REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMO OCTAVA SEMANA DEL T.O. (1) 14-10-19

El Evangelio de hoy (Lc 11,29-32) es uno de esos que está “preñado” de simbolismos y alusiones al Antiguo Testamento. Pero el mensaje es uno: Jesús nos llama a la conversión, y nosotros, al igual que los de su tiempo, también nos pasamos pidiendo “signos”, milagros, portentos, que evidencien su poder. Una vez más escuchamos a Jesús utilizar palabras fuertes contra los que no aceptan el mensaje de salvación de su Palabra: “Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”.

Aun los que decidimos seguir al Señor y proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos tuvieran que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la Cruz. Si fuera asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para evitar su arresto y ejecución. El que vino a servir y no a ser servido no necesita más signo que su Palabra, pero esa Palabra nos resulta un tanto incómoda; a veces nos hiere, nos “desnuda”. Por eso preferimos ignorarla…

Jesús le pone a los de su tiempo el ejemplo de Jonás, que con su predicación, sin necesidad de signos, convirtió a los habitantes de Nínive, una ciudad pagana a la que Yahvé le envió a predicar (Jon 3). Le bastó a Jonás un recorrido de un día por las calles de la ciudad, para que hasta el rey se convirtiera y emitiera un decreto ordenando al pueblo al ayuno y la penitencia. Sin embargo a Jesús, “que es más que Jonás”, no lo escucharon. No le escucharon porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Exigían signos, “ver para creer”, como Tomás (Jn 20,25).

Jesús pone también como ejemplo a la reina de Saba (“la reina del sur”), una reina también pagana, que viajó grandes distancias para escuchar la sabiduría de Salomón. Es decir, compara a los de su “generación” con los paganos y les dice que primero se salvan estos antes que ellos. “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,11).

Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera conversión, o me gustaría al menos “un milagrito” para afianzar esa “conversión”?

En esta semana que comienza, pidamos al Señor que nos conceda el don de la fe, y la valentía para deshacernos de todo lo que nos impide la conversión plena.

Que tengan una linda semana llena de la PAZ que solo la fe en Cristo Jesús puede traernos.

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO OCTAVO DOMINGO DEL T.O. (C) 13-10-19

“¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están?”

El relato evangélico que nos presenta la liturgia para este vigésimo octavo domingo del tiempo ordinario (Lc 17,11-19) es el de la curación de los diez leprosos. Esta narración, también exclusiva de Lucas, nos dice que mientras Jesús se dirigía a Jerusalén “vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: ‘Jesús, maestro, ten compasión de nosotros’.” Continúa diciendo la narración que Jesús se limitó a decirles: “ld a presentaros a los sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios.

En tiempos de Jesús los leprosos eran separados de la sociedad, no podían acercarse a las personas sanas, quienes tampoco podían acercarse a ellos para no quedar “impuros”. De hecho, mientras se desplazaban de un lugar a otro tenían que ir tocando una especie de campanilla, mientras gritaban “¡impuro, impuro!”, para que nadie se les acercara. Si alguno de ellos se sanaba, solo los sacerdotes podían declararlos curados, “puros”. Entonces podían reintegrarse a la sociedad. Por eso todo el diálogo entre Jesús y los leprosos tiene lugar a la distancia prescrita.

Notamos que en este relato Jesús ni tan siquiera les dijo que quedaban curados, se limitó a decirles que fueran ante los sacerdotes para que estos certificaran su curación y les devolvieran su dignidad. Los leprosos no cuestionaron las instrucciones de Jesús, confiaron en su la palabra y se dirigieron hacia los sacerdotes. Ese acto de fe los curó: “Y, mientras iban de camino, quedaron limpios”.

