REFLEXIÓN PARA EL UNDÉCIMO DOMINGO DEL T.O. (B) 13-06-21

“El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece”.

Dejando atrás las celebraciones litúrgicas de Pentecostés, la Santísima Trinidad y Corpus Christi, la liturgia dominical retoma el tiempo ordinario, y la lectura evangélica de hoy (Mc 4,26-34) nos presenta dos parábolas, ambas relacionadas con la agricultura. Jesús desarrolló su ministerio en una cultura acostumbrada a la siembra, que podía relacionarse con el lenguaje agrícola. Por eso lo encontramos enseñando con parábolas, incluyendo estas que les referían a vivencias que les resultaban familiares a los que escuchaban. “Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender”.

En la primera de ellas Jesús compara el Reino de Dios con una semilla que se siembra en la tierra y, sin que el campesino sepa cómo, desde el mismo momento en que la siembra, comienzan a ocurrir una serie de maravillas, allí, en lo oculto, bajo la tierra. Y un buen día cuando se levanta, encuentra que la semilla ha germinado. Un verdadero misterio. Una vez siembra la semilla ya no depende de él; las fuerzas ocultas de la naturaleza toman su curso, y “la tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano”. Finalmente llega el momento de la cosecha, “Se mete la hoz, porque ha llegado la siega”. Pero si no siembra, nunca va a cosechar.

Así es el Reino de Dios, como una semilla viva que hay que sembrar. No nos podemos cruzar de brazos. Hay que sembrar, hay que arriesgarse. Y el campo en que hemos de sembrarla son las almas de los que nos escuchan anunciar ese Reino. ¡Tenemos que sembrar! Tenemos que confiar en que esa semilla va a ir geminando lentamente, oculta en lo más profundo de las almas. Al igual que la semilla de la parábola, una vez la sembramos ya no depende de nosotros. La Palabra de Dios y el anuncio del Reino tienen una fuerza y poder misteriosos que harán germinar esa semilla de una u otra manera. Pero ¡tenemos que atrevernos a sembrar! Si no sembramos no podemos cosechar. Del mismo modo que el campesino confía en las fuerzas de la naturaleza al sembrar su semilla, así tenemos que confiar nosotros en la Fuerza de la Palabra de Dios para hacer germinar los frutos del anuncio del Reino.

La segunda parábola que nos presenta la lectura de hoy, la del grano de mostaza, nos apunta a que no importa cuán pequeña sea la semilla que sembremos, tiene el potencial de crecer como la más grande de las hortalizas, “y echar ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”.

A veces nos cohibimos de sembrar pensando que nuestra “semilla” es pequeña, no nos atrevemos a anunciar el Reino de Dios, porque “tenemos poco que decir”. Ninguna semilla es demasiado pequeña. Si hemos recibido la Palabra de Dios anunciando el Reino, tan solo tenemos que arriesgarnos, atrevernos a regar la semilla. No olvidemos que esa Palabra tiene poder creador, capaz de hacerla germinar aún en las condiciones más desfavorables. Entonces nos sorprenderemos cuando ese anuncio, al parecer insignificante, “echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”. El mensaje de Jesús es consistente: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16,15).

No me canso de repetirlo: ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 29-01-21

“El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra… la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo”.

Marcos continúa presentándonos las parábolas de Jesús relacionadas con el Reino. En la lectura evangélica de hoy (Mc 4,26-34) nos presenta dos de ellas, ambas relacionadas con la agricultura. Jesús desarrolló su ministerio en una cultura acostumbrada a la siembra, que podía relacionarse con el lenguaje de la agricultura. De nuevo encontramos a Jesús enseñando con parábolas, utilizando vivencias que les resultaban familiares a los que escuchaban.

En la primera de las parábolas Jesús compara el Reino de Dios con una semilla que se siembra en la tierra y, sin que el campesino sepa cómo, desde el mismo momento en que la siembra, comienzan a ocurrir una serie de maravillas, allí, en lo oculto, bajo la tierra. Y cuando él se levanta, encuentra que la semilla ha germinado. Un verdadero misterio. Una vez siembra la semilla ya no depende de él; las fuerzas ocultas de la naturaleza toman su curso, y “la tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano”. Finalmente llega el momento de la cosecha, “Se mete la hoz, porque ha llegado la siega”. Pero si no siembra, nunca va a cosechar.

