REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DÉCIMO QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 18-07-20

“…el pábilo vacilante no lo apagará”.

El evangelio de hoy (Mt 12, 14-21) es secuela del que leíamos ayer sobre las espigas arrancadas en sábado por los discípulos de Jesús. Recordaremos que al final del pasaje Jesús se había proclamado “Señor del sábado” ante la rabia de los fariseos. Pero lo que colmó la copa fue que de allí se fue a la sinagoga y curó a un hombre que tenía la mano paralizada. Es decir “violó” el sábado haciendo una curación, y ¡en plena sinagoga! (12,9-13). A pesar de las explicaciones de Jesús a los efectos de que es lícito hacer el bien a un ser humano incluso en sábado, los fariseos comienzan a tramar la forma de eliminarle (“los fariseos planearon el modo de acabar con Jesús”). Ya la suerte que correría Jesús estaba decidida. Por eso Jesús se marcha inmediatamente y continúa curando enfermos y expulsando demonios, pidiendo a todos que no revelaran su paradero (“mandándoles que no lo descubrieran”).

Aunque Marcos narra también el episodio de la partida de Jesús de forma bien abreviada (Mc 1,35-39), Mateo lo narra con mayor detalle, enfatizando las curaciones en sábado, y citando al profeta Isaías (Is 42,1-4). Recordemos que Mateo escribe su evangelio para los judíos de Palestina convertidos al cristianismo, con el propósito de probar que Jesús es el Mesías esperado, ya que el Él se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento. De ahí que preceda la cita de Isaías con la frase “así se cumplió lo que dijo el profeta”, frase que Mateo repite en numerosas ocasiones a lo largo de su relato evangélico. Marcos, por su parte, escribió para los paganos de la región itálica, quienes no conocían el Antiguo Testamento; por eso no lo cita.

“Mirad a mi siervo, mi elegido, mi amado, mi predilecto. Sobre él he puesto mi espíritu para que anuncie el derecho a las naciones. No porfiará, no gritará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará”, nos dice la profecía de Isaías citada por Mateo. De esta manera el evangelista justifica la “huida” de Jesús. Nos está diciendo que Jesús no se escondió por miedo ni cobardía, ni por sentirse fracasado. En la huida de Jesús vemos el cumplimiento de la profecía. El Mesías vino a implantar el derecho y la justicia, pero no con espadas ni con ejércitos, sino desde la debilidad. La “revolución” que Jesús vino a traer es una que se da en el interior de las personas, no en las instituciones de su época. Por eso a Dios le encanta usar a los débiles (Cfr. 2 Cor 12,9; 13,4); así manifiesta su gloria para que todos crean.

Todos tenemos nuestras debilidades y defectos. Aun así Dios nos está llamando a servirle. No miremos nuestra pequeñez, nuestra debilidad; miremos su Poder. Una vez más te invito a decir con María: “Hágase en mí según tu Palabra”.

Que pasen un hermoso fin de semana en la PAZ del Señor,

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR 25-03-20

“María contestó: ‘Aquí está la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra’. Y la dejó el ángel”.

Hoy celebramos la Solemnidad de la Anunciación del Señor, ese hecho salvífico que puso en marcha la cadena de eventos que culminó en el Misterio Pascual de Jesús, selló la Nueva y definitiva Alianza, y abrió el camino para nuestra salvación. La Iglesia celebra esta Solemnidad el 25 de marzo, nueve meses antes del nacimiento de Jesús.

La primera lectura que nos presenta la liturgia para esta celebración está tomada del profeta Isaías (7,10-14; 8,10), que termina diciendo: “Pues el Señor, por su cuenta, os dará una señal: Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’”.

El Evangelio, tomado del relato de Lucas, nos brinda la narración tan hermosa del evangelista sobre el anuncio de la Encarnación de Jesús (1,26-38), uno de los pasajes más citados y comentados de las Sagradas Escrituras. No creo que haya un cristiano que no conozca ese pasaje.

Centraremos nuestra atención en el último versículo del mismo: “María contestó: ‘Aquí está la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra’. Y la dejó el ángel”.

