REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 04-10-16

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El Evangelio de hoy nos narra el pasaje del alto que Jesús hace en esa última “subida” a Jerusalén, para visitar a las hermanas Marta y María (Lc 10,38-42). La Escritura nos dice que “Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Jn 11,5). Estos hermanos vivían en Betania, una aldea distante como a cuatro kilómetros de Jerusalén, y Jesús pernoctaba a menudo en su casa.

Nos dice la Escritura que mientras Marta parecía una hormiguita tratando de tener todo dispuesto para servir al huésped distinguido que tenían, María, “sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra”. Marta, quien aparenta tener mucha confianza con Jesús, le pide que regañe a María, y le diga que la ayude con los preparativos. Esta petición de Marta suscita la famosa frase de Jesús que constituye el meollo de esta perícopa: “Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán”.

El mensaje de Jesús es claro: Solo una cosa es necesaria; escuchar y acoger la palabra de salvación que Él ha venido a traer. Lo que Marta está haciendo no está mal; ella quiere servir al Señor, pero lo verdaderamente importante no es el mensajero; es el mensaje de salvación que trae su Palabra. En su afán de servir, Marta se desenfoca y olvida que Jesús no vino a ser servido sino a servir (Mt 20,28). Jesús no quiere que le sirvan; quiere que acojan el mensaje de salvación que Él ha venido a traer. Por eso María ha escogido lo que debe, lo que Jesús considera verdaderamente necesario, se ha concentrado en la escucha de la Palabra, actitud que Él mismo nos ha señalado es más importante que cualquier relación, incluyendo la de parentesco (Cfr. Lc 6,46-49; 8,15.21).

Con su actitud, María se convierte en el modelo del verdadero discípulo de Jesús y de toda la comunidad creyente. En los cursos de formación cristiana que impartimos, al discutir el tema del “discipulado”, utilizamos este pasaje para ilustrar dos de las seis características del discípulo de Jesús: “se sienta a los pies del Maestro” y “escucha al Maestro”. El verdadero discípulo tiene que escuchar la palabra, acogerla, y vivirla, como María, madre de Jesús y su primera discípula, quien “conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19.51).

Eso no quiere decir que debemos abandonar el servicio al Señor, lo que significa es que en el afán de servir no podemos apartarnos de la escucha de la Palabra, que es la que la que guía, y da sentido y significado a nuestro servicio. De ese modo nuestro servicio se convierte en una respuesta a la Palabra.

En una ocasión leí un comentario sobre este pasaje en el que el autor, cuyo nombre no recuerdo, decía que probablemente Jesús, después de contestarle a Marta, se dirigió a María y le dijo: “Anda, ahora ve a ayudar a tu hermana”.

Hoy, pidamos al Señor que abra nuestros oídos, y más aún, nuestros corazones, para escuchar, acoger, y poner en práctica su Palabra salvífica.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 28-09-16

seguimiento de Jesus

Como primera lectura para hoy la liturgia continúa con el libro de Job (9,1-12.14-16) y la conversación que tiene con los tres amigos que vienen a consolarlo pero que, lejos de hacerlo, lo que logran es hacer más difícil su aceptación de lo que le está sucediendo. Job se mantiene firme en que es imposible escudriñar los misterios de Dios y cómo Él, en su infinita sabiduría dispone todo sin que podamos encontrar la respuesta a la famosa pregunta: ¿por qué?

La segunda lectura (Lc 9,57-62) nos presenta a Jesús, que continúa esa última “subida” a Jerusalén para enfrentar su hora suprema. Con tres frases lapidarias, dirigidas a tres de los discípulos que le acompañaban, Jesús expone las “condiciones” del seguimiento.

Vemos de entrada que el primero no es “llamado” por Jesús, sino que se ofrece voluntariamente. Jesús se limita a enumerar las dificultades, las privaciones, los sacrificios que el verdadero discípulo de Él ha de enfrentar. Es obvio que ese “voluntario” no está consciente que Jesús va camino a enfrentar su muerte, y que el discípulo tiene que estar dispuesto a compartir la misma suerte que su maestro.