Así es el Reino de Dios, como una semilla viva que hay que sembrar. No nos podemos cruzar de brazos. Hay que sembrar, hay que arriesgarse. Y el campo en que hemos de sembrarla son las almas de los que nos escuchan anunciar ese Reino. ¡Tenemos que sembrar! Tenemos que confiar en que esa semilla va a ir geminando lentamente, oculta en lo más profunde de las almas. Al igual que la semilla de la parábola, una vez la sembramos ya no depende de nosotros. La Palabra de Dios y el anuncio del Reino tienen una fuerza y poder misteriosos que harán germinar esa semilla de una u otra manera. Pero ¡tenemos que atrevernos a sembrar! Si no sembramos no podemos cosechar. Del mismo modo que el campesino confía en las fuerzas de la naturaleza al sembrar su semilla, así tenemos que confiar nosotros en la Fuerza de la Palabra de Dios para hacer germinar los frutos del anuncio del Reino.

La segunda parábola que nos presenta la lectura de hoy, la del grano de mostaza, nos apunta a que no importa cuán pequeña sea la semilla que sembremos, tiene el potencial de crecer como la más grande de las hortalizas, “y echar ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”.

A veces nos cohibimos de sembrar pensando que nuestra “semilla” es pequeña, no nos atrevemos a anunciar el Reino de Dios, porque “tenemos poco que decir”. Ninguna semilla es demasiado pequeña. Si hemos recibido la Palabra de Dios anunciando el Reino, tan solo tenemos que arriesgarnos, atrevernos a regar la semilla. No olvidemos que esa Palabra tiene poder creador, capaz de hacerla germinar aún en las condiciones más desfavorables. Entonces nos sorprenderemos cuando ese anuncio, al parecer insignificante, “echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”. El mensaje de Jesús es consistente: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación”.

¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 19-09-20

El Evangelio que nos presenta la liturgia de hoy (Lc 8,4-15), la parábola del sembrador, es uno de esos que no requiere interpretación, pues el mismo Jesús se encargó de explicarla a sus discípulos. La conclusión destaca la importancia de escuchar y guardar la Palabra de Dios. En el pasaje siguiente de Lucas, Jesús reafirma esa conclusión: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8,21). De esta manera Jesús destaca que aún su propia madre es más madre de Él por escuchar y poner en práctica la Palabra de Dios que por haberlo parido. Como el mismo Jesús dice al final de la parábola: “El que tenga oídos para oír, que oiga”.

Como primera lectura tenemos la continuación de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios (15,35-37.42-49). El pasaje que contemplamos hoy es secuela de la primera lectura que leyéramos el pasado jueves (1 Cor 15,1-11), que nos presentaba la veracidad del hecho de la resurrección de Jesús. Hoy Pablo aborda el tema de nuestra resurrección. La manera en que lo plantea apunta a que la controversia que pretende explicar surge no tanto del “hecho” de la resurrección, sino del “cómo”: “¿Y cómo resucitan los muertos? ¿Qué clase de cuerpo traerán?”. La controversia parece girar en torno a la diferencia entre la concepción judía y la concepción griega de la relación entre el alma y el cuerpo, y cómo esto podría afectar el “proceso” de la resurrección.

Sin pretender entrar en disquisiciones filosóficas profundas (cosa que tampoco haremos aquí), Pablo le plantea a sus opositores el ejemplo de la semilla, que para poder tener plenitud de vida, tiene que morir primero: “Igual pasa en la resurrección de los muertos: se siembra lo corruptible, resucita incorruptible; se siembra lo miserable, resucita glorioso; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual. Si hay cuerpo animal, lo hay también espiritual”. De esta manera Pablo explica la naturaleza del cuerpo glorificado (Cfr. Fil 3,21) que hemos de adquirir en el día final cuando todos resucitaremos (Jn 5,29; Mt 25,46); ese día en que esperamos formar parte de esa enorme muchedumbre, “imposible de contar”, de gentes que comparecerán frente al Cordero a rendirle culto por toda la eternidad, vestidas con túnicas blancas y palmas en las manos (Cfr. Ap 7,9.15).

