Altar mayor de la Basílica de la Transfiguración, construida en lo alto del Monte Tabor, donde la tradición dice que ocurrió el episodio que nos narra la liturgia de hoy, y donde tuve el privilegio de servir como ayudante del altar.
La liturgia de hoy nos presenta el pasaje de
la Transfiguración del Señor (Mt 17,1-9). El pasaje nos narra que Jesús tomó
consigo a los discípulos que conformaban su “círculo íntimo” de amigos: Pedro,
Santiago, y su hermano Juan, y los llevó aparte a una montaña (la tradición nos
dice que fue el Monte Tabor). Allí, delante de ellos, se “transfiguró”, es
decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad.
Esta narración está tan preñada de
simbolismos, que resultaría imposible reseñarlos en estos breves párrafos.
Trataremos, por tanto, de resumir lo que la Transfiguración representó para los
discípulos a quienes Jesús les concedió el privilegio de presenciarla.
Los discípulos ya habían comprendido que Jesús
era el Mesías esperado; por eso lo habían dejado todo para seguirle, sin
importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no habían logrado
percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Él decidió
brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta
experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos
manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que
afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro.
En esos momentos resuenan en nuestro espíritu las palabras del Padre: “Este es
mi Hijo amado, mi predilecto, escuchadlo”.
Concluye la lectura diciéndonos que luego de
escuchar esas palabras miraron a su alrededor y no vieron a nadie más que a
Jesús, solo con ellos. Es entonces que Jesús les dice “No contéis a nadie la
visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”. Pero ellos todavía
no acertaban a comprender el alcance de aquellas palabras, eso de “resucitar de
entre los muertos”. Está adelantándoles (y adelantándonos a nosotros en esta
preparación cuaresmal) la gloriosa Resurrección que ha de culminar su Misterio
Pascual. A pesar de que Jesús se los anuncia en más de una ocasión, no será
hasta después de la Resurrección cuando, iluminados por el Espíritu Santo que
recibirán en Pentecostés, comprendan plenamente el alcance de las mismas.
Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos
discípulos no tuvieron; el testimonio de la gloriosa Resurrección de Jesús, y
la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada
celebración eucarística. Porque Jesús no solo resucitó, sino que también quiso
permanecer con nosotros en la Eucaristía.
Hoy, pidamos al Padre que cada vez que
participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la
gloria de su Hijo y escuchar en nuestras almas aquella voz que nos dice: “Este
es mi Hijo amado, mi predilecto, escuchadlo”.
Pidamos también al Señor que nos permita
compenetrarnos con Jesús al punto que nos “transfiguremos” junto con ÉL, para
que Su luz ilumine nuestros rostros y podamos convertirnos en “faros” que
aparten las tinieblas y arrojen un rayo de esperanza que guíe a nuestros
hermanos hacia Él.
Que pasen un hermoso fin de semana y,
recuerda, el Señor te espera en Su casa.
“¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunarán”.
Continuamos adentrándonos en el tiempo fuerte
de la Cuaresma, ese tiempo de conversión en que se nos llama a practicar tres
formas de penitencia: el ayuno, la oración y la limosna. Las lecturas que nos
presenta la liturgia para hoy tratan la práctica del ayuno.
La primera, tomada del libro del profeta
Isaías (58,1-9a), nos habla del verdadero ayuno que agrada al Señor. Comienza
denunciando la práctica “exterior” del ayuno por parte del pueblo de Dios;
aquél ayuno que podrá mortificar el cuerpo pero no está acompañado de, ni
provocado por, un cambio de actitud interior, la verdadera “conversión” de
corazón. El pueblo se queja de que Dios no presta atención al ayuno que
practica, a lo que Dios, por voz del profeta les responde: “¿Es ése el ayuno
que el Señor desea para el día en que el hombre se mortifica?, mover la cabeza
como un junco, acostarse sobre saco y ceniza, ¿a eso lo llamáis ayuno, día
agradable al Señor?”
