REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA 22-03-21

“Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.

En la primera lectura de hoy (Dn 13,1-9.15-17.19-30.33-62) se nos presenta la historia de la casta Susana que confía en el Señor y prefiere enfrentar a sus calumniadores antes que pecar contra Él. Es una historia larga, que termina desenmascarando a los acusadores y librando a Susana del castigo. Susana había implorado al Señor, y el Señor escuchó su plegaria, suscitando el Espíritu Santo en el joven Daniel, quien la salvó de sus detractores, porque “Dios salva a los que esperan en él”.

De no ser por la intervención providencial del joven Daniel, todos estaban prestos a condenarla, sin mayor indagación, confiando tan solo en el testimonio de los dos ancianos libidinosos. En ocasiones anteriores hemos hablado de cuán prestos estamos a juzgar y condenar a los demás sin juzgarnos antes a nosotros mismos. Hoy vemos cómo, inclusive, lo hacemos sin darles una oportunidad de defenderse, sin escuchar su versión de los hechos, y cómo somos dados a la especulación cuando llega el momento de juzgar y condenar. Y, peor aún, con cuánta facilidad repetimos un “chisme”, sin averiguar su veracidad, y sin detenernos a pensar el daño que le causamos al prójimo al hacerlo. Por eso alguien ha dicho que el órgano del cuerpo que más nos hace pecar es la lengua.

En más de una ocasión el papa Francisco nos ha instado a evitar los chismes y no caer en la tentación de usar una “lengua de víbora”. “También las palabras pueden matar, por lo tanto no sólo no debemos atentar contra la vida del prójimo, tampoco lanzar sobre él el veneno de la ira y golpearlo con la calumnia”, nos ha dicho.

Más allá del chismorreo, si nos detuviéramos a juzgarnos nosotros mismos antes de hacerlo con los demás, de seguro seríamos más benévolos con ellos, aun cuando lo que se le imputa al otro fuera cierto, como en la lectura evangélica de hoy (Jn 8,1-11) que trata sobre el perdón, y nos presenta la historia de una mujer “sorprendida en flagrante adulterio”. Esta vez no se trataba de una calumnia, la mujer era culpable.

Los escribas, fariseos y sumos sacerdotes, que ya habían decidido “eliminar” a Jesús, vieron en esta situación una oportunidad para acusarlo o, al menos, desacreditarlo ante sus seguidores: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?” Una pregunta “cargada”. Si contestaba que sí, echaba por tierra todo lo que había predicado sobre el amor y el perdón. Si contestaba que no, lo acusaban de violar la ley de Moisés.

Jesús decide ignorar la pregunta y les contesta con la frase: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. Nos dice la escritura que todos se escabulleron, “empezando por los más viejos”. Entonces Jesús dijo a la mujer: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.

Jesús, la Misericordia encarnada, no nos juzga, no nos condena. Tan solo nos pide que reconozcamos nuestra culpa y no pequemos más. Se trata de la manifestación más pura del amor. El amor de una madre…

En lo que poco resta de esta Cuaresma (nunca es tarde), hagamos un examen de conciencia. ¿Con cuanta facilidad juzgamos a nuestro prójimo? ¿Con cuánta facilidad le condenamos?

REFLEXIÓN PARA EL QUINTO DOMINGO DE CUARESMA (B) 21-03-21

“Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”.

Hoy es el quinto domingo de Cuaresma. A la distancia nos parece divisar el Gólgota y todo el drama de la Pasión de Jesús, su muerte redentora que sellará con su sangre la Nueva y definitiva Alianza en su persona, y su gloriosa Resurrección.

La primera lectura, tomada de la profecía de Jeremías (31,31-34), nos apunta hacia la naturaleza permanente de esa Alianza, superior a la Antigua, y el valor redentor de la misma: “así será la alianza que haré con ellos, después de aquellos días –oráculo del Señor–: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”.

