En tiempos de distanciamiento social, el Papa nos recuerda cómo reconciliarnos en ausencia de un sacerdote.

En estos tiempos de distanciamiento social, la mayoría de nosotros no tenemos acceso a los sacramentos, incluido el de la reconciliación.

La salus animarum, la salvación de las almas, es la ley suprema de la Iglesia, el criterio interpretativo fundamental para determinar lo que es justo. Es por ello que la Iglesia siempre busca, de todas las maneras posibles, ofrecer la posibilidad de reconciliación con Dios a todos aquellos que lo desean, que están en búsqueda, que esperan o que se dan cuenta  de su condición y sienten la necesidad de ser acogidos, amados, perdonados. En estos tiempos de emergencia debido a la pandemia, con personas gravemente enfermas y aisladas en pabellones de cuidados intensivos, así como para las familias a las que se les pide que se queden en casa para evitar la propagación del contagio, es útil hacer recordar a todos la riqueza de la tradición. Lo hizo Francisco durante la homilía de la misa en Santa Marta del viernes 20 de marzo.

El papa Francisco nos recuerda las disposiciones del Catecismo de la Iglesia Católica para estos casos especiales. Te invitamos a ver el vídeo, pero de todos modos, acompañamos el texto en castellano.

“Sé que muchos de ustedes, para Pascua”  – dijo el Papa – “van al confesarse para reencontrarse con Dios”. Pero, muchos me dirán hoy: ‘Pero, Padre, ¿dónde puedo encontrar un sacerdote, un confesor, por qué no se puede salir de casa? Y yo quiero hacer las paces con el Señor, quiero que Él me abrace, quiero que mi papá me abrace… ¿Cómo puedo hacer si no encuentro sacerdotes?’ Haz lo que dice el Catecismo”.

“Es muy claro: si no encuentras un sacerdote para confesarte -explicó el Pontífice-, habla con Dios, que es tu Padre, y dile la verdad: ‘Señor, he hecho esto, esto, esto… Perdóname’, y pídele perdón con todo mi corazón, con el Acto de Dolor, y prométele: ‘Me confesaré más tarde, pero perdóname ahora’. Y de inmediato, volverás a la gracia de Dios. Tú mismo puedes acercarte, como nos enseña el Catecismo, al perdón de Dios sin tener un sacerdote a mano. Piensa en ello: ¡es la hora!  Y este es el momento adecuado, el momento oportuno. Un acto de dolor bien hecho, y así nuestra alma se volverá blanca como la nieve”.

El Papa Francisco se refiere a los números 1451 y 1452 del Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por San Juan Pablo II y redactado bajo la guía del entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger. Sobre el tema de la “contrición”, el Catecismo, citando al Concilio de Trento, enseña que entre los actos del penitente “ocupa el primer lugar”. Es “el dolor del alma y la reprobación del pecado cometido, acompañado de la intención de no pecar más en el futuro”.

“Cuando proviene del amor del Dios amado sobre todas las cosas – continúa el Catecismo – la contrición se llama ‘perfecta’ (contrición de la caridad). Tal contrición perdona los pecados veniales; también obtiene el perdón de los pecados mortales, si implica el firme propósito de recurrir, lo antes posible, a la confesión sacramental”. Por lo tanto, mientras se espera recibir la absolución de un sacerdote tan pronto como las circunstancias lo permitan, es posible con este acto ser perdonado inmediatamente. Esto también fue afirmado por el Concilio de Trento, en el capítulo 4 de la Doctrina de sacramento Paenitentiae, donde se afirma que la contrición acompañada de la intención de confesión “reconcilia al hombre con Dios, incluso antes de que este sacramento sea efectivamente recibido”.

Un camino para la misericordia de Dios abierto a todos, que pertenece a la tradición de la Iglesia y que puede ser útil a todos y de manera especial es útil para aquellos que en este momento están cerca de los enfermos en las casas y en los hospitales.

REFLEXIÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA, DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA 19-04-20

“¡Señor mío y Dios mío!”

Hoy celebramos el segundo domingo de Pascua, último día de la Octava de Pascua, también conocido como domingo de la Divina Misericordia.

