Hoy es el séptimo día de la infraoctava de
Navidad. Para este día la liturgia nos presenta nuevamente como lectura
evangélica el prólogo de Evangelio según san Juan, que leímos para la
Solemnidad de la Natividad del Señor (Jn 1,1-18).
En este prólogo se nos adelantan los cuatro
grandes temas que Juan irá desarrollando a través de su relato evangélico: el
Verbo, la Vida, la Luz, la Gloria, la Verdad. También se presentan las tres grandes
contraposiciones que encontramos en el cuarto evangelio: Luz-tinieblas,
Dios-mundo, fe-incredulidad. Y reverberando a lo largo de este pasaje, la
figura del precursor, Juan el Bautista: “Surgió un hombre enviado por Dios, que
se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para
que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La
Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el
mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les
da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre”.
La Palabra ha estado entre nosotros desde el
momento mismo de la creación (“el mundo se hizo por medio de ella”). Para los
judíos la Palabra tiene poder creador, por eso vemos que en el relato de la
creación cada etapa de la misma está precedida de la frase “dijo Dios”, o “Dios
dijo” (Cfr. Gn 1,1-31).
Pero como no la reconocieron, decidió
encarnarse, hacerse uno con nosotros, juntando ambas naturalezas, la humana y
la divina, para “divinizar” nuestra naturaleza humana de manera que
recibiéramos el “poder para ser hijos de Dios”, para convertirnos en otros
“cristos” (Gál 2,20). De ese modo nos dio el poder de salir de las tinieblas en
que había estado sumida la humanidad en el Antiguo Testamento, hacia la Luz de Su
Gloria. La decisión es nuestra, u optamos por la Luz, o permanecemos en las
tinieblas; o somos hijos de la Luz, o de las tinieblas.
“Y la Palabra se hizo carne y acampó entre
nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del
Padre, lleno de gracia y de verdad”. Juan quiere enfatizar que la plena
revelación de Dios que se logra mediante la Encarnación, es real (“hemos
contemplado su gloria”). Jesús no es un fantasma, un sueño, una fantasía, una
ilusión; es real, tangible. Dios siempre ha estado presente entre su pueblo,
pero a partir de la Encarnación esa presencia se tornó real y viva, para no
abandonarnos jamás (Mt 28,20).
Que la Luz que aparta las tinieblas inunde
nuestros corazones en el año nuevo que comienza en unas horas, para que creamos
en Su nombre y podamos ser llamados Hijos de la Luz y, al igual que Juan, ser
testigos de la Luz, para que todos los que se crucen en nuestro camino crean en
Jesús.
Hoy concluimos el tiempo ordinario de la
liturgia y el año litúrgico. Con las primeras vísperas de esta noche comienza ese
“tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación. Y para este
día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús antes de su
pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos venido
contemplando en días recientes.
Hoy concluimos el tiempo ordinario de la
liturgia y el año litúrgico. Con las primeras vísperas de esta noche comienza ese
“tiempo fuerte” tan especial del Adviento; tiempo de preparación. Y para este
día la liturgia nos presenta el final del último discurso de Jesús antes de su
pasión (Lc 21, 34-36), el llamado “discurso escatológico” que hemos venido
contemplando en días recientes.
Luego de la frase de esperanza que pronunciara
en el versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no
dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la
del final de los tiempos, la parusía.
A veces nos concentramos tanto en el final de los tiempos, en el juicio final,
que olvidamos que el final de cada cual puede llegar en cualquier momento
también, y en ese momento tendremos que enfrentar nuestro juicio particular.
Por eso tenemos que estar siempre vigilantes, sin permitir que las “cosas” del
mundo desvíen nuestra atención de las palabras de vida eterna que Jesús nos
brinda: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y
las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre
ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la
tierra”.
Jesús, que es verdadero Dios y verdadero
hombre, conoce nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí
su constante exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de
este mundo, a mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos
el momento de nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima como la trampa
de un cazador. Por eso no debemos permitir que los placeres ni las
preocupaciones emboten nuestra mente y nuestros corazones.
