REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TRIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 24-11-21

“Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Esas palabras, pronunciadas por Jesús a sus discípulos, conforman el Evangelio de hoy (Lc 21,12-19).

Jesús continúa su “discurso escatológico” que comenzara ayer; habla de lo que habría de suceder a sus discípulos antes de la destrucción la ciudad de Jerusalén y del Templo (año 70 d.C.). Curiosamente, cuando Lucas escribe su relato evangélico, ya esto había sucedido (Lucas escribe su evangelio entre los años 80 y 90). El mismo Lucas, en Hechos de los Apóstoles, nos narra las peripecias de los apóstoles Pedro, Pablo, Juan, Silas, y otros, y cómo los apresan, los desnudan, los apalean, y los meten en la cárcel por predicar el Evangelio, y cómo tienen que comparecer ante reyes y magistrados. Tal y como Jesús anuncia que habría de ocurrir.

El mismo libro nos narra que ellos salían de la cárcel contentos, “dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús” (Hc 5,41). Contentos además porque habían tenido la oportunidad de predicar el Evangelio, no solo en la cárcel, sino ante reyes y magistrados. Más aún, confiados en las palabras del mismo Jesús cuando les dijo: “Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. El llamado es a la confianza y la perseverancia; características del discípulo-apóstol; ese que escucha el llamado, lo acoge, y se lanza a la misión que Dios le ha encomendado. Discípulos de la verdad; verdad que hemos dicho es la fidelidad del Amor de Dios que nos lleva a confiar plenamente en Él y en sus promesas; Amor que hace que Jesús diga a sus discípulos: “En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). La promesa va más allá de salvar la vida: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.

Lo hermoso de la Biblia es su consistencia. Ya Isaías nos transmitía la Palabra de Dios: “Ahora, así dice Yahvé tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel. ‘No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. Porque yo soy Yahvé tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador’” (Is 43,1-3). Promesa poderosa… ¿Cómo no poner nuestra confianza en ese Dios?

Jesús es consistente en sus exigencias, pero igual lo es en sus promesas. Y nosotros podremos fallarle, pero Él nunca se retracta de sus promesas.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TRIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 23-11-21

En la visión del rey Nabucodonosor, “una piedra se desprendió sin intervención humana, chocó con los pies de hierro y barro de la estatua y la hizo pedazos”.

En la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia de hoy (Lc 21,5-11), Jesús utiliza un lenguaje simbólico muy familiar para los judíos de su época, el llamado género apocalíptico, una especie de “código” que todos comprendían. Esta lectura nos sitúa en el comienzo del último discurso de Jesús, en el cual se mezclan dos eventos: el fin de Jerusalén y el fin del mundo, siendo el primero un símbolo del segundo. De hecho, todas las lecturas que estamos contemplando durante esta última semana del tiempo ordinario tienen sabor escatológico; tratan de la destrucción de Jerusalén, el final de los tiempos, y la instauración del Reinado de Dios al final de la historia.

La primera lectura para hoy, al igual que las de los días recientes, está tomada del libro de Daniel (2,31-45). En el pasaje que contempláramos ayer (Dn 1,1-6.8-20) veíamos cómo Daniel, Ananías, Misael y Azarías, manteniéndose firmes en su fe, habían descollado sobre todos los demás jóvenes, porque “Dios les [había concedido] a los cuatro un conocimiento profundo de todos los libros del saber”, lo que hizo que el rey los tomara a su servicio, por su sabiduría. Nos decía la lectura, además, que “Daniel sabía además interpretar visiones y sueños”.

El pasaje que leemos hoy nos presenta el sueño del rey Nabucodonosor, en el que este había visto una enorme estatua, y Daniel, haciendo uso de su don de interpretación de sueños, le explica al rey el significado del mismo.

En su sueño, Nabucodonosor tuvo una visión de “una estatua majestuosa, una estatua gigantesca y de un brillo extraordinario; su aspecto era impresionante. Tenía la cabeza de oro fino, el pecho y los brazos de plata, el vientre y los muslos de bronce, las piernas de hierro y los pies de hierro mezclado con barro”. En la visión “una piedra se desprendió sin intervención humana, chocó con los pies de hierro y barro de la estatua y la hizo pedazos. Del golpe, se hicieron pedazos el hierro y el barro, el bronce, la plata y el oro, triturados como tamo de una era en verano, que el viento arrebata y desaparece sin dejar rastro. Y la piedra que deshizo la estatua creció hasta convertirse en una montaña enorme que ocupaba toda la tierra.