“Hágase”… No podemos encontrar otra palabra que exprese con mayor profundidad la fe de María. Es un abandonarse a la voluntad de Dios con la certeza que Él tiene para nosotros un plan que tal vez no comprendemos, pero que sabemos que tiene como finalidad nuestra salvación, pues esa es la voluntad de Dios. En la Anunciación, María, con su “hágase”, hizo posible el misterio de la Encarnación y dio paso a la plenitud de los tiempos y a nuestra redención. Así nos proporcionó el modelo a seguir para nuestra salvación.

Por eso podemos decir que “hágase” no es una palabra pasiva; por el contrario, es una palabra activa; es inclusive una palabra con fuerza creadora, la máxima expresión de la voluntad de Dios reflejada a lo largo de toda la historia de la salvación. Desde el Génesis, cuando dentro del caos inicial Yahvé dijo: “Hágase la luz” (Gn 1,2), hasta Getsemaní, cuando Jesús utilizó también la fuerza del “hágase” para culminar su sacrificio salvador: “Padre, si es posible aparta de mí esta copa; pero hágase tu voluntad y no la mía” (Lc 22,42).

El consentimiento de María a la propuesta del ángel, significado en su “hágase”, hizo posible que en ese momento se realizara sobre la tierra todo ese misterio de amor y misericordia predicho desde la caída del hombre (Gn 3,15), anunciado por los profetas, deseado por el pueblo de Israel, y anticipado por muchos (Mt 2,1-11).

Proyectando nuestra mirada hacia el Misterio Pascual, estoy seguro que la fuerza del “hágase” hizo posible que María se mantuviera erguida, con la cabeza en alto, al pie de la cruz en los momentos más difíciles. Asimismo, ese hágase de María al pie de la cruz, unido al de su Hijo, transformó las tinieblas del Gólgota en el glorioso amanecer de la Resurrección. Esa era la voluntad de Dios, y María lo comprendió, actuó de conformidad, y ocurrió.

En estos tiempos difíciles que nos ha tocado vivir con la pandemia del COVID-19, oremos todos como Iglesia al Padre Misericordioso y digamos junto con María, hágase, haciendo todo lo que nos corresponda, y abandonándonos a la Voluntad del Padre con la certeza de que Él tiene para nosotros un plan que tal vez no comprendemos, pero que sabemos que tiene como finalidad nuestra salvación, pues esa es Su voluntad.

¡Gracias, Mamá María!

REFLEXIÓN PARA EL CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO (A) 22-12-19

Según sigue llegando a su fin el Adviento, las lecturas continúan repitiéndose, como cuando uno sabe que algo grande está a punto de suceder, y se sorprende repitiendo una frase o un nombre, producto de anticipar ese momento esperado. Así la primera lectura (Is 7,10-14) y el Evangelio (Mt 1,18-24) para este cuarto domingo de Adviento nos repiten la primera lectura del pasado viernes y el Evangelio del miércoles, respectivamente.

Con la lectura de Isaías la liturgia nos reitera que dentro de apenas tres días estaremos celebrando el nacimiento de nuestro Señor y Salvador: “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa “‘Dios-con-nosotros’”.

En el Evangelio, Mateo nos recuerda que el nacimiento de Jesús es el cumplimiento de la profecía de Isaías que leemos en la primera lectura. La segunda lectura, tomada de la Carta del apóstol san Pablo a los Romanos, nos reitera que Jesús es el Hijo de Dios que había sido prometido por los profetas: “Este Evangelio, prometido ya por sus profetas en las Escrituras santas, se refiere a su Hijo, nacido, según la carne, de la estirpe de David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte: Jesucristo, nuestro Señor”. Nos dice además que esa Buena Noticia (Evangelio) no estaba limitado al pueblo judío, sino a todos los pueblos (nosotros): “Por él hemos recibido este don y esta misión: hacer que todos los gentiles respondan a la fe, para gloria de su nombre. Entre ellos estáis también vosotros, llamados por Cristo Jesús”.

Estas lecturas son un ejemplo de lo que anteriormente hemos llamado la perspectiva histórica, o del pasado, que nos presenta el “adviento” que vivió el pueblo de Israel durante prácticamente todo el Antiguo Testamento, esperando, anticipando, preparando la llegada del mesías libertador que iba a sacar a su pueblo de la opresión, y cómo en María se hacen realidad todas esas expectativas mesiánicas del pueblo judío. Su “sí”, su “hágase” hizo posible la “plenitud de los tiempos” que marcó el momento para el nacimiento del Hijo de Dios (Cfr. Gál 4,4). Como dijo san Juan Pablo II: “Desde la perspectiva de la historia humana, la plenitud de los tiempos es una fecha concreta. Es la noche en que el Hijo de Dios vino al mundo en Belén, según lo anunciado por los profetas”.