Jesús nunca nos pide algo sin darnos las
“herramientas” para lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para
quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante
el Hijo del hombre”. Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo
exhortaba a los suyos a hacer (Cfr. 2
Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10; Col 1,3; Filem, 4). Leí en algún lugar que “la
oración es fuente de poder”. De hecho, la oración es el arma más poderosa que
Jesús nos legó en nuestro arsenal para el combate espiritual; un arma tan
poderosa que es capaz de expulsar demonios (Mc 9,29).
Si examinamos las vidas de los grandes santos
y santas de la historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y
mujeres de oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos
escucharon la Palabra y la pusieron en práctica.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la
gracia de perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos
“comparecer seguros ante el Hijo del hombre”. Por eso, especialmente durante
este tiempo de Adviento que comienza mañana, hagamos el firme propósito de orar
con mayor frecuencia e intensidad, al punto que convirtamos nuestras vidas en
oración.
Luego de la frase de esperanza que pronunciara
en el versículo inmediatamente anterior (“El cielo y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán” – v. 33), Jesús nos exhorta a estar vigilantes, a no
dejarnos sorprender por esas “venidas” de Jesús, en especial por la última, la
del final de los tiempos, la parusía.
A veces nos concentramos tanto en el final de los tiempos, en el juicio final,
que olvidamos que el final de cada cual puede llegar en cualquier momento
también, y en ese momento tendremos que enfrentar nuestro juicio particular.
Por eso tenemos que estar siempre vigilantes, sin permitir que las “cosas” del
mundo desvíen nuestra atención de las palabras de vida eterna que Jesús nos
brinda: “Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y
las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre
ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la
tierra”.
Jesús, que es verdadero Dios y verdadero
hombre, conoce nuestras debilidades, por eso se hizo uno con nosotros. De ahí
su constante exhortación a valorar las cosas del Reino por encima de las de
este mundo, a mantener nuestro equipaje listo en todo momento, pues no sabemos
el momento de nuestra “partida”; hasta que se nos venga encima como la trampa
de un cazador. Por eso no debemos permitir que los placeres ni las
preocupaciones emboten nuestra mente y nuestros corazones.
Jesús nunca nos pide algo sin darnos las
“herramientas” para lograrlo: “Estén prevenidos y oren incesantemente, para
quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante
el Hijo del hombre”. Orar sin cesar, como lo hacía Jesús, y como Pablo
exhortaba a los suyos a hacer (Cfr. 2
Ts 1,11; Flp 1, 4; Rm 1,10; Col 1,3; Filem, 4). Leí en algún lugar que “la
oración es fuente de poder”. De hecho, la oración es el arma más poderosa que
Jesús nos legó en nuestro arsenal para el combate espiritual; un arma tan
poderosa que es capaz de expulsar demonios (Mc 9,29).
Si examinamos las vidas de los grandes santos
y santas de la historia encontramos un denominador común: todos eran hombres y
mujeres de oración; personas que forjaron su santidad a base de oración. Ellos
escucharon la Palabra y la pusieron en práctica.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la
gracia de perseverar en la oración, para que cuando llegue el momento, podamos
“comparecer seguros ante el Hijo del hombre”. Por eso, especialmente durante
este tiempo de Adviento que comienza mañana, hagamos el firme propósito de orar
con mayor frecuencia e intensidad, al punto que convirtamos nuestras vidas en
oración.
Hoy celebramos en Puerto Rico la Solemnidad de Nuestra Señora Madre de la Divina Providencia, patrona de Puerto Rico, declarada como tal por el papa san Pablo VI hace cincuenta y dos años, el 19 de noviembre de 1969.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia propia de la solemnidad es Jn 2,1-11, el pasaje de las Bodas de Caná.
Y el pasaje es muy apropiado, pues nos muestra a María haciendo uso de su
prerrogativa como madre de Dios, provocando así el primer milagro de su Hijo.
Un milagro que es producto de la generosidad de la providencia divina.