Esta parte del relato le sirve de preámbulo a la parte verdaderamente importante del pasaje. Al percatarse de que habían sido sanados, solo uno, un samaritano, un “no creyente”, uno que no pertenecía al “pueblo elegido”, alabó a Dios, regresó corriendo donde Jesús, se echó por tierra a sus pies, y le dio las gracias. Solo uno, un “proscrito”. De ahí que Jesús le pregunte: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”

Tal vez el samaritano fue el único que experimentó la curación considerándola como un don, mientras los otros nueve la consideraron un “derecho” por pertenecer al pueblo elegido. Esa fe del samaritano es la que hace que Jesús le diga como frase conclusiva del pasaje: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”. Los otros nueve quedaron curados de su enfermedad física. El samaritano, con su fe, y su reconocimiento de la misericordia divina, encontró la salvación.

Tenemos que preguntarnos, ¿alabo al Padre y me postro a los pies de Jesús, dándole gracias por los dones recibidos de su infinita bondad y misericordia? ¿O me creo que por el hecho de “portarme bien”, asistir a misa y acercarme a los sacramentos me merezco todo lo que me da?

Hoy, demos gracias a Dios por todos los dones recibidos de su misericordia divina, reconociendo que los recibimos por pura gratuidad suya, como una muestra de su amor infinito hacia nosotros.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMO SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 12-10-19

“Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”.

La lectura del Evangelio que nos presenta hoy la liturgia (Lc 11,27-28) es tan corta que podemos transcribirla sin dificultad: “En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las gentes, una mujer de entre el gentío levantó la voz, diciendo: ‘Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron’. Pero él repuso: ‘Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen’”.

Vemos cómo Lucas continúa presentándonos a un Jesús que enfatiza la importancia de la escucha de la Palabra de Dios y su cumplimiento, cualidad que antepone inclusive a los lazos familiares, incluyendo los suyos propios con su Madre. Es decir, con la contestación que Jesús brinda a esta mujer, está diciendo que la Virgen María es más dichosa por haber escuchado y puesto en práctica la Palabra del Padre que por haberle parido y amamantado.

Así, este pasaje, exclusivo de Lucas, se convierte en el mayor elogio de Jesús a su madre, no solo por exaltar su fe y su calidad de discípula, sino por reconocerle una dignidad y una libertad desconocidas en la mentalidad del Antiguo Testamento, que consideraba a la mujer como una “paridora” y criadora de hijos para su marido. Esa libertad es la que la hace “bienaventurada”, “dichosa”, como había reconocido su prima Isabel, quien llena de Espíritu Santo exclamó: “Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor”, frase que sirve de preámbulo al hermoso canto del Magníficat.

La libertad manifiesta de María va unida a otra de sus características que la convierten en modelo y paradigma para todos los cristianos: la fe, que a su vez va unida a otra que se deriva de esta: la dócil aceptación de la Palabra de Dios. Así María se convierte en modelo de fe para toda la humanidad. La encarnación se hizo posible por la fe de María, y se viabilizó gracias a su libertad en ese “hágase”, que selló el pacto de amor eterno que culminó el plan salvador de Dios. Por eso san Agustín decía que “en María es más importante su condición de discípula de Cristo que la de Madre de Cristo; es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser Madre de Cristo”. O como decían los antiguos: “María concibió con la fe antes de hacerlo con el vientre”.

Jesús nos presenta a su Madre santísima como su primera y más perfecta discípula; la que creyó que el niño que llevaba en sus purísimas entrañas era verdaderamente Dios; creyendo escuchó la profecía de Simeón; creyendo, el día que encontró a su Hijo en el Templo, comprendió que lo había perdido para siempre mientras “guardaba todas estas cosas en su corazón”; y creyendo se mantuvo erguida al pie de la cruz con la certeza de que su Hijo resucitaría al tercer día.

Hoy sábado, día que la liturgia dedica a Santa María, pidámosle que interceda por nosotros ante su Hijo para que, a ejemplo de ella, aprendamos a escuchar y cumplir su Palabra.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA VIGÉSIMO SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 11-10-19

La liturgia de hoy continúa presentándonos el Evangelio según san Lucas (11,15-26), específicamente el pasaje en que, ante el magnífico poder demostrado por Jesús para expulsar demonios, algunos “de entre la multitud”, le acusaban de echar demonios por parte de Belzebú, el príncipe de los demonios, o sea Satanás. Debemos recordar que la mentalidad bíblica concibe el universo, y la vida de la humanidad como una batalla entre el bien y el mal, entre los espíritus que “amarran” al hombre a lo natural, y el Espíritu de Dios que lo “libera” permitiéndole participar de la libertad divina. Es la batalla entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal que se refleja en la literatura apocalíptica, en la cual al final siempre ha de prevalecer el bien.

