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La lectura evangélica que nos presenta la
liturgia de hoy (Mt 23,13-22) se coloca en el discurso de Jesús contra la
hipocresía y vacuidad de los escribas y fariseos que ocupa el capítulo 23 de
Mateo. Por el tono de su discurso podemos inferir que Jesús estaba bien molesto,
enojado, al proferir su ataque frontal hacia ese grupo, sobre todo porque, como
dice al principio de su diatriba, “dicen y no hacen” imponiendo a la gente
cargas pesadas que ellos “ni con el dedo quieren moverlas” (3-4). Por eso les
habla en un tono tan fuerte, llamándoles hipócritas, necios y ciegos. Jesús
critica duramente la falta de autenticidad de estos. Asimismo, a Jesús le
resulta hipócrita y hasta ofensiva la forma en que les gusta que se les
reconozca y rinda pleitesía.
El pasaje de hoy es el comienzo de las “siete
maldiciones” o “ayes” (llamadas así porque cada una está precedida de un “ay”)
de Jesús contra los escribas y fariseos, que examinaremos durante los próximos
tres días (mañana ampliaremos sobre el origen y significado de los “ayes”).
Resulta notable la diferencia entre esta lectura y la primera (1 Tes 1-10), en
la que Pablo elogia y da gracias por la fe de los cristianos de Tesalónica,
quienes han sabido mantenerse firmes en la “esperanza en Jesucristo”.
Este contraste debe llevarnos a la reflexión y
a un autoexamen de conciencia. ¿Cuántas altas y bajas experimentamos en nuestro
camino de conversión continua mientras intentamos alcanzar la gloria eterna?
¿Cuántas veces damos gracias a Dios por nuestra fe, por todas las bendiciones
que derrama sobre nosotros a diario, y cuántas veces tenemos que bajar nuestra
mirada al enfrentarnos a nuestro pecado, a nuestra falta de autenticidad, a
nuestro orgullo? Jesús nos está llamando a ser genuinos, transparentes, pero
sobre todo humildes: “el Señor ama a su pueblo y adorna con la victoria a los
humildes” (Salmo).
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos
hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Ni entráis
vosotros, ni dejáis entrar a los que quieren”. Este primer “ay” nos proporciona
la clave de por qué Jesús, el manso y humilde corazón, puede tornarse en una
“fiera” cuando se enfrenta a los que tergiversan el mensaje al punto de impedir
a otros la entrada al Reino de los cielos. Los fariseos escondían su hipocresía
en el “cumplimiento” estricto de la Ley, por encima de la justicia y el amor,
angustiando a los fieles con “pecados” que son meras interpretaciones
legalistas; interpretaciones que llegan a convertirse en “camisas de fuerza”
que nos impiden movernos en nuestro camino a la santidad y a la salvación.
Hemos dicho en otras ocasiones que la voluntad
de Dios es que todos obtengamos la salvación. Jesús es claro en su mensaje; o
estamos con Él, o en contra de Él (Lc 11,23). No hay términos medios. Y
mientras de Él dependa, ninguna de sus ovejas se ha de perder (Mt 18,14). Por
eso ataca como una leona parida a los que puedan ser piedra de obstáculo para
nuestra salvación.
Que pasen una hermosa semana llena de
bendiciones.
La liturgia de hoy nos presenta la culminación
del “discurso del pan de vida” (Jn 6,60-69), que hemos estado contemplando
durante los pasados cuatro domingos.
En el Evangelio que contemplábamos el pasado
domingo (Jn 6,51-59) Jesús había enfatizado en cinco ocasiones la necesidad de
“comer su carne” y “beber su sangre” para obtener la vida eterna, en una
alusión al sacramento de la Eucaristía que para ellos resultaba incomprensible.
Esto, en respuesta a los comentarios de los judíos, quienes se preguntaban:
“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”
Lejos de suavizar o justificar sus palabras,
reitera que el que no coma su carne y beba su sangre “no tendrá vida” en sí
mismo, es decir, no tendrá la vida que da la Gracia, añadiendo que ello es
necesario para que podamos “habitar” en Él y Él en nosotros.
Aquellas palabras (eso de “comer” su carne y
“beber” su sangre) resultaban fuertes y escandalosas, duras, para muchos de los
“discípulos” que le seguían: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle
caso?”. Jesús no intenta convencerlos ni trata de explicar su discurso. Por el
contrario, se reitera en lo dicho y les increpa: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si
vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da
vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y
vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen… Por eso os he dicho que nadie
puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Esas palabras hicieron que
muchos discípulos suyos se echaran atrás y dejaran de seguirle.