Recordemos que Dios es el único que puede obrar milagros; su Madre tan solo se
limita a interceder por nosotros ante su Hijo, y guiarnos hacia su Palabra:
“Hagan lo que él les diga”.
Es curioso notar cómo en el relato, María
parecería estar más preocupada por los jóvenes esposos que por su propio Hijo,
a quien ella refiere su preocupación. Él sigue siendo el foco de atención, como
lo será durante toda la vida de su madre. Pero en ese momento ella, como mujer
y madre, está pendiente a los detalles, a diferencia de su hijo, que está
disfrutando de la fiesta con sus nuevos amigos (Cfr. Jn 1,35-51; 2,2).
Por eso es ella quien se percata de la escasez del vino, una situación altamente
embarazosa para una familia de la época. Y de la misma manera que tan pronto se
enteró del embarazo de su prima salió a ayudarla sin pensarlo (Lc 1,39-45),
emprendiendo un largo y peligroso viaje a pesar de su corta edad y su propio estado
de embarazo, en esta ocasión actuó de inmediato para resolver el problema de
los novios. Y aunque su Hijo le manifiesta que aún no ha llegado su “hora”,
ella insiste y hace que esa “hora” se adelante.
Del mismo modo hoy María está pendiente de
nosotros, de nuestras vidas, presta a venir en nuestro auxilio y presentar nuestros
problemas y nuestras necesidades ante su Hijo. Tan solo nos pide una cosa:
“Hagan lo que Él les diga”.
En las palabras de María en este pasaje
encontramos un doble propósito: por un lado resolver el apuro material de los
novios (“no tienen vino”), y por otro, dirigir a los que allí estaban (y a
nosotros) a prestar atención y actuar conforme a la Palabra de su Hijo (“Hagan
lo que él les diga”). Con esa última frase nos abre a la intervención de su
Hijo para que se produzca el milagro. Así, de la misma manera que suscitó la fe
de los que estaban aquel día en Caná de Galilea, hoy coopera para que nuestros
corazones se abran a la fe en su Hijo y en la Divina Providencia.
En esta Solemnidad de nuestra patrona,
pidámosle que nos lleve de su mano hacia su Hijo, y encomendémonos a su
intercesión para que lleve ante Él todas
nuestras necesidades materiales y espirituales.
Les invito a ver el vídeo que va al aire el 19 de noviembre a las 8:00 AM en nuestro canal de YouTube De la mano de María TVpara conocer el origen de esta advocación mariana y cómo llegó a Puerto Rico. De paso, te invito a suscribirte al canal y activar la campanita de las notificaciones.
María, Madre de la Divina Providencia, ¡ruega por
Puerto Rico; ruega por nosotros!
Para comprender la lectura evangélica que nos
ofrece la liturgia para hoy (Lc 19,41-44), es necesario situarla en su
contexto. Jesús está en el tramo final de su subida a Jerusalén, donde ha de culminar
su misión y enfrentar su misterio pascual. Luego del episodio de Zaqueo y la
parábola de los talentos, hace su entrada en la ciudad santa montando en un
pollino, en medio de vítores y cantos de alabanza a Dios (Lc 19,29-40). Esa
misma multitud que ahora le aclama, dentro de pocos días va a pedir con mayor algarabía
su crucifixión. ¡Van a asesinarlo!
De ahí que el pasaje que leemos hoy nos diga
que: “al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: ‘¡Si al
menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está
escondido a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de
trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro,
y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el momento de mi venida’.”
Jesús lloró… una manifestación de su
humanidad. Su llanto refleja su sentido de impotencia. Trató de convertir
Jerusalén, pero esta se mostró sorda ante su mensaje salvador. “[La Palabra] vino
a su casa, y los suyos no la recibieron” (Jn 1,11). Su mensaje de paz fue
rechazado, y ese rechazo les acarreará desgracia. Por eso llora, pensando que
le tuvieron entre ellos y dejaron pasar la oportunidad de sus vidas. Jesús, que
es Dios, respeta el libre albedrío, pero al mismo tiempo ve lo que va a suceder
y no puede contener su tristeza.