Jesús, luego de enfatizar la importancia de la unidad para poder vencer las fuerzas del mal, anuncia: “si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros”. Con esta aseveración Jesús quiere señalar que un nuevo Reino acaba de instaurarse sobre la tierra, el Reino de Dios, el único capaz de destruir el reino de Satanás, “el gran acusador”, como se nos presenta en esa gran batalla final que nos narra el capítulo 12 del libro del Apocalipsis. La traducción de la frase “el reino de Dios ha llegado a vosotros” que encontramos en la lectura de hoy, suena más contundente en el original griego: “el reino de Dios os ha llegado por sorpresa… de súbito”. Tan de sorpresa que ni el mismo Satanás ha tenido tiempo de esquivar el “golpe” que se le vino encima.

Es el poder del “dedo de Dios”, que en términos bíblicos representa la potencia divina, ya que Dios, con tan solo mover la punta del dedo realiza los actos más portentosos (Cfr. Ex 8,15). No hay duda. Jesús tiene el poder del “dedo de Dios”, el único capaz de derrotar a Satanás.

En esta versión de Lucas encontramos además una alusión al “hombre más fuerte” (algunas versiones dicen “más poderoso”) que puede vencer a su adversario, en una clara alusión al nombre que Juan el Bautista había dado al Mesías (Lc 3,16). Otra señal de la divinidad de Jesús.

Y como para cerrar con broche de oro, Jesús enfatiza una vez más a sus discípulos la radicalidad del seguimiento, la intransigencia que se espera de ellos (y de nosotros) al momento de elegir entre los dos reinos: “El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama”. Si en algo Jesús es claro es en esto; no hay tal cosa como términos medios. O eres frío o eres caliente; porque Él no te quiere tibio (Cfr. Ap 3,15-16).

Hoy, pidamos al Señor, por la intercesión de Nuestra Señora María, la Virgen del Rosario, que nos conceda el don de discernimiento para decir “SÍ”, y escoger y mostrar siempre preferencia por el reino de Dios.

Pidamos también al “más fuerte” que venga en nuestro auxilio y el de nuestro pueblo, para que con el poder del “dedo de Dios”, eche todos los demonios que nos mantienen esclavizados.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMO SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 10-10-19

“Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”. Este es el párrafo final del Evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Lc 11,5-13). Y debemos leerlo dentro del contexto del Padrenuestro que Jesús acaba de enseñar a sus discípulos (Lc 11,1-4).

Ayer leíamos cómo en el Padrenuestro Jesús nos ha enseñado a tratar a Dios como Abba, con la misma confianza y familiaridad con que un niño trata a su padre. ¿Cuántas veces vemos a los niños pedirle algo a su padre, y si no lo consiguen de inmediato seguir insistiendo hasta ponerse impertinentes, hasta que el padre, con tal de “quitárselos de encima”, siempre que se trate de algo que no les malcríe o les dañe, los complacen?

La parábola nos presenta a un amigo que le pide tres panes al otro en medio de la noche (acaba de decirnos que tenemos que pedir al Padre “el pan nuestro de cada día”). Ante la negativa inicial del segundo, el primero sigue insistiendo, hasta que el amigo “si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite”. Jesús nos está enseñando que, siendo hijos del Padre, podemos y debemos ser insistentes en nuestra oración. Que debemos reiterar nuestras peticiones, como el amigo impertinente de la parábola, o como la viuda que comparece ante el juez inicuo de la que nos hablará Jesús más adelante (Lc 18,4-5).

