REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 26-09-20

La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este sábado de la vigesimoquinta semana del tiempo ordinario (Lc 9, 43b-45) se sitúa, dentro de la narración de Lucas, justo al final de la actividad de Jesús en Galilea, antes del comienzo de la “subida” de Jesús a Jerusalén.

Hasta ahora hemos visto el éxito de la predicación de Jesús, pero sobre todo el entusiasmo y admiración generados entre la gente que lo seguía, motivados primordialmente por sus milagros y portentos. Una admiración “ficticia”. Jesús quería asegurarse que sus discípulos no se dejaran apantallar por el éxito de su gestión; quería apartar de ellos toda expectativa de mesianismo terrenal, enfatizando el fin que le aguardaba, y cómo ese final habría de ser la culminación de su misión salvadora.

En el pasaje que contemplamos ayer (Lc 9,18-22), vimos el primer anuncio de la pasión: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.

La lectura de hoy, que contiene el segundo anuncio de la pasión en el relato de Lucas, comienza reiterando “la admiración general por lo que (Jesús) hacía”. Tal parece que los discípulos se dejaban contagiar fácilmente por ese entusiasmo. Jesús percibe esto y, por el lenguaje fuerte que utiliza, parece regañar a sus discípulos: “Meteos bien esto en la cabeza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres”. Es como si les dijera: “entiéndanlo bien, cabezones”.

A pesar de que el lenguaje utilizado por Jesús alude claramente a los profetas Daniel (7,13-14) e Isaías (53,2-12), los discípulos no lo entendieron. “Pero ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro que no cogían el sentido”. No “cogían el sentido” porque estaban disfrutando vicariamente del éxito de Jesús; algo así como cuando el manejador, los luminotécnicos, sonidistas y músicos, se disfrutan el éxito de un famoso cantante. Estaban embriagados por la fama de su maestro.

La realidad es que no comprendían porque no querían comprender. No querían dañar aquello tan bueno que estaban sintiendo. Por eso “les daba miedo preguntarle sobre el asunto”.

Algo parecido nos sucede a nosotros cuando queremos disfrutar del amor, de la bondad y misericordia de Dios, pero no queremos saber de la “cruz”. Preferimos tararear pretendiendo que cantamos, como los niños malcriados, para no escuchar cuando Jesús nos dice: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). Tan solo nos gustan los pasajes “bonitos”, como cuando nos dice: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11,28).

Se nos olvida que la Cruz representa el mayor acto de amor, el triunfo definitivo de Jesús sobre la muerte, el camino hacia la Gloria. En palabras de Lope de Vega: “Sin Cruz no hay Gloria ninguna, ni con Cruz eterno llanto,  Santidad y Cruz es una, no hay Cruz que no tenga santo, ni santo sin Cruz alguna”.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA 21-04-20

“Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu”.

Como decíamos en nuestra reflexión de ayer, Nicodemo es un personaje que aparece solamente en el relato evangélico de Juan; personaje importante porque sirve de contrapunto en un diálogo profundo con Jesús que ocupa una buena parte del capítulo 3 del relato. Durante ese primer encuentro con Jesús, es que se desarrolla el diálogo que se recoge parcialmente entre la lectura evangélica de ayer y la que nos ofrece la liturgia para hoy (Jn 3,5a.7b-15).

Ayer leíamos cómo, cuando Jesús le dijo que “el que no renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios”, Nicodemo le preguntó: “¿Cómo un hombre puede nacer cuando ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y volver a nacer?”.

Y es esa pregunta de Nicodemo la que provoca las palabras de Jesús con que comienza la lectura de hoy: “Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu”.

Nicodemo es incapaz de comprender lo que le dice Jesús. Su mentalidad de fariseo no le permitía ver más allá de la Ley y su cumplimiento. Jesús le está hablando de la verdadera Libertad que solo el Espíritu (que es el Amor entre el Padre y el Hijo) puede darnos. Ese concepto de libertad en el Espíritu que Jesús le planteaba resultaba incomprensible para él.