El “hecho” de la resurrección no está en controversia. En cuanto al “cómo”, eso es una cuestión de fe. Si creemos en Jesús, y le creemos a Jesús y a su Palabra salvífica, tenemos la certeza de que si Él lo dijo, por su poder lo va a hacer. “Para Dios, nada es imposible” (Lc 1,37). Jesús resucitó gracias a su naturaleza divina; y gracias al Espíritu que nos dejó, y a su presencia en la Eucaristía, nosotros también participamos de su naturaleza divina. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54).

Cuando acudamos a la Casa del Padre y nos acerquemos a la mesa del Señor a recibir la Eucaristía, recordemos que estamos recibiendo Vida eterna. Lindo fin de semana a todos.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA 21-05-20

Ruinas de “Bema” de Corinto; lugar donde Pablo predicó el Evangelio a los gentiles en esa ciudad.

La liturgia pascual continúa narrándonos la misión evangelizadora de Pablo. En el pasaje que contemplábamos ayer lo vimos en Atenas predicado en el areópago. A pesar de que logró algunas conversiones no tuvo el éxito esperado, y la lectura de hoy (Hc 18,1-8) nos lo muestra abandonando Atenas y dirigiéndose a Corinto.

Allí se encontró con Aquila y su mujer Priscila, con quienes se juntó. Contrario a lo que el Espíritu le dictaba, Pablo insistía en continuar tratando de convertir a los judíos, tal vez motivado por su formación como fariseo. El fracaso de Pablo con los judíos de Corinto fue rotundo. Tan solo Crispo, el jefe de la sinagoga, se convirtió. Ante los insultos y la férrea oposición de los judíos, Pablo se sacudió la ropa y les dijo: “Vosotros sois responsables de lo que os ocurra, yo no tengo culpa. En adelante me voy con los gentiles”. Y así lo hizo.

Pablo permaneció en Corinto por aproximadamente un año y medio, en donde logró muchas conversiones entre los gentiles, que conformaron una comunidad cristiana a la que luego escribiría dos cartas. Pablo pasó muchos dolores de cabeza con esa comunidad, pero no se rindió; continuó predicando hasta que la semilla plantada dio fruto.

A nosotros muchas veces nos ocurre lo mismo en medio del mundo arropado por el secularismo en que nos ha tocado vivir. Vemos que nuestra predicación no rinde los frutos que esperamos o, al menos, no tan rápido como quisiéramos. Tal vez inclusive puede que sea otro quien coseche los frutos. Pero así es la semilla del Reino, que se siembra y va creciendo bajo tierra, fuera de nuestra vista, hasta que el día propicio germina y da fruto. Es ahí donde entra en juego el Espíritu Santo que nos da el don de la paciencia que nos hace madurar; madurez que nos aviva la esperanza (Rm 5,3) y nos permite seguir adelante.

La lectura evangélica (Jn 16,16-20) continúa narrando la sobremesa de la última cena y el discurso de despedida de Jesús, quien sigue tratando de explicar a sus discípulos su muerte inminente y su posterior resurrección, algo que no entenderán hasta que ocurra. Jesús intenta explicarle estos misterios utilizando una especie de juego de palabras: “Dentro de poco ya no me veréis, pero poco más tarde me volveréis a ver”. Como no comprenden, trata de explicárselos de otra manera: “Pues sí, os aseguro que lloraréis y os lamentaréis vosotros, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría”.

Los discípulos no entendían en aquel momento que Jesús tenía que morir y luego resucitar, para con su muerte y resurrección abrirnos las puertas a la vida eterna. Antes de la última cena se los había dicho y tampoco lo habían comprendido: “Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).

¡Cuántas veces en nuestras vidas no podemos “ver” a Jesús en medio de la oscuridad que nos rodea! ¡Cuántas veces sentimos ese vacío, esa ausencia! Pero cuando tenemos la certeza de que si perseveramos en la oración, “dentro de poco” volveremos a verlo y “nuestra tristeza se convertirá en alegría”, nos sentimos consolados. Para eso tenemos que creer en Jesús y creerle a Jesús. Porque para Él no hay desierto ni abismo que no pueda conquistar.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 31-01-20

“El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo”. 