Estamos a escasos tres días de esa fecha. La liturgia nos ha llevado in crescendo hasta este momento en que nos encontramos en el umbral de la Navidad. Es el momento de hacer inventario… ¿Hemos vivido un verdadero Adviento? ¿Estamos preparados para recibir al Niño Dios? ¿Nos hemos reconciliado con nuestros hermanos, con nosotros mismos y con Dios? ¿Hemos dispuesto nuestro pesebre interior para que la Virgen coloque en Él a nuestro Señor y Salvador, como lo hizo aquella noche en Belén? Es la perspectiva presente, el “hoy” del Adviento.

Todavía estamos a tiempo (Él nunca se cansa de esperarnos). En este cuarto domingo de Adviento, acércate la casa del Padre y reconcíliate con Él. Entonces sabrás lo que es la verdadera Navidad.

REFLEXIÓN PARA EL 20 DE DICIEMBRE DE 2019, FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

Gruta de la Anunciación, debajo del altar mayor de la Basílica de la Anunciación en Nazaret; lugar donde la tradición dice que tuvo lugar el pasaje que contemplamos en el Evangelio de hoy.

La liturgia de hoy nos brinda uno de los pasajes más hermosos de todas las Sagradas Escrituras, si no el más hermoso y conmovedor, la Anunciación de ángel a María (Lc 1,26-38). Todavía me estremece recordar la sensación que me arropó cuando tuve la dicha de estar en la gruta de la Anunciación, en Nazaret, hace unos años. Les aseguro que aún hoy se siente la fuerte presencia del Espíritu en ese santo lugar.

Junto a esa lectura, como primera lectura, leemos la profecía de Isaías (7,10-14), en la cual el profeta nos anuncia, casi siete siglos antes del suceso, el nacimiento de Jesús: “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’”. Dios-con-nosotros. Dios hecho uno con nosotros. Dios humanado. Dios encarnado. Dios-en-nosotros. La culminación del plan de salvación que el mismo Dios había dispuesto desde la caída (Gn 3,15).

Y el éxito o el fracaso de ese plan de salvación dependían de una jovencita del pueblo de Nazaret llamada Mariam (María). “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Ese “hágase” de María hizo posible la culminación de la “plenitud de los tiempos” cuando “Dios envió a su Hijo, nacido de Mujer” (Gál 4,4) para hacer posible la instauración de su Reino en medio de la historia humana. Su humildad y desprendimiento, productos de la virtud de la caridad, al aceptar encarnar a un “Dios-hecho-hombre”, no para ella, sino para entregárselo a toda la humanidad, dieron paso a nuestra salvación.

El lugar del “hágase” sigue siendo aquí, “hoy”, en el mundo, que es el lugar en que todos y cada uno de nosotros está en disposición de escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Este es el lugar en donde el Verbo se hace carne, el lugar en que cada uno que acepta la Palabra de Dios, la pone en práctica y se deja poseer plenamente por la gracia, convirtiéndose en otro “cristo” y ofreciéndose a los demás. (Cfr. Gál 2,20).

Así María, con su ejemplo, nos sigue mostrando el camino para continuar la construcción del Reino que su Hijo vino a inaugurar. María está “aquí” para servir (“He aquí la esclava del Señor”), como lo hizo con su prima Isabel, a quien fue a servir sin pensar en los peligros del viaje, como veremos en el Evangelio de mañana.

“Hágase en mi según tu Palabra”. La plenitud de los tiempos está significada en la figura de María, que nos enseña la virtud de la espera, la escucha de la Palabra de Dios, y la colaboración con el plan de salvación dispuesto desde el principio por el Padre. Si emulamos el “hágase” de María, y lo convertimos en lema de nuestro diario vivir, podemos cambiar el rumbo tan preocupante que está tomando la historia de la humanidad.

En estos últimos días del Adviento, pidamos al Padre que nos ayude a seguir el ejemplo de María, para recibir a Jesús en nuestros corazones y nuestras vidas, y compartirlo con el mundo.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMO SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 12-10-19

“Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”.