Trato de imaginar la escena. Jesús ve a
Jerusalén desde la distancia. Contempla la magnificencia de esa gran ciudad amurallada
con la estructura imponente del Templo sobresaliendo. Y la ve en ruinas… “¡Si
al menos [sus habitantes] comprendiera[n] en este día lo que conduce a la paz!”
Esa “sordera” y “ceguera” espiritual que
caracterizó a los de Jerusalén en tiempos de Jesús la estamos viviendo en
nuestro tiempo. Tan solo tenemos que leer un periódico, o ver un telediario. Jesús
está en medio de nosotros y no lo reconocemos (Cfr. Mt 25,31-46) o, peor
aún, preferimos ignorarlo para no comprometernos. Hagamos un examen de conciencia
colectivo. Si Jesús se detuviera hoy a contemplar nuestra comunidad parroquial,
nuestro barrio, nuestra ciudad, nuestro país, desde la distancia, ¿lloraría
también?
“Llegará un día en que tus enemigos te
rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus
hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra”. Esas palabras de Jesús se
convertirían en realidad cuando el ejército romano destruyó la ciudad de
Jerusalén en el año 70 d.C. para aplacar la revuelta judía, reduciendo el
Templo a escombros.
Dentro de pocos días iniciaremos un nuevo año
litúrgico con ese tiempo fuerte del Adviento. Tiempo que nos invita la
conversión, a estar vigilantes, a prepararnos para la llegada de Dios, de ese
Dios que viene constantemente a nuestras vidas y por no estar vigilantes no lo
reconocemos. En nuestras manos está correr o no la misma suerte que Jerusalén.
El Evangelio de hoy (Lc 19,11-28) nos presenta
la versión de Lucas de la “parábola de los talentos” que leemos en el relato
evangélico de Mateo (Mt 25,14-30). Lucas coloca este relato inmediatamente
después del relato de Zaqueo que leíamos en la liturgia de ayer y, además de
darle un sabor escatológico, lo enmarca en un contexto histórico contemporáneo a
Jesús con el cual los que le escuchaban podían relacionarse. Resulta que un tal
Arquelao, quien estaba a cargo de la ciudad de Jericó, había marchado a Roma
para pedir un título de rey al emperador, y un grupo de sus enemigos habían
conspirado para que se denegara su petición.
Además, para el tiempo en que Lucas escribe su
relato, ya los detractores del cristianismo comenzaban a burlarse y a cuestionar
la veracidad de la promesa de la segunda venida de Jesús para instaurar su
Reino definitivo. “¿Dónde está la promesa de su Venida? Nuestros padres han
muerto y todo sigue como al principio de la creación” (2 Pe 3,4). Los
contemporáneos de Jesús, los que le escuchaban, y hasta sus discípulos, tenían
la noción de que el Reino de Dios se iba a concretizar de un momento a otro. No
habían comprendido el “ya, pero todavía” que mencionáramos en días recientes.
Hemos de tener presente que cuando Jesús
cuenta esta parábola, ya se está acercando a Jerusalén, la Pascua está “a la
vuelta de la esquina”. Hay expectativa. ¿Qué mejor momento para que Jesús
proclame su Reinado definitivo? Por eso le recibirán entre vítores y palmas en
unos días, cuando haga su entrada en Jerusalén. Jesús lo sabe y quiere sacarles
del error (su Reino no es de este mundo, Jn 18-36).
Por eso les propone la parábola del hombre que
se marchó “a tierras lejanas” a buscar un título de rey y encomendó una “mina”
(onza) de oro a cada uno de sus empleados. Al regresar les pidió cuentas. Dos
de ellos habían negociado el oro y lo habían multiplicado. Como premio, el
hombre les dio autoridad sobre un número de ciudades equivalente a las veces
que lo habían multiplicado. En cambio, al que lo guardó para que no se le
perdiera por temor a perderlo, y se lo devolvió sin ganancia, lo regañó
diciendo a los presentes: “Quitadle a éste la onza y dádsela al que tiene diez”.