No, el ayuno agradable a Dios, el que Él
desea, se manifiesta en el arrepentimiento y la conversión: “El ayuno que yo
quiero es éste: Abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los
cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos, partir tu pan con
el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no
cerrarte a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, enseguida
te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria
del Señor. Entonces clamarás al Señor, y te responderá; gritarás, y te dirá:
‘Aquí estoy’” (¿No les parece estar escuchando al Papa Francisco?).
De nada nos vale privarnos de alimento, o como
hacen algunos, privarse de bebidas alcohólicas durante la cuaresma, para luego
tomarse en una juerga todo lo que no se tomaron durante ese tiempo, diz que
para celebrar la Pascua de Resurrección, sin ningún vestigio de conversión. Eso
no deja de ser una caricatura del ayuno.
El Salmo que leemos hoy (50), el Miserere, pone de manifiesto el
sacrificio agradable a Dios: “Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera
un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un
corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias”. Ese es el sacrificio, el
“ayuno” agradable a Dios.
La lectura evangélica (Mt 9,14-15) nos
presenta el pasaje de los discípulos de Juan que criticaban a los de Jesús por
no observar rigurosamente el ayuno ritual (debemos recordar que según la
tradición, Juan el Bautista pertenecía al grupo de los esenios, quienes eran
más estrictos que los fariseos en cuanto a las prácticas rituales). Jesús les
contesta: “¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el
novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio y entonces
ayunarán”. “Boda”: ambiente de fiesta; “novio”: nos evoca el desposorio de Dios
con la humanidad, esa figura de Dios-esposo y pueblo-esposa que utiliza el
Antiguo Testamento para describir la relación entre Dios y su pueblo. Es
ocasión de fiesta, gozo, alegría, júbilo. Nos está diciendo que los tiempos
mesiánicos han llegado. No hay por qué ayunar, pues no se trata de ayunar por
ayunar.
Luego añade: “Llegará un día en que se lleven
al novio y entonces ayunarán”. Ayer leíamos el primer anuncio de su Pasión por
parte de Jesús en Lucas; hoy lo hacemos en Mateo. Nos hace mirar al final de la
Cuaresma, la culminación de su pacto de amor con la humanidad, su Misterio
Pascual.
«En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20)
Queridos hermanos y hermanas:
El Señor nos vuelve a conceder este año un tiempo propicio para prepararnos a celebrar con el corazón renovado el gran Misterio de la muerte y resurrección de Jesús, fundamento de la vida cristiana personal y comunitaria. Debemos volver continuamente a este Misterio, con la mente y con el corazón. De hecho, este Misterio no deja de crecer en nosotros en la medida en que nos dejamos involucrar por su dinamismo espiritual y lo abrazamos, respondiendo de modo libre y generoso.
1. El Misterio pascual, fundamento de la conversión
La alegría del cristiano brota de la escucha y de la aceptación de la Buena Noticia de la muerte y resurrección de Jesús: el kerygma. En este se resume el Misterio de un amor «tan real, tan verdadero, tan concreto, que nos ofrece una relación llena de diálogo sincero y fecundo» (Exhort. ap. Christus vivit, 117). Quien cree en este anuncio rechaza la mentira de pensar que somos nosotros quienes damos origen a nuestra vida, mientras que en realidad nace del amor de Dios Padre, de su voluntad de dar la vida en abundancia (cf. Jn 10,10). En cambio, si preferimos escuchar la voz persuasiva del «padre de la mentira» (cf. Jn 8,45) corremos el riesgo de hundirnos en el abismo del sinsentido, experimentando el infierno ya aquí en la tierra, como lamentablemente nos testimonian muchos hechos dramáticos de la experiencia humana personal y colectiva.
Por eso, en esta Cuaresma 2020 quisiera dirigir a todos y cada uno de los cristianos lo que ya escribí a los jóvenes en la Exhortación apostólica Christus vivit: «Mira los brazos abiertos de Cristo crucificado, déjate salvar una y otra vez. Y cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada con tanto cariño y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez» (n. 123). La Pascua de Jesús no es un acontecimiento del pasado: por el poder del Espíritu Santo es siempre actual y nos permite mirar y tocar con fe la carne de Cristo en tantas personas que sufren.