La idea de “nacer de nuevo” resulta irrisoria, imposible, para todo aquél que no ha conocido el Amor de Dios, ese Amor que nos hace comprender que para Dios todo es posible y que solo podemos alcanzar la Libertad plena abrazando la Cruz de su Hijo.

Entonces Jesús le dice: “Y tú, el maestro de Israel, ¿no lo entiendes? Te lo aseguro, de lo que sabemos hablamos; de lo que hemos visto damos testimonio, y no aceptáis nuestro testimonio. Si no creéis cuando os hablo de la tierra, ¿cómo creeréis cuando os hable del cielo?” El cielo del que le habla Jesús a Nicodemo (y a nosotros) no hay que buscarlo en las alturas; es la experiencia de hacerse uno con el Padre como Él lo es. Es esa toma de conciencia grande y profunda de que Dios está con uno y uno está con Dios, en un pacto producto de la Libertad que solo puede provenir del Amor.

“Si permanecéis en mi palabra, verdaderamente sois mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32); libres, no para “hacer lo que nos dé la gana”, sino libres para amar. Porque como hemos dicho en ocasiones anteriores, la “verdad” a la que se refiere Jesús es el Amor incondicional de Dios. Ese es el concepto de Libertad que nos plantea Jesús; libertad que le hizo optar libremente por la Cruz, y que Él trata de comunicar a Nicodemo pero que este no puede entender: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.

Y tú, ¿le crees?

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO SANTO 11-04-20

Sabía que lo que tenía en sus brazos era un cadáver, pero lo adoraba como al Dios que era, al Dios que ella tenía la certeza que iba a resucitar.

Hoy, Sábado Santo, no hay liturgia; por eso no hay lecturas. Con la Vigilia Pascual que celebraremos en la noche se inaugura el Tiempo Pascual.

Hoy es un día lleno de emociones encontradas, en el cual lloramos la muerte de Jesús, pero a la vez estamos en la espera ansiosa de su gloriosa Resurrección y la alegría que experimentaremos esta noche al escuchar el Pregón Pascual. Dentro de este marco, les invito a centrar nuestra atención en la que podríamos llamar la protagonista de este día.

Durante aquél primer Sábado Santo, mientras todos se dispersaron confundidos como ovejas sin pastor ante la muerte de Jesús, solo una persona mantuvo su fe incólume con la certeza de que si Jesús había dicho que resucitaría al tercer día, iba a resucitar: su Madre María.

Vio a su hijo siendo clavado en una Cruz; vio cuando lo bajaron de la Cruz y lo recibió en su regazo. Sabía que lo que tenía en sus brazos era un cadáver, pero lo adoraba como al Dios que era, al Dios que ella tenía la certeza que iba a resucitar. Toda esta demostración de fe se confirmó luego a María con la gloriosa resurrección de Cristo que culminó su Misterio Pascual.

La tradición coloca a María, primero dentro del sepulcro, y luego después de cerrada la piedra que lo cubría. Por eso, dentro de toda la tristeza indescriptible de la Pasión, muerte y entierro de su hijo, María mantuvo la cabeza en alto con la certeza de que iba a verlo nuevamente; que su hijo iba a resucitar.

Ese día, dentro del profundo dolor que le causó la pérdida de su Hijo, en el mismo momento que corrieron la piedra que serviría de lápida al sepulcro, comenzó para la María lo que yo llamo su “segundo Adviento”. Aquí se pone de manifiesto la fe inquebrantable de María en su Hijo, de quien ella tiene la certeza de que es Dios.

Si examinamos los relatos sobre la resurrección, encontraremos que su madre no estaba entre las mujeres piadosas que fueron al sepulcro para terminar de embalsamar a Jesús. Algunos se preguntan por qué. La contestación es obvia: ¿Cómo iba a ir su Madre a embalsamarlo, cuando estaba esperando su Resurrección?

Como sabemos, la liturgia dedica los sábados a María. Santo Tomás nos dice que esto se debe a que en ese primer Sábado Santo solo ella tenía fe absoluta en el Redentor, y en ella descansó la fe de toda la Iglesia entre la muerte y resurrección de Jesús. Por eso la Iglesia también nos la propone como modelo de fe para todos los creyentes.