El segundo sí es llamado, con la palabra única que Jesús suele utilizar: “Sígueme”. Este también pretende imponer sus propias condiciones al Maestro: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”, a lo que Jesús responde: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios”. Con esta exageración, rayando en la locura, Jesús pretende sacudir al discípulo con el propósito de transmitir el mensaje de que NADA es más importante que el seguimiento y la misión. Más adelante lo dirá con toda claridad: “Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26). Palabras fuertes, pero Jesús exige ese seguimiento radical, incondicional. Por eso muchos son los llamados pero pocos los escogidos (Mt 14,22).

Con el tercer discípulo Jesús acentúa otra característica que Él espera en el verdadero discípulo. El discípulo le pide tiempo para ir a despedirse de su familia. De nuevo el apego a las relaciones familiares que nos proporcionan “seguridad”. Nuevamente una respuesta tajante de parte de Jesús: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios”. Está claro que Jesús no quiere seguidores a medias. Una vez se comienza el seguimiento, ya no hay marcha atrás; aquí es que se prueban los verdaderos discípulos. Él nos quiere calientes o fríos, no tibios, porque si nos tornamos tibios Él va a “vomitarnos” de su boca (Ap 3,15).

El mensaje de Jesús es claro. Él nos invita a seguirle, pero ese seguimiento implica sacrificios, privaciones, humillaciones, persecuciones, pruebas. Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Estoy dispuesto a seguir los pasos del Maestro atendiendo a su llamado con todo lo que ese seguimiento implica?

Señor, envía tu santo Espíritu sobre nosotros para que nos de fortaleza para sobreponer esas tibiezas que nos impiden perseverar en el seguimiento de tu Hijo.

REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO XXIII DEL T.O. (C) 04-09-16

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En la lectura evangélica que nos propone la liturgia para este vigesimotercer domingo del tiempo ordinario (Lc 14,25-33), Jesús nos enumera tres condiciones para ser discípulos suyos. Después del lenguaje utilizado por Jesús en el pasaje que leyéramos el pasado domingo (Lc 14,1.7-14), en el que nos hablaba del “banquete”, hoy nos estremece con un lenguaje chocante, desconcertante, y hasta hiriente.

Todavía nos estamos saboreando el pasaje del banquete, en el que parece ser que para entrar en el Reino lo único que tenemos que hacer es aceptar la invitación, cuando nos toma desprevenidos con una aseveración que “nos saca la alfombra de debajo de los pies”. Nos dice la escritura que Jesús se volvió a los que le seguían y les dijo: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. Esta traducción que utiliza la liturgia es en realidad una versión “aguada” del lenguaje original que se traduce como el que no “odia” a su padre y a su madre, etc.

Es obvio que Jesús quiere estremecernos, quiere ponernos a pensar, quiere que entendamos la radicalidad del seguimiento que nos va a exigir. Por eso no podemos interpretar ese “odiar” de manera literal; se trata de un recurso pedagógico. No se trata de que rompamos los lazos afectivos con nuestra familia. Lo que Jesús quiere de nosotros es una disponibilidad total; que el seguimiento sea radical, absoluto; que ni tan siquiera la familia pueda ser obstáculo para el seguimiento; ni tan siquiera el sagrado deber de enterrar a los muertos (Lc 9,60).

Todavía no nos recuperamos del golpe inicial cuando nos lanza la segunda condición para el discipulado: “Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío”. ¡Uf! Esto de seguir a Jesús no parece cosa fácil… Cabe señalar que en el momento en que Jesús pronuncia estas palabras, la crucifixión para el que decidiera seguirle era una posibilidad real. Quiere enfatizar que seguirle siempre implica un riesgo. En nuestro tiempo no hay crucifixión, pero sí hay muchas “cruces” que tenemos que soportar si decidimos seguir a Jesús. Y si somos verdaderos discípulos las llevamos y soportamos con amor, y por amor a Jesús.