Cuando le cuestionan su actitud, el hombre contestó: “Al que tiene se le dará,
pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”.
¿Qué nos quiere decir Jesús con ésta parábola?
En primer lugar, que Él se va a marchar para regresar, más nadie sabe cuándo,
excepto el Padre (Cfr. Mt 24,36). Pero antes de irse nos va a encomendar
su Palabra. ¿Qué vamos a hacer con ella? Tenemos que hacerla producir,
fructificar, multiplicarse; cada cual según su capacidad. “Vayan por todo el
mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura” (Mc 16,15). Y los que así lo
hagan, recibirán su justa recompensa. Si, por el contrario, nos la guardamos y
no la hacemos producir, se nos quitará hasta esa misma Palabra, con todas las
promesas que contiene.
Señor, danos la valentía y sagacidad para
“negociar” tu Palabra de manera que rinda fruto en abundancia, y así ser
merecedores de la gloria eterna.
El Evangelio que nos presenta la liturgia de
hoy (Lc 17,11-19) es el relato de la curación de los diez leprosos. Esta
narración, exclusiva de Lucas, nos dice que mientras Jesús se dirigía a
Jerusalén “vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a
gritos le decían: ‘Jesús, maestro, ten compasión de nosotros’.” Continúa
diciendo la narración que Jesús se limitó a decirles: “ld a presentaros a los
sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios.
En tiempos de Jesús los leprosos eran
separados de la sociedad (Cfr. Lv 13), no podían acercarse a las
personas sanas, quienes tampoco podían acercarse a ellos para no quedar
“impuros”. De hecho, mientras se desplazaban de un lugar a otro tenían que ir
tocando una campanilla, mientras gritaban “¡impuro, impuro!”, para que nadie se
les acercara. Si alguno de ellos se sanaba, solo los sacerdotes podían
declararlos curados, “puros”. Entonces podían reintegrarse a la sociedad. Por
eso todo el diálogo entre Jesús y los leprosos tiene lugar con estos “a lo
lejos”.
Notamos que en este relato Jesús ni tan
siquiera les dijo que quedaban curados, se limitó a decirles que fueran ante
los sacerdotes para que estos certificaran su curación y les devolvieran su
dignidad. Los leprosos no cuestionaron las instrucciones de Jesús, confiaron en
su palabra y se dirigieron hacia los sacerdotes. Ese acto de fe los curó: “Y,
mientras iban de camino, quedaron limpios”.
Esta parte del relato sirve de preámbulo a la
parte verdaderamente importante del pasaje. Al percatarse de que habían sido
sanados, solo uno, un samaritano, un “no creyente”, uno que no pertenecía al
“pueblo elegido”, alabó a Dios, regresó corriendo donde Jesús, se echó por
tierra a sus pies, y le dio las gracias. Solo uno, un “proscrito”. De ahí que
Jesús le pregunte: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde
están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”
Tal vez el samaritano fue el único que
experimentó la curación considerándola como un don, mientras los otros nueve la
consideraron un “derecho” por pertenecer al pueblo elegido. Más aún, contrario
a los demás, que fueron directamente a cumplir con la prescripción legal de
comparecer al sacerdote para que les declarara puros, este antepuso la alabanza
y el agradecimiento al que le había curado, por encima del cumplimiento de la
letra de la ley. Esa fe del samaritano es la que hace que Jesús le diga como
frase conclusiva del pasaje: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”. Los otros
nueve quedaron curados de su enfermedad física. El samaritano, con su fe, y su
reconocimiento de la misericordia divina, encontró la salvación.
Tenemos que preguntarnos, ¿alabo al Padre y me
postro a los pies de Jesús, dándole gracias por los dones recibidos de su
bondad y misericordia? ¿O me creo que por el hecho de “portarme bien”, asistir
a misa y acercarme a los sacramentos me merezco todo lo que me da?
Hoy, demos gracias a Dios por todos los dones
recibidos de su misericordia divina, reconociendo que los recibimos por pura
gratuidad suya, como una muestra de su amor infinito hacia nosotros.
