REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS 23-06-22 (TRASLADADA)

Hoy celebramos la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. La Iglesia celebra esta solemnidad el viernes posterior al segundo domingo después de Pentecostés. Este año en Puerto Rico se traslada a jueves, por celebrarse el viernes la Solemnidad del nacimiento de San Juan Bautista, Patrono de la Arquidiócesis de San Juan. En la piedad cristiana todo el mes de junio está dedicado al Corazón de Jesús.

Se ha dicho que los elementos esenciales de esta devoción “‘pertenecen de manera permanente a la espiritualidad propia de la Iglesia a lo largo de toda la historia’, pues, desde siempre, la Iglesia ha visto en el Corazón de Cristo, del cual brotó sangre y agua, el símbolo de los sacramentos que constituyen la Iglesia; y, además, los Santos Padres han visto en el Corazón del Verbo encarnado ‘el comienzo de toda la obra de nuestra salvación, fruto del amor del Divino Redentor del que este Corazón traspasado es un símbolo particularmente expresivo’”.

Esta devoción encuentra su fundamento en el misterio de la Encarnación. Por eso adoramos el corazón de Cristo; porque es el corazón del Verbo encarnado, del cual brotó sangre y agua en la culminación del sacrificio máximo, el gesto de amor más formidable en la historia de la humanidad. Ese Corazón que fue capaz de sentir y prodigar el amor más profundo imaginable, Dios encarnado (Cfr. 1 Jn 4,8). Dios-Amor que, cumpliendo la voluntad del Padre se ofreció a Sí mismo para nuestra salvación. Sí; porque la voluntad del Padre es que todos nos salvemos.

Las lecturas para hoy nos presentan una vez más la figura del Buen Pastor. Con esta figura se quiere representar lo incapaces que somos de alcanzar la salvación sin la ayuda de Dios-Buen Pastor. Dios nos ama con amor infinito y está empeñado en que ninguna de sus ovejas se pierda. En la primera lectura, tomada de la profecía de Ezequiel (34,11-16), se nos presenta a Dios-Buen Pastor, buscando Él mismo “en persona” a las ovejas dispersas: “Buscaré las ovejas perdidas, recogeré a las descarriadas; vendaré a las heridas; curaré a las enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido”. Vemos la ternura, el amor, reflejado en esta figura. Recordemos que la voluntad de Dios es que todos nos salvemos.

En el Evangelio según san Lucas (15,3-7) que nos brinda la liturgia de hoy, Jesús retoma esa alegoría del Antiguo Testamento, con la parábola de la oveja perdida: “Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra?”

Desde la antigüedad, hemos relacionado el corazón con el amor, porque cuando experimentamos un amor profundo sentimos cómo el corazón late con más intensidad, al punto que a veces sentimos que se nos quiere salir del pecho. Así late el Corazón humano de Jesús cada vez que se encuentra con uno de nosotros después de habernos descarriado; como latió el corazón del padre misericordioso en la parábola del hijo pródigo al verlo acercarse a la distancia y salir corriendo a su encuentro: “Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.

Ese es el corazón de Jesús que nosotros adoramos, y cuya devoción celebramos hoy. “Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío”.

REFLEXÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DUODÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 22-06-22

“Por sus frutos los conoceréis…”

Jesús se crio entre gente de trabajo; artesanos, carpinteros, agricultores, pastores. Por eso vemos que constantemente utiliza figuras que son conocidas a los de su tiempo para transmitir sus enseñanzas. En la lectura evangélica que nos presenta la liturgia de hoy (Mt 7,15-20) nos habla de lobos y ovejas, uvas y zarzas, higos y cardos, árboles y frutos… “Por sus frutos los conoceréis”, repite en dos ocasiones.

Este pasaje es uno de esos que no requiere mucha explicación. Lo que Jesús nos plantea se puede dividir en dos enseñanzas íntimamente ligadas entre sí.

Primero, nos advierte que nos cuidemos de los falsos profetas (otras versiones dicen falsos “pastores”) que “se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces”. Se refiere a aquellos que se nos acercan con “cantos de sirena” a vendernos unas doctrinas que nos “hacen sentir bonito”, cuando lo cierto es que están detrás del fruto de nuestro trabajo.