Es una visión preñada de tantos simbolismos que resulta imposible, en tan breve espacio, intentar descifrarlos todos, más allá de la interpretación inmediata que Daniel le brinda a Nabucodonosor. Nos limitaremos a señalar que algunos exégetas ven en la “piedra se desprendió sin intervención humana”, la figura de Cristo, que nació “sin intervención humana” del vientre virginal de María (Cristo es “la roca que nos salva”). Asimismo, “montaña enorme que ocupaba toda la tierra” en que se convirtió la piedra, simboliza la instauración del Reinado definitivo de Dios al final de los tiempos (para los judíos el poder de Dios se manifiesta en la montaña), cuyo reino que “nunca será destruido ni su dominio pasará a otro”.

No hay duda que al final de los tiempos el Hijo vendrá con gloria para concretizar el Reino para toda la eternidad. La pregunta obligada es: ¿Seremos contados en el número de los elegidos? (Cfr. Ap, 7,9-11) De nosotros depende…

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TRIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 22-11-21

“Sabed que esa pobre viuda ha echado más que nadie, porque todos los demás han echado de lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”.

Estamos en la última semana del año litúrgico, y durante la misma san Lucas nos narrará episodios de los últimos días de la vida terrena de Jesús, justo antes de su Pasión. El pasaje de hoy (Lc 21,1-4) se desarrolla justo a la entrada del Templo, ante el vestíbulo, donde estaban colocadas trece grandes arcas que conformaban la “tesorería” del Templo. Allí depositaban las ofrendas los fieles, y comunicaban sus “intenciones” al encargado de contabilizar el valor de cada ofrenda.

La lectura nos dice que Jesús alzó los ojos; está observando, estudiando los gestos, “viendo” con los ojos de Dios dentro de los corazones de todos los que desfilan frente al arca de las ofendas. Allí “vio unos ricos que echaban donativos en el arca de las ofrendas; vio también una viuda pobre que echaba dos reales, y dijo: ‘Sabed que esa pobre viuda ha echado más que nadie, porque todos los demás han echado de lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’”. El original nos dice que lo que la viuda ofrendó fue dos lepta, la moneda de menor valor que existía entonces. Y Jesús, que es Dios, sabe que era todo lo que esa pobre mujer tenía. Confianza en la Providencia Divina.

Vemos una marcada diferencia en el significado de cada ofrenda. La viuda le entrega a Dios su pobreza, le ha dado lo único que posee. Los ricos, por el contrario, le entregan su poder y privilegios, le han dado lo que les sobra.

Siempre que leemos este pasaje hablamos de la importancia de ser generosos al momento de ofrendar, o de practicar la caridad; de dar de lo que tenemos, no de lo que nos sobra. Pensemos por un momento a la inversa. ¿Podríamos aplicar la enseñanza de este pasaje a Dios? Si Dios nos hubiese dado solo de lo que le sobra, ¿nos habría dado a su único Hijo para salvarnos? En el pasaje que leemos hoy Jesús sabe que le quedan apenas unos días de vida. Sabe que su Padre, que es Dios, lo va a ofrendar a Él, que también es Dios; es decir, que Dios se va a ofrendar a sí mismo, dando no solo lo que tiene, sino lo que es.

Tal vez por eso Jesús presta tanta importancia al gesto de aquella viuda que entregó su posibilidad de sobrevivir, confiando, como lo hizo la viuda de Sarepta, en la palabra del Señor cuando dijo que “La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará”. (1 Re 17,7-16).

Ese Jesús que nació pobre, teniendo por cuna un pesebre (Lc 2,7), vivió como pobre, no teniendo donde recostar la cabeza (Mt 18,20), e iba morir, también pobre, teniendo como fortuna tan solo su ropa (Jn 19,24), estaba a punto de ofrendar, al igual que la viuda, todo lo que tenía: su vida misma, su persona.

Ayer celebrábamos la Solemnidad de Cristo Rey, y decíamos que el poder del Reino de Dios está en el Amor, no en la riqueza ni el poder terrenal. Dios no es un Rey que vino de paseo a la tierra para mostrar su poder. Por el contrario, vino para hacerse pobre y esclavo de todos, y así mostrar su grandeza; para con su gesto comprar para nosotros la libertad que no puede restringirse con cadenas: la libertad de sabernos amados por un Dios que se ofrece a sí mismo por nosotros y por nuestra salvación.