Con la oración final de este pasaje Jesús reitera nuestra filiación divina, y nos recuerda que la mejor respuesta que Dios puede brindarnos a nuestras oraciones es, ¡nada más ni nada menos que el Espíritu Santo! “¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”. Ese Espíritu Santo que derrama sus siete dones sobre nosotros y nos da la fortaleza para superar las pruebas y aceptar la voluntad del Padre. “Quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre”.

El hombre que pone su confianza en el Señor no quedará defraudado pues, como nos dice en la primera lectura de hoy (Mal 3,13-20a): “Me compadeceré de ellos, como un padre se compadece del hijo que lo sirve. Entonces veréis la diferencia entre justos e impíos, entre los que sirven a Dios y los que no lo sirven”.

“Señor Dios nuestro: Cuando clamamos a ti, a veces nos preguntamos si realmente nos oyes, ya que tu silencio es a veces opresivo. Mantén nuestra confianza en tu bondad y en tu constante presencia amorosa. Danos lo bueno cuando te lo pedimos y también cuando nos olvidamos de pedirlo; que te encontremos cuando te busquemos, ábrenos cuando llamemos a tu puerta, en el nombre de Jesucristo nuestro Señor” (Oración colecta).

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMO SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 09-10-19

La liturgia de hoy nos presenta la versión de Lucas sobre el origen de la oración del Padre Nuestro (Lc 11,1-4). Al igual que con las Bienaventuranzas, Lucas nos presenta una versión “abreviada” del Padre Nuestro de Mateo (6,9-13), que es la que se incorpora eventualmente en la liturgia cristiana. Las diferencias tal vez se deban a la “versión” que utilizaban sus respectivas comunidades, pero eso es materia de especulación.

Comienza el pasaje mostrándonos a Jesús en oración, en ese diálogo íntimo con el Padre que caracterizó toda su vida. Los discípulos esperan que termine de orar, y se acercan a Él con una petición: que les enseñe una “fórmula”, una oración que todos puedan utilizar que los distinga como discípulos suyos, al igual que lo hacían los discípulos de Juan, los fariseos, y otros grupos. “Señor, enséñanos a orar, como Juan Bautista lo enseñó también a sus discípulos”. Es decir, no le están pidiendo que les de una catequesis sobre la oración (en eso de la oración nuestros primos los judíos nos llevan mucha ventaja), sino que les enseñe una oración que contenga los elementos básicos de su relación con Dios y, más aún, de su actitud para con Dios. Es ahí que Jesús formula esa oración que nos distingue como cristianos, la primera que aprendemos de niños, que aunque no menciona a Jesús, nos muestra la actitud de Jesús hacia Dios, y por tanto de nosotros como sus seguidores.

Y lo primero que Jesús hace es algo que para nosotros es natural, pero que era inconcebible para la mentalidad judía de su época. Comienza por instruir a sus discípulos que se dirijan a Dios como “Padre” (Abba), tal como Él mismo lo hacía. “Cuando oréis decid: ‘Padre’,…” Jesús instruye a sus discípulos a dirigirse a ese Dios distante y terrible cuyo nombre no se podía ni tan siquiera pronunciar, llamándole “Abba”. Este sería definitivamente el “sello” que identificaría a los seguidores de Jesús, a los “seguidores del Camino”, que más adelante, en Antioquía, después de la Pascua de Jesús, serían llamados cristianos (Hc 11,26). Así, el Padre Nuestro sería, en lo adelante, la manifestación verbal de ese sello. Y para que no quedara duda de que los discípulos habían sido autorizados por el mismo Jesús a referirse a Dios con esa familiaridad que rayaba en la blasfemia, desde muy temprano en la Iglesia primitiva se introdujo en la liturgia una fórmula, a manera de preámbulo, que utilizamos todavía: “Fieles a la recomendación del Salvador, y siguiendo su divina enseñanza, nos ‘atrevemos’ a decir”.