La primera lectura (Hc 2,42-47) nos narra el culto celebrativo de las primeras comunidades cristianas, centrado en la eucaristía (la “fracción del pan”), que hace memorial del misterio pascual de Jesús.

La segunda lectura (1 Pe 1,3-9) es un canto de alabanza al Padre “que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo”.

La lectura evangélica (Jn 20,19-31) nos presenta las primeras dos apariciones de Jesús a sus discípulos. La primera el mismo día de la Resurrección, encontrándose encerrados en la estancia superior, por temor a las autoridades judías, luego de que Pedro y Juan encontraran la tumba vacía. La segunda tiene lugar una semana después, pero esta vez los discípulos estaban fortalecidos por la presencia del Resucitado. Ahora la controversia giraba en torno a la incredulidad de Tomás.

Este pasaje, que es la conclusión del evangelio según san Juan, es sumamente denso y lleno de símbolos. Nos limitaremos a dos, comenzando con el segundo: la incredulidad de Tomás.

La pregunta obligada es: ¿Dónde estaba Tomás cuando el Señor se apareció a los discípulos por primera vez? De seguro estaba vagando, triste y desilusionado porque Jesús había muerto; había visto tronchados todos sus sueños. Se había separado del grupo. Por eso no tuvo la experiencia de Jesús resucitado; como nos pasa a nosotros cuando nos alejamos de la Iglesia. Cuando regresó se negaba a creer porque no lo había visto. Pero esta vez no se alejó, se mantuvo en comunión con sus hermanos, se congregó, y entonces tuvo el encuentro con Jesús resucitado. Igual nos pasa a nosotros cuando regresamos la Iglesia y nos congregamos para la celebración eucarística; los ojos de la fe nos permiten tener un encuentro con Jesús resucitado. Por eso en el rito de la consagración decimos, al igual que Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”

Jesús concluye el pasaje diciendo: “Dichosos los que crean sin haber visto”. Los discípulos tuvieron la dicha de ver a Jesús resucitado. Nosotros por fe creemos que Él se hace presente con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad, en las especies de pan y vino durante la celebración eucarística; presencia tan real como lo fue la aparición a los discípulos en aquél primer domingo de Resurrección. ¡Y por ello Jesús nos llama dichosos, bienaventurados!

El otro aspecto que hay que resaltar es la institución del Sacramento de la Reconciliación. Jesús conoce nuestra naturaleza pecadora y no quiso dejarnos huérfanos: “exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos’”. Es el “Tribunal de la Divina Misericordia”, la  manifestación más patente de la Misericordia Divina; llamado así porque es el único Tribunal en el cual uno, al declararse culpable, es absuelto.

Durante la Cuaresma y Semana Santa la Iglesia nos hizo un llamado a reconciliarnos. Si no lo hiciste entonces, recuerda que HOY es el domingo de la Divina Misericordia. ¡Anda, declárate culpable; te garantizo que saldrás absuelto!

Y será así, aunque por el distanciamiento social no tengas acceso al sacramento. Recientemente el papa Francisco nos recordaba cómo podemos reconciliarnos en ausencia de un sacerdote.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES SANTO 09-04-20

“Os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.

La liturgia para el Jueves Santo es un verdadero festín. En la Misa Vespertina de la Cena del Señor, celebramos la institución de la Eucaristía (que quiere decir “acción de gracias”) y el sacerdocio. Es el comienzo del Triduo Pascual. A pesar de estar tan cercanos a la Pasión, estamos de fiesta; por eso los ornamentos litúrgicos son blancos.

Las primeras lecturas tratan más directamente el tema de la Eucaristía, mientras el pasaje evangélico nos presenta un episodio relacionado: el lavatorio de los pies.

La primera lectura, tomada del libro del Éxodo (12,1-8.11-14), hace memoria del hecho liberador más importante en la historia del pueblo de Israel, su liberación de la esclavitud en Egipto. La primera Pascua, y la celebración de la primera cena pascual, signo de la Alianza entre Dios y su pueblo a través de la persona de Moisés. Ese hecho liberador se convirtió en “memorial” (zikkaron) para los judíos. Por eso, al celebrar la Pascua, cada judío se considera que él mismo (no sus antepasados) fue liberado de la esclavitud en Egipto.