2. Urgencia de conversión
Es saludable contemplar más a fondo el Misterio pascual, por el que hemos recibido la misericordia de Dios. La experiencia de la misericordia, efectivamente, es posible sólo en un «cara a cara» con el Señor crucificado y resucitado «que me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). Un diálogo de corazón a corazón, de amigo a amigo. Por eso la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene. De hecho, el cristiano reza con la conciencia de ser amado sin merecerlo. La oración puede asumir formas distintas, pero lo que verdaderamente cuenta a los ojos de Dios es que penetre dentro de nosotros, hasta llegar a tocar la dureza de nuestro corazón, para convertirlo cada vez más al Señor y a su voluntad.
Así pues, en este tiempo favorable, dejémonos guiar como Israel en el desierto (cf. Os 2,16), a fin de poder escuchar finalmente la voz de nuestro Esposo, para que resuene en nosotros con mayor profundidad y disponibilidad. Cuanto más nos dejemos fascinar por su Palabra, más lograremos experimentar su misericordia gratuita hacia nosotros. No dejemos pasar en vano este tiempo de gracia, con la ilusión presuntuosa de que somos nosotros los que decidimos el tiempo y el modo de nuestra conversión a Él.
3. La apasionada voluntad de Dios de dialogar con sus hijos
El hecho de que el Señor nos ofrezca una vez más un tiempo favorable para nuestra conversión nunca debemos darlo por supuesto. Esta nueva oportunidad debería suscitar en nosotros un sentido de reconocimiento y sacudir nuestra modorra. A pesar de la presencia —a veces dramática— del mal en nuestra vida, al igual que en la vida de la Iglesia y del mundo, este espacio que se nos ofrece para un cambio de rumbo manifiesta la voluntad tenaz de Dios de no interrumpir el diálogo de salvación con nosotros. En Jesús crucificado, a quien «Dios hizo pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21), ha llegado esta voluntad hasta el punto de hacer recaer sobre su Hijo todos nuestros pecados, hasta “poner a Dios contra Dios”,como dijo el papa Benedicto XVI (cf. Enc. Deus caritas est, 12). En efecto, Dios ama también a sus enemigos (cf. Mt 5,43-48).
El diálogo que Dios quiere entablar con todo hombre, mediante el Misterio pascual de su Hijo, no es como el que se atribuye a los atenienses, los cuales «no se ocupaban en otra cosa que en decir o en oír la última novedad» (Hch 17,21). Este tipo de charlatanería, dictado por una curiosidad vacía y superficial, caracteriza la mundanidad de todos los tiempos, y en nuestros días puede insinuarse también en un uso engañoso de los medios de comunicación.
4. Una riqueza para compartir, no para acumular sólo para sí mismo
Poner el Misterio pascual en el centro de la vida significa sentir compasión por las llagas de Cristo crucificado presentes en las numerosas víctimas inocentes de las guerras, de los abusos contra la vida tanto del no nacido como del anciano, de las múltiples formas de violencia, de los desastres medioambientales, de la distribución injusta de los bienes de la tierra, de la trata de personas en todas sus formas y de la sed desenfrenada de ganancias, que es una forma de idolatría.
Hoy sigue siendo importante recordar a los hombres y mujeres de buena voluntad que deben compartir sus bienes con los más necesitados mediante la limosna, como forma de participación personal en la construcción de un mundo más justo. Compartir con caridad hace al hombre más humano, mientras que acumular conlleva el riesgo de que se embrutezca, ya que se cierra en su propio egoísmo. Podemos y debemos ir incluso más allá, considerando las dimensiones estructurales de la economía. Por este motivo, en la Cuaresma de 2020, del 26 al 28 de marzo, he convocado en Asís a los jóvenes economistas, empresarios y change-makers, con el objetivo de contribuir a diseñar una economía más justa e inclusiva que la actual. Como ha repetido muchas veces el magisterio de la Iglesia, la política es una forma eminente de caridad (cf. Pío XI, Discurso a la FUCI, 18 diciembre 1927). También lo será el ocuparse de la economía con este mismo espíritu evangélico, que es el espíritu de las Bienaventuranzas.