El relato evangélico (Jn 12,20-33), que Juan sitúa en el contexto de la Pascua, cuando todos “subían” a Jerusalén a celebrarla, añade el elemento de unos “griegos” que querían ver a Jesús, y utiliza como uno de los mensajeros a Andrés, hermano de Simón Pedro, a quien Juan el Bautista le había señalado a Jesús al comienzo de su Evangelio: “He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Todo el pasaje gira en torno a la “hora” de su glorificación que ya está cercana.

La presencia de los griegos, por su parte, apunta hacia la universalidad de la redención mediante una Alianza que no quedará circunscrita al pueblo de Israel, sino a toda la humanidad.

El domingo pasado leíamos en el Evangelio (Jn 3,14-21): “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”. Hoy ratifica esa redención, y la universalidad de la misma al decir: “cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí”. De este modo, Juan nos presenta la Cruz como triunfo y glorificación, la “locura de la Cruz” de la que nos habla san Pablo (1Cor 1,18).

Otro aspecto importante es la radicalidad del seguimiento, significado en la figura de la semilla de trigo que tiene que morir para que rinda fruto: “Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna”. Se refería, no tan solo a su Pasión y muerte inminentes, sino también a los que decidamos seguirlo. “El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará”.

Como tantas otras veces, Jesús echa mano de los símbolos agrícolas, conocidos por todos los de su tiempo, para transmitir su mensaje. Y el mensaje es claro; el verdadero seguidor de Jesús tiene que “morir” para poder convertirse en generador de fraternidad y agente de salvación para otros. Aunque Jesús lo llevó al extremo de la privación violenta de la vida, ese “morir” para nosotros implica morir a todo lo que nos impida seguir sus pasos y entregarnos a servir a otros por amor, que es a lo que Él nos invita, con la certeza de que, al igual que Él, el Padre nos premiará.

Jesús nos invita a seguirle. El camino es difícil, pero la recompensa es eterna…

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 20-03-21

“Jamás ha hablado nadie como ese hombre”.

En las lecturas que contemplamos hoy se percibe un ambiente de tensión. Ya se ve en el horizonte el drama de la Pasión…

La primera lectura (Jr 11,18-20) continúa prefigurando la Pasión, con la imagen del “cordero manso, llevado al matadero”. Seis siglos antes que Jesús, Jeremías también había sido perseguido por anunciar la palabra de Dios e invitar a su pueblo a la conversión.

Esa imagen del cordero, tan asociada al “cordero pascual” que representa la figura de Cristo, enfatiza la inocencia de la víctima y la injusticia del sacrificio; sacrificio que fue justificado por la Ley.

En la lectura evangélica (Jn 7,40-53) encontramos a los judíos divididos en cuanto a su opinión sobre Jesús. Jesús siempre se presentó como una figura controversial. Ya Simeón había profetizado que Jesús iba a ser “signo de contradicción” (Lc 2,34). Por otro lado, vemos que los sumos sacerdotes y fariseos ya estaban poniendo en marcha su conspiración para acabar con Jesús. Pero sus esfuerzos por arrestarlo resultaban en vano. Los guardias del templo que tenían esa encomienda regresaron ante ellos con las manos vacías. Furiosos ante el fracaso de su gestión, increparon a los guardias: “¿Por qué no lo habéis traído?”, a lo que éstos respondieron: “Jamás ha hablado nadie como ese hombre”. El poder del Verbo, la Palabra de Dios que creó el universo (Cfr. Gn 1), que separó las tinieblas de la luz; que es capaz de apartar las tinieblas de los corazones que se abren a ella. Los guardias no habían podido resistir ese Poder.

Los fariseos estaban tan concentrados en estudiar la Ley y los profetas, en aprenderlos de memoria, en debatir sobre su interpretación, en el estricto “cumplimiento” de la Ley, que no reconocieron a Aquél de quien hablaban los profetas. Por eso insultan a los guardias: “¿También vosotros os habéis dejado embaucar? ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Esa gente que no entiende de la Ley son unos malditos”.