Así los cristianos podemos dirigirnos al Padre con la misma intimidad, la misma familiaridad con que lo hacía Jesús. Pablo diría más adelante que es el Espíritu de su propio Hijo que nos permite clamar: “Abba, o sea: ¡Papá!” (Rm 8,15; Ga 4,6), tal como Él lo hacía.

Hoy, pidamos al Padre que nos conceda la gracia de poder dirigirnos a Él con la misma confianza que lo hizo su Hijo; con la confianza de un niño que le presenta a su papá un juguete roto, con la certeza de que él es quien único que puede repararlo.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMO SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 08-10-19

El Evangelio de hoy nos narra el pasaje del alto que Jesús hace en esa última “subida” a Jerusalén, para visitar a las hermanas Marta y María (Lc 10,38-42). La Escritura nos dice que “Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Jn 11,5). Estos hermanos vivían en Betania, una aldea distante como a cuatro kilómetros de Jerusalén, y Jesús pernoctaba a menudo en su casa.

Nos dice la Escritura que mientras Marta parecía una hormiguita tratando de tener todo dispuesto para servir al huésped distinguido que tenían, María, “sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra”. Marta, quien aparenta tener mucha confianza con Jesús, le pide que regañe a María, y le diga que la ayude con los preparativos. Esta petición de Marta suscita la famosa frase de Jesús que constituye el meollo de esta perícopa: “Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán”.

El mensaje de Jesús es claro: Solo una cosa es necesaria; escuchar y acoger la palabra de salvación que Él ha venido a traer. Lo que Marta está haciendo no está mal; ella quiere servir al Señor, pero lo verdaderamente importante no es el mensajero; es el mensaje de salvación que trae su Palabra. En su afán de servir, Marta se desenfoca y olvida que Jesús no vino a ser servido sino a servir (Mt 20,28). Jesús no quiere que le sirvan; quiere que acojan el mensaje de salvación que Él ha venido a traer. Por eso María ha escogido lo que debe, lo que Jesús considera verdaderamente necesario, se ha concentrado en la escucha de la Palabra, actitud que Él mismo nos ha señalado es más importante que cualquier relación, incluyendo la de parentesco (Cfr. Lc 6,46-49; 8,15.21).

Con su actitud, María se convierte en el modelo del verdadero discípulo de Jesús y de toda la comunidad creyente. En los cursos de formación cristiana que impartimos, al discutir el tema del “discipulado”, utilizamos este pasaje para ilustrar dos de las seis características del discípulo de Jesús: “se sienta a los pies del Maestro” y “escucha al Maestro”. El verdadero discípulo tiene que escuchar la palabra, acogerla, y vivirla, como María, madre de Jesús y su primera discípula, quien “conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19.51).

Eso no quiere decir que debemos abandonar el servicio al Señor, lo que significa es que en el afán de servir no podemos apartarnos de la escucha de la Palabra, que es la que la que guía, y da sentido y significado a nuestro servicio. De ese modo nuestro servicio se convierte en una respuesta a la Palabra.

En una ocasión leí un comentario sobre este pasaje en el que el autor, cuyo nombre no recuerdo, decía que probablemente Jesús, después de contestarle a Marta, se dirigió a María y le dijo: “Anda, ahora ve a ayudar a tu hermana”.

Hoy, pidamos al Señor que abra nuestros oídos, y más aún, nuestros corazones, para escuchar, acoger, y poner en práctica su Palabra salvífica.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 07-10-19

El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,25-37), nos presenta la conocida parábola del buen samaritano. Sobre esta parábola se han escrito “ríos de tinta”. Además de la historia, edificante por demás, que nos presenta la misma, algunos exégetas ven en la compasión del samaritano una imagen de la misericordia de Dios, y en el regreso del samaritano al final de la parábola una especie de prefiguración del retorno de Cristo al final de los tiempos. Otros ven “claramente” en la parábola un reflejo de la historia de la salvación, al igual que en las “parábolas del Reino”.