Invoco la intercesión de la Bienaventurada Virgen María sobre la próxima Cuaresma, para que escuchemos el llamado a dejarnos reconciliar con Dios, fijemos la mirada del corazón en el Misterio pascual y nos convirtamos a un diálogo abierto y sincero con el Señor. De este modo podremos ser lo que Cristo dice de sus discípulos: sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-14).
Roma, junto a San Juan de Letrán, 7 de octubre de 2019 Memoria de Nuestra Señora, la Virgen del Rosario
“Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”.
Nos acercamos al final del año litúrgico, y el
pasaje del evangelio que se nos ofrece para hoy (Lc 21, 5-19) nos sitúa en el
comienzo del último discurso de Jesús, el llamado “discurso escatológico”, que
Jesús pronuncia estando ya en Jerusalén, luego de su “última subida” desde
Galilea, para culminar su misión redentora con su misterio pascual (pasión,
muerte, resurrección y glorificación).
En este discurso Jesús anuncia la destrucción
del Templo y de la ciudad santa de Jerusalén. El pasaje de hoy se refiere a la
destrucción del Templo (“Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará
piedra sobre piedra: todo será destruido”), al final de los tiempos.
Los que le escuchan muestran preocupación,
quieren saber cuándo será el final de los tiempos. Nuestra naturaleza humana
nos lleva a querer saber cuándo y cómo, y qué señales debemos esperar; esa
obsesión con el tiempo lineal, cuando nuestra verdadera preocupación debe ser
por las cosas eternas. A lo largo de la historia encontramos personas que se
nutren y aprovechan del miedo y la incertidumbre que produce ese “final de los
tiempos”. Fue así en tiempos de Jesús y continúa siéndolo hoy.
La respuesta de Jesús, más que una
contestación, es una advertencia contra los falsos profetas (“Cuidado con que
nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: ‘Yo soy’,
o bien: ‘El momento está cerca’; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias
de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir
primero, pero el final no vendrá en seguida”).
Son muchas las sectas que han florecido
vendiendo un mensaje del fin inminente, para luego tener que cambiar la “fecha”
una y otra vez. Me causa una mezcla de lástima y tristeza ver a tantas personas
que se llaman católicos, que genuinamente se preocuparon por la supuesta
llegada del fin de los tiempos como, por ejemplo, el 21 de diciembre de 2012.
Jesús nos advierte contra aquellos que nos digan que “el momento está cerca”.
Él nos lo dice claramente: “En cuanto a ese día y esa hora, nadie los conoce,
ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mt 24,36).
Finalmente,
Jesús anuncia las persecuciones que hemos de sufrir sus seguidores (“os
perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer
ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar
testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré
palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún
adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos
os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa
mía”). Como toda prueba que Jesús nos anuncia, esta viene acompañada de una
promesa de salvación: “con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas” (Cfr. Sir 2,1-9).
El mensaje es claro. Para nosotros los
cristianos el día y la hora no deben tener importancia alguna. Lo importante es
estar preparados, para que cuando llegue el novio, nos encuentre con las
lámparas encendidas y con aceite para alimentarlas. Así entraremos con Él a la
sala nupcial (Cfr. Mt 25,1-13).
“Como el fulgor del relámpago brilla de un horizonte a otro, así será el Hijo del hombre en su día”.
“Después que Juan fue arrestado, Jesús se
dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: ‘El
tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la
Buena Noticia’” (Mc 4,14-15).
En la lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Lc 17,20-25), unos fariseos le preguntaban a Jesús que
cuándo iba a llegar el Reino de Dios, a lo que Jesús contestó: “El reino de
Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí;
porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros”. Luego se tornó a sus
discípulos y les dijo: “Llegará un tiempo en que desearéis vivir un día con el
Hijo del hombre, y no podréis. Si os dicen que está aquí o está allí no os
vayáis detrás. Como el fulgor del relámpago brilla de un horizonte a otro, así
será el Hijo del hombre en su día. Pero antes tiene que padecer mucho y ser
reprobado por esta generación”.
Les decía esto porque a pesar de todas sus
enseñanzas, todavía algunos discípulos tenían la noción de un reino terrenal. En el relato de la pasión que nos hace Juan,
encontramos a Jesús diciendo a Pilato: “Mi reino no es de este mundo”. Luego, con
la culminación del misterio pascual (su pasión, muerte, resurrección y
glorificación), pero sobre todo con su resurrección, Jesús vence la muerte e
inaugura definitivamente el Reino que había anunciado. Y ese Reino se hace
presente en el corazón de todo aquél que le acoge y le recibe como su Rey y
salvador.