Que pasen una hermosa semana.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO 21-11-21

Hoy es el trigésimo cuarto y último domingo del Tiempo Ordinario, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo; fiesta que marca el fin de Tiempo Ordinario y nos dispone a comenzar ese tiempo litúrgico tan especial del Adviento.

Todas las lecturas que nos propone la liturgia para hoy (Dn 7,13-14; Sal 92, 1ab.1c-2-5); Ap 1,5-8; y Jn 18,33b-37) nos apuntan al señorío y reinado de Jesús, con un sabor escatológico, es decir, a esa segunda venida de Jesús que marcará el fin de los tiempos y la culminación de su Reino por toda la eternidad.

La primera lectura, tomada de la profecía de Daniel, de género apocalíptico, nos presenta la figura de un “hijo de hombre”, refiriéndose a ese misterio del Dios humanado, el Dios-con-nosotros, que es la persona de Jesús con su doble naturaleza, divina y humana: “Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”.

La lectura del libro del Apocalipsis nos reitera el señorío de Jesucristo, “el príncipe de los reyes de la tierra”. Pero a la misma vez lo presenta como “el testigo fiel” que, como decíamos ayer, es sinónimo de “mártir”, lo que nos apunta hacia la verdadera fuente se su poder: el Amor. “Aquel que nos ama, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos”. Juan utiliza el mismo lenguaje de Daniel al describir la visión de Jesús que “viene en las nubes”, añadiendo que cuando Él venga reinará sobre todos, incluyendo a “los que lo atravesaron” (Cfr. Jn 19,37), que tendrán que verlo llegar en toda su gloria. La lectura cierra con una proclamación solemne por parte del Dios Trino: “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso”, el principio y el fin de la historia.

De ambas lecturas surge claramente que el Reinado de Jesús no se rige por las normas de los reinos terrenales. Un reino que “no tiene fin”, es eterno, y en vez de convertirnos en súbditos, nos libera. Jesús lo reitera al comparecer ante Pilato en el pasaje evangélico que contemplamos hoy: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. Más adelante Jesús añade: “Soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad”. En ocasiones anteriores hemos dicho que el término “verdad”, según utilizado en las Sagradas Escrituras, se refiere a la fidelidad del Amor de Dios.

El Reino de Jesucristo no es de este mundo, pero se inicia y se va germinando en este mundo, y alcanzará su plenitud definitiva al final de los tiempos, cuando el demonio, el pecado, el dolor y la muerte hayan sido erradicados para siempre. Entonces contemplaremos su rostro y llevaremos su nombre en la frente, y reinaremos junto al Él por los siglos de los siglos (Cfr. Ap 22,4-5). ¡Qué promesa!

Recuerda visitar la Casa de nuestro Rey; Él mismo vendrá a tu encuentro.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 20-11-21

“No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”. Con esta aseveración Jesús remata su contestación a otra pregunta capciosa que los saduceos que le habían planteado en la lectura evangélica que contemplamos hoy (Lc 20,27-40).  Este es uno de esos pasajes del Evangelio que nos narran los tres sinópticos (Ver: Mt 22,23-33; Mc 12,18-27) con un paralelismo asombroso. Lo podemos enmarcar en el contexto de las polémicas de Jesús con sus opositores, los “intelectuales” de la época (escribas, ancianos, fariseos, herodianos, saduceos), todos conocedores de la Ley y las Escrituras. Las preguntas que estos le plantean son hipócritas, formuladas no con el deseo de saber la respuesta, sino para ver si Jesús “resbala” o contradice la Escritura, y así acusarlo o, al menos hacerle lucir mal.

Pero en este, como en los otros episodios similares encontramos a un Jesús conocedor de las Escrituras y maestro del arte de debate, que sabe utilizar las mismas escrituras para rebatir los argumentos de sus detractores.

El mismo pasaje nos dice que los saduceos no creían en la resurrección. Aun así, le formulan la pregunta: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”.