Los compararon con los llamados “pecadores” de su época. Este grupo lo conformaban aquellos que por falta de instrucción, y desconocimiento de la Ley, estaban constantemente expuestos a incumplir sus normas o preceptos, especialmente aquellos relativos a la pureza ritual, y eso los convertía en “pecadores”. Los judíos los denominaban el “pueblo de la tierra” o ham ha’ares. Solo esta gente “ignorante” podía dejarse “embaucar” por Jesús.

Los fariseos estaban convencidos que solo mediante el estudio de la Ley y las escrituras se podía alcanzar el favor de Dios. Todavía, en pleno siglo XXI, existen sectas fundamentalistas que sostienen que el que no sabe leer no puede salvarse, pues no puede leer la Biblia. Los fariseos confundían el conocimiento de la Ley con el conocimiento de Dios. Esa actitud resalta el contraste entre ellos y Jesús. Ellos se sienten “superiores”, por encima de la plebe, mientras Jesús se identifica con los pobres y marginados.

Al final de pasaje vemos que los fariseos también apoyan sus prejuicios en las Escrituras cuando insultan a Nicodemo: “verás que de Galilea no salen profetas”.

Hagamos examen de conciencia. Nosotros, ¿utilizamos las Escrituras para juzgar, y fundamentar nuestros prejuicios contra ciertas personas o grupos? ¿Ponemos los preceptos por encima del amor?

“Misericordia quiero, y no sacrificio”…

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA VIRGEN MARÍA 19-03-21

“Aunque no lo menciona por su nombre, presumimos que fue quien lo llevó a circuncidar a los ocho días”.

Hoy hacemos un paréntesis en liturgia cuaresmal, en que la Iglesia celebra la solemnidad de San José, esposo de la Virgen María y patrono de la Iglesia universal. Ya anteriormente hemos reflexionado sobre las lecturas que nos brinda la liturgia para este día. Les invitamos a leer esa reflexión pulsando sobre este enlace.

Es muy poco lo que se sabe sobre este santo varón a quien Dios encomendó la tarea de darle estatus de legalidad a su Hijo, aceptándolo y reconociéndolo como suyo propio, criarlo, cuidar de Él y proveer para su sustento y el de su Madre. Por eso la Iglesia lo venera como santo.

Sin embargo, al leer el Nuevo Testamento encontramos que es muy poco lo que se nos dice de San José. Así, por ejemplo, Marcos, que es el primero de los evangelistas en escribir su relato (entre los años 69-70), ni tan siquiera lo menciona. Tampoco lo hace Juan, el último en escribir (entre los años 95-100).

Mateo (alrededor del año 80), el primero en mencionarlo, nos dice que José era descendiente de David, (1,16) cumpliéndose así las profecías mesiánicas, y que tenía el oficio de artesano –tékton-(13,55a); que el ángel del Señor le dijo que no temiera aceptar a María como esposa, pues el hijo que llevaba en sus entrañas era hijo de Dios (1,20-21); que luego del Niño nacer en Belén (2,1), el ángel del Señor le instruyó que huyeran a Egipto (2,13); y más adelante que regresara a Nazaret (2,20). Luego de eso… ¡silencio total!

Lucas (entre los años 80-90), por su parte, lo coloca llevando a su esposa a Belén para empadronarse en un censo, lo que explica por qué el Niño nació allí (2,1-7), y, aunque no lo menciona por su nombre, presumimos que fue quien lo llevó a circuncidar a los ocho días (2,21), y estuvo presente en la purificación de su esposa y presentación del Niño en el Templo (2,22-24). Finalmente lo menciona en el episodio del Niño perdido y hallado en el Templo (2,41-52), de nuevo sin mencionar su nombre y sin que pronuncie palabra (es su madre maría quien increpa al niño). Y otra vez, ¡silencio total!

De hecho, la mayoría de los detalles sobre el origen y la vida de José los recibimos de la Santa Tradición, recogida en parte en los Evangelios Apócrifos, especialmente el Evangelio del Pseudo Mateo, el Libro sobre la Natividad de María, y la Historia de José el Carpintero (a este último se debe que a pesar de que en el original griego Mateo se limita a decir que era “artesano”, la tradición y traducciones posteriores lo traduzcan como “carpintero”).

