REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) 15-01-20

“… se marchó al descampado y se puso a orar”.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mc 1,29-39) es la continuación de la leíamos ayer, en la que Jesús curó a un endemoniado. Entre ambas, nos narran un día completo en la vida de Jesús.

Hoy encontramos a Jesús que sale de la sinagoga y se dirige a casa de Pedro. El que ha tenido la oportunidad de visitar Cafarnaúm sabe que la casa de Pedro no dista mucho de la sinagoga, al punto que de una se ve la otra.

Al llegar a la casa de Pedro, Jesús encuentra a la suegra de Pedro enferma con fiebre. Inmediatamente la cura y ella sin dilación se pone a servirles. Jesús continúa manifestando su poder sobre la enfermedad, pero sobre todo su compasión y misericordia infinitas. Vemos cómo la suegra de Pedro se pone a servirles tan pronto es curada. Un reflejo de la actitud fundamental de Jesús, que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28). Un reflejo de lo que debería ser nuestra actitud (Cfr. Gál 2,20) para con nuestro prójimo.

Tan pronto se enteró la gente que Jesús estaba allí, comenzaron a traerle enfermos y endemoniados y Él los cura a todos, liberándolos de sus dolencias físicas y de sus demonios. Esa es la misión de Jesús, junto al anuncio de la Buena Noticia del Reino. Y hoy Jesús continúa cuando nuestras dolencias y deshaciendo toda clase de obstáculos e impedimentos a nuestra salvación; esos “demonios” que nos alejan de Él. Tan solo tenemos que acercarnos a Él.

Finalizada la jornada, de madrugada, hizo lo que tantas veces lo vemos hacer en los evangelios: “se marchó al descampado y se puso a orar”. Ese diálogo constante de Jesús con el Padre que caracteriza toda su misión. Jesús vivió en un ambiente de oración. Así, a manera de ejemplo, comenzó su vida pública con una oración en su bautismo (Lc 3,22). Del mismo modo culminó su obra redentora, en la última cena, pronunciando una oración de acción de gracias sobre las especies eucarísticas (Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,19-30, 1 Co 11,23-25). Más adelante, se retiró al huerto de Getsemaní a solas a orar (Mt 26,36-44).

Podemos decir que la actividad salvadora de Jesús se “alimentaba” constantemente del diálogo amoroso con su Padre. Igualmente, antes de tomar cualquier decisión importante, como cuando fue a elegir a los “doce”, pasó toda la noche en oración (Lc 6,12). Son tantas las instancias en que Jesús oraba, que sería imposible enumerarlas todas, incluyendo al realizar muchos de sus milagros.

Con el ejemplo del pasaje de hoy, Jesús nos está enseñando que podemos y debemos conjugar la oración con nuestro trabajo. Él siempre, aún en los días de más actividad como el que nos narra la lectura de hoy, sacaba tiempo para hablar con el Padre. “Fabricaba” el tiempo, aún a costa de sacrificar el sueño (“se levantó de madrugada”). Me recuerda a Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores, que pasaba las noches en vela orando después de una larga jornada de predicación. Y nosotros, ¿le dedicamos al Padre el tiempo que Él merece?

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) 14-01-20

“¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”.

La primera lectura para hoy (1 Sam 1,9-20) es continuación de la de ayer, y nos presenta la oración de Ana, madre de Samuel, quien le pedía un hijo al Señor, y cómo Dios escuchó su oración: “Ana concibió, dio a luz un hijo y le puso de nombre Samuel”.

Como Salmo (1Sam 2,1.4-5.6-7.8abcd), la liturgia nos presenta el “cántico de Ana”, que ésta entona luego del nacimiento de Samuel, y guarda un paralelismo asombroso con el Magníficat que la Virgen María proclama al escuchar de labios de su prima Isabel decir: “¡Feliz la ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!”. Les invito a leer con detenimiento este hermoso cántico de Ana y compararlo con el Magníficat:

“Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder se exalta por Dios; mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con tu salvación. Se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor; los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan; la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía. El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece. Él levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que herede un trono de gloria”.

El mensaje es claro: Aquél que pone su confianza en el Señor, el que “ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor”, verá la Gloria de Dios manifestarse en su vida. Así lo vivió Ana. María lo llevó un paso más allá. Ana tuvo que unirse a su esposo Elcaná para concebir, como otras tantas mujeres estériles que nos presentan las Sagradas Escrituras quienes concibieron gracias a la intervención divina (para Dios nada es imposible). En el caso de María, la llena de gracia, la concepción y nacimiento de Jesús representan la culminación: nacido de una mujer virgen, un regalo absoluto de Dios.