Entonces Jesús se viró hacia donde estaban los
Doce (trato de imaginarme la escena) y les lanza un desafío: “¿También ustedes
quieren marcharse?” Como siempre, Simón Pedro tomó la palabra e hizo una
profesión de fe: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida
eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.
Las palabras de Jesús siempre son motivo de
controversia. Ya el anciano Simeón lo había profetizado desde el comienzo (Lc
2,34). Y hoy día no es diferente. Su seguimiento es exigente, duro, el estilo
de vida que implica está reñido con los gustos, las tendencias del mundo
actual. Seguir a Jesús implica hacerse uno con Él, “comer su carne”, no solo en
la Eucaristía, sino también participar de su encarnación, y “beber la sangre”
de su sacrificio.
Los que queremos perseverar, los que queremos
permanecer fieles a Él, necesitamos comer constantemente de ese “pan de Vida”,
no solo en la mesa de la Eucaristía, sino también en la mesa de la Palabra, que
es también fuente de vida eterna: “¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras
de vida eterna”.
En la Eucaristía encontramos alimento, y en la
Palabra el aliento y el consuelo que nos permiten continuar en el camino a la
Vida eterna que Él regala de balde a los que comemos de su cuerpo y bebemos de
su sangre.
Él siempre tiene la mesa de la Eucaristía y la
mesa de la Palabra dispuestas para ti.
El evangelio correspondiente a la liturgia de
hoy (Mt 23,1-12) es el preámbulo de las “siete maldiciones” de Jesús contra los
escribas y fariseos recogidas en el capítulo 23 de Mateo. El pasaje nos muestra
a Jesús hablando a un público numeroso (“habló a la gente y a sus discípulos”)
denunciando los excesos de estos personajes que habían usurpado la “catedra de
Moisés”, que por derecho le correspondía a los sacerdotes, quienes eran los
llamados por la ley de Moisés a interpretar las escrituras.
Dos cosas critica Jesús a los escribas y
fariseos. En primer lugar, que habían interpretado la ley de Moisés de tal
manera que habían establecido una serie de preceptos que habían convertido los
diez mandamientos originales en 613 preceptos (la llamada Mitzvá), que constituían una verdadera camisa de fuerza para el
pueblo, “fardos pesados e insoportables [que le] cargan a la gente en los
hombros, pero [que] ellos [los escribas y fariseos] no están dispuestos a mover
un dedo para empujar”. Una carga creada por mentes humanas, no por Dios; carga que
contrasta grandemente con el “yugo suave y la carga ligera” (Mt 11,30) propuesta
por Jesús.
En segundo lugar, Jesús critica el
protagonismo y elitismo, y el deseo de reconocimiento que habían desarrollado
los escribas y fariseos, quienes pretendían ocupar siempre los primeros puestos
en todo, y exigían que se les rindiera pleitesía. Por eso Jesús advierte a los
que le escuchan que hagan y cumplan lo que les digan los escribas y fariseos,
pero que no hagan lo que ellos hacen, “porque ellos no hacen lo que dicen”. Esa
actitud es la que llevará a Jesús a referirse a ellos más adelante como
“sepulcros blanqueados” (Mt 23,27); actitud que contrasta con el mensaje de
humildad, sencillez y pobreza apostólica recogido en las Bienaventuranzas (Mt
5), y con su aseveración de que “si alguno de ustedes quiere ser el primero
entre ustedes, que se haga el esclavo de todos”, porque “el Hijo del Hombre no
vino a ser servido, sino a servir” (Mt 20,27-28).
El mensaje de Jesús es claro, pero sobre todo
consistente. Y lo que le da sentido, el “pegamento” que le da esa consistencia
es el Amor. El Amor abundante e incondicional que Él nos profesa, y que
nosotros venimos llamados a “derramar” con la misma abundancia sobre nuestro prójimo,
sobre nuestros hermanos; el mismo Amor que llevó a Jesús a lavar los pies de
sus discípulos (Jn 13,12-15).
Cuando nos decidamos servir al Señor,
asegurémonos de ser humildes y misericordiosos con todo el que se nos acerque,
y pidámosle al Señor nos libre de caer en la tentación del orgullo o la
ostentación que nos impida ser verdaderos servidores de nuestro prójimo como lo
hizo el Maestro. “En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se
aman unos a otros” (Jn 13,35).