De estos escritos surge, por ejemplo, las circunstancias en que José advino esposo de la Virgen María, su edad avanzada, que era viudo y que tenía otros hijos, la vara de san José que florece frente a los demás pretendientes (por eso las imágenes lo muestran con su vara florecida), y que José falleció cuando Jesús tenía dieciocho años (a José se le conoce también como el santo del “buen morir”, pues se presume que murió en compañía de Jesús y María).

Lo cierto es que el Señor vio en Él unas cualidades que le hicieron digno de encomendarle la delicada tarea de ser el padre adoptivo del Verbo Encarnado. Por eso hoy veneramos su memoria.

Felicidades a todos los José, Josefa y Josefina (incluyendo a mi adorada esposa), en el día de su santo patrono.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 18-03-21

¿Seguimos sus pasos a pesar de nuestra débil naturaleza y ponemos en práctica su Palabra?

“Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí! (Jn 5,31-47). Los judíos se concentraban tanto en las Escrituras, escudriñando, debatiendo, teorizando, que eran incapaces de ver la gloria de Dios que estaba manifestándose ante sus ojos en la persona de Jesús. “Las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, Él mismo ha dado testimonio de mí. Nunca habéis escuchado su voz, ni visto su semblante, y su palabra no habita en vosotros, porque al que Él envió no le creéis”.

Nosotros muchas veces caemos en el mismo error; “teorizamos” nuestra fe y nos perdemos en las ramas del árbol de las Escrituras en una búsqueda de los más rebuscados análisis de estas, mientras desatendemos las obras de misericordia, que son las que dan verdadero testimonio de nuestra fe y, en última instancia, de la presencia de Jesús en nosotros.

Jesús dice a los judíos: “No penséis que yo os voy a acusar ante el Padre, hay uno que os acusa: Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero, si no dais fe a sus escritos, ¿cómo daréis fe a mis palabras?” Jesús se refería al libro del Deuteronomio (que los judíos atribuían a Moisés), en el que Yahvé le dice a Moisés: “Por eso, suscitaré entre sus hermanos un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él dirá todo lo que yo le ordene. Al que no escuche mis palabras, las que este profeta pronuncie en mi Nombre, yo mismo le pediré cuenta” (Dt 18,18-19). En Jesús se cumplió esta profecía, y los suyos no le recibieron (Cfr. Jn 1,11).

Jesús se nos presenta como el “nuevo Moisés”, que intercede por nosotros ante el Padre, de la misma manera que lo hizo Moisés en la primera lectura de hoy (Ex 32,7-14) por los de su pueblo cuando adoraron un becerro de oro, haciendo que Dios se “arrepintiera” de la amenaza que había pronunciado contra ellos. Jesús llevará esa intercesión hasta las últimas consecuencias, ofrendando su vida por nosotros.

En la lectura evangélica de ayer Jesús (Jn 5,17-30) nos decía: “En verdad, en verdad os digo: quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna”.

Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Hemos acogido a Jesús, escuchado su Palabra, y reconocido e interpretado justamente las grandes obras que ha hecho en nosotros? Habiéndole reconocido e interpretado sus obras, ¿seguimos sus pasos a pesar de nuestra débil naturaleza y ponemos en práctica su Palabra? ¿O somos de los que “no creen al que (el Padre) envió”?

Durante esta Cuaresma, pidamos al Señor que reavive nuestra fe y afiance nuestro compromiso en Su seguimiento, de manera que podamos imitarle en su entrega total por nuestros hermanos. Esto incluye interceder ante el Padre por los pecadores, incluyendo aquellos que nos hacen daño o nos persiguen. Lo hemos dicho en ocasiones anteriores. El seguimiento de Jesús ha de ser radical. No hay términos medios (Cfr. Ap 3,15-16).