Marcos continúa presentándonos las parábolas de Jesús relacionadas con el Reino. En la lectura evangélica de hoy (Mc 4,26-34) nos presenta dos de ellas, ambas relacionadas con la agricultura. Jesús desarrolló su ministerio en una cultura acostumbrada a la siembra, que podía relacionarse con el lenguaje de la agricultura. De nuevo encontramos a Jesús enseñando con parábolas, utilizando vivencias que les resultaban familiares a los que escuchaban.

En la primera de las parábolas Jesús compara el Reino de Dios con una semilla que se siembra en la tierra y, sin que el campesino sepa cómo, desde el mismo momento en que la siembra, comienzan a ocurrir una serie de maravillas, allí, en lo oculto, bajo la tierra. Y cuando él se levanta, encuentra que la semilla ha germinado. Un verdadero misterio. Una vez siembra la semilla ya no depende de él; las fuerzas ocultas de la naturaleza toman su curso, y “la tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano”. Finalmente llega el momento de la cosecha, “Se mete la hoz, porque ha llegado la siega”. Pero si no siembra, nunca va a cosechar.

Así es el Reino de Dios, como una semilla viva que hay que sembrar. No nos podemos cruzar de brazos. Hay que sembrar, hay que arriesgarse. Y el campo en que hemos de sembrarla son las almas de los que nos escuchan anunciar ese Reino. ¡Tenemos que sembrar! Tenemos que confiar en que esa semilla va a ir geminando lentamente, oculta en lo más profunde de las almas. Al igual que la semilla de la parábola, una vez la sembramos ya no depende de nosotros. La Palabra de Dios y el anuncio del Reino tienen una fuerza y poder misteriosos que harán germinar esa semilla de una u otra manera. Pero ¡tenemos que atrevernos a sembrar! Si no sembramos no podemos cosechar. Del mismo modo que el campesino confía en las fuerzas de la naturaleza al sembrar su semilla, así tenemos que confiar nosotros en la Fuerza de la Palabra de Dios para hacer germinar los frutos del anuncio del Reino.

La segunda parábola que nos presenta la lectura de hoy, la del grano de mostaza, nos apunta a que no importa cuán pequeña sea la semilla que sembremos, tiene el potencial de crecer como la más grande de las hortalizas, “y echar ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”.

A veces nos cohibimos de sembrar pensando que nuestra “semilla” es pequeña, no nos atrevemos a anunciar el Reino de Dios, porque “tenemos poco que decir”. Ninguna semilla es demasiado pequeña. Si hemos recibido la Palabra de Dios anunciando el Reino, tan solo tenemos que arriesgarnos, atrevernos a regar la semilla. No olvidemos que esa Palabra tiene poder creador, capaz de hacerla germinar aún en las condiciones más desfavorables. Entonces nos sorprenderemos cuando ese anuncio, al parecer insignificante, “echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”. El mensaje de Jesús es consistente: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación”.

¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DECIMOSÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (1) – MEMORIA DE SANTA MARTA 29-07-19

En el evangelio que nos propone la liturgia de hoy (Mt 13,31-35), la Iglesia nos invita a continuar rumiando las parábolas del Reino. Hoy nos presenta dos: la del grano de mostaza y la de la levadura. Ambas están comprendidas en el llamado “discurso parabólico” de Jesús, que ocupa todo el capítulo 13 del evangelio según san Mateo.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, Mateo escribe su relato para los judíos de la Palestina convertidos al cristianismo, con el objetivo de probar que Jesús es el Mesías esperado, ya que en Él se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento. Por eso aprovecha la oportunidad para explicar por qué Jesús habla en parábolas: “Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada. Así se cumplió el oráculo del profeta: ‘Abriré mi boca diciendo parábolas, anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo’” (Cfr. Sal 78,2).

Ambas parábolas que contemplamos hoy nos presentan el crecimiento del Reino de Dios en la tierra. En la primera (la del grano de mostaza) vemos cómo Jesús sembró la simiente, cómo el Hijo del Padre se hizo uno de nosotros, haciéndose Él mismo semilla fértil. Esparció su Palabra en los corazones de los hombres, como el sembrador en el campo, y esa Palabra dio fruto. Esa pequeña semilla, comparable a un grano de mostaza (la más pequeña de las semillas), que Jesús sembró hace dos mil años continúa dando frutos. Y nosotros hemos sido llamados a ser testigos de ese milagroso crecimiento, de cómo ese puñado de unos ciento veinte seguidores en Jerusalén (Hc 1,15), ha continuado creciendo y dando fruto hasta convertirse en la Iglesia que conocemos hoy. Pero aún queda mucho por hacer…

Para que esa cosecha no se pierda, Jesús necesita trabajadores: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para su cosecha.” (Mt 9,37). El dueño de los sembrados ha colocado un letrero a la entrada del campo: “Se necesitan trabajadores”. Tú, ¿te anotas?