La parábola está precedida por una discusión sobre el mandamiento más importante: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”; mandamiento que recoge el Shemá que recitan los judíos (Dt 6,4) y hasta escriben en un pergamino que colocan en la jamba derecha de las puertas de sus hogares en un receptáculo llamado mezuzah, y el mandato sobre el prójimo contenido en Lev 19,18. Jesús llevará este último mandamiento un paso más allá, al pedirnos que amemos a nuestro prójimo, no como a nosotros mismos, sino como Él nos ha amado (Jn 13,34).

Lo cierto es que este relato nos enfrenta al pecado más común que cometemos a diario y pasamos por alto, lo ignoramos. Me refiero al pecado de omisión. Cuando rezamos el “Yo pecador”, decimos que “…he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Cuando pensamos en nuestros pecados, al hacer un examen de conciencia, pensamos en las actuaciones en que hemos incurrido que resultan ofensivas a Dios. Robar, matar, fornicar, mentir, etc., etc. ¿Pero qué de las veces que habiendo podido ayudar al prójimo que lo necesitaba nos hacemos de la vista larga? “Estoy muy ocupado… Voy tarde, y si me detengo… “Voy a ensuciarme la ropa…”

“En el atardecer de nuestra vida seremos juzgados en el amor”, nos dice San Juan de la Cruz. Y eso no se lo inventó él; ¿acaso el mismo Jesús no nos dijo: “Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber…? (Mt 25,35). En el mismo pasaje del “juicio final” Jesús encarna el pecado de omisión: “Porque tuve hambre y no me diste de comer, tuve sed y no me dieron de beber…” En otras palabras, no basta con abstenerse de cometer “actos” pecaminosos; peca tanto el que roba el pan ajeno, como el que pudiendo dar de comer al hambriento no lo hace. Es decir, para pecar no es necesario hacer el mal, basta con no hacer el bien, teniendo la capacidad y los medios para hacerlo. A veces se trata tan solo de prestar nuestros oídos a un hermano que necesita desahogarse, y “no tenemos tiempo…”

Y se nos olvida que en nuestro prójimo, en cada uno de nuestros hermanos, está la persona de Cristo; pero somos tan ciegos que no lo vemos. “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo” (Mt 25,45).

¡Cuántas veces actuamos como el sacerdote o el levita de la parábola!

REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO SÉPTIMO DOMINGO DEL T.O. (C) 06-10-19

“Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’. Y os obedecería”.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este vigésimo séptimo domingo del tiempo ordinario (Lc 17,5-10), se divide en dos partes.

La primera está relacionada con los versículos inmediatamente anteriores a la lectura (Lc 3b-4) que se refieren a la corrección fraterna y, sobre todo, el perdón. Jesús sabe que somos imperfectos, una Iglesia santa compuesta por pecadores. Sabe que podemos ofender y nos pueden ofender. Por eso nos dice: “Si tu hermano te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: ‘Lo siento’, lo perdonarás”. ¡Ahí es donde eso de ser cristiano se pone difícil! Es el amor sin límites que nos impone el seguimiento de Jesús; el mismo Amor que nos profesa el Padre del cielo. Eso solo se logra mediante una adhesión incondicional a Jesús. Y esa adhesión incondicional solo es posible mediante un acto de fe. Creer en Jesús y creerle a Jesús.

Con ese trasfondo podemos comprender mejor la lectura de hoy. Los discípulos, al enfrentarse a las exigencias de Jesús, están conscientes de que solos no pueden, del gran abismo que les separa de Él en términos de fe. Por eso le imploran: “Auméntanos la fe”. Jesús, al contestarles, les establece la medida de fe que espera de ellos (nosotros): “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’. Y os obedecería”. Con más razón necesitamos implorar al Señor que aumente nuestra fe.

Hemos dicho en innumerables ocasiones que creer y tener fe, no son sinónimos. Se puede creer y no tener fe. La fe implica no solo creer en Jesús, sino también creerle a Jesús. Eso nos lleva a actuar conforme a Su Palabra.