La lectura evangélica Mc 1,21-28) nos presenta a ese hijo, Jesús, en pleno ministerio “enseñando” en la sinagoga de Cafarnaún, en donde todos se quedaban asombrados, especialmente porque “porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad”. Él está consciente de que los profetas y la Ley adquieren plenitud en su persona y su mensaje (Cfr. Mt 5,17). Él es el hijo a quien el Padre ha entregado todo (Mt 11,27). Por eso tiene autoridad para expulsar demonios, como de hecho lo hace en la lectura de hoy. Los propios demonios así lo reconocen: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”.

Ana concibió a pesar de su esterilidad y María concibió siendo virgen porque creyeron. Jesús prometió a “los que crean”, el poder de expulsar demonios (Cfr. Mc 16,17). “En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún” (Jn 14,12). Y no se trata necesariamente de exorcismos espectaculares. ¿Cuántos demonios tienes? Odios, resentimientos, vagancia, tibieza… Todos huyen cuando permites que Jesús haga morada en tu corazón. ¡Piénsalo!

ISTEPA – PROGRAMA Y CALENDARIO ACADÉMICO ENERO-MAYO 2020

Hermanos:

Adjunto el Calendario Académico y Programa de Clases para el semestre enero-mayo 2020.

Como siempre, los exhortamos a matricularse en el (los) curso(s) de su preferencia para que continúen formándose en su fe católica cristiana.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) 13-01-20

Con la celebración del Bautismo del Señor en el día de ayer, concluyó el Tiempo de Navidad. Hoy comenzamos el Tiempo Ordinario. Corresponde la liturgia dominical de este año el Ciclo A, y a las lecturas de feria (diarias) las del Año Par.

Durante el tiempo de Navidad la liturgia nos fue presentando a un Jesús que ha llegado y se ha manifestado en dos epifanías distintas. Ya ha comenzado su misión.

Hoy nos presenta a un Jesús que pasó la prueba de las tentaciones en el desierto. Juan ha sido arrestado, y Jesús comienza a predicar la Buena Nueva del Reino, haciendo un llamado a la conversión: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio”. La tarea es formidable y Él sabe que su tiempo es corto. Llegó el momento de reclutar sus primeros discípulos, y la lectura evangélica que nos lanza de lleno en el Tiempo Ordinario, nos narra ese episodio (Mc 1,14-20).

Se trata de la vocación (“llamado”) de Simón (Pedro) y su hermano Andrés, y Santiago y su hermano Juan (los hijos del Zebedeo). Jesús escoge sus primeros discípulos de entre los pescadores, y utiliza la pesca, y el lenguaje de la pesca, para simbolizar la tarea que les espera a los llamados. Nos dice el pasaje que a los primeros les dijo “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Siempre que escucho esta frase recuerdo a un párroco español que tuvimos en nuestra comunidad por muchos años, que en su inglés de Castilla la Vieja describía nuestra misión como “fishing and fishing”.

La escritura no nos dice qué le dijo a los segundos, pero debe haber sido algo similar. Lo cierto es que los cuatro, sin vacilar, dejaron las redes, y los segundos incluso dejaron a su padre (Cfr. Lc 14,26), para seguir a Jesús. Esto nos evoca el pasaje de Jeremías (20,7): “¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir!” De nuevo esa mirada… ¡imposible de resistir! Y ese seguimiento implicaba, por supuesto, aceptar el reto que Jesús les lanzó junto con la invitación: convertirse en “pescadores de hombres”.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, el seguimiento de Jesús tiene que ser radical, no hay términos medios (Cfr. Ap 3,15-16). Con ese pensamiento comenzamos el Tiempo Ordinario. Esa es la prueba de fuego para determinar si verdaderamente vivimos la Navidad, o si simplemente nos limitamos a celebrar las fiestas.

Jesús nos llama a ser pescadores de hombres, pero ello implica dejar nuestras “redes” que solo nos sirven para pescar las cosas del mundo. ¿Estamos dispuestos a aceptar el reto?