A la pregunta de si el Reino de Dios está
entre nosotros, escuchamos a los teólogos decir: “Ya, pero todavía…” Es decir,
ya está entre nosotros (Jesús se encarnó entre nosotros y nos dejó su presencia
– Mt 18,20; 28-20), pero todavía le falta, no está completo; está como algunas
páginas cibernéticas “en construcción”. Es un Reino, vivo, dinámico, en
crecimiento. Y todos estamos llamados a convertirnos en obreros de esa
construcción, a trabajar en ese gran proyecto que es la construcción de Reino,
que estará consumado el día final, cuando Jesús reine en los corazones de todos
los hombres, cuando “como el fulgor del relámpago brille de un horizonte a otro”.
Entonces contemplaremos su rostro y llevaremos su nombre sobre la frente, y
reinaremos junto a Él por toda la eternidad (Ap 22,4-5).
Y ese reinado, el “gobierno” que Jesús nos
propone y nos promete, es uno regido por una sola ley, la ley de amor, en el
cual Él, que es el Amor, reina soberano (Cfr. 1Jn 4,1-12).
Hoy debemos preguntarnos: Jesús, ¿reina ya en
mi corazón? ¿Estoy haciendo la labor que me corresponde, según mis carismas, en
la construcción del Reino?
“Señor Dios nuestro: Tu reino no es un orden
establecido y anquilosado, sino algo que está siempre vivo, dinámico y siempre
llegando. Haznos conscientes de que encontraremos el reino allí donde te
dejemos reinar a ti, donde nosotros y el reino de este mundo demos paso a tu
reino, donde dejemos que tu justicia, amor y paz ocupen el lugar de nuestras
torpezas y tropezones” (de la Oración Colecta para hoy).
“Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?”
El evangelio que nos presenta la liturgia para
hoy (Lc 9,51-56), marca el comienzo de la parte central del evangelio según san
Lucas, que abarca hasta el capítulo 19 y nos narra la “subida” de Jesús de
Galilea a la ciudad santa de Jerusalén, donde habría de culminar su misión
redentora, con su pasión, muerte, resurrección y glorificación (su “misterio
pascual”).
El primer versículo de la lectura nos señala
la solemnidad de esta travesía: “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser
llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén”. Jesús había
comenzado su ministerio en Galilea; sabía cuál era la culminación de ese
ministerio. Ya se lo había anunciado a sus discípulos (Lc 9,22). Él sabe lo que
le espera en Jerusalén, pero enfrenta su misión con valentía. Sus discípulos
aún no han captado la magnitud de lo que les espera, pero le siguen.
Al pasar por Samaria piden posada y se les
niega, no tanto por ser judíos, sino porque se dirigían al Templo de Jerusalén.
Los discípulos reaccionan utilizando criterios humanos: “Señor, ¿quieres que
mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?” (Cfr. 2 Re 1,10). Ya los
discípulos conocen el poder de Jesús, pero aparentemente no han captado la
totalidad de su mensaje. ¡Cuán soberbios se muestran los discípulos! Se creen
que por andar con Jesús tienen la verdad “agarrada por el rabo”; que pueden
disponer del “fuego divino” para acabar con sus enemigos.
Por eso Jesús “se volvió y les regañó”. En
lugar de castigar o maldecir a los que los que los despreciaron, Jesús se
limitó a “marcharse a otra aldea”. Más adelante, al designar a “los setenta y
dos”, les instruirá: “Pero en todas las ciudades donde entren y no los reciban,
salgan a las plazas y digan: ‘¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha adherido
a nuestros pies, lo sacudimos sobre ustedes! Sepan, sin embargo, que el Reino
de Dios está cerca’” (10,10-11). A lo largo de su subida a Jerusalén, Jesús
continuará instruyéndoles, especialmente mediante las “parábolas de la
misericordia” contenidas en el capítulo 15 de Lucas.