La lectura del Evangelio que nos presenta hoy la liturgia (Lc 11,27-28) es tan corta que podemos transcribirla sin dificultad: “En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las gentes, una mujer de entre el gentío levantó la voz, diciendo: ‘Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron’. Pero él repuso: ‘Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen’”.

Vemos cómo Lucas continúa presentándonos a un Jesús que enfatiza la importancia de la escucha de la Palabra de Dios y su cumplimiento, cualidad que antepone inclusive a los lazos familiares, incluyendo los suyos propios con su Madre. Es decir, con la contestación que Jesús brinda a esta mujer, está diciendo que la Virgen María es más dichosa por haber escuchado y puesto en práctica la Palabra del Padre que por haberle parido y amamantado.

Así, este pasaje, exclusivo de Lucas, se convierte en el mayor elogio de Jesús a su madre, no solo por exaltar su fe y su calidad de discípula, sino por reconocerle una dignidad y una libertad desconocidas en la mentalidad del Antiguo Testamento, que consideraba a la mujer como una “paridora” y criadora de hijos para su marido. Esa libertad es la que la hace “bienaventurada”, “dichosa”, como había reconocido su prima Isabel, quien llena de Espíritu Santo exclamó: “Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor”, frase que sirve de preámbulo al hermoso canto del Magníficat.

La libertad manifiesta de María va unida a otra de sus características que la convierten en modelo y paradigma para todos los cristianos: la fe, que a su vez va unida a otra que se deriva de esta: la dócil aceptación de la Palabra de Dios. Así María se convierte en modelo de fe para toda la humanidad. La encarnación se hizo posible por la fe de María, y se viabilizó gracias a su libertad en ese “hágase”, que selló el pacto de amor eterno que culminó el plan salvador de Dios. Por eso san Agustín decía que “en María es más importante su condición de discípula de Cristo que la de Madre de Cristo; es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser Madre de Cristo”. O como decían los antiguos: “María concibió con la fe antes de hacerlo con el vientre”.

Jesús nos presenta a su Madre santísima como su primera y más perfecta discípula; la que creyó que el niño que llevaba en sus purísimas entrañas era verdaderamente Dios; creyendo escuchó la profecía de Simeón; creyendo, el día que encontró a su Hijo en el Templo, comprendió que lo había perdido para siempre mientras “guardaba todas estas cosas en su corazón”; y creyendo se mantuvo erguida al pie de la cruz con la certeza de que su Hijo resucitaría al tercer día.

Hoy sábado, día que la liturgia dedica a Santa María, pidámosle que interceda por nosotros ante su Hijo para que, a ejemplo de ella, aprendamos a escuchar y cumplir su Palabra.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR 25-03-19


Gruta de la Anunciación, debajo del altar mayor de la Basílica de la Anunciación en Nazaret.

Hoy celebramos la Solemnidad de la Anunciación del Señor, ese hecho salvífico que puso en marcha la cadena de eventos que culminó en el Misterio Pascual de Jesús, selló la Nueva y definitiva Alianza, y abrió el camino para nuestra salvación. La Iglesia celebra esta Solemnidad el 25 de marzo, nueve meses antes del nacimiento de Jesús.

La primera lectura que nos presenta la liturgia para esta celebración está tomada del profeta Isaías (7,10-14; 8,10), que termina diciendo: “Pues el Señor, por su cuenta, os dará una señal: Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’”.

El Evangelio, tomado del relato de Lucas, nos brinda la narración tan hermosa del evangelista sobre el anuncio de la Encarnación de Jesús (1,26-38), uno de los pasajes más citados y comentados de las Sagradas Escrituras. No creo que haya un cristiano que no conozca ese pasaje.

Centraremos nuestra atención en el último versículo del mismo: “María contestó: ‘Aquí está la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra’. Y la dejó el ángel”.

“Hágase”… No podemos encontrar otra palabra que exprese con mayor profundidad la fe de María. Es un abandonarse a la voluntad de Dios con la certeza que Él tiene para nosotros un plan que tal vez no comprendemos, pero que sabemos que tiene como finalidad nuestra salvación, pues esa es la voluntad de Dios. En la Anunciación, María, con su “hágase”, hizo posible el misterio de la Encarnación y dio paso a la plenitud de los tiempos y a nuestra redención. Así nos proporcionó el modelo a seguir para nuestra salvación.