“Señor Dios nuestro: Tú nos invitas a nosotros, discípulos hoy de tu Hijo, a convertirnos totalmente al Evangelio y a ayudar a extender tu Reino. Danos corazones abiertos al Evangelio y generosidad para compartirlo con los hombres de nuestros días. Te lo pedimos por medio de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que vive contigo y con el Espíritu Santo, un solo Dios, por los siglos de los siglos” (Oración colecta).

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR (A) 12-01-20

“Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos…” 

La Iglesia universal celebra hoy la fiesta litúrgica del Bautismo del Señor, otra de las grandes epifanías (manifestaciones) de Jesús, y la liturgia nos regala como primera lectura el comienzo del primer cántico del Siervo de Yahvé en el libro del profeta Isaías (42,1-4.6-7). Ese pasaje prefigura la lectura evangélica, que es la versión de Mateo del Bautismo de Jesús (Mt 3,13-17).

En la primera lectura el Señor se manifiesta por boca de Isaías: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu”. Como podemos apreciar, el paralelismo de este pasaje con el Evangelio es asombroso: “Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz del cielo que decía: ‘Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto’”.

En la Solemnidad de la Epifanía decíamos que la Iglesia celebra tres epifanías importantes: La Epifanía ante los Reyes Magos, la Epifanía a Juan el Bautista en el Río Jordán cuando Jesús fue bautizado, y la Epifanía a sus discípulos en las Bodas de Caná. En la que celebramos hoy, no solo experimentamos una manifestación de Jesús; tenemos una verdadera teofanía en la que se manifiestan las tres personas de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Ese gesto de Jesús de bautizarse como “uno más”, junto a los pecadores, sin necesitar bautismo por estar libre de todo pecado, enfatiza el carácter totalizante de la encarnación. Jesús se hizo uno con nosotros, uno de nosotros. Pero su doble naturaleza se revela en el Espíritu que desciende sobre Él y la voz del Padre que le llama “Hijo” (“Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios” – Lc 1,35).

Con esa “apertura” del cielo seguida de la frase que acabamos de escuchar, se establece una nueva relación entre Dios y la humanidad a través del Ungido. Así, todos los que nacemos del agua y del Espíritu por medio del Bautismo, nos convertimos en “hijos amados y predilectos” del Padre y, por tanto, hermanos de Jesús y coherederos de la Gloria. Por eso podemos llamar a Dios “Padre”, y Él puede llamarnos “hijos”. Así se cumple la profecía: “Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo” (2 Sam 7,14; Cfr. Hb 1,5).

La efusión del Espíritu Santo sobre Jesús le lanza a comenzar su misión redentora y lo acompañará a lo largo de toda ella. Nosotros, los que por medio del Bautismo hemos participado de la muerte, y participamos de la misma Vida y el mismo Espíritu del Señor, estamos llamados a continuar Su obra salvadora, convirtiéndonos en “Evangelios vivientes” en el mundo y en la historia.

“Dios todopoderoso y eterno, que en el bautismo de Cristo, en el Jordán, quisiste revelar solemnemente que Él era tu Hijo amado enviándole tu Espíritu Santo, concede a tus hijos de adopción, renacidos del agua y del Espíritu Santo, perseverar siempre en tu benevolencia”. (Oración Colecta).

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DESPUÉS DE EPIFANÍA 11-01-20

Hoy contemplamos como primera lectura la conclusión de la primera carta del apóstol san Juan (1 Jn 5,14-21). En este pasaje Juan nos hace una invitación a la oración con la promesa de que nuestras oraciones siempre son escuchadas: “En esto está la confianza que tenemos en él: en que si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en lo que le pedimos, sabemos que tenemos conseguido lo que le hayamos pedido”. Es decir, si nos abandonamos a Su voluntad y nos hacemos uno con Él (entramos en “comunión” con Él), no pediremos nada que sea contrario a Su voluntad, por lo cual nuestras peticiones siempre coincidirán con Su voluntad. De ahí surge la certeza de saber “que tenemos conseguido lo que le hayamos pedido”. Juan, en su estilo peculiar que yo llamo de “trabalenguas”, tiene la capacidad de concentrar en pocas palabras unas grandes y profundas verdades de fe, y el pasaje de hoy es un buen ejemplo.

Pero Juan no se detiene ahí; nos exhorta a orar por los pecadores: “Si alguno ve que su hermano comete un pecado que no es de muerte, pida y Dios le dará vida”. Nos está diciendo que, lejos de condenar al pecador, oremos por Él para que la gracia se derrame sobre Él y se convierta, “porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10).