Cuando nos acercamos a la segunda parábola, pensamos que de seguro Jesús observó muchas veces a su madre mezclar harina con levadura, para luego contemplar con admiración cómo aquella masa crecía ante sus ojos, antes de meterla en el horno. Con esta parábola Jesús dice a sus discípulos (incluyéndonos a nosotros) que estamos llamados a ser “levadura” entre los hombres para que su Palabra, y el Reino que ella anuncia, siga creciendo hasta llegar a los confines de la tierra. Por eso el papa Francisco nos llama a salir al mundo, a “las periferias”, para que ese mensaje de salvación que nos trae Jesús llegue a todos, porque “Dios, nuestro Salvador… quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1Tm 2,3-4).

Pidamos al Señor por el aumento en las vocaciones sacerdotales, diaconales y religiosas, y para que cada día haya más laicos comprometidos dispuestos a trabajar hombro a hombro con los consagrados en el anuncio del Reino.

Hoy celebramos la memoria de Santa Marta de Betania, hermana de María y Lázaro, amigos de Jesús. Para saber un poco sobre la vida y devoción a esta santa, pueden acceder a: https://www.aciprensa.com/recursos/biografia-2856.

Que pasen una hermosa semana llena de bendiciones.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DECIMOSEXTA SEMANA DEL T.O. (1) 27-07-19

El evangelio que nos propone la liturgia de hoy (Mt 13,24-30), nos presenta otra de las parábolas del Reino: la parábola de la cizaña. Y al igual que hizo con la parábola del sembrador que leyéramos el miércoles de esta semana, que la explicó en el evangelio que hubiésemos leído ayer de no haber coincidido con la memoria de San Joaquín y Santa Ana, Él mismo va a explicar esta parábola a sus discípulos en la lectura evangélica del martes próximo (Mt 13,36-43): “El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del Reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema: así será el fin del tiempo: el Hijo del Hombre enviará a sus ángeles y arrancarán de su Reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre”.

Resulta claro que el mensaje que Jesús quiere transmitir a través de esta parábola es de naturaleza escatológica, es decir, relacionada con el final de los tiempos y el juicio final que ha de venir entonces. Jesús es consciente de nuestra debilidad, de nuestra inclinación al pecado. Sabe que el maligno va a estar constantemente al acecho (Cfr. 1 Pe 5,8), como la yerba mala que trata de ahogar la buena cosecha. Por eso cuando los ángeles, encargados de hacer cumplir la sentencia del juicio final, le preguntan al “Hijo del Hombre” si arrancan la cizaña, este les contesta que no, porque pueden, sin querer, arrancar también el trigo.

Cuando Jesús hablaba en parábolas a los de su tiempo, lo hacía en un lenguaje que ellos entendían, y los que saben de siembra y cosecha de trigo saben que aunque al principio el trigo y la cizaña crecen más o menos a la misma altura, eventualmente el trigo crece mucho más alto, lo que permite que los obreros al cortar con su hoz no confundan la espiga del trigo con la de la cizaña.

Así mismo ocurrirá al final de los tiempos con los que escuchen la palabra del Padre y la pongan en práctica; descollarán por encima de los que se dejen seducir por el Maligno. Entonces vendrán los ángeles del Señor “y arrancarán de su Reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido”. Y “los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre”.

Esta parábola nos presenta otra característica de Jesús: su infinita paciencia. Contrario al Mesías justiciero que esperaban los judíos, que vendría a “castigar” a los “malos” (los enemigos del pueblo escogido, los “paganos”), Jesús se mezcla con ellos, los invita a su mesa, y tiene con ellos la misma paciencia que tuvo Yahvé para con su pueblo a lo largo de toda su historia, tolerando y perdonando todas sus infidelidades.