Por eso podemos decir que “hágase” no es una palabra pasiva; por el contrario, es una palabra activa; es inclusive una palabra con fuerza creadora, la máxima expresión de la voluntad de Dios reflejada a lo largo de toda la historia de la salvación. Desde el Génesis, cuando dentro del caos inicial Yahvé dijo: “Hágase la luz” (Gn 1,2), hasta Getsemaní, cuando Jesús utilizó también la fuerza del “hágase” para culminar su sacrificio salvador: “Padre, si es posible aparta de mí esta copa; pero hágase tu voluntad y no la mía” (Lc 22,42).

El consentimiento de María a la propuesta del ángel, significado en su “hágase”, hizo posible que en ese momento se realizara sobre la tierra todo ese misterio de amor y misericordia predicho desde la caída del hombre (Gn 3,15), anunciado por los profetas, deseado por el pueblo de Israel, y anticipado por muchos (Mt 2,1-11).

Proyectando nuestra mirada hacia el Misterio Pascual, estoy seguro que la fuerza del “hágase” hizo posible que María se mantuviera erguida, con la cabeza en alto, al pie de la cruz en los momentos más difíciles. Asimismo, ese hágase de María al pie de la cruz, unido al de su Hijo, transformó las tinieblas del Gólgota en el glorioso amanecer de la Resurrección. Esa era la voluntad de Dios, y María lo comprendió, actuó de conformidad, y ocurrió.

¡Gracias, Mamá María!

REFLEXIÓN PARA EL CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO (C) 23-12-18

Lugar del nacimiento de Jesús dentro de la Basílica de la Natividad en Belén

La liturgia para hoy nos propone la misma lectura evangélica del pasado viernes (Lc 1,39-45), la visita de María a Isabel. Como primera lectura se nos presenta un pasaje de la profecía de Miqueas (5,1-4), que anuncia al pueblo que el Mesías esperado nacerá en Belén: “Y tú, Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar al que ha de gobernar Israel; sus orígenes son de antaño, de tiempos inmemorables. Por eso, los entregará hasta que dé a luz la que debe dar a luz, el resto de sus hermanos volverá junto con los hijos de Israel. Se mantendrá firme, pastoreará con la fuerza del Señor, con el dominio del nombre del Señor, su Dios; se instalarán, ya que el Señor se hará grande hasta el confín de la tierra. Él mismo será la paz”.

Este oráculo es bien conocido, pues Mateo lo cita en la visita de los magos, cuando Herodes manda a preguntar a los sumos sacerdotes y escribas que dónde habría de nacer el Mesías, y estos le responden: “En Belén de Judea,… porque así está escrito por el Profeta” (Mt 2,5-6). Juan también lo cita durante la discusión sobre el origen de Jesús: “¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David y de Belén, el pueblo de donde era David?” (Jn 7,42). Podemos ver en esta lectura que el censo ordenado por el emperador Augusto que provocó que José tuviera que trasladarse a Belén con su mujer encinta, no fue pura casualidad. Estaba todo dispuesto en el plan de salvación trazado por el Padre desde la eternidad.

Esta profecía nos señala también el origen humilde (al igual que David) del Mesías, ya que la aldea de Belén era un lugar pobre. El linaje davídico del mesías esperado se refuerza con la frase: “Sus orígenes son de antaño, de tiempos inmemorables”.  De ahí que el ángel dijera a María en la anunciación que al niño que va a nacer: “El Señor Dios le dará el trono de David, su padre” (Lc 1,32b). Cabe señalar que aunque ambos evangelistas que mencionan las circunstancias del nacimiento de Jesús (Mateo y Lucas) enfatizan que José, esposo de María y padre putativo de Jesús, pertenecía a la estirpe de David, la tradición, recogida en los evangelios apócrifos nos señala que María también era del linaje de David.

Esta lectura es un ejemplo de lo que en días anteriores hemos llamado la perspectiva histórica, o del pasado, que nos presenta el “adviento” que vivió el pueblo de Israel durante prácticamente todo el Antiguo Testamento, esperando, anticipando, preparando la llegada del mesías libertador que iba a sacar a su pueblo de la opresión. Y en María se hacen realidad todas las expectativas mesiánicas del pueblo judío; su “sí”, su “hágase” hizo posible la “plenitud de los tiempos” que marcó el momento para el nacimiento del Hijo de Dios (Cfr. Gál 4,4). Como dijo el Beato Juan Pablo II: “Desde la perspectiva de la historia humana, la plenitud de los tiempos es una fecha concreta. Es la noche en que el Hijo de Dios vino al mundo en Belén, según lo anunciado por los profetas”.