De ahí que encontramos a Jesús en compañía de pecadores, recaudadores de impuestos y prostitutas. Y cuando le critican, dice: “No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan” (Lc 5,31-32). Jesús acoge a los pecadores, los escucha, los consuela, y les dice: “Vete y no peques más” (Jn 8,11).

En el Evangelio de hoy (Jn 3,22-30) vemos la transición, el “pase de batón” de Juan el Bautista a Jesús. Cuando sus discípulos vienen a quejarse con él que Jesús también estaba bautizando y que aparentemente estaba logrando más adeptos que él, Juan entiende que su misión está llegando a su fin. Luego de reconocer que Jesús está actuando por designio divino, les recuerda que él mismo les había dicho: “Yo no soy el Mesías, sino que me han enviado delante de él”. Luego concluye diciendo: “Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar”. Un gesto de humildad, y de reconocimiento de que su misión estaba subordinada a la de Jesús.

La liturgia de la Iglesia nos transmite esa relación al colocar la fiesta de Juan el Bautista el 24 de junio, tres días después del equinoccio de verano (a partir del cual los días se hacen cada vez más cortos, van menguando), y la solemnidad de la Navidad el 25 de diciembre, cuatro días después del equinoccio de invierno (a partir del cual los días se hacen cada vez más largos, va creciendo el tiempo de luz). Así el “sol menguante” simboliza a Juan el Bautista, y el “sol creciente” simboliza a Cristo.

Al concluir este tiempo de Navidad, pidamos al Señor la humildad de Juan, para que nos libre del falso orgullo y estemos conscientes de que toda nuestra actividad pastoral es producto de la gracia y en función de la persona de Cristo, que es quien merece toda gloria y reconocimiento.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DESPUÉS DE EPIFANÍA 10-01-20

El apóstol san Juan continúa dominando la primera lectura de la liturgia de este tiempo de Navidad que culminará el sábado para dar paso a la Fiesta del Bautismo del Señor, que a su vez marca el inicio del Tiempo Ordinario. La lectura de hoy (1 Jn 5,5-13) comienza planteándonos una interrogante: “¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” En los escritos de Juan la palabra “mundo” describe esa actitud nuestra de pensar que somos el “ombligo del mundo”, lo que nos lleva a sucumbir ante la tentación de pretender salvarnos por nuestras propias fuerzas, sin necesitar de Dios. Juan nos recuerda que solo el que cree que Jesús es el Hijo de Dios puede vencer esa tentación. Solo de esa manera podemos entregarnos a Él y saber que solo en Él y por Él obtendremos la salvación y la vida eterna.

Establecido ese hecho, pasa a fundamentar su aseveración: “Éste es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre; y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Porque tres son los testigos: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres están de acuerdo”. Al hacer referencia al “agua y la sangre”, Juan está aludiendo a la obediencia de Jesús a su Padre hasta la muerte, en el gesto de amor más formidable en la historia de la humanidad. No olvidemos que Juan estuvo al pie de la cruz y fue testigo de la sangre y el agua que brotaron del costado de Cristo en el momento del sacrificio máximo. Jesús ha hecho el máximo sacrificio, y lo ha hecho por amor. “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13). Como ha dicho Noel Quesson: “El Corazón abierto, del que mana «el agua y la sangre» ¡es el símbolo más fuerte y expresivo del amor!”.

Juan añade un tercer “testigo” para confirmar la veracidad de su afirmación: “el Espíritu [que] es la verdad”. Así tenemos tres testigos: el Espíritu, el agua y la sangre. Debemos recordar que en los procedimientos judiciales de la época se requerían tres testigos para probar la veracidad de un hecho. Está claro; Juan no quiere dejar lugar a dudas de que lo que dice es la verdad.

Y el resultado de ese sacrificio de amor y por amor del Hijo de Dios, es hacernos acreedores a la vida eterna: “Y éste es el testimonio: Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo tiene la vida, quien no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. Os he escrito estas cosas a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que os deis cuenta de que tenéis vida eterna”.

Juan nos asegura que esa “vida eterna” la podemos disfrutar desde ahora, porque si tenemos al Hijo, podemos vencer al “mundo”, y si vencemos al mundo, seremos partícipes de la plenitud de la Vida que es el Hijo.

Señor, aumenta mi fe para que pueda llegar a la plenitud de la Vida en tu Hijo, de manera que pueda disfrutar desde ahora de la vida eterna que nos tienes prometida.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DESPUÉS DE EPIFANÍA 09-01-20

“Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”.