La segunda lectura nos presenta la mejor narración de la institución de la Eucaristía que encontramos en el Nuevo Testamento, curiosamente por alguien que no estuvo allí, pero que la recibió por la Tradición: el apóstol san Pablo (1 Cor 11,23-26). Esa institución se dio durante la cena de Pascua que Jesús compartía con sus discípulos. Y en medio de esa celebración, Jesús se ofrece a sí mismo como signo de la Alianza nueva y eterna, y al ofrecer el pan y el vino pronunciando la acción de gracias, instituye la cena como zikkaron (memorial) de su Pasión, instruyendo a los apóstoles: “Haced esto en memoria mía”.

La lectura evangélica, tomada del evangelio según san Juan (13, 1-15), contiene una de las frases más hermosas y profundas del Nuevo Testamento, y que le da sentido al Triduo Pascual que estamos comenzando: “sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Tanto nos amó que no quiso separarse de nosotros. Por el contrario, quiso quedarse con nosotros en todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad, bajo las especies eucarísticas de pan y vino. Nos amó hasta el extremo, nos amó con pasión…

Este pasaje nos narra, como dijimos, el lavatorio de pies, que ocurre justo antes de la cena pascual. Todos conocemos el episodio. Lo importante es lo que Jesús les dice al terminar de lavarles los pies: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.

Él estaba a punto de marcharse, pero quería “sentar la tónica” del comportamiento que sus discípulos (y los futuros sacerdotes) debían seguir. Podríamos desarrollar toda una catequesis sobre el significado de este gesto de Jesús, pero, como he dicho antes, el Espíritu Santo nos ha regalado la persona del papa Francisco, quien encarna ese mensaje de humildad y servicio. Les invito una vez más a mirarlo e imitarlo. Nuestra Iglesia está viviendo una nueva era, y nos ha tocado la gracia de ser testigos.

En estos días de claustro motivados por el coronavirus, cuando no podemos asistir a nuestros templos a participar de la liturgia, los invito a imitar a Jesús en sus iglesias domésticas haciendo lo que Él nos indica, lavándonos los pies unos a otros: “os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”. ¡Verás que bien te vas a sentir!

REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DE SEÑOR EN TIEMPOS DEL COVID-19 (CICLO A) 05-04-20

“La misma multitud que recibe a Jesús en su entrada triunfal a Jerusalén en el Evangelio correspondiente a la bendición de los ramos (Mt 21,1-11) ahora pide que le crucifiquen”.

Hoy celebramos el Domingo de Ramos en la Pasión del Señor, y la liturgia nos ofrece como lectura evangélica la Pasión de nuestro Señor Jesucristo según San Mateo (26,14–27,66), un adelanto de lo que le espera a Jesús. En esta lectura la “multitud” anónima juega un papel importante. La misma multitud que recibe a Jesús en su entrada triunfal a Jerusalén en el Evangelio correspondiente a la bendición de los ramos (Mt 21,1-11) ahora pide que le crucifiquen.

Si comparamos la actitud de esa multitud anónima en ambas lecturas, vemos cuán volubles y manejables son las masas. Lo mismo podemos decir de nosotros. En un momento estamos alabando y bendiciendo al Señor mientras le recibimos en nuestros corazones, y al siguiente nos dejamos seducir por el maligno y terminamos dándole la espalda y “crucificándole”. Sí, cada vez que pecamos, estamos dando un martillazo en uno de los clavos que taladraron las manos y los pies de Jesús. Pero Él nos ama tanto que aun así ofreció su vida por los que lo asesinaron.

Esta semana Santa que comienza hoy nos presenta otra oportunidad de hacer introspección, examen de conciencia sobre nuestra actitud hacia Dios. ¿A cuál de las dos multitudes pertenezco?