Jesús termina su enumeración de las condiciones para seguirle, con la renuncia total a todos aquellos bienes que puedan convertirse en obstáculo: “el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”. El discípulo no solo “sigue” al maestro, sino que lo imita. Jesús nació pobre, teniendo por cuna un pesebre y por vestimenta unos pañales (Lc 2,7). Así mismo murió: clavado a una cruz y desnudo, teniendo como única posesión una túnica que echaron a suerte entre los soldados romanos que le crucificaron (Jn 19,23-24).

El mensaje de Jesús es sencillo y se resume en una sola palabra: AMOR. Pero se trata de un amor incondicional, el amor que siente el que está dispuesto a dejarlo todo para seguir al Maestro; el que está dispuesto a tomar su cruz para seguirlo, el que está dispuesto a dar la vida por sus amigos (Jn 15,13)…

Si aún no lo has hecho, no olvides visitar la Casa del Padre; Él te espera.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 01-09-16

Las sandalias del pescador

El Evangelio que nos brinda la liturgia de hoy es la versión de Lucas de la “pesca milagrosa” (Lc 5,1-11). La mayoría de los exégetas enfatizan de este pasaje el simbolismo de la barca como imagen de la Iglesia, Pedro como cabeza de la Iglesia, y el echar las redes como la predicación de la Iglesia (que se configura con la expresión de Jesús al final del pasaje: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”). No obstante, teniendo en mente que en el relato de Lucas “discípulo” es sinónimo de “cristiano”, dividiremos el pasaje en tres partes: la gente que “se agolpaba” alrededor de Jesús para escuchar su Palabra, los discípulos que confían en esa Palabra y se hacen a la mar en contra de toda lógica, y los que lo abandonan todo para seguir a Jesús (“…dejándolo todo, lo siguieron”).

La primera distinción que establece el relato es entre aquellos que lo escuchaban y los discípulos que confían en su Palabra. Simón es un pescador profesional, él sabe que la noche es el momento propicio para la pesca (“nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada”). Ahora viene Jesús, que es un carpintero que no sabe de pesca, y le dice: “Rema mar adentro, y echa las redes para pescar”. Están cansados, lo que Jesús le pide es contrario a su experiencia. Aun así, Pedro decide confiar en Su palabra (“por tu palabra, echaré las redes”), con resultados extraordinarios: “Hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a lo socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían”.

Pedro y los discípulos que le acompañaban confiaron en Jesús y en su Palabra. Por los resultados maravillosos obtenidos comprendieron, no solo la necesidad de creer en Su Palabra, sino que no hay tal cosa como un tiempo propicio para predicar el Evangelio que Jesús nos envía a predicar (Cfr. Mc 16,15-20). Hay que hacerlo “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2). Y cuando Jesús está sentado en nuestra barca, como lo estaba en la de Simón, el resultado no se hace esperar. Pero para lograr ese resultado tenemos que “echarnos a la mar”. No podemos permanecer tranquilos en la orilla. Como nos ha dicho el papa Francisco, tenemos que abrir las puertas de la Iglesia, no para que la gente entre, sino para salir nosotros a la calle a “armar líos”. Tenemos que escuchar su Palabra, confiar en ella, y actuar conforme a ella. Solo así nos convertiremos en “pescadores de hombres”.

Luego viene la verdadera actitud del discípulo; dejarlo todo y seguirle. Esta es tal vez la parte más difícil, sobre todo por el apego natural que sentimos por las cosas de este mundo. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, no tenemos que tomar esto literalmente. Lo que esto significa es que pongamos a Jesús como el centro de nuestras vidas, que todas las cosas terrenales palidezcan, se conviertan en secundarias, a nuestro seguimiento de Jesús.