“Nosotros amamos a Dios, porque él nos amó primero”. Con esta frase comienza el pasaje de la primera carta del apóstol san Juan que nos presenta la liturgia para hoy (1 Jn 4,19-5,4). Detengámonos un momento a meditar sobre el alcance y la profundidad de esa frase. Dios nos amó primero. Esta aseveración no está condicionada. Es absoluta. Dios nos ama, nos ha amado, antes de que le correspondiéramos, y aunque no le correspondamos. No nos ama porque seamos buenos, o virtuosos, o piadosos, o llenos de amor. Nos ama tal y como somos: pecadores, egoístas, viciosos, con carácter deforme. Dios no escatima en su amor. Él ama inclusive a aquellos que no creen en Él, a aquellos que le persiguen (Jn 13,34-35).

Recuerdo haber escuchado a un sacerdote decir a un niño: “Dios ama a los niñitos que se portan bien”. Y yo me pregunté: ¿es que acaso no ama a los que no se “portan bien”? Dios nos ama primero precisamente para capacitarnos a amar, para salvarnos; para inundar nuestro corazón con su amor de manera que podamos amar a nuestros hermanos, y amándolos a ellos amarlo a Él. Una vez nos dejamos seducir por Su amor, amamos al prójimo y cumplimos los mandamientos; no por temor, sino por amor. Es la ley del amor.

Por eso el mensaje de Jesús resultaba atractivo para el pueblo, especialmente aquellos que eran marginados de la sociedad, a quienes se les consideraba inmerecedores de la gracia y el amor de Dios. Jesús, con su carisma y sabiduría, había logrado cautivar las multitudes. Nos dice el Evangelio de hoy (Lc 4,14-22) que su fama se había extendido por toda la Galilea. Podríamos decir que se encontraba en el pináculo de su popularidad como predicador. Se había convertido en lo que hoy llamaríamos un “celebrity”. En ese momento decide regresar a su pueblo de Nazaret, pero cambiado. Ya no era aquel carpintero que había salido de su pueblo hacía más de dos años. Imagino que todos estaban ávidos de escucharle.

Nos dice la escritura que Jesús entró en la sinagoga, se puso en pie para hacer la lectura, y encontró el pasaje del profeta Isaías que dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”. Y al terminar de leer, a manera de homilía, dijo a los presentes: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Es el llamado “discurso programático” de Jesús, que constituye. Es la culminación de su manifestación, de aquella “epifanía” que celebramos hace apenas tres días.

Esas palabras de Jesús constituyen una proclamación del amor gratuito de Dios a toda la humanidad (incluyendo a los paganos), estableciendo su “opción preferencial” por los pobres, los cautivos, los ciegos. En ese momento queda definida la misión de Jesús, asistido por el Espíritu Santo. Y nosotros, con la ayuda del Espíritu, estamos llamados a continuar la proclamación de ese mismo Amor.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DESPUÉS DE EPIFANÍA 08-01-20

“Ánimo, soy yo, no tengan miedo”.

“Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. Esa frase, pronunciada por Jesús, constituye el punto culminante del pasaje que nos brinda el Evangelio de hoy (Mc 6,45-52).

El trasfondo de la frase es el siguiente: Jesús acababa de realizar el milagro de la multiplicación de los panes y había instruido a sus discípulos que se subieran a la barca y se adelantaran a la otra orilla mientras Él despedía la gente. Tal vez Jesús no quería que los discípulos se contagiaran con la excitación del pueblo por el milagro, o mejor dicho, por el aspecto material del milagro, ignorando el verdadero significado del mismo; la tendencia que tenemos de confundir lo temporal con lo eterno. Esto se pone de manifiesto cuando al final del pasaje de hoy el evangelista, al describir la reacción de los discípulos en la barca, nos dice: “Ellos estaban en el colmo del estupor, pues no habían comprendido lo de los panes, porque eran torpes para entender”.

Volviendo al relato, cuando la barca en que navegaban los discípulos iba a mitad de camino, siendo ya de noche, Jesús se percató que tenían un fuerte viento contrario y estaban pasando grandes trabajos para poder adelantar, así que decidió ir caminando hasta ellos sobre las aguas. Al verlo creyeron que era un fantasma, se sobresaltaron, y dieron un grito. Fue en ese momento que Jesús les dijo: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. Inmediatamente la Escritura añade: “Entró en la barca con ellos, y amainó el viento”.