“Tened ceñida la cintura y encendidas las
lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la
boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el
señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará
sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de
madrugada y los encuentra así, dichosos ellos”. Así de corta y contundente es
la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 12,35-38).
Esta lectura, que nos evoca la parábola de las
vírgenes necias y prudentes (Mt 25,1-13), enfatiza la necesidad de permanecer
vigilantes, con la cintura ceñida (el delantal de trabajo puesto) y la lámpara
(de la fe) encendida, pues nadie sabe el día en que el Señor “regresará”. Esa
figura de ceñirnos el “delantal de trabajo” nos apunta a que tenemos que estar
siempre prestos a servir (Cfr. Lc 17,8; Jn 13,4; Ef 6,14); y la lámpara
encendida nos recuerda que debemos estar prestos a la acción, a servir en todo momento, día y noche.
La lectura nos habla del Señor que “vuelve” de
la boda, el único evento del cual los judíos del tiempo de Jesús llegaban tarde
en la noche. Y nos dice que tenemos que estar listos para abrirle “apenas venga
y llame”. Si Jesús llega de imprevisto
nos corremos el riego de no estar preparados. Podríamos pensar que esta lectura
tiene un sentido escatológico, es decir, que se refiere únicamente a esa
“segunda venida” de Jesús en el final de los tiempos. Pero, como digo siempre a
mis estudiantes, la Palabra de Dios es “viva y eficaz”, y nos habla, nos
interpela aquí y ahora.
La pregunta obligada es: ¿Estoy preparado para
servir en todo momento, en toda circunstancia? Si el Señor llega, ¿me
encontrará con el delantal ceñido a la cintura? ¿Y cómo puede el Señor llegar
si no al final de los tiempos? Cuando el Señor me habla a través de su Palabra
en las celebraciones litúrgicas, ¿le presto atención?, ¿le escucho? “El que los
escucha a ustedes, me escucha a mí; el que los rechaza a ustedes, me rechaza a
mí” (Lc 10,16). Cuando me encuentro con un hermano necesitado, ¿estoy presto a
servirle, a llenar su necesidad? “Porque tuve hambre y ustedes me dieron de
comer…” (Mt 25,35-36). Si mantengo encendida la lámpara de la fe, ¿no puedo
acaso encontrar a Jesús en todos los acontecimientos de mi vida, en mis penas,
mis alegrías, mis triunfos, mis fracasos?
Por eso, tenemos que mantenernos vigilantes y
despiertos, para que cuando el Señor llegue podamos escucharle, reconocerle y
abrirle, para dejarle entrar en nuestros corazones. “Mira que estoy a la puerta
y llamo: si uno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa, y comeré con el y
él conmigo” (Ap 3,20). Y entonces Él se ceñirá el delantal, “nos hará sentar a
la mesa y nos irá sirviendo”.
En este santo día, pidamos al Señor que nos
conceda la gracia de mantenernos vigilantes para servirle en todo momento y
lugar.
La lectura del Evangelio que nos presenta hoy
la liturgia (Lc 11,27-28) es tan corta que la podemos transcribir sin
dificultad: “En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las gentes, una mujer de
entre el gentío levantó la voz, diciendo: ‘Dichoso el vientre que te llevó y
los pechos que te criaron’. Pero él repuso: ‘Mejor, dichosos los que escuchan
la palabra de Dios y la cumplen’”.
Vemos cómo Lucas continúa presentándonos a un
Jesús que enfatiza la importancia de la escucha de la Palabra de Dios y su
cumplimiento, cualidad que antepone inclusive a los lazos familiares,
incluyendo los suyos propios con su Madre. Es decir, con la contestación que
Jesús brinda a esta mujer, está diciendo que la Virgen María es más dichosa por
haber escuchado y puesto en práctica la Palabra del Padre que por haberle
parido y amamantado.