Jesús, conocedor de la Escritura y de las doctrinas de las diversas sectas religiosas de la época, sabía que los saduceos no reconocían la totalidad de la Biblia Judía, sino solo el Pentateuco (los primeros cinco libros del Antiguo Testamento). Por eso, además de decirles que están equivocados, que la resurrección no conlleva una reanimación de nuestro cuerpo mortal con todas sus apetencias, sino que seremos “como ángeles del cielo”, hace referencia al pasaje del Pentateuco (Ex 3,6) que citamos al principio.

Jesús aclara este concepto también para beneficio de los fariseos quienes, a pesar de que creían en la resurrección, tenían un concepto más físico del fenómeno. Él deja claro que en la “la vida futura” ya las personas no se casarán ni tendrán hijos, pues no habrá necesidad de descendencia, porque “ya no pueden morir” (Cfr. Ap 21,4), y estaremos disfrutando de la vida que no acaba.

El mensaje central de este pasaje evangélico es este: que Dios “no es Dios de muertos, sino de vivos”. Por eso los cristianos no le tememos a la muerte, pues sabemos que esta no es más que el paso a la vida eterna, donde disfrutaremos de la presencia de Dios por toda la eternidad.

Estamos a escasos días del comienzo del Adviento; tiempo que nos prepara para ese gran misterio de amor de un Dios que se hace niño, un Dios que se humana, para con su muerte y resurrección mostrársenos como un Dios que está vivo, que es vida, y que nos da la vida, porque Él “no es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”.

Que pasen un hermoso fin de semana y no olviden visitar Su casa. Él está vivo y nos espera…

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE NUESTRA SEÑORA MADRE DE LA DIVINA PROVIDENCIA 19-11-21

La imagen original, venerada por los Siervos de María y otras órdenes religiosas italianas, es un hermoso óleo en el que aparece la Virgen con el Niño dormido plácidamente en sus brazos.

Hoy celebramos en Puerto Rico la Solemnidad de Nuestra Señora Madre de la Divina Providencia, patrona de Puerto Rico, declarada como tal por el papa san Pablo VI hace cincuenta y dos años, el 19 de noviembre de 1969.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia propia de la solemnidad es Jn 2,1-11, el pasaje de las Bodas de Caná. Y el pasaje es muy apropiado, pues nos muestra a María haciendo uso de su prerrogativa como madre de Dios, provocando así el primer milagro de su Hijo. Un milagro que es producto de la generosidad de la providencia divina. Recordemos que Dios es el único que puede obrar milagros; su Madre tan solo se limita a interceder por nosotros ante su Hijo, y guiarnos hacia su Palabra: “Hagan lo que él les diga”.

Es curioso notar cómo en el relato, María parecería estar más preocupada por los jóvenes esposos que por su propio Hijo, a quien ella refiere su preocupación. Él sigue siendo el foco de atención, como lo será durante toda la vida de su madre. Pero en ese momento ella, como mujer y madre, está pendiente a los detalles, a diferencia de su hijo, que está disfrutando de la fiesta con sus nuevos amigos (Cfr. Jn 1,35-51; 2,2). Por eso es ella quien se percata de la escasez del vino, una situación altamente embarazosa para una familia de la época. Y de la misma manera que tan pronto se enteró del embarazo de su prima salió a ayudarla sin pensarlo (Lc 1,39-45), emprendiendo un largo y peligroso viaje a pesar de su corta edad y su propio estado de embarazo, en esta ocasión actuó de inmediato para resolver el problema de los novios. Y aunque su Hijo le manifiesta que aún no ha llegado su “hora”, ella insiste y hace que esa “hora” se adelante.

Del mismo modo hoy María está pendiente de nosotros, de nuestras vidas, presta a venir en nuestro auxilio y presentar nuestros problemas y nuestras necesidades ante su Hijo. Tan solo nos pide una cosa: “Hagan lo que Él les diga”.

En las palabras de María en este pasaje encontramos un doble propósito: por un lado resolver el apuro material de los novios (“no tienen vino”), y por otro, dirigir a los que allí estaban (y a nosotros) a prestar atención y actuar conforme a la Palabra de su Hijo (“Hagan lo que él les diga”). Con esa última frase nos abre a la intervención de su Hijo para que se produzca el milagro. Así, de la misma manera que suscitó la fe de los que estaban aquel día en Caná de Galilea, hoy coopera para que nuestros corazones se abran a la fe en su Hijo y en la Divina Providencia.

En esta Solemnidad de nuestra patrona, pidámosle que nos lleve de su mano hacia su Hijo, y encomendémonos a su intercesión para que lleve ante Él  todas nuestras necesidades materiales y espirituales.