Hoy no podremos recibir los ramos benditos como acostumbramos, pero nuestros pastores nos han exhortado a bendecir en familia y colocar en nuestras puertas una rama palma, o de cualquier árbol o planta verde como signo de nuestra fe. Unos ramos frescos, llenos de vida. Esos ramos eventualmente van a secarse. Así de efímera es nuestra vida. Hoy se nos brinda otra oportunidad. No sabemos si vamos a estar aquí el próximo año, el próximo mes, la próxima semana, mañana, esta noche… Cuando venga el Hijo de hombre, ¿en cuál de las multitudes nos sorprenderá?

Jesús nos ama con locura, con pasión; quiere relacionarse con nosotros; quiere nuestra salvación, para eso nos creó el Padre, por eso cuando le fallamos envió a su Hijo. Pero, como dice el P. Larrañaga, “Dios es un perfecto caballero”, es incapaz de imponerse. “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).

Jesús se ofreció a sí mismo como víctima propiciatoria por todos los pecados de la humanidad, cometidos y por cometer; los tuyos y los míos. Pero para poder recibir el beneficio de esa redención tenemos que acercarnos a Él, reconocerle, y reconocer nuestra culpa como lo hizo el buen ladrón. Y para eso Jesús nos dejó el Sacramento de la reconciliación, y se lo encomendó a Su Iglesia a través de los apóstoles (Jn 20,22-23).

Este año muchos nos vemos privados del sacramento de la reconciliación. El papa Francisco, consciente de la situación extraordinaria que estamos atravesando, nos ha explicado cómo confesar en ausencia de un sacerdote: Haces lo que dice el Catecismo. Si no encuentras un sacerdote para confesar, habla con Dios y pídele perdón con todo el corazón. Y prométele: “Más tarde confesaré, pero perdóname ahora”. E inmediatamente volverás a la gracia de Dios.

Por Su Dolorosa Pasión, ten misericordia de nosotros y del mundo entero…

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 30-03-20

“Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo”.

En la primera lectura de hoy (Dn 13,1-9.15-17.19-30.33-62) se nos presenta la historia de la casta Susana que confía en el Señor y prefiere enfrentar a sus calumniadores antes que pecar contra Él. Es una historia larga, que termina desenmascarando a los acusadores y librando a Susana del castigo. Susana había implorado al Señor, y el Señor escuchó su plegaria, suscitando el Espíritu Santo en el joven Daniel, quien la salvó de sus detractores, porque “Dios salva a los que esperan en él”.

De no ser por la intervención providencial del joven Daniel, todos estaban prestos a condenarla, sin mayor indagación, confiando tan solo en el testimonio de los dos ancianos libidinosos. En ocasiones anteriores hemos hablado de cuán prestos estamos a juzgar y condenar a los demás sin juzgarnos antes a nosotros mismos. Hoy vemos cómo, inclusive, lo hacemos sin darles una oportunidad de defenderse, sin escuchar su versión de los hechos, y cómo somos dados a la especulación cuando llega el momento de juzgar y condenar. Y, peor aún, con cuánta facilidad repetimos un “chisme”, sin averiguar su veracidad, y sin detenernos a pensar el daño que le causamos al prójimo al hacerlo. Por eso alguien ha dicho que el órgano del cuerpo que más nos hace pecar es la lengua.

En más de una ocasión el papa Francisco nos ha instado a evitar los chismes y no caer en la tentación de usar una “lengua de víbora”. “También las palabras pueden matar, por lo tanto no sólo no debemos atentar contra la vida del prójimo, tampoco lanzar sobre él el veneno de la ira y golpearlo con la calumnia”, nos ha dicho.

Más allá del chismorreo, si nos detuviéramos a juzgarnos nosotros mismos antes de hacerlo con los demás, de seguro seríamos más benévolos con ellos, aun cuando lo que se le imputa al otro fuera cierto, como en la lectura evangélica de hoy (Jn 8,1-11) que trata sobre el perdón, y nos presenta la historia de una mujer “sorprendida en flagrante adulterio”. Esta vez no se trataba de una calumnia, la mujer era culpable.

Los escribas, fariseos y sumos sacerdotes, que ya habían decidido “eliminar” a Jesús, vieron en esta situación una oportunidad para acusarlo o, al menos, desacreditarlo ante sus seguidores: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?” Una pregunta “cargada”. Si contestaba que sí, echaba por tierra todo lo que había predicado sobre el amor y el perdón. Si contestaba que no, lo acusaban de violar la ley de Moisés.