La mayoría de nosotros nos consideramos personas de fe; pero hagamos un alto en ese camino hacia la santidad a la que todos somos llamados, y examinemos nuestra “fe”. ¿Cuántos milagros hemos logrado últimamente? ¿Y durante nuestras vidas? ¿Quiere eso decir que nuestra fe es tan pequeña que palidece ante un grano de mostaza? Mirémoslo de otro punto de vista. Olvidémonos de milagros espectaculares como mover montañas o árboles, echar demonios, curar enfermos, o revivir muertos. Hablemos de mantener la calma y la esperanza ante la adversidad, ante las desgracias, pérdidas o tragedias personales o familiares. ¿No es eso un “milagro”? Contéstate esa interrogante.

La segunda parte de la lectura puede parecer desconcertante, pues podría interpretarse que Dios es un malagradecido que no sabe apreciar los servicios que le prestamos a diario los que decidimos seguirle. Sin embargo, la lectura se refiere en realidad a nosotros, quienes en ocasiones creemos que si servimos a Dios con fidelidad, Él “nos debe”, es decir, que hemos comprado su favor. De nuevo, nuestra mentalidad “pequeña”, nuestra falta de fe, nos traicionan. Se nos olvida que nuestra “recompensa” no la tendremos en este mundo, sino en la vida eterna. Si decidimos seguir a Jesús tenemos que estar dispuestos a soportar todas las pruebas que ese seguimiento implica (Cfr. Sir 2,1-6).

“Señor yo creo, pero aumenta mi fe”.

Que pasen un hermoso fin de semana lleno de bendiciones y de la PAZ que solo Él puede brindarnos.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMO SEXTA SEMANA DEL T.O. (1) 05-10-19

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia de hoy (Lc 10,17-24) nos presenta a los “setenta y dos” regresando de su primera misión llenos de alegría, contando a su Maestro todos los prodigios que habían realizado en Su nombre: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”.

Jesús comparte la alegría de sus discípulos y les exhorta a no dejarse cegar por el éxito de su misión, recordándoles que su verdadera recompensa está en la vida eterna: “no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo” (Cfr. Fil 4,3). Entonces Jesús “lleno de la alegría del Espíritu”, pronuncia una mis frases favoritas: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien”.

Jesús parece referirse a los “sabios” y “entendidos” de su tiempo (los escribas, fariseos, sacerdotes, doctores de la ley), quienes cegados por su conocimiento de la Ley creían saberlo todo. Por eso eran incapaces de asimilar el mensaje sencillo pero profundo de Jesús. “Yo les aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él” (Mc 10,13).

Jesús nos pide que nos hagamos como niños, para que podamos conocer y reconocer al Abba que Él nos presenta: “nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar”. Por eso escogió sus discípulos de entre la gente sencilla, creyentes que no estaban “contaminados” por el ritualismo y legalismo excesivo de los sacerdotes y fariseos. Escogió la tierra buena sobre a la que estaba llena de abrojos (Mt 13,1-9; Mc 4,1-9; Lc 8,4-8).

Dios no es fácil de alcanzar, nadie lo ha visto nunca. Por eso nos envió a su Hijo, quien sí le conoce, para que Él nos de a conocer al Padre. Para conocer al Padre tenemos que reconocer nuestra incapacidad de conocerlo por nosotros mismos. Jesús nos ofrece la oportunidad de conocerle a Él para que a través de Él podamos conocer al Padre. Parece un trabalenguas, pero el mensaje es sencillo, como aquellos a quienes va dirigido: Él es el “Camino” que nos conduce al Padre; y quien le conoce a Él conoce al Padre (Jn 14,6-7).

Jesús nos ha llamado a cada cual por nuestro nombre y nos ha encomendado una misión que tenía pensada para cada uno de nosotros desde antes que fuésemos concebidos. Si nos apartamos del bullicio y el ruido del mundo podremos escuchar la voz de Dios que nos llama por nuestro nombre. Lo único que tenemos que decir es: “Aquí estoy”, como lo hizo Moisés; o como Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1 Sam 3,10).

Y tú, ¿qué le vas a contestar? Anda, ¡atrévete!