Les invito a ver el vídeo que va al aire el 19 de noviembre a las 8:00 AM en nuestro canal de YouTube De la mano de María TV para conocer el origen de esta advocación mariana y cómo llegó a Puerto Rico. De paso, te invito a suscribirte al canal y activar la campanita de las notificaciones.

María, Madre de la Divina Providencia, ¡ruega por Puerto Rico; ruega por nosotros!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 18-11-21

Vista actual de la ciudad de Jerusalén que sirve de retablo al altar de la Capilla de Dominus Flevit, lugar en el cual la tradición dice que Jesús lloró al ver la ciudad.

Para comprender la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 19,41-44), es necesario situarla en su contexto. Jesús está en el tramo final de su subida a Jerusalén, donde ha de culminar su misión y enfrentar su misterio pascual. Luego del episodio de Zaqueo y la parábola de los talentos, hace su entrada en la ciudad santa montando en un pollino, en medio de vítores y cantos de alabanza a Dios (Lc 19,29-40). Esa misma multitud que ahora le aclama, dentro de pocos días va a pedir con mayor algarabía su crucifixión. ¡Van a asesinarlo!

De ahí que el pasaje que leemos hoy nos diga que: “al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: ‘¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el momento de mi venida’.”

Jesús lloró… una manifestación de su humanidad. Su llanto refleja su sentido de impotencia. Trató de convertir Jerusalén, pero esta se mostró sorda ante su mensaje salvador. “[La Palabra] vino a su casa, y los suyos no la recibieron” (Jn 1,11). Su mensaje de paz fue rechazado, y ese rechazo les acarreará desgracia. Por eso llora, pensando que le tuvieron entre ellos y dejaron pasar la oportunidad de sus vidas. Jesús, que es Dios, respeta el libre albedrío, pero al mismo tiempo ve lo que va a suceder y no puede contener su tristeza.

Trato de imaginar la escena. Jesús ve a Jerusalén desde la distancia. Contempla la magnificencia de esa gran ciudad amurallada con la estructura imponente del Templo sobresaliendo. Y la ve en ruinas… “¡Si al menos [sus habitantes] comprendiera[n] en este día lo que conduce a la paz!”

Esa “sordera” y “ceguera” espiritual que caracterizó a los de Jerusalén en tiempos de Jesús la estamos viviendo en nuestro tiempo. Tan solo tenemos que leer un periódico, o ver un telediario. Jesús está en medio de nosotros y no lo reconocemos (Cfr. Mt 25,31-46) o, peor aún, preferimos ignorarlo para no comprometernos. Hagamos un examen de conciencia colectivo. Si Jesús se detuviera hoy a contemplar nuestra comunidad parroquial, nuestro barrio, nuestra ciudad, nuestro país, desde la distancia, ¿lloraría también?

“Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra”. Esas palabras de Jesús se convertirían en realidad cuando el ejército romano destruyó la ciudad de Jerusalén en el año 70 d.C. para aplacar la revuelta judía, reduciendo el Templo a escombros.

Dentro de pocos días iniciaremos un nuevo año litúrgico con ese tiempo fuerte del Adviento. Tiempo que nos invita la conversión, a estar vigilantes, a prepararnos para la llegada de Dios, de ese Dios que viene constantemente a nuestras vidas y por no estar vigilantes no lo reconocemos. En nuestras manos está correr o no la misma suerte que Jerusalén.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 17-11-21

Dos de ellos habían negociado el oro y lo habían multiplicado.

El Evangelio de hoy (Lc 19,11-28) nos presenta la versión de Lucas de la “parábola de los talentos” que leemos en el relato evangélico de Mateo (Mt 25,14-30). Lucas coloca este relato inmediatamente después del relato de Zaqueo que leíamos en la liturgia de ayer y, además de darle un sabor escatológico, lo enmarca en un contexto histórico contemporáneo a Jesús con el cual los que le escuchaban podían relacionarse. Resulta que un tal Arquelao, quien estaba a cargo de la ciudad de Jericó, había marchado a Roma para pedir un título de rey al emperador, y un grupo de sus enemigos habían conspirado para que se denegara su petición.