Estamos a escasos dos días de la fecha. La liturgia nos ha llevado in crescendo hasta este momento en que nos encontramos en el umbral de la Navidad. Es el momento de hacer inventario… ¿Estamos preparados para recibir al Niño Dios?

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES 20-12-18, FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO

Gruta de la Anunciación, debajo del altar mayor de la Basílica de la Anunciación en Nazaret.

La liturgia de hoy nos brinda uno de los pasajes más hermosos de todas las Sagradas Escrituras, si no el más hermoso y conmovedor, la Anunciación de ángel a María (Lc 1,26-38). Todavía me estremece recordar la sensación que me arropó cuando tuve la dicha de estar en la gruta de la Anunciación, en Nazaret, hace unos años. Les aseguro que aún hoy se siente la fuerte presencia del Espíritu en ese santo lugar.

Junto a esa lectura, como primera lectura, leemos la profecía de Isaías (7,10-14), en la cual el profeta nos anuncia, casi siete siglos antes del suceso, el nacimiento de Jesús: “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’”. Dios-con-nosotros. Dios hecho uno con nosotros. Dios humanado. Dios encarnado. Dios-en-nosotros. La culminación del plan de salvación que el mismo Dios había dispuesto desde la caída (Gn 3,15).

Y el éxito o el fracaso de ese plan de salvación dependían de una jovencita del pueblo de Nazaret llamada Mariam (María). “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Ese “hágase” de María hizo posible la culminación de la “plenitud de los tiempos” cuando “Dios envió a su Hijo, nacido de Mujer” (Gál 4,4) para hacer posible la instauración de su Reino en medio de la historia humana. Su humildad y desprendimiento, productos de la virtud de la caridad, al aceptar encarnar a un “Dios-hecho-hombre”, no para ella, sino para entregárselo a toda la humanidad, dieron paso a nuestra salvación.

El lugar del “hágase” sigue siendo aquí, “hoy”, en el mundo, que es el lugar en que todos y cada uno de nosotros está en disposición de escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Este es el lugar en donde el Verbo se hace carne, el lugar en que cada uno que acepta la Palabra de Dios, la pone en práctica y se deja poseer plenamente por la gracia, convirtiéndose en otro “cristo” y ofreciéndose a los demás. (Cfr. Gál 2,20).

Así María, con su ejemplo, nos sigue mostrando el camino para continuar la construcción del Reino que su Hijo vino a inaugurar. María está “aquí” para servir (“He aquí la esclava del Señor”), como lo hizo con su prima Isabel, a quien fue a servir sin pensar en los peligros del viaje, como veremos en el Evangelio de mañana.

“Hágase en mi según tu Palabra”. La plenitud de los tiempos está significada en la figura de María, que nos enseña la virtud de la espera, la escucha de la Palabra de Dios, y la colaboración con el plan de salvación dispuesto desde el principio por el Padre. Si emulamos el “hágase” de María, y lo convertimos en lema de nuestro diario vivir, podemos cambiar el rumbo tan preocupante que está tomando la historia de la humanidad.

En estos últimos días del Adviento, pidamos al Padre que nos ayude a seguir el ejemplo de María, para recibir a Jesús en nuestros corazones y nuestras vidas, y compartirlo con el mundo.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR (TRASLADADA) 09-04-18

Hoy celebramos la Solemnidad de la Anunciación del Señor, ese hecho salvífico que puso en marcha la cadena de eventos que culminó en el Misterio Pascual de Jesús, selló la Nueva y definitiva Alianza, y abrió el camino para nuestra salvación. La Iglesia celebra esta Solemnidad el 25 de marzo, nueve meses antes del nacimiento de Jesús. Este año, por coincidir la fecha con el Domingo de Ramos, seguida de la Semana Santa y la Octava de Pascua que culminó ayer, se traslada para este día.

La primera lectura que nos presenta la liturgia para esta celebración está tomada del profeta Isaías (7,10-14; 8,10), que termina diciendo: “Pues el Señor, por su cuenta, os dará una señal: Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’”.