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 17-03-21

La liturgia para este miércoles de la cuarta semana de Cuaresma comienza presentándonos la contraposición entre las tinieblas y la luz, pero esta vez por voz del profeta Isaías (49,8-15): “En tiempo de gracia te he respondido, en día propicio te he auxiliado; te he defendido y constituido alianza del pueblo, para restaurar el país, para repartir heredades desoladas, para decir a los cautivos: ‘Salid’, a los que están en tinieblas: ‘Venid a la luz’”.

Este pasaje, tomado del “Segundo Isaías” o Libro de la consolación, y escrito por un profeta anónimo durante el exilio en Babilonia, pretende consolar y alentar al pueblo, anunciándoles un segundo éxodo de vuelta a Jerusalén. De paso, su oráculo prefigura la llegada del Mesías tan esperado por el pueblo de Israel, con las palabras que serán tomadas por Juan Bautista y que resuenan al comienzo del Adviento: “Convertiré mis montes en caminos, y mis senderos se nivelarán” (Cfr. Lc 3,4-5).

Esta primera lectura termina con uno de los versículos más tiernos del Antiguo Testamento y de toda a Biblia: “¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré”. Tan grande es el amor de Dios por cada uno de nosotros. Un amor que tiene más rasgos de amor materno que paterno. De hecho, si examinamos el Antiguo Testamento libres de las “gríngolas” de la tradición patriarcal del pueblo judío (y heredada por nosotros), encontramos que pocas veces se refiere a Dios como “padre”, y las veces que lo hace, es como sinónimo de “Señor”.

Por el contrario, sobre todo cada vez que habla del amor y la misericordia divinos, lo hace con rasgos maternales, como lo hace en el pasaje que contemplamos hoy, y en otro que no puedo dejar de mencionar; el pasaje de Oseas (11,1.3-4) que nos presenta a un Dios-Madre que se inclina sobre su hijo para amamantarlo: “Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer”.

Esto nos remite al vocablo hebreo utilizado en el Antiguo Testamento para definir la “misericordia” (Cfr. Salmo 50): rah min, que en su raíz se deriva de la palabra rehem, que se refiere a la matriz o el útero materno. De ahí las continuas referencias al amor de Dios por el “hijo de sus entrañas”, especialmente en la literatura profética. Se trata de un amor gratuito, no fruto de ningún mérito de nuestra parte. Dios nos ama a cada uno de nosotros tal y como somos, como solo una madre puede hacerlo, con todos nuestros pecados, nuestras miserias. Por eso quiere nuestra salvación, por eso nos espera como el padre del hijo pródigo (Lc 15,11-32) para fundirse con nosotros en un abrazo, que tal parece quisiera llevarnos de vuelta al rehem de donde salimos.

Señor, durante esta Cuaresma, inunda todo mi ser con tu Santo Espíritu, para que pueda sentir ese amor incondicional que me haga arrepentirme de todos mis pecados y postrarme ante Ti con la certeza de que “un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Sal 50,19).

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 16-03-21

“Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Palabras de vida, palabras de sanación, de alegría.

El simbolismo del agua “inunda” la liturgia de hoy. La primera lectura, tomada del libro de Ezequiel (47,1-9.12) nos muestra una visión del Templo con torrentes de agua brotando de su lado derecho. El torrente de agua era tan abundante que llegó un momento en que no se podía vadear. Y esa agua era agua de vida, que hacía que la tierra diera frutos en abundancia, y hasta llegaba al Mar Muerto devolviendo la vida a sus aguas salobres.

En las Sagradas Escrituras el agua siempre ha sido símbolo de vida y, más aun, de la Vida que Dios nos da. Por eso se le asocia a los tiempos mesiánicos. Cristo ha venido a traer vida en abundancia. Hay quienes ven en el torrente que brota por el lado derecho del templo en esta visión de Ezequiel, una prefiguración del agua que brota del costado derecho de Jesús en la cruz luego del lanzazo, que sellaría la Nueva y Eterna Alianza y daría paso a la Iglesia como “nuevo pueblo” de Dios, instrumento de salvación instituido por Cristo.