Y tú, ¿te apuntas en la tripulación?

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMO SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 31-08-16

Curacion de la suegra de Pedro

El pasaje evangélico que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 4,38-44), la curación de la suegra de Pedro, aparenta ser uno sencillo, envuelto en la cotidianidad. Jesús ha salido de la sinagoga y va a casa de su amigo Pedro. Es un tramo corto; Pedro vive cerca de la sinagoga. De hecho, la casa de Pedro se ve desde la sinagoga. La suegra de Pedro está enferma, con fiebre muy alta. Nos dice la escritura que Jesús “increpó a la fiebre” y esta se curó. Se riega la voz. Comienzan a traerle enfermos y Él los cura a todos; y hasta echa demonios. Nos hallamos en el último año de la vida pública de Jesús.

Esta escena nos muestra cómo va haciéndose realidad el “año de gracia del Señor” que Jesús había anunciado poco antes en el “discurso programático” pronunciado en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,19). Jesús sigue manifestando su poder, hasta los demonios saben que Él es el Mesías: “Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías”.

Tres cosas queremos resaltar de este pasaje.

En primer lugar, vemos cómo tan pronto Jesús curó a la suegra de Simón, ella “levantándose enseguida, se puso a servirles”. Jesús nos llama a servir de la misma manera que Él lo hace. Su vida terrenal se desarrolló en un ambiente de servicio amoroso al prójimo. Él nos llama a todos. Si hemos de seguir sus pasos tenemos que poner nuestros carismas al servicio de los demás, compartir las gracias que Él nos ha prodigado. Y no se trata de hacerlo “mañana”. No; hemos de hacerlo con la misma prontitud que Él lo hace. Tenemos que estar prestos a servir cuando se nos necesita, no “cuando tengamos tiempo”. Esa es la característica distintiva del verdadero discípulo de Jesús.

Otro detalle que cabe resaltar es cómo Jesús curaba los enfermos “poniendo las manos sobre cada uno”. Él pudo haberlos curados a todos con su mera presencia, o con el poder de su Palabra a todos en grupo. Pero optó por hacerlo de manera personal. Nos está demostrando que para Él todos y cada uno de nosotros es importante, único, especial; que nos ama individualmente, que quiere tener una relación personal con cada cual; que no somos “uno más”.

Finalmente, vemos cómo la gente “querían retenerlo para que no se les fuese”; a lo que Jesús les dijo: “También a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado”. A veces estamos tan “enamorados” de Jesús que queremos acapararlo, apropiarnos de Él. Nos tornamos egoístas. O peor aún, pretendemos aprovecharle, monopolizarle. Olvidamos que Él vino para todos. Lo mismo aplica a su Palabra. Si pretendemos retener el Evangelio para nosotros lo desvirtuamos. Jesús es la “Buena Noticia”, y si no la compartimos deja de serlo.

En este día que comienza, pidamos al Señor que abra nuestros corazones para recibir el poder sanador de Jesús, producto de su amor, y nos conceda el don de la generosidad para compartirlo con todos, especialmente mediante el servicio a Él y a los demás, como lo hizo la suegra de Simón Pedro.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE SAN BARTOLOMÉ, APÓSTOL 24-08-16

San Bartolome

Hoy celebramos la Fiesta de san Bartolomé, apóstol. A Bartolomé se le menciona, y aparece en las llamadas “listas apostólicas” de los sinópticos y Hechos de los apóstoles, como uno de los doce apóstoles (Mt 10,3; Mc 3,18; Lc 6,14; Hch 1,13). No así en el evangelio según san Juan. En la lectura evangélica que nos brinda la liturgia de hoy (Jn 1,45-51) para la Fiesta de san Bartolomé, se habla de un tal Natanael, a quien la tradición le identifica con éste, en parte, por el hecho de que su nombre aparece inmediatamente después de Felipe en tres de esas “listas apostólicas”.