Esa fe inquebrantable, esa certeza absoluta de que su hijo iba a resucitar, es tal vez la lección más grande que podemos obtener de María.

Hoy es un buen día para continuar meditando sobre el santo sacrificio de la Cruz ofrecido de una vez y por todas por nuestra salvación y la del mundo entero, mientras nos preparamos para la “Gran Noche”, cuando cantaremos el Aleluya anunciado la gloriosa Resurrección de Nuestro Salvador, que culminó su Misterio Pascual.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES SANTO 08-04-20

“Ellos se ajustaron con él en treinta monedas”.

Ya estamos en el umbral de la Pasión. Es Miércoles Santo. Mañana celebraremos la Misa vespertina “en la cena del Señor”, y pasado mañana será el Viernes Santo. El pasaje evangélico que nos presenta la liturgia para hoy es precisamente la preparación de la cena, y la versión de Mateo de la traición de Judas (Mt 26,14-25). Pero el énfasis parece estar en la traición de Judas, pues comienza y termina con esta. Los preparativos y la cena parecen ser un telón de fondo para el drama de traición.

La lectura comienza así: “En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, se presentó a los sumos sacerdotes y les propuso: ‘¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?’ Ellos se ajustaron con él en treinta monedas (Mateo es el único que menciona la cantidad acordada de “treinta monedas” Marcos y Lucas solo mencionan “dinero”). Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo”.

La trama de la traición continúa desarrollándose durante la cena: “Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar”. Luego sigue un intercambio entre Jesús y sus discípulos, que culmina con Judas preguntando: “¿Soy yo acaso, Maestro?”, a lo que Jesús respondió: “Tú lo has dicho”. Esto ocurría justo antes de la institución de la Eucaristía.

Siempre que escucho la historia de la traición de Judas, recuerdo mis días de infancia y adolescencia cuando en mi pueblo natal se celebraba la quema de una réplica de Judas. Era como si emprendiéndola contra Judas, el pueblo entero tratara de echarle a este toda la culpa por la muerte de Jesús; como si dijéramos: “Si yo hubiese estado allí, no lo hubiese permitido”.

La realidad es que la traición de Judas fue el último evento de una conspiración de los poderes ideológico-religiosos de su tiempo, que llevaban tiempo planificando la muerte de Jesús. La suerte de Jesús estaba echada. Judas fue un hombre débil de carácter que sucumbió ante la tentación y se convirtió en un “tonto útil” en manos de los poderosos.

Es fácil echarle culpa a otro; eso nos hace sentir bien, nos justifica. Pero se nos olvida que Jesús murió por los pecados de toda la humanidad, cometidos y por cometer. Eso nos incluye a todos, sin excepción. Todos apuntamos el dedo acusador contra Judas, pero, ¿y qué de Pedro? ¿Acaso no traicionó también a Jesús? ¡Ah, pero Pedro se arrepintió y siguió dirigiendo la Iglesia, mientras Judas se ahorcó! Esta aseveración suscita tres preguntas, que cada cual debe contestarse: ¿Creen ustedes que Dios dejó de amar a Judas a raíz de la traición? ¿Existe la posibilidad de que Judas se haya arrepentido en el último instante de su vida? De ser así, ¿puede Dios haberlo perdonado?

¿Y qué de los demás discípulos, quienes a la hora de la verdad lo abandonaron, dejándolo solo en la cruz?

No pretendo justificar a Judas. Tan solo quiero recalcar que él no fue el único que traicionó a Jesús, ni será el último. ¿Quiénes somos nosotros para juzgarlo? Hoy debemos preguntarnos: ¿Cuántas veces te he traicionado, Señor? ¿Cuáles han sido mis “treinta monedas”?

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SEXTA SEMANA DEL T.O. (2) 17-02-20

“¿Por qué esta generación reclama un signo? Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación”.