El ejemplo perfecto lo encontramos en los llamados “tele-evangelistas” que nos predican un mensaje de prosperidad y felicidad terrenal a cambio de un diezmo. Para lograrlo montan todo un espectáculo digno de Hollywood, que crea un ambiente de euforia, una histeria colectiva que produce una sensación de bienestar y felicidad. Mientras tanto, sus cuentas bancarias continúan creciendo.

Eso dista mucho del verdadero mensaje de Jesús: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24).

Segundo, Jesús nos recuerda que a la larga esos falsos pastores se desenmascaran a sí mismos a través de sus propios actos, ya que el verdadero valor de una persona se manifiesta por lo que hace. Jesús debe haber estado pensando en los fariseos de su tiempo, figura que Él utiliza en muchas ocasiones.

“Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos”. El mismo Jesús sentencia a esos falsos profetas: “El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego”.

Aunque Jesús parece referirse a los fariseos de su tiempo, nosotros hoy, lejos de levantar un dedo acusador contra aquellos que podamos considerar “falsos profetas”, debemos ver en esta lectura una invitación a examinar nuestra propia vida interior y nuestra fe.

Mis actuaciones, ¿son realmente un reflejo de mi disposición interior, o son una “piel de oveja” que oculta el lobo rapaz que habita en mi interior? Mis actuaciones en la vida parroquial y comunitaria, ¿guardan relación con mis pensamientos y mis actuaciones cuando “nadie me ve”? ¿Soy un árbol sano? Podremos engañar a los hombres, pero no a Dios, que “ve en lo secreto” y nos recompensará según lo que hay en nuestro corazón (Cfr. Mt 6,4).

¡Cuidado! Jesús es misericordioso pero también es un juez severo: “El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego”… En Mateo, Jesús nos advierte en al menos cinco ocasiones: “entonces será el llanto y el rechinar de dientes”… (Mt 8,12; 13,42; 13,50; 22,13; 24,51). El que tenga oídos para oír, que oiga…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMOSEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 21-06-22

¡Qué angosto el camino que lleva a la vida!

“Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos”. En estas palabras, con las que concluye el Evangelio de hoy (Mt 7,6.12-14), Jesús nos plantea los dos caminos que, en prácticamente todas las culturas y religiones, simbolizan los dos tipos de conducta humana (Cfr. Salmo 1).

No hay duda de que el camino de la perdición es cómodo, llevadero; por eso es atrayente, mientras el camino que Jesús nos propone es uno lleno de sacrificios, de obstáculos, dolor, de entrega a los demás. No hay duda, estrecha es la puerta y angosto el camino, pero vale la pena recorrerlo, porque nos lleva a la vida (eterna).

Él se hizo hombre para mostrarnos ese camino de salvación, para demostrarnos que es posible, como lo han hecho tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia; aquellos que llamamos “santos” y “santas”.

No hay duda, el Camino es arduo, pero el premio que nos espera hace palidecer las dificultades y sacrificios que implica. Pienso en los anuncios que normalmente preceden a los juegos olímpicos. En ellos se nos presentan las historias de diferentes atletas, y cómo se preparan sacrificando las fiestas, las diversiones, y hasta la familia, entrenando con una sola meta, la medalla olímpica; una medalla hecha de metal que eventualmente perderá su brillo y morirá llena de polvo en un armario o una gaveta.

Lo que Jesús nos promete es algo más preciado que una mera medalla de oro, o plata, o bronce, es la vida eterna. “Los atletas se privan de todo; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita” (1 Co 9, 25). Pablo entendió el mensaje de Cristo, y entendió además que Él no nos está pidiendo nada que Él, como hombre, no estuvo dispuesto a hacer.

Hoy te invito a pedir a Nuestro Padre que está en los cielos que nos de la perseverancia para continuar nuestro “entrenamiento” para la vida eterna, sin sucumbir ante la tentación del “camino cómodo, llevadero” que nos brinda la gratificación instantánea, pero nos lleva a la condenación eterna. La invitación es clara, como lo son las opciones.

“Señor Dios nuestro, Tú nos preguntas a través de tu Hijo Jesucristo: ¿Qué camino quieren ustedes tomar: el menos exigente y sin esfuerzo, ¿o el camino y la puerta estrechos, difíciles y llenos de obstáculos? Señor, que, al elegir, nos decidamos siempre por el camino de tu Hijo, porque él es nuestro Señor por los siglos de los siglos” (Oración colecta).

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 18-06-22

“Mirad a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos?”