En este fin de semana que comienza, recordemos
que el Padre nos espera con la mesa dispuesta para que nos sentemos junto a Él
a disfrutar del banquete de la Palabra y la Eucaristía. ¡Anda, anímate!
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Mt 22,34-40) nos dice que un fariseo se acercó a Jesús y le
preguntó: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?”. Los fariseos
y los escribas tenían prácticamente una obsesión con el tema de los
mandamientos y los pecados. La Mitzvá
contiene 613 preceptos (248 mandatos y 365 prohibiciones), y los escribas y
fariseos gustaban de discutir sobre ellos, enfrascándose en polémicas sobre cuales
eran más importantes que otros.
La respuesta de Jesús no se hizo esperar: “‘Amarás
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser’. (Dt
6,4-5). Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a
él: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ (Lv 19,18). Estos dos mandamientos
sostienen la Ley entera y los profetas”.
Si leemos el libro del Deuteronomio, este
mandamiento está precedido por “Escucha, Israel” (el famoso Shemá)…
Tenemos que ponernos a la escucha de esa Palabra que es viva y eficaz, más
cortante que espada de dos filos (Hb 4,12-13), que nos interpela. Una Palabra
ante la cual no podemos permanecer indiferentes. La aceptamos o la rechazamos.
No se trata pues, de una escucha pasiva; Dios espera una respuesta de nuestra
parte. Cuando la aceptamos no tenemos otra alternativa que ponerla en práctica,
como los Israelitas cuando le dijeron a Moisés: “acércate y escucha lo que dice
el Señor, nuestro Dios, y luego repítenos todo lo que él te diga. Nosotros lo
escucharemos y lo pondremos en práctica”. O como le dijo Jesús a los que le
dijeron que su madre y sus hermanos le buscaban: “Mi madre y mis hermanos son
los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8,21). Hay que
actuar conforme a esa Palabra. No se trata tan solo de “creer” en Dios, tenemos
que “creerle” a Dios y actuar de conformidad. El principio de la fe. Ya en
otras ocasiones hemos dicho que la fe es algo que se ve.
¿Y qué nos dice el texto de la Ley citado por
Jesús? “Amarás al Señor tu Dios”. ¿Y cómo ha de ser ese amar? “Con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Que no quede duda. Jesús quiere
abarcar todas las maneras posibles, todas las facultades de amar. Amor
absoluto, sin dobleces, incondicional (a Jesús no le gustan los términos
medios). Corresponder al Amor que Dios nos profesa. Pero no se detiene ahí.
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Consecuencia inevitable de abrirnos al
Amor de Dios. Cuando nos abrimos al amor de Dios no tenemos otra alternativa
que amar de igual manera.
La fórmula que nos propone Jesús es sencilla.
Dos mandamientos cortos. Cumpliéndolos cumples todos los demás. La dificultad
está en la práctica. Se trata de escuchar la Palabra y “ponerla en práctica”.
Nadie dijo que era fácil (Dios los sabe), pero si queremos estar cada vez más
cerca del Reino tenemos que seguir intentándolo.
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El evangelio que leemos en la liturgia para
hoy (Mt 22,1-14) nos presenta la parábola del banquete de bodas. En esta
parábola Jesús compara el Reino de los cielos con un banquete de bodas, y al
anuncio de la Buena Nueva del Reino con la invitación al banquete. Ya se acerca
su hora, Jesús sabe que su tiempo se acaba y está “pasando balance” de su
gestión.
Jesús está consciente que los suyos (los
judíos) no “aceptaron su invitación” (“Vino a los suyos, y los suyos no lo
recibieron”. – Jn 1,11), no le hicieron caso. Cada cual siguió ocupándose de
“lo suyo”. Para estos, sus asuntos eran más importantes que la invitación. Inclusive
llegaron al extremo de agredir físicamente a los portadores de la invitación.
¡Cuántas veces tenemos que sufrir esos desplantes los que nos convertimos en
portadores de la Buena Nueva!
Ante el desplante de sus invitados, el rey
pide a sus criados que inviten a todos los que encuentren por el camino: “Id
ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a
la boda”. Y los criados, salieron a los caminos e invitaron a todos los que
encontraron, “malos y buenos”.