Jesús decide ignorar la pregunta y les contesta con la frase: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. Nos dice la escritura que todos se escabulleron, “empezando por los más viejos”. Entonces Jesús dijo a la mujer: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.

Jesús, la Misericordia encarnada, no nos juzga, no nos condena. Tan solo nos pide que reconozcamos nuestra culpa y no pequemos más. Se trata de la manifestación más pura del amor. El amor de una madre…

En lo que poco resta de esta Cuaresma (nunca es tarde), hagamos un examen de conciencia. ¿Con cuanta facilidad juzgamos a nuestro prójimo? ¿Con cuánta facilidad le condenamos?

Esta cuarentena en la Cuaresma que nos ha tocado vivir este año es momento propicio para la introspección y para profundizar en ese examen de conciencia. Reconozcamos nuestros pecados, arrepintámonos haciendo firme propósito de enmienda, y a la primera oportunidad que tengamos al terminar la cuarentena, acudamos al sacramento de la reconciliación.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 24-03-20

“Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”.

El simbolismo del agua “inunda” la liturgia de hoy. La primera lectura, tomada del libro de Ezequiel (47,1-9.12) nos muestra una visión del Templo con torrentes de agua brotando de su lado derecho. El torrente de agua era tan abundante que llegó un momento en que no se podía vadear. Y esa agua era agua de vida, que hacía que la tierra diera frutos en abundancia, y hasta llegaba al Mar Muerto devolviendo la vida a sus aguas salobres.

En las Sagradas Escrituras el agua siempre ha sido símbolo de vida y, más aun, de la Vida que Dios nos da. Por eso se le asocia a los tiempos mesiánicos. Cristo ha venido a traer vida en abundancia. Hay quienes ven en el torrente que brota por el lado derecho del templo en esta visión de Ezequiel, una prefiguración del agua que brota del costado derecho de Jesús en la cruz luego del lanzazo, que sellaría la Nueva y Eterna Alianza y daría paso a la Iglesia como “nuevo pueblo” de Dios, instrumento de salvación instituido por Cristo.

En el capítulo siete de Juan el agua se nos presenta como el Espíritu que mana del Cristo glorificado: “‘El que tenga sed, venga a mí; y beba el que cree en mí’. Como dice la Escritura: De su seno brotarán manantiales de agua viva. Él se refería al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él” (Jn 7,37-39).

El pasaje evangélico de hoy (Jn 5,1-3.5-18) nos presenta el episodio en que Jesús cura a un paralítico que estaba echado en una camilla junto a la piscina de Betesda. Nos dice la Escritura que el hombre llevaba allí treinta y ocho años.

Dos cosas nos llaman la atención sobre este pasaje. Primero, es Jesús quien se toma la iniciativa. Han llegado los tiempos mesiánicos. Es Él quien se acerca al paralítico y le pregunta: “¿Quieres quedar sano?” Una pregunta directa. Jesús sabe que el hombre lleva mucho tiempo, que ha puesto toda su esperanza en el agua de aquella piscina (en los versos 3b-4 se nos dice que cuando el agua que había en ella era agitada por las alas de un ángel del Señor que bajaba de vez en cuando, el primero que se metía se curaba).

Segundo, la respuesta del hombre ante esa pregunta trascendental: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”. Jesús le había hecho una pregunta directa, lo único que tenía de decir era “sí”. No se daba cuenta que tenía ante sí al mismo Dios, aquél de quienes brotan torrentes de agua viva, capaz de echar demonios, curar enfermos, revivir muertos. Está ventilando su frustración, pero más que nada, su soledad: “no tengo a nadie…” La soledad, lo que el papa Francisco ha llamado la peor enfermedad de nuestro tiempo.

Jesús se compadece y le dice: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Palabras de vida, palabras de sanación, de alegría. Dentro de toda su frustración y soledad, aquél hombre creyó las palabras de Jesús. Por eso pudo recibir los frutos del milagro. “Y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar”.

Jesús nos pregunta hoy si queremos quedar sanados de nuestros pecados. ¿Qué le vamos a contestar?