Además, para el tiempo en que Lucas escribe su relato, ya los detractores del cristianismo comenzaban a burlarse y a cuestionar la veracidad de la promesa de la segunda venida de Jesús para instaurar su Reino definitivo. “¿Dónde está la promesa de su Venida? Nuestros padres han muerto y todo sigue como al principio de la creación” (2 Pe 3,4). Los contemporáneos de Jesús, los que le escuchaban, y hasta sus discípulos, tenían la noción de que el Reino de Dios se iba a concretizar de un momento a otro. No habían comprendido el “ya, pero todavía” que mencionáramos en días recientes.

Hemos de tener presente que cuando Jesús cuenta esta parábola, ya se está acercando a Jerusalén, la Pascua está “a la vuelta de la esquina”. Hay expectativa. ¿Qué mejor momento para que Jesús proclame su Reinado definitivo? Por eso le recibirán entre vítores y palmas en unos días, cuando haga su entrada en Jerusalén. Jesús lo sabe y quiere sacarles del error (su Reino no es de este mundo, Jn 18-36).

Por eso les propone la parábola del hombre que se marchó “a tierras lejanas” a buscar un título de rey y encomendó una “mina” (onza) de oro a cada uno de sus empleados. Al regresar les pidió cuentas. Dos de ellos habían negociado el oro y lo habían multiplicado. Como premio, el hombre les dio autoridad sobre un número de ciudades equivalente a las veces que lo habían multiplicado. En cambio, al que lo guardó para que no se le perdiera por temor a perderlo, y se lo devolvió sin ganancia, lo regañó diciendo a los presentes: “Quitadle a éste la onza y dádsela al que tiene diez”. Cuando le cuestionan su actitud, el hombre contestó: “Al que tiene se le dará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”.

¿Qué nos quiere decir Jesús con ésta parábola? En primer lugar, que Él se va a marchar para regresar, más nadie sabe cuándo, excepto el Padre (Cfr. Mt 24,36). Pero antes de irse nos va a encomendar su Palabra. ¿Qué vamos a hacer con ella? Tenemos que hacerla producir, fructificar, multiplicarse; cada cual según su capacidad. “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura” (Mc 16,15). Y los que así lo hagan, recibirán su justa recompensa. Si, por el contrario, nos la guardamos y no la hacemos producir, se nos quitará hasta esa misma Palabra, con todas las promesas que contiene.

Señor, danos la valentía y sagacidad para “negociar” tu Palabra de manera que rinda fruto en abundancia, y así ser merecedores de la gloria eterna.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 16-11-21

Los libros de los Macabeos forman parte de los llamados libros “deuterocanónicos” que no están contenidos en la Biblia protestante.

La lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Lc 19,1-10) es la historia de Zaqueo, aquél publicano que tuvo un encuentro personal con Jesús que cambió su vida para siempre. Como ya hemos reflexionado sobre esa lectura en más de una ocasión, hoy centraremos nuestra reflexión en la primera lectura, tomada del segundo libro de los Macabeos (6,18-31). Los libros de los Macabeos forman parte de los llamados libros “deuterocanónicos” que no están contenidos en la Biblia protestante. Y es una verdadera lástima, pues contienen una parte importantísima de la historia del pueblo de Israel, sin la cual la narración bíblica queda trunca.

Estos libros nos narran la historia de la victoria espiritual de la familia de un asmoneo llamado Judas “Makabi” durante el período comprendido desde el advenimiento del rey Antíoco IV Epifanes hasta la muerte de Simón Macabeo. Además, nos presenta la creencia en la resurrección de los muertos, el purgatorio, el sufragio por los difuntos, y la perseverancia y verticalidad en la fe.

El pasaje de hoy nos presenta a un anciano llamado Eleazar, a quien querían obligar a comer carnes prohibidas en cumplimiento de un decreto real. Ante la negativa de este, “le abrían la boca a la fuerza para que comiera carne de cerdo. Pero él, prefiriendo una muerte honrosa a una vida de infamia, escupió la carne y avanzó voluntariamente al suplicio, como deben hacer los que son constantes en rechazar manjares prohibidos, aun a costa de la vida”.

Hasta ahí la historia ya nos presenta un modelo del testimonio genuino, del “mártir” (en ocasiones anteriores hemos dicho que la palabra mártir quiere decir “testigo”). Pero la verdadera riqueza de este pasaje reside en lo que ocurre después. Los que presidían aquél sacrificio ilegal, que eran viejos amigos de Eleazar, le propusieron sustituir la carne prohibida por carne permitida, “haciendo como que comía la carne del sacrificio ordenado por el rey, para que así se librara de la muerte”.