Resulta claro que el Reino es para todos,
malos y buenos; tan solo hay que aceptar la invitación y “ponerse el traje de
fiesta”. Todos hemos sido invitados al banquete de bodas del Reino. Pero como
hemos dicho en días anteriores, esa invitación tiene unas condiciones, una
“letra chica”. Tenemos que dejar atrás nuestra vestimenta vieja para vestir del
traje de gala que amerita el banquete de bodas.
Hay un versículo de esta lectura que resulta
un poco desconcertante. Me refiero al tratamiento severo que el rey la da al
que no vino ataviado con el vestido de fiesta: “Atadlo de pies y manos y
arrojadlo fuera, a las tinieblas” (v. 13). Se han escrito “ríos de tinta” sobre
el posible significado de este verso, pero los exégetas no se ponen de acuerdo
sobre qué estaba pensando Jesús cuando dijo esa frase (incluyendo el tenebroso
“llanto y rechinar de dientes” que le sigue). Tal vez la respuesta esté en la
oración que antecede a la condenación: “El otro no abrió la boca”. Otras
versiones dicen “El hombre se quedó callado”. En otras palabras, se le dio la
oportunidad y la ignoró. Se le invitó, vino a la boda, se le dijo que no estaba
vestido apropiadamente, y en lugar de corregir la situación, optó por quedarse
callado. Es decir, compró su propia condenación. Me recuerda el pasaje de la
Primera Carta a los Corintios, en el que Pablo nos narra la Cena del Señor,
refiriéndose a los que se acercan a la Eucaristía sin la debida preparación:
“El que come y bebe indignamente, come y bebe su propia condenación” (11,29).
No hay duda que el Señor nos invita a todos a
su Reino, santos y pecadores. Pero para ser acreedores de sentarnos al “mesa
del banquete”, lo menos que podemos hacer es lavar nuestra túnica. Así
llegaremos a formar parte de aquella multitud, “imposible de contar” de toda
nación, raza, pueblo y lengua, que harán su entrada en el salón del trono del
Cordero, “vestidos con sus vestiduras blancas” (Cfr. Ap 7,9).
Hemos recibido la invitación. Tenemos dos
opciones: la aceptamos o la rechazamos. Si la aceptamos, lo menos que podemos
hacer es ir vestidos apropiadamente. Anda, ¡ve a reconciliarte!
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La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Mt 20,1-16) pone de manifiesto la misericordia divina, y cómo esa misericordia se manifiesta en los que ponen su confianza en Él. Se trata de la “parábola de los obreros de la viña”. Para entender la enseñanza detrás de esta parábola tenemos que analizar detenidamente la conversación entre el dueño de la viña y cada grupo de jornaleros, y el salario que “ajusta” con cada uno. Veamos.
La parábola nos narra la historia del dueño de
una viña que salió a contratar jornaleros para su viña. Fue a la plaza pública
donde usualmente se congregaban los que buscaban trabajo. Nos dice la parábola
que con los que contrató al amanecer, ajustó el salario en un denario por día.
Salió por segunda vez a media mañana y contrató a otros que encontró sin
trabajo diciéndoles: “os pagaré lo debido”. Lo mismo hizo al mediodía y a media
tarde. Finalmente salió al caer la tarde y encontró a otros que habían estado
todo el día y nadie los había contratado. A estos se limitó a decirles: “Id
también vosotros a mi viña”.
Podemos ver tres tipos de jornaleros. Con los
primeros el dueño se ajusta en un salario fijo. Ha acordado un contrato de
empleo: un denario por día. Van a trabajar a cambio de una compensación
específica. Los que contrató a media mañana, a mediodía y a media tarde,
acordaron trabajar por una justa compensación, es decir, el dueño de la viña ofreció
pagarles “lo debido” y ellos fueron a trabajar. Finalmente, los que contrató al
atardecer, ni tan siquiera hablaron de compensación. Simplemente aceptaron el
llamado del dueño: “Id también vosotros a mi viña”.
Los primeros recibieron el salario que habían
acordado a cambio de su trabajo. Ni un céntimo más ni un céntimo menos. Estos
nos recuerdan a los fariseos, quienes observaban el fiel “cumplimiento” de la
Ley, y a cambio Dios les “debía” la recompensa del cielo. Tal parecería que
pretendían “comprar” la salvación. El cumplimiento interesado de la Ley (me
recuerda al “joven rico”). Esos son los que no comprenden cómo es posible que
los demás reciban el mismo salario. Sienten que Dios es “injusto” si les da la
misma recompensa a otros que ellos consideran pecadores. Nos recuerdan también la
actitud del fariseo en la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14).