“En aquel tiempo, se presentaron los fariseos y se pusieron a discutir con Jesús; para ponerlo a prueba, le pidieron un signo del cielo. Jesús dio un profundo suspiro y dijo: “¿Por qué esta generación reclama un signo? Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación”. Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla” (Mc 8,11-13). Este corto pasaje que nos propone la liturgia para hoy lunes de la sexta semana del tiempo ordinario como lectura evangélica, nos invita a reflexionar sobre nuestra fe.

Aquellos se negaban a aceptar el anuncio de Reino de parte de Jesús porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Sabemos por los relatos evangélicos que Jesús era un maestro del debate. Imagino que cuando los fariseos se sintieron acorralados ante los argumentos contundentes de Jesús, en un intento de quedar bien delante de los que les escuchaban, decidieron ponerle a prueba exigiendo un signo del cielo. Un riesgo para ellos y una tentación para Jesús; la oportunidad de demostrar su poder, como cuando el demonio tentó a Jesús en el desierto luego de ayunar por cuarenta días: “Si eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes” (Mt 4,3). Pero Jesús no vino a demostrar su poder sino a servir, a dar su vida por la salvación de todos. Los milagros que hace son producto de su amor y misericordia infinitos, no para demostrar su poder.

Aun así, los que decidimos seguir al Señor y proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos tuvieran que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la cruz… Si fuera asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para evitar su arresto y ejecución (Cfr. Jn 18,36). El que vino a servir y no a ser servido no necesita más signo que su Palabra.

Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera conversión, o me gustaría al menos un “milagrito” para afianzar esa “conversión”? ¿Acaso no basta el milagro que se efectúa sobre el altar cada vez que las especies eucarísticas se convierten en el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Jesús? ¡Ah!, pero para percibir ese milagro hace falta fe…

Pienso en esos “televangelistas” con su espectáculo multitudinario en el cual los ciegos recuperan la vista, los tullidos caminan, los sordos recuperan la audición y el habla, etc., etc., y me pregunto: ¿Acaso los que presencian esos portentos creerían igual si no tuvieran esos “signos”? La Buena Noticia del Reino, ¿necesita de “signos” visibles para ser creída? Esas personas creen creer porque “ven”… (Cfr. Jn 20,25). ¿Es eso fe?

A veces el verdadero milagro consiste en la felicidad que produce el saberse amado por Dios en medio de la enfermedad, del dolor, de las dificultades y de las pérdidas, y confiar en su promesa de Vida eterna.

Que pasen una hermosa semana…

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE SAN ESTEBAN PROTOMÁRTIR 26-12-19

“Señor, no les tengas en cuenta este pecado”.

Ayer celebrábamos la Natividad del Señor, todo era fiesta, júbilo, villancicos, dulzura. Hoy, de repente, sin aviso, nos enfrentamos al martirio de Esteban, el primero que ofrecerá su vida por el anuncio de la Buena Noticia de Jesús. Esto nos sirve para devolvernos a la realidad y recordar, dentro de todo este ambiente idílico de la Navidad, que ese niño que ayer nacía en Belén, por mantenerse fiel a su misión, ofrendará su vida en la cruz por nuestra salvación. La fiesta de san Esteban protomártir es la primera de tres fiestas de santos que celebramos durante la Octava de Navidad: san Esteban, san Juan y los santos Inocentes.

Todo el ambiente que rodea el nacimiento de Jesús tiene un denominador común: la pobreza. Dios escogió nacer en un rústico pesebre. Es como si fuera un anticipo de la cruz que asumiría por nosotros y por nuestra salvación. Así como nació pobre, terminaría su vida mortal como el más pobre de los pobres, teniendo como única posesión material sus vestiduras y su manto (Jn 19, 23-24).

La primera lectura nos narra el martirio de san Esteban, diácono (Hc 6,8-10;7, 54-60). Esteban es el primer mártir de Jesús (la palabra mártir significa “testigo”), el primero en seguir al Maestro, el primero en “llevar su cruz”, en sufrir la muerte a manos de los mismos que perseguían a Jesús.