Ante esta lectura debemos preguntarnos:
¿cuántas veces quisiéramos ver “el fuego de Dios” caer sobre los enemigos de la
Iglesia, sobre los que nos injurian, o se burlan de nosotros por seguir a Jesús,
o por proclamar su Palabra? El mensaje de Jesús es claro: “Amen a sus enemigos,
rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo,
porque él hace salir su sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre
justos e injustos” (Mt 5,44-45). En ocasiones anteriores hemos dicho que esta
es tal vez la parte más difícil del seguimiento; pero es lo que nos ha de
distinguir como verdaderos discípulos de Cristo.
Hoy, pidamos al Señor nos conceda la valentía
para, imitando el ejemplo de Jesús, llevar a cabo nuestra misión. Pidamos
también la humildad para amar de corazón a nuestros “enemigos” y así, mediante
nuestro ejemplo, facilitar su conversión.
Hoy celebramos la fiesta de Santiago apóstol (también denominado “Santiago el mayor”), hermano de Juan, el discípulo amado. Ambos eran hijos de Zebedeo, socio de Simón Pedro en el negocio de la pesca. Junto a Pedro y su hermano Andrés, los hijos de Zebedeo (también conocidos como “hijos del trueno”, o “Boanerges”), fueron de los primeros discípulos de Jesús (Jn 1,35-42; Lc 5,1-11). Pedro, Santiago, y su hermano Juan formarían el círculo íntimo de amigos de Jesús. Son muchas las instancias en que los evangelios nos muestran a estos tres en compañía de Jesús, sobre todo en momentos importantes como cuando revivió a la hija de Jairo – ocasión en la que Jesús solo permitió la entrada de estos – (Mc 5,37; Lc 8,51), la transfiguración (Mt 17,1; Mc 9,2; Lc 9,28), y la agonía en el huerto (Mt 26,37; Mc 14,33).
La primera lectura de hoy, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles (4,33; 5,12.27-33; 12,2) nos narra el martirio de Santiago, quien fue hecho “pasar a cuchillo” por el rey Herodes. Las circunstancias del martirio de Santiago nos muestran el significado de la palabra “mártir”, que quiere decir “testigo”. Los apóstoles acababan de dar testimonio del Misterio Pascual de Jesús: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. La diestra de Dios lo exaltó, haciéndolo jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen”. Esta contestación exasperó de tal modo a Herodes, que “hizo pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan”, convirtiéndose así en el primero de los apóstoles en sufrir el martirio.
El evangelio (Mt 20,20-28), por su parte, nos narra el pasaje en que la madre de los hijos de Zebedeo le pide a Jesús puestos de honor y poder para sus hijos en el “reino”. Todavía los judíos, incluyendo a los apóstoles, tenían la noción de un reino terrenal; no habían captado el mensaje. La contestación de Jesús, profetizando el martirio de Santiago, no se hizo esperar: “‘No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?’ Contestaron: ‘Lo somos’. Él les dijo: ‘Mi cáliz lo beberéis; pero el puesto a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre’”.
Jesús aprovecha la oportunidad para reiterar que su Reino no se rige por las reglas de este mundo: “el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo”. Nos está diciendo que el verdadero poder, el verdadero honor, la verdadera gloria están en servir a nuestro prójimo, hasta el punto de estar dispuestos a dar la vida por ellos (Jn 15,13).
Jesús nos ha lanzado un reto. ¿Estamos dispuestos a aceptarlo?
Hoy celebramos la fiesta de Santo Tomás, apóstol, patrono de jueces, arquitectos y teólogos. La tradición nos dice que Tomás partió a evangelizar en Persia y en la India, donde fue martirizado el 3 de julio del año 72. La lectura que nos presenta la liturgia para esta fiesta es la narración de la primera aparición de Jesús a los apóstoles luego de su gloriosa resurrección (Jn 20,24-29). La Resurrección de Jesús culminó su Misterio Pascual, y con ella la Iglesia adquirió una nueva vida. “Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe” (1 Cor 15,14).