En este pasaje, lleno de simbolismos y alusiones al Antiguo Testamento, típicas de los escritos de san Juan, que por la brevedad de estas líneas no podemos elaborar, nos narra la vocación de Natanael (Bartolomé), inmediatamente después de la de Felipe, a quien Jesús utiliza como instrumento para “reclutarlo”. Como hemos señalado en ocasiones anteriores la palabra vocación viene del verbo latino vocare que quiere decir llamar.

Al igual que hizo con Felipe y Natanael en el relato de hoy, y con los demás apóstoles, Jesús nos llama a todos a seguirle. A unos nos llama directamente, como lo hizo con Felipe (“sígueme”), a otros nos llama por medio de aquellos que ya le siguen, como en el caso de Bartolomé, a quien Felipe le dijo: “Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret.” Y ante el escepticismo de Bartolomé (“¿De Nazaret puede salir algo bueno?”), Felipe insistió: “Ven y verás”. Bartolomé le siguió, vio, y creyó: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”.

Felipe había tenido un encuentro personal con Jesús, y como todo el que pasa por esa experiencia, sintió una urgencia inexplicable en comunicar a otros “eso” que había encontrado; como aquellos a quienes Jesús curaba y les pedía que no dijeran a nadie lo ocurrido, que no bien había Jesús terminado de decirlo, cuando ellos salían corriendo a contarle a todos ese encuentro maravilloso que había cambiado sus vidas para siempre. Es lo que Jesús más adelante verbalizaría en su mandato: “Vayan y hagan discípulos” (Mt 28,19).

Bartolomé no solo aceptó la invitación sino que se convirtió en discípulo. Más tarde, Jesús lo escogería como uno de los doce apóstoles sobre los que Jesús instituyó su Iglesia, cuyos nombres están inscritos en los doce basamentos de la Nueva Jerusalén que Juan describe en la visión que nos narra en la primera lectura de hoy, tomada del libro del Apocalipsis (21,9b-14). Como tal, saldría a predicar, a “hacer discípulos”.

Aunque es uno de los apóstoles de quien menos se sabe, la tradición lo coloca evangelizando en Armenia y en la India, siendo objeto de especial veneración en este último país.

Jesús nos ha llamado a todos de diversas maneras. Y si vamos a ser verdaderos seguidores de Jesús acataremos su mandato: “Vayan y hagan discípulos”. ¿Aceptas el reto?

REFLEXIÓN PARA LA MEMORIA OBLIGATORIA DEL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA 04-06-16

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Hoy celebramos la Memoria obligatoria del Inmaculado Corazón de María. La Iglesia, a través de la liturgia, nos recuerda que el modo más seguro de llegar a Jesús es por medio de su Madre. Por eso celebra la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y la conmemoración del Inmaculado Corazón de María en días consecutivos, viernes y sábado de la semana siguiente al domingo después de Corpus Christi. Como dijo el papa Pablo VI: “María  es siempre el camino que conduce a Cristo”. Es a través del Inmaculado Corazón traspasado de María que podemos llegar al Sagrado Corazón de su Hijo amado. ¡A Jesús por María!

Ese corazón maternal que se conmovió ante el problema de los novios en las bodas de Caná, propiciando el primer milagro de su Hijo, está presto a conducirnos al corazón amoroso de su Hijo para que obre el milagro de nuestra salvación.

Acercarnos al Corazón Inmaculado de María es acercarnos al Sagrado Corazón de Jesús. Ambos laten al unísono; y a través de ambos fluye la misma sangre. Recordemos que por el misterio de la Encarnación, María de Nazaret concibió al Hijo de Dios en sus purísimas entrañas sin ayuda de varón. Por tanto, la estructura genética (ADN) de ambos es idéntica. Así, la sangre que se vertió en la Cruz fue también la sangre de María…

La lectura evangélica propia de la memoria (Lc 2,41-51), el episodio del Niño perdido y hallado en el templo, culmina diciendo que “Su madre conservaba todo esto en su corazón”. María meditaba y conservaba todos los misterios de su Hijo que se le iban revelando y, aunque no los comprendía del todo, sabía que formaban parte de un plan que rebasaba su entendimiento y los aceptaba como la voluntad del Padre.