Resulta obvio que los discípulos no habían comprendido en tu totalidad el verdadero significado y alcance del milagro de la multiplicación de los panes. De lo contrario, sabrían que, más que un acto de taumaturgia (capacidad para realizar prodigios), como podría hacerlo un mago, lo que ocurrió allí fue producto del Amor de Dios. Si lo hubiesen entendido, estarían inundados del Amor de Dios, estarían conscientes de la divinidad de Jesús, y no habrían sentido temor cuando lo vieron caminar sobre las aguas.

La primera lectura de hoy (1 Jn 4,11-18), en la que Juan continúa desarrollando su temática principal del Amor de Dios y de Dios-Amor, establece claramente que “quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él”, y que en el amor no puede haber temor, porque “el amor expulsa el temor”. Es decir, el amor y el temor son mutuamente excluyentes, no pueden coexistir. Y para recibir la plenitud de ese Amor, que es Dios, es necesaria la fe (Cfr. Mc 5,36: “No tengas miedo, solamente ten fe”).

¡Cuántas veces en nuestras vidas nos encontramos “remando contra la corriente”, llegando al límite de nuestra resistencia! En esos momentos, si abrimos nuestros corazones al Amor misericordioso de Dios, escucharemos una dulce voz que nos dice al oído: “Ánimo, soy yo, no tengas miedo”. Créanme, ¡se puede! Yo he logrado enfrentar situaciones que de otro modo hubiesen sido aterradoras, con la alegría y tranquilidad que solo el saberme amado por Dios podían brindarme. Porque Jesús “entró en la barca [conmigo], y amainó el viento”.

“Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo” (Sal 23,4).

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DESPUÉS DE EPIFANÍA 07-01-20

“Dadles vosotros de comer.”

Juan continúa dominando la primera lectura de la liturgia para este tiempo. La primera lectura de hoy (1Jn 4,7-10), que parece un trabalenguas, es tal vez el mejor resumen de toda la enseñanza de Jesús: “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación para nuestros pecados”.

El amor de Dios, y la identidad del Amor con Dios, es el tema principal de Juan; nunca se cansa de insistir. Pero en esta lectura va más allá; entrelaza el tema del amor con el misterio de la Encarnación, unida a la vida, muerte y resurrección de su Hijo. De ese modo el amor no se nos presenta como algo espiritual, ideal, sino como algo real, palpable, histórico, con contenido y consecuencias humanas.

“Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios”, nos dice san Juan. Nuestro amor es producto del Amor de Dios, de haber “nacido de Dios”. Si permitimos que ese Amor haga morada en nosotros, no tenemos más remedio que amar; amar con un amor que participa de la naturaleza del Amor divino. Por eso amando al prójimo amamos a Dios y seguimos creciendo en el Amor. Es un círculo que no termina. Alguien ha dicho que el amor es el único don que mientras más lo repartes más te sobra.

Y eso es precisamente lo que vemos en la lectura evangélica de hoy (Mc 6,34-44), el pasaje de la “primera multiplicación de los panes”. Un milagro producto de la gratuidad del amor. Al caer la tarde los discípulos le sugieren a Jesús que despida la gente para que cada cual resuelva sus necesidades de alimento. La reacción de Jesús no se hace esperar: “Dadles vosotros de comer”. Ya anteriormente Marcos nos había dicho que Jesús se había compadecido de la gente porque andaban “como ovejas sin pastor”, lo que le motivó a “enseñarles con calma”. Tenían hambre; no hambre material, sino hambre espiritual. Jesús se la había saciado con su Palabra. Ya el rebaño tiene Pastor. El Pastor tiene que procurar alimento para su rebaño. Llegó el momento del alimento, de la fracción del pan. “Dadles vosotros de comer”.

Vemos en esta perícopa evangélica una prefiguración de la celebración Eucarística, en la cual nos alimentamos primero con la Palabra de Dios para luego participar del Banquete Eucarístico. Es lo que la Iglesia, sucesora de los apóstoles sigue haciendo hoy. Y todo producto del Amor de Dios, que quiso permanecer con nosotros bajo las especies eucarísticas.

Hoy, pidamos al Señor por los ministros de Su Iglesia, para que continúen pastoreando Su rebaño, y alimentándolos con el Pan de Su Palabra y el Pan de la Eucaristía.