Cuando el Resucitado se apareció por primera
vez a los apóstoles, Tomás no estaba con ellos. Al integrarse nuevamente al
grupo, le dijeron: “Hemos visto al Señor”. Tomás, quien al igual que los demás no
había captado el anuncio de la resurrección que Jesús les había hecho en
innumerables ocasiones, reaccionó con incredulidad: “Si no veo en sus manos la
señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto
la mano en su costado, no lo creo”.
La actitud de Tomás es muy similar a nuestra. Como reza el dicho popular: “Ver
para creer”. En ocasiones nuestra fe flaquea. Entonces tratamos de aferrarnos a
algo tangible, que nos brinde “seguridad” física; y nos preguntamos si en
realidad “alguien” escucha nuestras oraciones, sobre todo cuando no vemos los
resultados que queremos (Cfr. Hb 11,1).
En la lectura evangélica de hoy Jesús le dice
a Tomás: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber
visto”. ¡Qué diferencia con María, la que “creyó sin haber visto”! (Cfr. Lc 1,45;).
La fe es una de las virtudes teologales
(llamadas también “infusas”) que recibimos en nuestro bautismo. Pero lo que en
realidad recibimos es como una semilla que hay que alimentar e irrigar
adecuadamente para que pueda germinar y dar fruto. Si la abandonamos corre el
peligro de secarse y morir. Y el agua y alimento que necesita la encontramos en
la oración, la Palabra y los sacramentos, especialmente la Eucaristía.
El problema estriba en que hoy día vivimos en un
mundo secularizado, esclavo de la tecnología, en el que resulta más fácil creer
lo que dice la internet (sin cuestionarnos la fuente ni las intenciones de
quien escribe), que creer en Dios y en su Palabra salvífica, que es Palabra de
Vida eterna (Cfr. Jn 6,68).
Los apóstoles creyeron esa Palabra de Vida
eterna. El mismo Tomás, a pesar de su incredulidad inicial, no tuvo que meter
los dedos en las manos ni la mano en el costado del Señor para hacer una
profesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”
Por eso, hoy, en la fiesta de Santo Tomás,
apóstol, digamos a Nuestro Señor: “Señor Jesús, al celebrar hoy con admiración
y alegría la fiesta de santo Tomás, te pedimos que nosotros –tus discípulos- y
cuantos nos rodean y no te conocen por la fe experimentemos tu presencia en
nuestras vidas mostrándote llagado y resucitado, predicador del Reino y pastor
de ovejas perdidas, salvador y amigo. Amén” (oración tomada de Dominicos 2003).
“Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios”.
El evangelio que nos presenta la liturgia para
hoy (Lc 9,51-62), marca el comienzo de la parte central del evangelio según san
Lucas, que abarca hasta el capítulo 19 y nos narra la “subida” de Jesús de
Galilea a la ciudad santa de Jerusalén, donde habría de culminar su misión
redentora, con su pasión, muerte, resurrección y glorificación (su “misterio
pascual”).
El primer versículo de la lectura nos señala
la solemnidad de esta travesía: “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser
llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén”. Jesús había
comenzado su ministerio en Galilea; sabía cuál era la culminación de ese
ministerio. Ya se lo había anunciado a sus discípulos (Lc 9,22). Él sabe lo que
le espera en Jerusalén, pero enfrenta su misión con valentía. Sus discípulos
aún no han captado la magnitud de lo que les espera, pero le siguen.
Al pasar por Samaria piden posada y se les
niega, no tanto por ser judíos, sino porque se dirigían al Templo de Jerusalén.
Los discípulos reaccionan utilizando criterios humanos: “Señor, ¿quieres que
mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?” (Cfr. 2 Re 1,10). Ya los discípulos conocen el poder de Jesús, pero
aparentemente no han captado la totalidad de su mensaje. ¡Cuán soberbios se
muestran los discípulos! Se creen que por andar con Jesús tienen la verdad
“agarrada por el rabo”; que pueden disponer del “fuego divino” para acabar con
sus enemigos.
Por eso Jesús “se volvió y les regañó”. En
lugar de castigar o maldecir a los que los que los despreciaron, Jesús se limitó
a “marcharse a otra aldea”. Ante esta lectura debemos preguntarnos: ¿cuántas
veces quisiéramos ver “el fuego de Dios” caer sobre los enemigos de la Iglesia,
sobre los que nos injurian, o se burlan de nosotros por seguir a Jesús, o por
proclamar su Palabra? El mensaje de Jesús es claro: “Amen a sus enemigos, rueguen
por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque
él hace salir su sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e
injustos” (Mt 5,44-45).