En la lectura evangélica de ayer Jesús enfatizaba en el desapego a los bienes terrenales. En esa misma línea, en el evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Mt 6,24-34) nos reitera la radicalidad que Él exige a los que decidimos seguirlo, cuando dice a sus discípulos: “Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero”. Es claro; si nos decidimos seguir a Jesús no puede haber nada que se interponga a ese seguimiento, ni bienes, ni riquezas (Cfr. Mt 19,21; 1 Tim 6,10). Al no tener nada que pueda agobiarnos o preocuparnos, podemos dedicar toda nuestra atención al Maestro y a la misión que Él nos encomiende. Eso implica una confianza absoluta en que Él no nos abandonará.

Para enfatizar esto último, Jesús pronuncia unas de sus palabras más hermosas y provocadoras de todo el Evangelio: “Mirad a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos? ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? ¿Por qué os agobiáis por el vestido? Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. Pues, si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se quema en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe?” Esto se puede resumir en un pensamiento: tenemos que confiar en la Divina Providencia.

Jesús no nos está diciendo que podemos sentarnos a esperar que Él nos provea todas nuestras necesidades. No, lo que nos está diciendo que, al igual que lo hace con los pájaros, Dios va colmar con creces nuestra actividad, por más humilde que sea, especialmente cuando esa actividad está ligada al “Reino de Dios y su Justicia” (v.33). Lo demás, “se nos dará por añadidura”. Por eso cuando envió a los discípulos a predicar la Buena Nueva del Reino, “les ordenó que nada tomasen para el camino, fuera de un bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja; sino: ‘Calzados con sandalias y no vistáis dos túnicas’” (Mc 6,8-9).

Se trata de no atarnos a las cosas, para poder ser libres para servir a Dios y a nuestros hermanos. Cuando nos “vaciamos” de las cosas de este mundo, podemos “llenarnos” plenamente del amor de Dios. Se trata de vivir la verdadera “pobreza evangélica”. Solo entonces podremos experimentar la verdadera libertad, aunque estemos físicamente encadenados, como lo hizo el Cardenal François-Xavier Nguyen van Thuan, durante sus 13 años en prisión.

No tenemos que llegar a ese extremo; basta con que todo lo tengamos “por basura para ganar a Cristo” (Fil 3,8).

Pidámosle hoy al Padre que nos ayude a confiar en su Divina Providencia, para no caer bajo el agobio de las preocupaciones de la vida, ya que perderíamos de vista lo que es verdaderamente esencial: la opción por el Reino.

Que sigan disfrutando de este hermoso fin de semana, y celebren en familia el día de los padres.

Nuevo vídeo en De la mano de María TV: María, refugio de los pecadores

En esta cápsula te explicamos el origen y significado de la advocación mariana de Nuestra Señora del Refugio de los Pecadores, o Nuestra Señora del Refugio, una de las advocaciones más veneradas de la Santísima Virgen, que fue coronada canónicamente por el papa Clemente XI el 4 de julio de 1719, fecha en que se celebra la advocación, llegando poco después a las Américas de manos de los misioneros jesuitas.

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REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 17-06-22

“La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz”.

En la lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Mt 6,19-23), Jesús comienza planteándonos un tema que es una constante en su enseñanza: el desapego de los bienes terrenales: “No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde los ladrones abren boquetes y los roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que se los coman ni ladrones que abran boquetes y roben. Porque donde está tu tesoro allí está tu corazón”.

“Donde está tu tesoro allí está tu corazón…” Un tesoro es algo precioso, algo que valoramos por encima de otras cosas, cuya posesión nos causa satisfacción, orgullo, felicidad y, más aun, seguridad. Es algo que consideramos especialmente valioso. Por eso el perderlo nos causa tristeza, y hasta angustia.

Jesús nos invita a no poner nuestra confianza, ni nuestro corazón, en las cosas del mundo que por su propia naturaleza son efímeras. Las sedas y maderas más finas pueden ser carcomidas o roídas por la carcoma y la polilla o destruidas por el fuego, y las piedras y metales más preciosos pueden ser presa de los ladrones. Entonces sentiremos que hemos perdido lo más valioso en nuestras vidas.

Por eso Jesús nos invita a poner nuestra confianza, nuestra felicidad, nuestra seguridad en las cosas del cielo. “Bendito quien se fía de Yahvé, pues no defraudará Yahvé su confianza” (Jr 17,7).