En el capítulo siete de Juan el agua se nos presenta como el Espíritu que mana del Cristo glorificado: “‘El que tenga sed, venga a mí; y beba el que cree en mí’. Como dice la Escritura: De su seno brotarán manantiales de agua viva. Él se refería al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él” (Jn 7,37-39).

El pasaje evangélico de hoy (Jn 5,1-3.5-18) nos presenta el episodio en que Jesús cura a un paralítico que estaba echado en una camilla junto a la piscina de Betesda. Nos dice la Escritura que el hombre llevaba allí treinta y ocho años.

Dos cosas nos llaman la atención sobre este pasaje. Primero, es Jesús quien se toma la iniciativa. Han llegado los tiempos mesiánicos. Es Él quien se acerca al paralítico y le pregunta: “¿Quieres quedar sano?” Una pregunta directa. Jesús sabe que el hombre lleva mucho tiempo, que ha puesto toda su esperanza en el agua de aquella piscina (en los versos 3b-4 se nos dice que cuando el agua que había en ella era agitada por las alas de un ángel del Señor que bajaba de vez en cuando, el primero que se metía se curaba).

Segundo, la respuesta del hombre ante esa pregunta trascendental: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”. Jesús le había hecho una pregunta directa, lo único que tenía de decir era “sí”. No se daba cuenta que tenía ante sí al mismo Dios, aquél de quienes brotan torrentes de agua viva, capaz de echar demonios, curar enfermos, revivir muertos. Está ventilando su frustración, pero más que nada, su soledad: “no tengo a nadie…” La soledad, lo que el papa Francisco ha llamado la peor enfermedad de nuestro tiempo.

Jesús se compadece y le dice: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Palabras de vida, palabras de sanación, de alegría. Dentro de toda su frustración y soledad, aquél hombre creyó las palabras de Jesús. Por eso pudo recibir los frutos del milagro. “Y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar”.

Jesús nos pregunta hoy si queremos quedar sanados de nuestros pecados. ¿Qué le vamos a contestar?

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 15-03-21

“Anda, tu hijo está curado”.

Hoy la liturgia nos presenta al evangelista san Juan, quien dominará la liturgia por lo que resta de la Cuaresma. El pasaje que leemos hoy (Jn 4,43-54) es el de la curación del hijo de un funcionario real (un pagano). Este suceso ocurre después del encuentro de Jesús con Nicodemo y la Samaritana. Cabe señalar que este es uno de apenas siete milagros (“signos”) que nos narra el evangelio según san Juan (los sinópticos nos narran unos 23).

Jesús acababa de llegar a Caná de Galilea y este funcionario, que tenía un hijo muy enfermo en Cafarnaún, le pidió que fuera con él allá para curarlo. Jesús lo increpó diciéndole: “Como no veáis signos y prodigios, no creéis”. Aun así el funcionario insistió (estaba seguro de que Jesús podía curar a su hijo – la semilla de la fe).

Ante la insistencia del hombre Jesús le dijo: “Anda, tu hijo está curado”. La Escritura nos dice que “El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino”. Yendo de camino los criados vinieron a su encuentro y le dijeron que el niño estaba curado, y él pudo constatar que el milagro había ocurrido justo a la hora que Jesús le había dicho que su hijo estaba curado. El funcionario creyó que su hijo estaba curado y actuó conforme a esa creencia. En eso consiste la fe. Confió en la Palabra de Jesús y actuó de conformidad.

Lo curioso de este episodio es que es un pagano quien nos revela la verdadera naturaleza de la fe: una confianza plena y absoluta en la persona de Jesús, que le hace resistir los reproches iniciales de Jesús, y le impulsa a actuar según esa confianza, sin necesidad de ningún signo visible. Creyó en Jesús, y “le creyó” a Jesús. Eso fue suficiente para emprender el camino de regreso a su casa con la certeza de que Jesús le había dicho: “Anda, tu hijo está curado”. Él creyó que su hijo estaba sano, y su hijo fue sanado. “Y creyó él y toda su familia”.