La segunda parte de la lectura nos reitera la
radicalidad que implica el seguimiento de Jesús. Ante el llamado de Jesús uno
le dice: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”; a lo que Jesús replica: “Deja
que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios”.
Otro le dice: “Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia”.
A este, Jesús le contestó: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no
vale para el reino de Dios”.
Esta exigencia contrasta con la vocación de
Eliseo que nos narra la primera lectura (1 Re 19,16b.19-21), en la que éste le
dice a Elías que le permita decir adiós a sus padres, y el profeta le contesta:
“Ve y vuelve; ¿quién te lo impide?”. Luego de ofrecer un sacrificio, dio de
comer a los suyos y se marchó tras Elías.
Jesús nos está planteando que las exigencias
del Reino son radicales. El seguimiento de Jesús tiene que ser incondicional.
Seguirle implica dejar TODO para ir tras de Él. No hay términos medios: “¡Ojalá
fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca” (Ap
3,15b-16).
“Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”.
¡Mañana
es Pentecostés! La solemnidad que celebra la venida
del Espíritu Santo sobre el colegio apostólico reunido en torno a María, la
madre de Jesús. Si bien la Iglesia gira en torno al Misterio Pascual de Cristo,
es el Espíritu quien guía a los pecadores que la componemos para tomar las
decisiones más humanas de Su Iglesia. Por eso ha perdurado dos mil años, a
pesar de las debilidades de sus miembros.
Las lecturas que nos propone la liturgia para
hoy nos presentan el pasaje final del libro de los Hechos de los Apóstoles
(28,16-20.30-31) y la conclusión del Evangelio según san Juan (21,20-25).
La lectura de Hechos nos narra la actividad de
Pablo durante su primer cautiverio en Roma, y cómo su cautiverio (aunque estaba
en lo que hoy llamaríamos “arresto domiciliario”) no fue impedimento para que
él continuara su misión evangelizadora; estando preso, recibía a todos los que
acudían a visitarle, “predicándoles el reino de Dios y enseñando lo que se
refiere al Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbos”.
Aun estando en prisión, supo experimentar la
verdadera libertad producto de saberse amado por Dios y estar haciendo su
voluntad. Mediante su testimonio en Roma, Pablo da cumplimiento la promesa y el
mandato de Jesús a sus discípulos antes de su Ascensión: “recibirán la fuerza
del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén,
en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra”.
Desde el principio hasta el final, vemos en el
libro de los hechos de los Apóstoles la acción del Espíritu Santo en el
desarrollo y expansión de la Iglesia por todo el mundo conocido.
El relato evangélico, por su parte, nos
presenta la continuación del pasaje de ayer, con el diálogo entre Jesús y
Pedro, que concluyó con el mandato de Jesús: “Sígueme”. Jesús le había dicho a
Pedro que él iba a seguir su misma suerte, que iba a experimentar el martirio.
Pedro probablemente se siente orgulloso de seguir los pasos del Señor. Entonces
ve que Juan les está siguiendo mientras caminan, y ese deseo humano de
compararse con los demás, de saber si otro va a tener el mismo privilegio que
yo, le lleva a preguntarle a Jesús: “Señor, y éste ¿qué?”.
El mero hecho de referirse a Juan como “este”,
implica cierto grado de orgullo, de aire de superioridad. Después de todo, ya
había sido “escogido” para tomar las riendas de la Iglesia naciente. Jesús no
pierde tiempo e inmediatamente lo baja de su pedestal: “Si quiero que se quede
hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”. En otras palabras, cumple tu
misión, y deja lo demás en las manos del Padre.
Nuestra Iglesia es Santa, pero está compuesta
por pecadores que aspiramos a la santidad; y solo guiados y asistidos por el
Espíritu puede seguir adelante y llevar a cabo su misión evangelizadora para
que se cumpla la voluntad del Padre: que no se pierda ninguna de las ovejas de
su rebaño.