“La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz; si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Y si la única luz que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!” ¿A qué ojo se refiere Jesús en este pasaje?

Mi gran amiga Minerva Maldonado me refirió en una ocasión al libro de Eclesiástico (Sirácides), en donde se recapitula la creación del hombre (Eclo 17,1-14). Allí se nos dice que Dios, al crear a los hombres “puso en ellos su ojo interior, haciéndolos así descubrir las grandes cosas que había hecho, para que alabaran su Nombre Santísimo y proclamaran la grandeza de sus obras”.

La implicación es clara. Si nos empeñamos en atesorar tesoros en la tierra, estos van a “enfermar” el “ojo interior” que Dios puso en nuestros corazones. Y estaremos a oscuras; y seremos incapaces de reconocer y admirar las maravillas de la creación. Eso, a su vez, nos impedirá alabar su Nombre Santísimo y proclamar la grandeza de sus obras.

Por eso se dice que quien atesora tesoros en la tierra vive en las tinieblas. El que tiene su corazón orientado hacia lo material vive una ceguera espiritual. Las cosas materiales se convierten en una venda que impide que la Luz del Amor de Dios llegue a él y se refleje en sus ojos. De ahí la necesidad de tener nuestros ojos fijos en las “cosas del cielo”, es decir, en Dios-Luz.

“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Sal 26,1).

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de apartar todo aquello que opaque nuestro ojo interior, para que podamos contemplar su grandeza y alabarle por siempre.

Que tengan todos un hermoso fin de semana y, no olviden visitar la casa del Padre; Él les espera…

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O (2) 16-06-22

“Padre nuestro del cielo, santificado sea tu nombre, venga tu reino”…

La lectura evangélica que contemplamos hoy (Mt 6,7-15) es la misma que leímos el martes de la primera semana de cuaresma. Se trata de la versión de Mateo del Padrenuestro, esa oración que rezamos los cristianos y que el mismo Jesús nos enseñó. La versión de Lucas (11,1-4) está precedida de una petición por parte de sus discípulos para que les enseñara a orar como Juan había enseñado a sus discípulos. No se trataba de que les enseñara a orar propiamente, sino más bien que les enseñara una oración que les distinguiera de los demás grupos, cada uno de los cuales tenía su propia “fórmula”. Jesús les da una oración que habría de ser el distintivo de todos sus discípulos, y que contiene una especie de “resumen” de la conducta que se espera de cada uno de ellos, respecto a Dios y al prójimo.

El relato de Mateo se da dentro del contexto del discurso evangélico de Jesús, el “Sermón de la Montaña”. Aquí, nos enfatiza que la actitud interior es lo verdaderamente importante, no la palabrería hueca, repetida sin sentido: “No uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis”.

Además de enseñarnos a dirigirnos al Padre como “Abba”, el nombre con que los niños hebreos se dirigían a su padre (“Abba nuestro…”), cuyo Reino esperamos, a aceptar Su santa voluntad, y a confiar en Su divina providencia y protección contra las acechanzas del maligno, nos establece la norma, la medida, en que vamos a ser acreedores de Su perdón cuando le fallamos (que para la mayoría de nosotros es a diario): “perdónanos nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido”.

Además de repetirlo mecánicamente (como los gentiles cuya “palabrería” Él critica), ¿en algún momento nos detenemos a pensar en lo que estamos diciendo respecto al perdón? Si le pedimos al Padre que nos perdone en la misma medida que perdonamos a los que nos ofenden, ¿seremos acreedores de Su perdón? ¡Uf! Una vez más Jesús nos la pone difícil. ¿Quién dijo que el seguimiento de Jesús era fácil? “El que quiera seguirme…” (Mt 16,24; Mc 8,34; Lc 9,23).

Nuevamente tenemos que decir: ¿Difícil? Sí. ¿Imposible? No. Él nos advirtió que el camino iba a ser empinado, pero nos dio la herramienta para hacerlo llevadero. Hace dos días Él mismo nos decía: “Amad a vuestros enemigos”. El Padre nos perdona porque nos ama, porque el perdón es fruto del amor. Si le escuchamos y seguimos en lo primero (amar incluso a nuestros enemigos), lo segundo (perdonar a los que nos ofenden) es consecuencia lógica, obligada. Dios nos ama con amor de Madre, y nos pide que nos amemos unos a otros como Él nos ama (Jn 13,34b). ¿Qué madre no perdona a su hijo?