La lectura evangélica (Mt 10,17-22) nos muestra cómo Jesús le había adelantado a sus discípulos las persecuciones y pruebas que habrían se sufrir por seguirle: “os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes, por mi causa; así daréis testimonio ante ellos y ante los gentiles… Los hermanos entregarán a sus hermanos para que los maten, los padres a los hijos; se rebelarán los hijos contra sus padres, y los matarán. Todos os odiarán por mi nombre; el que persevere hasta el final se salvará”. Esteban perseveró hasta el final, dando la mayor prueba de amor (Jn 15,13), y encontró la salvación.

Son muchos los que, después de Esteban, han sufrido el martirio a lo largo de la historia del cristianismo, algunos intensos, rápidos y hasta la muerte, como el suyo; otros lentos y prolongados, que pasan desapercibidos, como el nuestro, con muchos “testimonios” pequeños en nuestro quehacer cotidiano. Hoy debemos preguntarnos: ¿Estamos dispuestos a perseverar hasta el final? ¿Estamos dispuestos a perdonar a nuestros perseguidores como lo hizo Jesús, como lo hizo Esteban?

“Señor Dios nuestro: Honramos hoy la memoria de San Esteban, el primer mártir de tu joven Iglesia. Danos la gracia de ser buenos testigos, como él, llenos de fe y del Espíritu Santo, hombres y mujeres que estemos llenos de fortaleza, ya que nos esforzamos por vivir la vida de Jesús. Danos una gran confianza para vivir y morir en tus manos. Y que, como Esteban,  sepamos rogar por los que nos hieren u ofenden para que tú nos perdones a todos, tanto a ellos como a nosotros. Te lo pedimos por medio de Jesucristo nuestro Señor” (Oración colecta).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMO OCTAVA SEMANA DEL T.O. (1) 14-10-19

El Evangelio de hoy (Lc 11,29-32) es uno de esos que está “preñado” de simbolismos y alusiones al Antiguo Testamento. Pero el mensaje es uno: Jesús nos llama a la conversión, y nosotros, al igual que los de su tiempo, también nos pasamos pidiendo “signos”, milagros, portentos, que evidencien su poder. Una vez más escuchamos a Jesús utilizar palabras fuertes contra los que no aceptan el mensaje de salvación de su Palabra: “Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”.

Aun los que decidimos seguir al Señor y proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos tuvieran que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la Cruz. Si fuera asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para evitar su arresto y ejecución. El que vino a servir y no a ser servido no necesita más signo que su Palabra, pero esa Palabra nos resulta un tanto incómoda; a veces nos hiere, nos “desnuda”. Por eso preferimos ignorarla…

Jesús le pone a los de su tiempo el ejemplo de Jonás, que con su predicación, sin necesidad de signos, convirtió a los habitantes de Nínive, una ciudad pagana a la que Yahvé le envió a predicar (Jon 3). Le bastó a Jonás un recorrido de un día por las calles de la ciudad, para que hasta el rey se convirtiera y emitiera un decreto ordenando al pueblo al ayuno y la penitencia. Sin embargo a Jesús, “que es más que Jonás”, no lo escucharon. No le escucharon porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Exigían signos, “ver para creer”, como Tomás (Jn 20,25).

Jesús pone también como ejemplo a la reina de Saba (“la reina del sur”), una reina también pagana, que viajó grandes distancias para escuchar la sabiduría de Salomón. Es decir, compara a los de su “generación” con los paganos y les dice que primero se salvan estos antes que ellos. “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,11).

Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera conversión, o me gustaría al menos “un milagrito” para afianzar esa “conversión”?

En esta semana que comienza, pidamos al Señor que nos conceda el don de la fe, y la valentía para deshacernos de todo lo que nos impide la conversión plena.

Que tengan una linda semana llena de la PAZ que solo la fe en Cristo Jesús puede traernos.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMO SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) 12-10-19

“Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”.

La lectura del Evangelio que nos presenta hoy la liturgia (Lc 11,27-28) es tan corta que podemos transcribirla sin dificultad: “En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las gentes, una mujer de entre el gentío levantó la voz, diciendo: ‘Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron’. Pero él repuso: ‘Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen’”.