De esta manera Lucas resalta la calidad de discípulo-modelo en María, la que escucha la Palabra de su Hijo y la medita en su corazón, fundiéndose amos corazones en uno. Eso permite a María seguir los pasos de su Hijo como su perfecta discípula.

Aunque la devoción al Inmaculado Corazón de María puede trazarse a los primeros siglos de la Iglesia, la misma se difundió a partir del siglo XVII, promovida por San Juan Eudes. No obstante, adquirió notoriedad cuando la Virgen de Fátima, en una aparición a la vidente Lucía Martos en 1925 le dijo: “Nuestro Señor quiere que se establezca en el mundo la devoción al Corazón Inmaculado. Si se hace lo que te digo se salvarán muchas almas y habrá paz; terminará la guerra…. Quiero que se consagre el mundo a mi Corazón Inmaculado y que en reparación se comulgue el primer sábado de cada mes…. Si se cumplen mis peticiones, Rusia se convertirá y habrá paz…. Al final triunfará mi Corazón Inmaculado y la humanidad disfrutará de una era de paz”.

El 31 de octubre de 1942, en una ceremonia solemne, el papa Pío XII consagró el mundo al Inmaculado Corazón de María. El 4 de mayo de 1944, el mismo papa estableció oficialmente la conmemoración litúrgica para la Iglesia universal. El papa Juan Pablo II declaró que la misma es de carácter obligatorio, es decir, que se celebra en todo el mundo.

“¡Llévanos a Jesús de tu mano! ¡Llévanos, Reina y Madre, hasta las profundidades de Su Corazón adorable! ¡Corazón Inmaculado de María, ruega por nosotros!”

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DESPUÉS DE CENIZA 11-02-16

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Acabamos de comenzar el “tiempo fuerte” de Cuaresma, y la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este “jueves después de ceniza” es la versión de Lucas del primer anuncio de la Pasión (Lc 9,22-25). Siempre nos ha llamado la atención el hecho de que los anuncios de la Pasión de Jesús van unidos al anuncio de su gloriosa Resurrección. “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.

Pero Jesús va más allá. Nos invita a seguirle, señalándonos de paso el camino de la salvación: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. Vemos que la fórmula que Jesús nos propone está matizada por tres verbos: “negarse”, “tomar” la cruz y “seguirle”. Examinemos brevemente el significado y alcance de cada uno.

El “negarse a sí mismo” implica que el verdadero discípulo de Jesús tiene que ser capaz de relegar a un segundo plano su interés propio para atender las necesidades del prójimo; tiene que superar la cultura del “yo”; tiene que “vaciarse”. Es decir, tiene que estar completamente libre para “darse” a los demás tal como lo hizo Jesús. Esta opción de vida generalmente implica privaciones, dolor y sufrimiento, que asociamos también a “cargar con la cruz”.

El “tomar la cruz”, o cargar con la cruz, tiene un significado más profundo de lo que aparenta a primera vista. Para comprenderlo a plenitud tenemos que adentrarnos en la ambiente cultural de la época de Jesús. “Cargar con la cruz” era el último acto del condenado a la ignominiosa muerte de cruz; era recorrer el camino al lugar donde se iba a efectuar la ejecución llevando a cuestas el madero (patibulum), mientras todos le abucheaban, le escupían y se burlaban de él. Más terrible aún era tal vez el sentimiento de sentirse despreciado por todos y expulsado de la sociedad, al punto que esa persona se consideraba muerta para todos los fines legales, sin derechos ni defensa alguna. De igual modo los que nos llamamos discípulos de Jesús tenemos que estar prestos a cargar con nuestra “cruz de cada día” soportando la burla y el desprecio, aún de los nuestros, pensando, no en el dolor ni en la humillación del momento, sino en la resurrección del día final (Cfr. Jn 6,54).