“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,5). Y si abrimos nuestro corazón a ese Amor, se desbordará sobre nuestros hermanos, y el perdón no se hará esperar. Ni de nosotros a nuestros hermanos, ni de Dios a nosotros. ¡Entonces viviremos el Padrenuestro!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 15-06-22

Jesús utiliza una palabra para referirse a estas personas: “hipócritas”. Esta palabra se deriva del griego hypokrites y significa “actor”, es decir, alguien que representa un personaje en una obra de teatro.

La liturgia sigue llevándonos de la mano por el “discurso evangélico” (también llamado “discurso inaugural”) de Jesús que comprende los capítulos 5 y 6 del Evangelio según san Mateo. El discurso comienza con las Bienaventuranzas y luego pasa a establecer la diferencia entre la Antigua Alianza fundamentada en la observancia de la Ley, y la Nueva Alianza que interpreta la misma Ley humanizada con el espíritu de las Bienaventuranzas las que, a su vez, están fundamentadas en la Ley del Amor.

Es este discurso Jesús nos reitera la primacía del amor y la disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento exterior de la Ley que practicaban los escribas y fariseos, presentándonos la justicia del verdadero discípulo como superior a la de aquellos. Para demostrarlo, en el pasaje que contemplamos hoy (Mt 6,1-6.16-18) utiliza las tres prácticas penitenciales clásicas de los fariseos, la limosna, la oración y el ayuno, que se refieren a nuestra relación con nuestro prójimo, con Dios y con nosotros mismos.

Hoy Jesús nos describe el “cumplimiento” exterior de los fariseos con las prácticas penitenciales aludidas, señalando que, por no estar acompañadas de una disposición interior cónsona con los actos y gestos exteriores, no son agradables a Dios.

Jesús se refiere a aquellos cuya conducta no guarda relación alguna con lo que hay en sus corazones. Aquellos que aparentan ser justos, ofrendan (asegurándose de que todos vean la denominación del billete que echan en la canasta de las ofendas), oran y participan de las celebraciones litúrgicas y los sacramentos con gran pompa, y se encargan de que todos sepan cuándo ayunan y hacen otros actos penitenciales, mientras en su interior están llenos de desprecio, envidias, rencor, soberbia, y hasta delirios de grandeza, pues gustan de recibir el reconocimiento de todos y hacen lo indecible para ocupar “puestos” en las comunidades de fe y ministerios parroquiales. ¿Quién dijo que el fariseísmo había desaparecido?

Jesús utiliza una palabra para referirse a estas personas: “hipócritas”. Esta palabra se deriva del griego hypokrites y significa “actor”, es decir, alguien que representa un personaje en una obra de teatro. Esos, nos dice Jesús, no tendrán recompensa del Padre, porque “ya han recibido su paga” (el reconocimiento y el aplauso de los hombres). El reconocimiento por parte de los demás nos podrá llenar de prestigio, de “gloria”, pero se trata de una gloria terrenal, pasajera, efímera.

Como la Ley del Amor está escrita en nuestros corazones, es allí donde se cumple, no en los gestos exteriores. Y el Padre, “que ve en lo escondido”, nos juzgará según lo que hay en nuestros corazones. Por eso nos reitera que si practicamos la limosna en secreto, si oramos en la intimidad de nuestro ser, y si ayunamos manteniendo nuestro buen semblante, el Padre, que “ve en lo secreto” nos recompensará. Porque habremos practicado la caridad (el Amor) hacia Dios, nuestro prójimo y nosotros mismos; habremos vivido el espíritu de las Bienaventuranzas.

“Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor” (San Juan de la Cruz).

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA UNDÉCIMA SEMANA DEL T.O. (2) 17-06-22

“No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra”…

El pasado miércoles de la décima semana del tiempo ordinario, leíamos el pasaje en el que Jesús nos dice: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos” (Mt 5,17-19).

En la lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 5, 38-42), Jesús continúa su catequesis sobre la nueva interpretación de la Ley basada en el Amor. “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo, diente por diente’. Yo, en cambio, os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas”.

Jesús está enfatizando la primacía de la Ley del Amor sobre la Ley del Talión (el “ojo por ojo y diente por diente”), nos está diciendo a nosotros, sus discípulos, que no debemos “pagar con la misma moneda”, que no debemos responder al mal con mal. Por el contrario, nos pide que respondamos con amor, que amemos a los que nos odian. Es un lenguaje duro y sumamente exigente.