Las dos oraciones del Papa para invocar el “fin de la pandemia”

Francisco salió del Vaticano y veneró a la imagen de la Virgen bajo la advocación Salus Populi Romani en Santa María Maggiore. Luego, en San Marcello al Corso, rezó ante el crucifijo que salvó a Roma de la peste. Continuar leyendo:

https://www.vaticannews.va/es/papa/news/2020-03/dos-oraciones-papa-invocar-fin-pandemia.html?fbclid=IwAR2yS8-Fvwe_slLkdSGeUBR_Z5ZqQT7MtzppHFT5tNT_ebNdDlAaoWfY_bM

#quedateencasa

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEGUNDA SEMANA DE CUARESMA 10-03-20

“El papa Francisco no está diciendo nada nuevo; simplemente está leyendo el Evangelio”…

Las lecturas que nos presenta la liturgia para hoy nos confrontan con la hipocresía religiosa del pueblo. En la primera lectura (Is 1,10.16-20), el profeta pronuncia un oráculo de Yahvé en el que repudia los sacrificios que le ofrece el pueblo mientras  sus corazones están cada vez más alejados de Él. Si leemos el pasaje completo, incluyendo los vv. 11-15, notamos que este oráculo aparenta haber sido proclamado en medio de una celebración litúrgica, pues hace referencia a los “holocaustos de carneros y grasa de animales cebados”, “incienso”, y “manos extendidas”. Yahvé hace claro que está “harto”, que “detesta” esos rituales vacíos, esas celebraciones litúrgicas falsas, que se han convertido para Él en “una abominación”, en una “carga” que no está dispuesto a soportar. Llega al punto de comparar su generación con la de Sodoma y Gomorra.

Hace claro que ese no es el sacrificio agradable a Él. Por el contrario, les exhorta: “Cesad de obrar mal, aprended a obrar bien; buscad el derecho, enderezad al oprimido; defended al huérfano, proteged a la viuda”. La primacía del amor, de la caridad, sobre la ley y el ritualismo vacío. A Él no le interesan los sacrificios ni holocaustos. Si, por el contrario, obramos el bien y nos apartamos del pecado, “aunque vuestros pecados sean como púrpura, blanquearán como nieve; aunque sean rojos como escarlata, quedarán como lana”. El profeta nos señala en qué consiste el verdadero culto religioso: en obras de caridad (misericordia-amor).

En el pasaje del Evangelio (Mt 23,1-12), que es el preámbulo de las “siete maldiciones” que Jesús lanza contra los escribas y fariseos, Jesús arremete contra la hipocresía de los escribas y fariseos que se han sentado en la cátedra de Moisés (el “autor” de la Ley) y “no hacen lo que dicen”. “Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar”. Se refería Jesús a todos los numerosos preceptos (613 en total) en que los fariseos habían convertido la Ley de Moisés y que, por su número eran prácticamente imposible cumplir.

Se consideraban superiores, mejores que los demás (de hecho, “fariseo” significa “separado”). Toda su actitud iba dirigida a ostentar su superioridad (que pretendía ser producto de su “santidad”) ante todos: las vestimentas y otros accesorios, como las filacterias (unas bandas que llevaban en la frente o en los puños, con unos cofrecitos que contenían textos de la Ley), los primeros lugares, los asientos de honor, las reverencias que esperaban, los títulos. Todo era apariencia exterior, “sepulcros blanqueados” (Mt 23, 27-28). Y por dentro, ¿qué?

El Concilio Vaticano II hizo un gran esfuerzo para eliminar la “pompa” en nuestros ritos y celebraciones litúrgicas, inculturándolos a nuestros respectivos países. Pero, ¿logró acabar con el fariseísmo?

En esta Cuaresma, hagamos examen de conciencia: ¿Me gusta recibir honores?, ¿reconocimiento?, ¿me siento mejor o superior a los demás? Señor, ayúdame a recordar que todos somos hermanos, y que “el que se humilla será enaltecido”, como Aquél que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28), de modo que al llevar a cabo mi misión pastoral pueda tener “olor de oveja”.

Lo repito; el papa Francisco no está diciendo nada nuevo; simplemente está leyendo el Evangelio…