Así, este pasaje, exclusivo de Lucas, se
convierte en el mayor elogio de Jesús a su madre, no solo por exaltar su fe y
su calidad de discípula, sino por reconocerle una dignidad y una libertad
desconocidas en la mentalidad del Antiguo Testamento, que consideraba a la
mujer como una “paridora” y criadora de hijos para su marido. Esa libertad es
la que la hace “bienaventurada”, “dichosa”, como había reconocido su prima
Isabel, quien llena de Espíritu Santo exclamó: “Dichosa tú por haber creído que
se cumplirían las promesas del Señor”, frase que sirve de preámbulo al hermoso
canto del Magníficat.
La libertad manifiesta de María va unida a
otra de sus características que la convierten en modelo y paradigma para todos
los cristianos: la fe, que a su vez va unida a otra que se deriva de esta: la
dócil aceptación de la Palabra de Dios. Así María se convierte en modelo de fe
para toda la humanidad. La encarnación se hizo posible por la fe de María, y se
viabilizó gracias a su libertad en ese “hágase”, que selló el pacto de amor
eterno que culminó el plan salvador de Dios. Por eso san Agustín decía que “en
María es más importante su condición de discípula de Cristo que la de Madre de
Cristo; es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser Madre de
Cristo”. O como decían los antiguos: “María concibió con la fe antes de hacerlo
con el vientre”.
Jesús nos presenta a su Madre santísima como
su primera y más perfecta discípula; la que creyó que el niño que llevaba en
sus purísimas entrañas era verdaderamente Dios; creyendo escuchó la profecía de
Simeón; creyendo, el día que encontró a su Hijo en el Templo, comprendió que lo
había perdido para siempre mientras “guardaba todas estas cosas en su corazón”;
y creyendo se mantuvo erguida al pie de la cruz con la certeza de que su Hijo
resucitaría al tercer día.
Hoy sábado, día que la liturgia dedica a Santa
María, pidámosle que interceda por nosotros ante su Hijo para que, a ejemplo de
ella, aprendamos a escuchar y cumplir su Palabra.
La lectura evangélica
que nos ofrece la liturgia para el lunes de la vigésima sexta semana del tiempo
ordinario (Lc 9,46-50), tenemos que leerla en el contexto de las del viernes y
sábado pasados, en las que Jesús había hecho el primer y segundo anuncios de su
Pasión. Tal parece que los discípulos se negaban a entender lo que Jesús les
decía, pues preferían continuar gozando vicariamente el éxito y la fama que
Jesús, su maestro, se había ganado en Galilea. Con toda probabilidad querían
llegar montados en la “ola” de esa fama a Jerusalén, cuyo camino estaban a
punto de emprender.
Esto se desprende de
la primera oración del pasaje que contemplamos hoy: “los discípulos se pusieron
a discutir quién era el más importante”. Jesús acababa de anunciarles, no una,
sino dos veces, la pasión y muerte que debía sufrir, y ellos seguían
preocupados por quién de ellos era el más importante. Definitivamente, estaban
cegados por el éxito de su maestro. Me recuerdan a los ayudantes de campaña de
los políticos, quienes no habiendo llegado aún al poder, comienzan a pelearse
los puestos que ocuparán cuando su candidato resulte electo. Los discípulos no
habían podido zafarse de las ideas de un mesianismo político y militar de parte
de Jesús.
Ante esa actitud,
Jesús “cogió de la mano a un niño, lo puso a su lado y les dijo: ‘El que acoge
a este niño en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí acoge al que me
ha enviado. El más pequeño de vosotros es el más importante’.” Debemos recordar
que en tiempos de Jesús un niño no tenía derechos, era considerado una
“posesión” de su padre. En las casas donde no había servidumbre ni esclavos,
los niños eran quienes llevaban a cabo las labores de éstos, incluyendo lavar
los pies de los que llegaban a la casa. Jesús quiere enfatizar que su
mesianismo está fundamentado en la humildad y el amor; que si algún “puesto”
hay en su Reino, es el de servidor de los demás. Más tarde, al lavar los pies
de sus discípulos, Jesús nos ofrecería un testimonio de la vocación al servicio
que tenemos todos los cristianos: “Les aseguro que el servidor no es más grande
que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía” (Jn 13,16).