Vemos cómo Lucas continúa presentándonos a un Jesús que enfatiza la importancia de la escucha de la Palabra de Dios y su cumplimiento, cualidad que antepone inclusive a los lazos familiares, incluyendo los suyos propios con su Madre. Es decir, con la contestación que Jesús brinda a esta mujer, está diciendo que la Virgen María es más dichosa por haber escuchado y puesto en práctica la Palabra del Padre que por haberle parido y amamantado.

Así, este pasaje, exclusivo de Lucas, se convierte en el mayor elogio de Jesús a su madre, no solo por exaltar su fe y su calidad de discípula, sino por reconocerle una dignidad y una libertad desconocidas en la mentalidad del Antiguo Testamento, que consideraba a la mujer como una “paridora” y criadora de hijos para su marido. Esa libertad es la que la hace “bienaventurada”, “dichosa”, como había reconocido su prima Isabel, quien llena de Espíritu Santo exclamó: “Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor”, frase que sirve de preámbulo al hermoso canto del Magníficat.

La libertad manifiesta de María va unida a otra de sus características que la convierten en modelo y paradigma para todos los cristianos: la fe, que a su vez va unida a otra que se deriva de esta: la dócil aceptación de la Palabra de Dios. Así María se convierte en modelo de fe para toda la humanidad. La encarnación se hizo posible por la fe de María, y se viabilizó gracias a su libertad en ese “hágase”, que selló el pacto de amor eterno que culminó el plan salvador de Dios. Por eso san Agustín decía que “en María es más importante su condición de discípula de Cristo que la de Madre de Cristo; es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser Madre de Cristo”. O como decían los antiguos: “María concibió con la fe antes de hacerlo con el vientre”.

Jesús nos presenta a su Madre santísima como su primera y más perfecta discípula; la que creyó que el niño que llevaba en sus purísimas entrañas era verdaderamente Dios; creyendo escuchó la profecía de Simeón; creyendo, el día que encontró a su Hijo en el Templo, comprendió que lo había perdido para siempre mientras “guardaba todas estas cosas en su corazón”; y creyendo se mantuvo erguida al pie de la cruz con la certeza de que su Hijo resucitaría al tercer día.

Hoy sábado, día que la liturgia dedica a Santa María, pidámosle que interceda por nosotros ante su Hijo para que, a ejemplo de ella, aprendamos a escuchar y cumplir su Palabra.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMO QUINTA SEMANA DEL T.O. (1) 28-09-19

“Meteos bien esto en la cabeza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres”.

La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para este sábado de la vigésimo quinta semana del tiempo ordinario (Lc 9, 43b-45) se sitúa, dentro de la narración de Lucas, justo al final de la actividad de Jesús en Galilea, antes del comienzo de la “subida” de Jesús a Jerusalén.

Hasta ahora hemos visto el éxito de la predicación de Jesús, pero sobre todo el entusiasmo y admiración generados entre la gente que lo seguía, motivados primordialmente por sus milagros y portentos. Una admiración “ficticia”. Jesús quería asegurarse que sus discípulos no se dejaran apantallar por el éxito de su gestión; quería apartar de ellos toda expectativa de mesianismo terrenal, enfatizando el fin que le aguardaba, y cómo ese final habría de ser la culminación de su misión salvadora.

En el pasaje que contemplamos ayer (Lc 9,18-22), vimos el primer anuncio de la pasión: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.

La lectura de hoy, que contiene el segundo anuncio de la pasión en el relato de Lucas, comienza reiterando “la admiración general por lo que (Jesús) hacía”. Tal parece que los discípulos se dejaban contagiar fácilmente por ese entusiasmo. Jesús percibe esto y, por el lenguaje fuerte que utiliza, parece regañar a sus discípulos: “Meteos bien esto en la cabeza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres”. Es como si les dijera: “entiéndanlo bien, cabezones”.

A pesar de que el lenguaje utilizado por Jesús alude claramente a los profetas Daniel (7,13-14) e Isaías (53,2-12), los discípulos no lo entendieron. “Pero ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro que no cogían el sentido”. No “cogían el sentido” porque estaban disfrutando vicariamente del éxito de Jesús; algo así como cuando el manejador, los luminotécnicos, sonidistas y músicos, se disfrutan el éxito de un famoso cantante. Estaban embriagados por la fama de su maestro.