Hoy Jesús nos pregunta: Y tú, ¿eres trigo o cizaña? Si somos trigo, brillaremos “como el sol en el Reino del Padre”. Si optamos por ser cizaña, entonces “será el llanto y el rechinar de dientes”… Jesús nos llama, pero no nos obliga (Ap 3,20). Y no se cansa de esperar.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 01-02-19

Marcos continúa presentándonos las parábolas de Jesús relacionadas con el Reino. Al igual que ayer, en la lectura evangélica de hoy (Mc 4,26-34) nos presenta dos de ellas, ambas relacionadas con la agricultura. Jesús desarrolló su ministerio en una cultura acostumbrada a la siembra, que podía relacionarse con el lenguaje de la agricultura. De nuevo encontramos a Jesús enseñando con parábolas, utilizando vivencias que les resultaban familiares a los que escuchaban. “Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender”.

En la primera de las parábolas Jesús compara el Reino de Dios con una semilla que se siembra en la tierra y, sin que el campesino sepa cómo, desde el mismo momento en que la siembra, comienzan a ocurrir una serie de maravillas, allí, en lo oculto, bajo la tierra. Y cuando él se levanta, encuentra que la semilla ha germinado. Un verdadero misterio. Una vez siembra la semilla ya no depende de él; las fuerzas ocultas de la naturaleza toman su curso, y “la tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano”. Finalmente llega el momento de la cosecha, “Se mete la hoz, porque ha llegado la siega”. Pero si no siembra, nunca va a cosechar.

Así es el Reino de Dios, como una semilla viva que hay que sembrar. No nos podemos cruzar de brazos. Hay que sembrar, hay que arriesgarse. Y el campo en que hemos de sembrarla son las almas de los que nos escuchan anunciar ese Reino. ¡Tenemos que sembrar! Tenemos que confiar en que esa semilla va a ir geminando lentamente, oculta en lo más profundo de las almas. Al igual que la semilla de la parábola, una vez la sembramos ya no depende de nosotros. La Palabra de Dios y el anuncio del Reino tienen una fuerza y poder misteriosos que harán germinar esa semilla de una u otra manera. Pero ¡tenemos que atrevernos a sembrar! Si no sembramos no podemos cosechar. Del mismo modo que el campesino confía en las fuerzas de la naturaleza al sembrar su semilla, así tenemos que confiar nosotros en la Fuerza de la Palabra de Dios para hacer germinar los frutos del anuncio del Reino.

La segunda parábola que nos presenta la lectura de hoy, la del grano de mostaza, nos apunta a que no importa cuán pequeña sea la semilla que sembremos, tiene el potencial de crecer como la más grande de las hortalizas, “y echar ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”.

A veces nos cohibimos de sembrar pensando que nuestra “semilla” es pequeña, no nos atrevemos a anunciar el Reino de Dios, porque “tenemos poco que decir”. Ninguna semilla es demasiado pequeña. Si hemos recibido la Palabra de Dios anunciando el Reino, tan solo tenemos que arriesgarnos, atrevernos a regar la semilla. No olvidemos que esa Palabra tiene poder creador, capaz de hacerla germinar aún en las condiciones más desfavorables. Entonces nos sorprenderemos cuando ese anuncio, al parecer insignificante, “echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”. El mensaje de Jesús es consistente: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación”.

No me canso de repetirlo: ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMO QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 25-09-18

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 8,19-21) es otra de esas que, a pesar de ser corta, puede parece desconcertante para muchos: “En aquel tiempo, vinieron a ver a Jesús su madre y sus hermanos, pero con el gentío no lograban llegar hasta él. Entonces lo avisaron: ‘Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte’. Él les contestó: ‘Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra’”.

Lo cierto es que el mensaje central del pasaje lo encontramos en la última oración: “Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra”. Tal parece que estuviese poniendo a los que señala por encima de su propia Madre. No se trata de que Jesús esté menospreciando a su Madre; por el contrario la está ensalzando diciendo que es más Madre suya por “escuchar la palabra de Dios y ponerla por obra” (la definición de la fe), que por haberlo parido.