Pero, ¡ojo! Tenemos que estar claros que no podemos tomar estos ejemplos que Jesús nos plantea en forma literal, pues se trata de una actitud interior, de corazón, que va más allá de la ley civil y de la justa defensa de nuestros derechos.

Lo que Jesús nos está diciendo es que el amor es la fuerza más poderosa del universo, pues proviene del mismo Dios, y que esa fuerza es la única capaz de superar el mal. La ley de los hombres busca restablecer el “equilibrio” en la sociedad, pero con eso no va eliminar la maldad del mundo. La única forma de superar el mal es con el “desequilibrio” del Amor, que es el mejor antídoto para la tendencia humana de caer en la venganza y en la tentación de combatir la violencia con la violencia.

¡Uf, qué difícil nos lo plantea Jesús! Difícil cuando lo vemos desde la perspectiva del mundo secular que nos llama a “dar a cada cual según se merece”, al éxito, al confort, a acumular posesiones, al egoísmo; la cultura del “yo”. Pero para el que ha tenido un encuentro personal con Jesús y ha conocido su Amor, esa exhortación de parte de Jesús resulta fácil, y hasta lógica.

Cuando Dios se convierte en el centro de nuestras vidas, todo adquiere un nuevo significado al punto que todo lo demás lo estimamos “basura” (Cfr. Fil 8,8).

Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con Jesús? Él te ha llamado por tu nombre y tan solo está esperando tu respuesta. Anda, ábrele la puerta. Y cuando te diga: “Sígueme”, no lo pienses; ¡síguelo! Créeme, no te arrepentirás.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (C) 12-06-22

La solemnidad que celebramos hoy nos recuerda que ese Espíritu es Uno con el Padre y el Hijo, y nos remite a ellos, pues el Espíritu es el amor de Dios…

Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, ese misterio insondable del Dios Uno y Trino. Un solo Dios, tres personas divinas. Y la liturgia nos presenta la misma lectura evangélica que contemplamos el miércoles de la sexta semana de Pascua (Jn 16,12-15).

En ese momento en que nos preparábamos para la solemnidad de Pentecostés, nuestra mirada estaba centrada en la tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo consolador que los apóstoles recibirían reunidos en torno a María, la madre de Jesús y madre nuestra.

La solemnidad que celebramos hoy nos recuerda que ese Espíritu es Uno con el Padre y el Hijo, y nos remite a ellos, pues el Espíritu es el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones (ver segunda lectura de hoy: Rm 5,1-15).

Y podemos participar de esa vida eterna gracias a ese amor entre el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros en la forma del Espíritu Santo. Por eso recitamos en el Credo Niceno-Constantinopolitano: “Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. El Padre ama al Hijo con amor infinito y el Hijo ama al Padre de igual modo; y ese amor que se genera entre ellos es el Espíritu de la Verdad que se derrama sobre nosotros y nos conduce a la Verdad plena, que es el amor incondicional de Dios.

Ese Espíritu que nos conduce a la plenitud del Amor es el que nos permite sentirnos seguros al llevar a cabo la misión que Jesús nos encomendó. “Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,3-5).

Jesús nos asegura, además, que lo que el Espíritu nos comunique en ese coloquio amoroso “no será suyo: hablará de lo que oye y [nos] comunicará lo que está por venir”. Por eso el Espíritu le glorificará, porque será de Él que reciba todo lo que nos ha de revelar. Es decir, que el Espíritu nos ha de conducir al conocimiento de la Verdad plena que se ha manifestado en la persona de Jesús. Y el que conoce a Jesús, conoce al Padre (Jn 14,7).

De este modo, en esta acción del Espíritu Santo se nos revela, no solo el amor de Dios, sino la plenitud de la Trinidad. Solo a través de una comunicación plena en la oración, que trasciende todo ejercicio intelectual, podemos acercarnos al misterio del Dios Uno y Trino que se nos revela en el Espíritu que nos permite clamar ¡Abba! al Padre (Rm 8,15), junto al Hijo.

Hoy les invito a orar al Espíritu Santo: “Por Ti conozcamos al Padre, y también al Hijo; y que en Ti, Espíritu de entrambos, creamos en todo tiempo. Gloria a Dios Padre, y al Hijo que resucitó, y al Espíritu Consolador, por los siglos infinitos. Amén”.