Es decir, no se trata de creer o no en los signos, se trata de creerle o no creerle a Jesús. El que le cree a Jesús y actúa conforme a esa confianza, verá manifestarse la gloria de Dios. El que no le cree a Jesús podrá presenciar mil prodigios, pero nunca recibirá la gracia de los mismos, nunca verá manifestarse en él la gloria de Dios.

Por eso se ha dicho que la fe es el “gatillo” que “dispara” el poder de Dios. Ese es nuestro problema, creemos pero no tenemos fe, aunque nos consideremos personas “de fe”. Basta con escuchar las palabras de Jesús: “Si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, dirían a esta montaña: ‘Trasládate de aquí a allá’, y la montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes” (Mt 17,20). Una sola pregunta: ¿Puedo yo mover montañas?

En esta Cuaresma oremos: “Señor yo creo, pero aumenta mi fe”.

REFLEXIÓN PARA EL CUARTO DOMINGO DE CUARESMA (B) 14-03-21 (“LAETARE”)

Nicodemo era un fariseo rico que, intrigado y atraído por el mensaje de Jesús, decide ir a visitarle de noche.

Nicodemo es un personaje que aparece solamente en el relato evangélico de Juan (al igual que Lázaro), y que es importante porque sirve de contrapunto en un diálogo profundo con Jesús, que ocupa una buena parte del capítulo 3 del relato. Nicodemo era un fariseo rico que, intrigado y atraído por el mensaje de Jesús, decide ir a visitarle de noche. Ahí se suscita el primer encuentro con Jesús, dentro del cual se desarrolla el diálogo que recoge parcialmente la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para este cuarto domingo de Cuaresma (Jn 3,14-21).

El saludo de Nicodemo y el inicio del diálogo, que no aparecen en el fragmento que leemos hoy, son importantes para entender el mismo, así como la mentalidad y la actitud con que Nicodemo se presentó ante Jesús. Por eso les recomiendo que se lean la perícopa en su totalidad (vv. 1-21).

Recordemos que Nicodemo era un alto personaje del judaísmo que se había sentido atraído por la enseñanza de Jesús, y por eso decide ir a verlo. El hecho de que venga a verlo de noche nos apunta a que viene de la “noche” del judaísmo ritual vacío (la oscuridad) hacia la “luz” representada en la persona de Jesús, en su Palabra, en el nacimiento del agua y del Espíritu que Jesús le propone en el versículo 5. La contraposición luz-tinieblas del Evangelio de Juan.

En el pasaje de hoy encontramos a Jesús haciendo un anuncio de su Pasión y la salvación que por ella nos vendría, prefigurada en la serpiente de bronce que Moisés, siguiendo las instrucciones de Yahvé, hizo y colocó sobre un estandarte (en forma de cruz), para que todo el que era mordido por unas serpientes venenosas que los asediaban quedara sano al mirarla (Cfr. Núm 21,4-9). Por eso dice a Nicodemo: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”.

Seguimos adelantando en este tiempo de Cuaresma; tiempo de conversión en que se nos invita sanar nuestros corazones envenenados por el pecado. Si nos tornamos a mirar la Cruz, al igual que los israelitas en el desierto, nuestros corazones serán sanados; porque en la Cruz encontraremos una fuente inagotable de amor, de misericordia, de perdón. Y si fijamos nuestra mirada en el Crucificado, encontraremos que nuestra propia cruz se hace liviana, y podremos decir con san Pablo: “¡Lejos de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!” (Gál 6,14). “Gloriémonos también nosotros en ella, aunque sólo sea porque nos apoyamos en ella” (San Agustín).

Si no lo has hecho aún, ve hoy a la Casa del Padre y mira hacia el altar; allí encontrarás a su Hijo que te espera con los brazos abierto. Y si aún no tienes la dicha de misa presencial, fija tu mirada en ese crucifijo que tienes en tu casa, o en tu Rosario…  Y si todavía no te has reconciliado, ¡este es el momento! No esperes más.