“Haciendo como que…” Un gesto exterior, un ritualismo vacío sin creer en lo que pretendía hacer, un engaño. Se trataba del ritualismo formal de los fariseos que Jesús tanto criticaría años más tarde. Eliazar era incapaz de semejante hipocresía. Por el contrario, era una persona que conformaba toda su vida, todo su ser a la voluntad de Dios. “¡Enviadme al sepulcro! Que no es digno de mi edad ese engaño. Van a creer muchos jóvenes que Eleazar, a los noventa años, ha apostatado, y, si miento por un poco de vida que me queda, se van a extraviar con mi mal ejemplo. Eso sería manchar e infamar mi vejez. Y, aunque de momento me librase del castigo de los hombres, no escaparía de la mano del Omnipotente, ni vivo ni muerto”.

¡Cuántas veces pretendemos, “hacemos como que…”, cumplimos con los mandamientos, con el único propósito de quedar bien ante los demás, ante el sacerdote, ante los demás feligreses!  Como a los fariseos, se nos olvida que no se trata de ser “fiel” a los mandamientos, sino de serle fiel a Dios, y que ante Él no podemos “hacer como que…”. O fríos o calientes, porque a los tibios Él los “vomitará de su boca” (Ap 3,16).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TRIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 15-11-21

“¡Hijo de David, ten compasión de mí!”.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Lc 18, 35-43) nos presenta un ejemplo lo que es la perseverancia en la fe. El pasado sábado leímos el pasaje del “juez inicuo” (Lc 18,1-8). En aquella parábola encontrábamos a una viuda que recurría ante un juez para pedirle que le hiciera justicia frente a su adversario. Y aunque el juez “ni temía a Dios ni le importaban los hombres”, fue tanta la insistencia de la viuda que el juez terminó haciéndole justicia con tal de salir de ella: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara”.

En el pasaje de hoy leemos que cuando se acercaba Jesús a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino, pidiendo limosna, y al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le explicaron: “Pasa Jesús Nazareno”. Para ese tiempo la fama de Jesús se había extendido por toda Palestina, así que aquél hombre de seguro había oído hablar de Jesús y cómo este expulsaba demonios y curaba a los enfermos.

“¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”, le grita el ciego a Jesús, aunque no puede verlo. El ejemplo perfecto de un acto de fe. Mas cuando le regañan y le piden que calle, él no se rinde. Continúa gritando con más fuerza: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. El ejemplo perfecto de perseverancia en la fe. Y Jesús, conmovido por la perseverancia de aquel ciego (que el paralelo de Marcos nos dice que se llamaba Bartimeo), pidió que se lo acercaran y le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” “Señor, que vea otra vez”, contestó el ciego. A lo que Jesús le responde: “Recobra la vista, tu fe te ha curado” (otras versiones dicen “tu fe te ha ‘salvado’”). De nuevo el ingrediente indispensable para los milagros: la fe. “Todo lo que pidan con fe, lo alcanzarán” (Mt 21,22); “Cuando pidan algo en la oración, crean que ya tienen y lo conseguirán” (Mc 11,24).

Aquél hombre no tenía visión en sus ojos, pero supo “ver” a Jesús con su alma y reconoció en Él al Hijo de Dios. A veces nosotros nos apantallamos con todas las imágenes que bombardean nuestra visión física y eso nos impide ver a Jesús aunque lo tengamos de frente. ¡Cuántas veces se nos presenta como un mendigo, o un enfermo, un inmigrante “indocumentado”, o un preso (Cfr. Mt 25,31 ss.) y no lo reconocemos! Y perdemos la oportunidad de nuestras vidas…

“¡Hijo de David, ten compasión de mí!”… Un grito que sale de lo más profundo de un hombre condenado a vivir en las tinieblas; el mismo que brota de los labios del creyente cuando está sumido en las tinieblas del pecado. “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”… Un grito de dolor, pero no de desesperanza. Por el contrario, es un grito de esperanza producto de la fe. Es el grito de un hombre que cree en Jesús y cree que Él puede sanarle; es decir, le cree a Jesús. El modelo prefecto de fe. Y esa fe le obtuvo la salvación.

Señor yo creo, pero aumenta mi fe…