El segundo grupo de jornaleros, los que fueron
a trabajar bajo la promesa de que recibirían “lo debido”, confiaron en que el
dueño de la viña habría de ser justo con ellos. Estos representan a aquellos
que se acercan a servir al Señor cuando son llamados. Confían en la justicia
divina, que tiene su raíz en la misericordia divina, y su confianza es
recompensada.
Pero los que más se asemejan al publicano de
la parábola de Lucas son los que fueron contratados ya al final del día. Estos
ni tan siquiera hablaron de salario. Se contentaron con trabajar. Y
probablemente se sintieron bien por el mero hecho de poder trabajar en lugar de
estar ociosos. Estos se dieron de corazón, y su esfuerzo y desinterés
resultaron agradables al dueño de la viña. Asimismo, si te acercas a servir al
Señor por amor, sin interés, aunque sea al final de tu vida, recibirás tu justa
recompensa: la Vida eterna.
Por eso Jesús termina refiriendo la enseñanza
a la vida eterna: “Así, los últimos serán los primeros y los primeros los
últimos”. Todavía estamos a tiempo.
La lectura evangélica que contemplamos en la
liturgia para hoy (Mt 19,23-30), es la continuación de la del joven rico que se
nos propusiera ayer. En esta lectura, Jesús dice a sus discípulos: “Os aseguro
que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Lo repito: Más
fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en
el reino de Dios”. El “ojo de una aguja” a que se refiere Jesús era un pequeño
portón que tenían las puertas principales de las ciudades como Jerusalén, por
donde entraban los mercaderes después de la hora que se cerraban las mismas. Si
el mercader traía camellos, le resultaba bien difícil entrarlos por “el ojo de
la aguja”. Para poder lograrlo (no siempre podían), tenían que quitarle la
carga y entrarlo arrodillado. ¿Ven el simbolismo?
De nuevo vemos a Jesús poniendo el apego a la
riqueza como impedimento para alcanzar el reino de Dios, pero esta vez es, como
ocurre a menudo, en un diálogo aparte con sus discípulos, luego del episodio.
Los discípulos acaban de escuchar a Jesús pronunciarse en esos términos y están
confundidos, pues en la mentalidad judía la riqueza y la prosperidad son
sinónimos de bendición de Dios. ¿Cómo es posible que la riqueza, que es
bendición de Dios, sea un impedimento para alcanzar el Reino? Pero Jesús se
refiere a la conducta descrita en el Deuteronomio (8,11-18) que nos manda estar
alertas, no sea que: “cuando comas y quedes harto, cuando construyas hermosas
casas y vivas en ellas, cuando se multipliquen tus vacadas y tus ovejas, cuando
tengas plata y oro en abundancia y se acrecienten todos tus bienes, tu corazón
se engría y olvides a Yahvé tu Dios que te sacó de Egipto, de la casa de la
servidumbre”.
Lo que Jesús nos propone es comprender que
para seguirle tenemos que “desposeernos” de todo lo que pueda desviar nuestra
atención de Dios como valor absoluto. Tenemos que aprender a depender, no de
nuestra propia riqueza ni de aquello que pueda darnos “seguridad” humana, sino
de los demás, y ante todo, de Dios, recordando que solo siguiéndole a Él podemos
alcanzar la salvación. Por eso cuando los discípulos le preguntan: “Entonces,
¿quién puede salvarse?”, Él les mira y les contesta: “Para los hombres es
imposible; pero Dios lo puede todo”…. “El que por mí deja casa, hermanos o
hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y
heredará la vida eterna”.
Tarea harto difícil, la verdadera “pobreza
evangélica”, imposible para nosotros si dependemos de nuestros propios
recursos. Solo si nos abandonamos a Dios incondicionalmente podemos lograrlo,
porque “Dios lo puede todo” (Cfr. Lc 1,37).
En este pasaje se nos describe, además, la
renuncia a las cosas del mundo llevada al extremo, que encontramos en aquellos
que abrazan la vida religiosa abandonando “casa, hermanos o hermanas, padre o
madre, mujer, hijos o tierras” con tal de seguir a Jesús.
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la
gracia de aprender a desprendernos de todo lo que nos impide seguirle
plenamente; que podamos hacer de Él, y de su seguimiento, el valor absoluto en
nuestras vidas, para así ser acreedores a la vida eterna que Él nos tiene
prometida.