San Agustín nos dice que María, dando su consentimiento a la Encarnación del Verbo, por medio de su fe abrió a los hombres el paraíso… Por esta fe, dijo Isabel a la Virgen: “Bienaventurada Tú porque has creído, pues se cumplirán todas las cosas que te ha dicho el Señor” (Lc 1,45). Y añade san Agustín: “Más bienaventurada es María recibiendo por la fe a Cristo, que concibiendo la carne de Cristo”. De ese modo María, la que guardaba cada palabra de Dios y la guardaba en su corazón (Cfr. Lc 2,19), se nos presenta como modelo a seguir.

Jesús ha venido a inaugurar un nuevo tiempo, un nuevo “pueblo de Dios” que sustituiría el concepto de “pueblo elegido” del Antiguo Testamento. La Antigua Alianza, que se heredaba por la sangre, por la carne, daría paso a la nueva y definitiva Alianza en la persona de Cristo. El nuevo pueblo de Dios ya no se formaría por la herencia carnal, sino por la herencia del Espíritu de Dios. Es decir, Jesús sustituye el concepto de “pueblo elegido” por el de Iglesia como nuevo “pueblo de Dios”, el “nuevo Israel”, fundado en la efusión de la sangre de la Nueva Alianza (Cfr. Mt 26,28).

Y el vínculo que nos va a unir al Padre, como hijos, y a Jesús, como hermanos, es la escucha atenta de su Palabra y la puesta en práctica de la misma. Lucas coloca este pasaje inmediatamente después de las parábolas del “sembrador” y de la “lámpara”, ambas relacionadas también con la Palabra, con toda intención. El mensaje salta a la vista: El que escucha la Palabra de Dios y la pone por obra, es como la semilla que cae en tierra buena, que produce “ciento por uno”, como la lámpara que ilumina “a los que entran”, y finalmente, se convierte en “familia” de Dios. ¡Qué promesa! ¿Te animas?

Señor, dame oídos para escuchar tu Palabra, y perseverancia para ponerla por obra, de tal modo que “se me note” que soy de tu familia.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMO PRIMERA SEMANA DEL T.O. (2) 27-08-18

Foro romano de Tesalónica, donde con toda probabilidad Pablo predicó a sus habitantes.

Después de muchas semanas leyendo la historia del pueblo de Israel en el Antiguo Testamento, la primera lectura de hoy (2 Tes 1,1-5.11b), nos lanza de lleno en el Nuevo Testamento. Durante los próximos tres días estaremos leyendo la Segunda Carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses.

Desde el saludo introductorio encontramos que Pablo está complacido con el comportamiento de los cristianos de Tesalónica: “…pues vuestra fe crece vigorosamente, y vuestro amor, de cada uno por todos y de todos por cada uno, sigue aumentando”. Por eso les manifiesta su orgullo, especialmente en vista de las persecuciones que están sufriendo: “Esto hace que nos mostremos orgullosos de vosotros ante las Iglesias de Dios, viendo que vuestra fe permanece constante en medio de todas las persecuciones y luchas que sostenéis”.

Pablo está contento; la semilla que sembró ha dado fruto, ¡y fruto en abundancia! Y les recuerda que por su perseverancia en la fe Dios les revestirá de su fuerza para que puedan “cumplir buenos deseos y la tarea de la fe; para que así Jesús, nuestro Señor, sea glorificado en vosotros, y vosotros en él, según la gracia de Dios y del Señor Jesucristo”.

Aquellos primeros cristianos de Tesalónica estaban creciendo en santidad en medio de persecuciones y luchas. Como el mismo Pablo dirá de sí mismo en la carta a Timoteo (4,7): “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”.

La lectura de hoy, como toda Palabra de Dios, nos interpela y nos invita a examinarnos. Si Pablo tuviera que juzgar nuestra conducta hoy, ¿se desbordaría en elogios hacia nosotros como lo hizo con los tesalonicenses?; ¿se sentiría orgulloso de nuestra constancia en la fe al punto de mostrar su orgullo ante todo el mundo cristiano? Y nosotros, ¿actuamos de modo tal que “Jesús, nuestro Señor, sea glorificado en nosotros, y nosotros en él”?

En esta semana que comienza, pidamos a nuestro Señor que nos de la fortaleza para perseverar en nuestra búsqueda de la santidad a la que somos llamados, de manera que Él sea glorificado en nosotros.

Que pasen todos una hermosa semana. ¡Bendiciones!