Las palabras de Jesús parecen haber caído en oídos sordos una vez más. Como contestación a sus palabras, Juan le manifiesta una queja que pone de manifiesto que los discípulos no estaban dispuestos a compartir su protagonismo con nadie (ayer leíamos la versión de Marcos de esta conversación): “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y, como no es de los nuestros, se lo hemos querido impedir”. ¡Cuántas veces a nosotros nos pasa lo mismo! Creemos tener monopolizado a Jesús y no permitimos que alguien, sobre todo de otra denominación cristiana, pretenda apartar las tinieblas (“demonios”) con su Palabra. ¿Quién nos ha dado semejante derecho? Jesús no fue, pues Él mismo dijo a sus discípulos: “No se lo impidáis; el que no está contra vosotros está a favor vuestro”.
Recordemos la
oración de Jesús: “Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti,
que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me
enviaste”.
El pasaje del Evangelio que nos propone la
liturgia para hoy (Lc 8,16-18) es uno de los más cortos: “En aquel tiempo, dijo
Jesús a la gente: «Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete
debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran tengan luz.
Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse
o a hacerse público. A ver si me escucháis bien: al que tiene se le dará, al
que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener»”.
Hoy nos concentraremos en la primera oración
de esta parábola de Jesús: “Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o
lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran
tengan luz”. La enseñanza de Jesús contenida en esta parábola complementa otras
mediante las cuales de igual modo Jesús invita a sus discípulos (y a nosotros)
a compartir la Palabra recibida de Él. Así nos habla de dar “fruto en
abundancia”, el “ciento por uno”; y hoy nos habla de ser una luz que ilumine a
“los que entran”, es decir, a todos los que entran en nuestro entorno.
Jesús nos está repitiendo que la Palabra de
vida eterna (el candil) que recibimos de Él no es para que nos la quedemos para
nosotros, como un secreto bien guardado (escondiéndolo debajo de la cama), es
para que la proclamemos a todo el mundo (Mc 16,15). Y como he dicho en
innumerables ocasiones, esa proclamación de la Buena Nueva del Reino que
recibimos mediante la Palabra, no necesariamente implica “predicar” en el
sentido que normalmente usamos esa palabra. Esa predicación, esa proclamación
del Evangelio, se hace mediante la forma en que vivimos nuestra vida, nuestras
palabras de aliento al que las necesita, nuestros gestos de ayuda al necesitado,
el amor que prodigamos a nuestros semejantes, es decir, convirtiéndonos en
otros “cristos”.
Hoy tenemos que preguntarnos: Mi fe, ¿es un
asunto “personal” mío?; ¿llegan a enterarse los que me rodean (mis amigos,
familiares, compañeros de trabajo, vecinos) que yo soy cristiano, que vivo
según las enseñanzas de Jesús? En otras palabras, ¿“se me nota” que soy
cristiano? Reflexionando sobre el Evangelio de hoy, mi “candil”, ¿está
escondido dentro de una vasija u oculto debajo de la cama, o lo pongo “en el
candelero para que los que entran tengan luz”?
Jesús nos pide que estemos atentos (“A ver si
me escucháis bien”). Porque no podemos dar luz si primero no la hemos recibido
de Él. Hay una máxima latina que dice que nadie puede dar lo que no tiene (nemo dat quod non habet). Por eso mi
insistencia constante en la formación del cristiano. Debemos esforzarnos en estudiar
para conocer cada día más esa Palabra de Dios que es “luz del mundo” (Jn 8,12).
Solo recibiendo y conociendo a plenitud esa Palabra que es la Luz, podemos
colocarla en un “candelero”, “para que los que entran tengan luz”.
Pidámosle al Señor que nos permita conocer su
Palabra cada día más, y nos dé la valentía de proclamarla con nuestra vida, de
manera que el que nos vea tenga que decir: “Yo quiero de eso…”
Que pasen una hermosa semana llena de la PAZ
que solo Él puede brindarnos.