El Evangelio, tomado del relato de Lucas, nos brinda la narración tan hermosa del evangelista sobre el anuncio de la Encarnación de Jesús (1,26-38), uno de los pasajes más citados y comentados de las Sagradas Escrituras. No creo que haya un cristiano que no conozca ese pasaje.

Centraremos nuestra atención en el último versículo del mismo: “María contestó: ‘Aquí está la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra’. Y la dejó el ángel”.

“Hágase”… No podemos encontrar otra palabra que exprese con mayor profundidad la fe de María. Es un abandonarse a la voluntad de Dios con la certeza que Él tiene para nosotros un plan que tal vez no comprendemos, pero que sabemos que tiene como finalidad nuestra salvación, pues esa es la voluntad de Dios. En la Anunciación, María, con su “hágase”, hizo posible el misterio de la Encarnación y dio paso a la plenitud de los tiempos y a nuestra redención. Así nos proporcionó el modelo a seguir para nuestra salvación.

Por eso podemos decir que “hágase” no es una palabra pasiva; por el contrario, es una palabra activa; es inclusive una palabra con fuerza creadora, la máxima expresión de la voluntad de Dios reflejada a lo largo de toda la historia de la salvación. Desde el Génesis, cuando dentro del caos inicial Yahvé dijo: “Hágase la luz” (Gn 1,2), hasta Getsemaní, cuando Jesús utilizó también la fuerza del “hágase” para culminar su sacrificio salvador: “Padre, si es posible aparta de mí esta copa; pero hágase tu voluntad y no la mía” (Lc 22,42).

El consentimiento de María a la propuesta del ángel, significado en su “hágase”, hizo posible que en ese momento se realizara sobre la tierra todo ese misterio de amor y misericordia predicho desde la caída del hombre (Gn 3,15), anunciado por los profetas, deseado por el pueblo de Israel, y anticipado por muchos (Mt 2,1-11).

Proyectando nuestra mirada hacia el Misterio Pascual, estoy seguro que la fuerza del “hágase” hizo posible que María se mantuviera erguida, con la cabeza en alto, al pie de la cruz en los momentos más difíciles. Asimismo, ese hágase de María al pie de la cruz, unido al de su Hijo, transformó las tinieblas del Gólgota en el glorioso amanecer de la Resurrección. Esa era la voluntad de Dios, y María lo comprendió, actuó de conformidad, y ocurrió.

¡Gracias, Mamá María!

MEDITACIÓN SOBRE LA PASIÓN A TRAVÉS DE LOS OJOS DE MARÍA

Hermanos: Comparto con ustedes una meditación, salida del alma, que compartí con los feligreses de mi parroquia El Buen Pastor esta tarde después de la lectura de la Pasión. He cambiado el formato y, por supuesto, omite aquellos destellos que el Espíritu intercala en nuestro quehacer cuando nos entregamos a Él, pero la esencia está ahí.

Jesús ha muerto… Ha completado la misión que el Padre le encomendó. Por eso le hemos escuchado decir: “Está cumplido…”

Eso lo dijo cuando ya sabía que su hora había llegado; justo antes de exhalar su último aliento, con el que pronunciaría la última de las siete palabras.

No sé exactamente qué pasaría por su mente en esos momentos. Prefiero creer que su último pensamiento humano fue para su Madre bendita. Eso le hizo recordar aquellas palabras que había aprendido de niño en el regazo de su Madre, las palabras con que todos los niños judíos encomendaban su alma a Dios al acostarse, y que se convertirían en su última Palabra: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu

Estoy seguro que al escuchar esas palabras su Madre compartió el mismo recuerdo, y recordó las muchas veces que vio a su Niño cerrar sus ojitos al concluir el día. Excepto que ahora le tocará a ella cerrarlos cuando reciba su cuerpo…

La actividad a su alrededor la hace volver a la realidad.

Hay que darse prisa en sepultarlo. Se acerca el sábado. No sé cuánto tiempo ha transcurrido. Imagino que deben ser alrededor de las 9:30. Recordemos que para los judíos el día concluye a las seis de la tarde nuestra, por eso la Escritura dice que Jesús murió a la hora nona, es decir, a las 9:00 de la tarde judía.

Comienzan a bajar el cuerpo de la cruz…

Y allí, para recibirlo, erguida, con la frente en alto, está su madre María. Estoy seguro que en esos momentos resuenan en su mente las palabras del anciano Simeón: “… ¡y a ti misma, una espada te atravesará el alma!”

