxima pregunta obligada es: ¿Le he permitido “nacer” en mi corazón?

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 04-12-20

Entonces les tocó los ojos, diciendo: “Que os suceda conforme a vuestra fe”.

Isaías, el profeta del Adviento, continúa dominando la liturgia para este tiempo tan especial. En la primera lectura de hoy (Is 29,17-24), el profeta anuncia que “pronto, muy pronto… oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos”. Ese prodigio, entre otros, se convertirá en el signo de que el Mesías ha llegado.

En el relato evangélico seguimos con Mateo, que nos presenta a Jesús abriendo los ojos de dos ciegos (Mt 9,27-31). Así se da el cumplimiento de la profecía de Isaías, lo que prueba que los tiempos mesiánicos ya han llegado con la persona de Jesús de Nazaret. Y como en tantos otros casos, la fe es un factor esencial para que se efectúe el milagro: “Jesús les dijo: ‘¿Creéis que puedo hacerlo?’ A lo que ellos replicaron: ‘Sí, Señor.’ Entonces les tocó los ojos, diciendo: ‘Que os suceda conforme a vuestra fe.’ Y se les abrieron los ojos”. A pesar de que Jesús les “ordenó severamente” que no contaran su curación milagrosa a nadie, ellos, “al salir, hablaron de él por toda la comarca”.

Los ciegos del relato creyeron en Jesús y creyeron que Él podía curar su ceguera. Y su fe fue recompensada. Tuvieron un encuentro personal con Jesús y sintieron su poder. La actitud de ellos de salir a contar a todos lo sucedido es la reacción natural de todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús. El que ha tenido esa experiencia siente un gozo, una alegría, que tiene que compartir con todo el que encuentra en su camino. Es la verdadera “alegría del cristiano”.

Nuestro problema es que muchas veces nos conformamos con una imagen estática de Jesús, nuestra relación con Él se limita a ritos, estampitas, imágenes y crucifijos, y no abrimos nuestros corazones para dejarle entrar, para tener un encuentro personal, íntimo con Él, para sentir el calor de su abrazo; ese abrazo misericordioso en el que hayamos descanso para nuestras almas (Mt 11,29).

En ocasiones miramos a nuestro alrededor y vemos el caos, la violencia, el desamor que aparenta reinar en nuestro entorno, y pensamos que las promesas de Isaías no se han cumplido. Eso es señal de que no hemos tenido ese encuentro personal con Jesús, porque si lo hubiésemos tenido, estaríamos gritándolo a los siete vientos; y contagiaríamos a otros con ese gozo indescriptible hasta convertirlo en una verdadera pandemia de amor.

Pero para poder tener esa experiencia de Jesús no podemos cruzarnos de brazos. Como nos dijera una vez el papa Francisco en una misa de un primer domingo de Adviento, este “es un tiempo para caminar e ir al encuentro del Señor, es decir, un tiempo para no estar parado”. Pero lo mejor de todo es que Jesús nunca deja de sorprendernos. Por eso el Papa añadió: “Estoy en camino para encontrarlo a Él, en camino para encontrarme, y cuando nos encontremos veamos que la gran sorpresa es que Él me está buscando, antes de que yo comenzara a buscarlo”.

Se trata de ese Dios-con-nosotros que viene constantemente a nuestro encuentro y solo espera que le abramos nuestro corazón para fundirse con nosotros. Si estás preparado reconocerás su voz y le abrirás (Cfr. Ap 3,20).

Y el Adviento es tiempo de preparación, tiempo de espera, tiempo de anticipación. ¡Aprovéchalo, y verás cómo Él te sorprenderá!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 24-09-20

“Herodes se enteró de lo que pasaba y no sabía a qué atenerse”.

El Evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 9,7-9) es uno de esos que tenemos que leer dentro del contexto en que se suscita la escena. Jesús acaba de enviar a los “doce”, y el revuelo que causan despierta la curiosidad de Herodes Antipas, el que había hecho decapitar a Juan el Bautista, e hijo de Herodes el Grande, responsable de la matanza de los niños inocentes que hizo huir a Egipto a la Sagrada Familia.

Herodes escucha el nombre de Jesús de Nazaret como responsable de ese barullo y quiere saber quién es. La Escritura nos dice que “Herodes se enteró de lo que pasaba y no sabía a qué atenerse, porque unos decían que Juan había resucitado, otros que había aparecido Elías, y otros que había vuelto a la vida uno de los antiguos profetas”.

Herodes había oído hablar de los milagros de Jesús, de cómo Él y sus discípulos echaban demonios. En el relato paralelo de Mateo, esta “fama” de Jesús, además de evocarle la muerte del Bautista, le despierta el remordimiento que sentía por la muerte de este, a quien se vio obligado a matar por culpa de Herodías (Mt 14,1-12).

Termina el pasaje diciendo que Herodes “tenía ganas de ver a Jesús”. Muchas veces la curiosidad se convierte en la chispa que enciende la fe. Herodes tuvo la oportunidad de su vida: la posibilidad de tener un encuentro personal con Jesús. Irónicamente eso no ocurriría hasta que Herodes jugara un papel importante en el misterio pascual de Jesús, específicamente en su pasión y muerte.

Cuando Pilato envió a Jesús ante Herodes (Lc 23,7-11) este se puso contento, pues tenía deseos de conocerle (Lucas es el único evangelista que narra este pasaje). Ahí se pone de manifiesto que la “curiosidad” de Herodes no estaba motivada por la fe; era realmente para ver si Jesús podía divertirle haciendo un par de milagros. Es decir, estaba interesado en verle hacer un par de “trucos”, lo trató como si fuera un bufón de la corte. Esa curiosidad malsana le impidió reconocer al verdadero Jesús y terminó burlándose de Él y devolviéndoselo a Pilato.

¡Cuántas veces durante nuestras vidas nos encontramos con Jesús, lo tenemos enfrente y no lo reconocemos! Cada vez que nos topamos con una persona sin hogar, o con alguna deformidad o enfermedad aparente, o una necesidad apremiante, puede que esa persona despierte nuestra “curiosidad”. Pero como no podemos reconocer en ella el rostro de Jesús, y lejos de divertirnos nos causa temor, o repulsión, o indiferencia, le devolvemos al mundo para que se este encargue de ella.

No nos percatamos que acabamos de dejar pasar la oportunidad de nuestras vidas: tener un encuentro personal con Jesús (Cfr. Mt 25,45).

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda el don de reconocer su rostro en nuestros hermanos, especialmente los más necesitados, para que sirviéndoles a ellos le sirvamos a Él.