La realidad es que no comprendían porque no querían comprender. No querían dañar aquello tan bueno que estaban sintiendo. Por eso “les daba miedo preguntarle sobre el asunto”.

Algo parecido nos sucede a nosotros cuando queremos disfrutar del amor, de la bondad y misericordia de Dios, pero no queremos saber de la “cruz”. Preferimos tararear pretendiendo que cantamos, como los niños malcriados, para no escuchar cuando Jesús nos dice: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). Tan solo nos gustan los pasajes “bonitos”, como cuando nos dice: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11,28).

Se nos olvida que la Cruz representa el mayor acto de amor, el triunfo definitivo de Jesús sobre la muerte, el camino hacia la Gloria. En palabras de Lope de Vega: “Sin Cruz no hay Gloria ninguna, ni con Cruz eterno llanto,  Santidad y Cruz es una, no hay Cruz que no tenga santo, ni santo sin Cruz alguna”.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ 14-09-19

Hoy celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La tradición nos dice que alrededor del año 320, la Emperatriz Elena de Constantinopla encontró la Cruz en que fue crucificado Jesús (la “Vera Cruz”). A raíz del hallazgo, ella y su hijo, el Emperador Constantino, hicieron construir en el sitio la Basílica del Santo Sepulcro, en donde se guardó la reliquia. Luego de ser robada por el rey de Persia en el año 614, fue recuperada por el Emperador Heraclio en el año 628, quien la trajo de vuelta a Jerusalén el 14 de septiembre de ese mismo año. De ahí que la Fiesta se celebre en este día.

Muchos nos preguntan: ¿por qué exaltar la cruz, símbolo de tortura y muerte, cuando el cristianismo es un mensaje de amor? He ahí la “locura”, el “escándalo” de la cruz de que nos habla san Pablo (1 Cor 1,18). La contestación es sencilla, veneramos la Cruz de Cristo porque en ella Él quiso morir por nosotros, porque abrazándose a ella y muriendo en ella, en el acto de amor más sublime en la historia, derrotó la muerte, liberándonos de ésta y del pecado. Así la Cruz se convirtió en el símbolo universal del amor y de vida.

Por eso el verdadero discípulo de Cristo no teme a la “cruz”. El mismo Jesús nos exhorta a tomar nuestra cruz de cada día y seguirle (Lc 9,23). A lo que Pablo añade: “Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). Cuando añadimos el ingrediente del amor, el sufrimiento (la “cruz”) toma un significado diferente, se enaltece, y se convierte en fuente de alegría. Es la paradoja de la Cruz.

La primera lectura de hoy nos presenta una prefiguración de la Cruz (Núm 21,4b-9) en el episodio de las serpientes venenosas que mordían mortalmente a los israelitas en el desierto como castigo por haber murmurado contra Dios y contra Moisés. Entonces el pueblo, arrepentido, pidió a Moisés que intercediera por ellos ante Dios. Siguiendo las instrucciones de Yahvé, Moisés hizo una serpiente de bronce que colocó sobre un estandarte (en forma de cruz), y todo el que era mordido quedaba sano al mirarla. En el relato evangélico (Jn 3,13-17), el mismo Jesús alude a esa serpiente: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.

Hoy, cuando tenemos nuestro corazón envenenado, nos tornamos a mirar la Cruz, y al igual que los israelitas en el desierto, somos sanados; así la Cruz se convierte para nosotros en fuente de amor, de misericordia, de perdón. Si nos acercamos a la cruz con la mirada en el Crucificado, encontraremos que nuestra propia cruz se hace liviana, y podremos decir con san Pablo: “¡Lejos de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!” (Gál 6,14). “Gloriémonos también nosotros en ella, aunque sólo sea porque nos apoyamos en ella” (San Agustín).

Si no lo has hecho aún, ve hoy a la Casa del Padre y mira hacia el altar; allí encontrarás a su Hijo que te espera con los brazos abiertos…