El “seguirle”, como hemos visto, implica mucho más que un mero seguimiento exterior, un dirigirse en la misma dirección. El seguimiento de Jesús va mucho más allá. Se trata de un seguimiento interior, una adhesión a Su proyecto de vida, una comunión de vida, un estar dispuesto a compartir el destino del Maestro. Es el camino que vamos a recorrer durante esta Cuaresma, durante la cual acompañaremos a Jesús camino a su Pasión y muerte, pero con la mirada fija en la Gran Noche; la Vigilia Pascual, que es la antesala de la culminación del Misterio Pascual de Jesús: su Resurrección gloriosa. ¡Vivimos para esa Noche!

¡Esa es nuestra fe!

REFLEXIÓN PARA EL QUINTO DOMINGO DEL T.O. (C) 07-02-16

pesca milagrosa 2
El Evangelio que nos brinda la liturgia de hoy es la versión de Lucas de la “pesca milagrosa” (Lc 5,1-11). La mayoría de los exégetas enfatizan de este pasaje el simbolismo de la barca como imagen de la Iglesia, Pedro como cabeza de la Iglesia, y el echar las redes como la predicación de la Iglesia (que se configura con la expresión de Jesús al final del pasaje: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”). No obstante, teniendo en mente que en el relato de Lucas “discípulo” es sinónimo de “cristiano”, dividiremos el pasaje en tres partes: la gente que “se agolpaba” alrededor de Jesús para escuchar su Palabra, los discípulos que confían en esa Palabra y se hacen a la mar en contra de toda lógica, y los que lo abandonan todo para seguir a Jesús (“…dejándolo todo, lo siguieron”).

La primera distinción que establece el relato es entre aquellos que lo escuchaban y los discípulos que confían en su Palabra. Simón es un pescador profesional, él sabe que la noche es el momento propicio para la pesca (“nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada”). Ahora viene Jesús, que es un carpintero que no sabe de pesca, y le dice: “Rema mar adentro, y echa las redes para pescar”. Están cansados, lo que Jesús le pide es contrario a su experiencia. Aun así, Pedro decide confiar en Su palabra (“por tu palabra, echaré las redes”), con resultados extraordinarios: “Hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a lo socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían”.

Pedro y los discípulos que le acompañaban confiaron en Jesús y en su Palabra. Por los resultados maravillosos obtenidos comprendieron, no solo la necesidad de creer en Su Palabra, sino que no hay tal cosa como un tiempo propicio para predicar el Evangelio que Jesús nos envía a predicar (Cfr. Mc 16,15-20). Hay que hacerlo “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2). Y cuando Jesús está sentado en nuestra barca, como lo estaba en la de Simón, el resultado no se hace esperar. Pero para lograr ese resultado tenemos que “echarnos a la mar”. No podemos permanecer tranquilos en la orilla. Como nos ha dicho el papa Francisco, tenemos que abrir las puertas de la Iglesia, no para que la gente entre, sino para salir nosotros a la calle a “armar líos”. Tenemos que escuchar su Palabra, confiar en ella, y actuar conforme a ella. Así nos convertiremos en “pescadores de hombres”.

Luego viene la verdadera actitud del discípulo; dejarlo todo y seguirle. Esta es tal vez la parte más difícil, sobre todo por el apego natural que sentimos por las cosas de este mundo. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, no tenemos que tomar esto literalmente. Lo que esto significa es que pongamos a Jesús como el centro de nuestras vidas, que todas las cosas terrenales palidezcan, se conviertan en secundarias, a nuestro seguimiento de Jesús.

Y tú, ¿te apuntas en la tripulación?