Observa con intensidad mientras los soldados romanos lo bajan. Lo hacen con prisa; y a María se le escapa un grito: “¡Cuidado!… no vayan a hacerle daño”. ¡Pero está muerto! Ya no pueden hacerle más daño del que le han hecho. Pero para ella sigue siendo su niño; aquél niño que ella arrulló en sus brazos mientras lo cubría con besos y caricias…

Finalmente aquellas manos, las manos más bellas jamás creadas, aquellas destinadas a cuidar del Hijo del Padre, aquellas que lo envolvieron en pañales y lo colocaron en el pesebre que fue su primer trono, ahora reciben su cuerpo inerte al bajar del madero que le sirvió como último trono en la tierra.

María, sentada sobre la tierra, coloca la cabeza ensangrentada de su Hijo en su regazo y estoy seguro que, al igual que Él, levanta los ojos al cielo y murmura: “Está cumplido.

Torna nuevamente la mirada hacia el rostro de su Hijo, y en aquél rostro desfigurado, que nos dice la Escritura no tenía aspecto humano, ella ve el rostro de su niño, aquél cuya sonrisa al despertar opacaba el sol de cada mañana.

Y mientras con sus lágrimas intenta limpiar el rostro de su Hijo, en su mente recapitula todos los momentos de la vida de este… cuando aun siendo bebé alzaba sus bracitos para que ella lo tomara en los de ella; sus primeros pasos asido de su mano; sus primeras palabras; sus primeras oraciones que ella misma le enseñó; su rostro atento trepado en un banquito mientras aprendía el oficio de José; sus largas horas en el taller de su padre luego de la muerte de este; y finalmente el día que se sentó con ella y le dijo: Mamá, ha llegado la hora; tengo que llevar a cabo la misión que el Padre me encomendó.

Esta es la culminación de aquél momento, que para ella comenzó el día de la Anunciación con el hágase que lo hizo posible.

Regresa a la realidad cuando siente una voz que le dice: “Tenemos que darnos prisa, la hora avanza, y un buen hombre nos ha cedido un sepulcro. Vayamos a sepultarlo”. Dentro de su tristeza ella sonríe mientras recuerda cómo su Hijo siempre confiaba en la Providencia Divina. ¿Por qué habría de ser diferente ahora?

Mira a su alrededor… ¿Dónde están sus discípulos?; ¿dónde están los que estaban dispuestos a dar la vida por él? Salvo por el “discípulo amado” que Juan coloca a su lado en el Gólgota, todos se ha ido. Solo las mujeres, siempre valientes, la acompañan.

María está llena de dolor ante la pérdida de su hijo, un dolor indescriptible aún para aquellos que lo han experimentado. ¡¡¡PERO TAMBIÉN ESTÁ LLENA DE FE!!!

Por eso, dentro de toda la tristeza indescriptible de la pasión y muerte de su Hijo, y la sensación de soledad ante el abandono de todos, María mantiene la cabeza en alto con la certeza de que va a verlo nuevamente; ¡que su Hijo va a resucitar!

Los discípulos creyeron cuando lo vieron, y hoy nosotros lo creemos por nuestra fe en las Escrituras. Ella creyó sin haber visto, y de ese modo nos mostró el camino a seguir. ¡Dichosa tú, que creíste!

Gracias Mamá, por entregarnos a tu Hijo, porque gracias a Él, y a su sangre derramada por nosotros, que es también la tuya, hemos sido redimidos.

Pero sobre todo gracias a Ti, Jesús, por entregarnos a tu Madre al pie de la Cruz, para que tomados de la mano, nos conduzca siempre de vuelta hacia Ti cuando nos alejamos, y nos acompañe en los momentos de angustia y dolor como lo hizo contigo.

Al finalizar el oficio del Viernes Santo abandonaremos el templo como lo hicieron todos aquella tarde al dejar a Jesús en el sepulcro.

Pero dentro de la tristeza que nos embarga por su muerte, al igual que María, y siguiendo su ejemplo, en nuestros corazones brillará la esperanza de la resurrección, y esa fe nos congregará nuevamente en el Templo mañana en la noche, en la Madre de las Vigilias, para ser testigos una vez más del poder del Amor sobre la muerte.

¡Vivimos para esa noche!