“Escuchad y entended todos: Nada que entre de
fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro
al hombre. El que tenga oídos para oír, que oiga”. Con esas palabras de Jesús,
dirigidas a todos los que le rodeaban, comienza la lectura evangélica que nos
brinda la liturgia para hoy (Mc 7,14-23).
Esta lectura es continuación del Evangelio que
leíamos ayer, en el que un grupo de fariseos y escribas se había acercado a
Jesús para criticarle que sus discípulos no seguían los ritos de purificación
exigidos por la Mitzvá para antes de
las comidas, específicamente las relativas a lavarse las manos de cierta manera
antes de comer.
Jesús critica el fariseísmo de aquellos que
habían creado todo un cuerpo de preceptos que llegaban inclusive a suplantar la
Ley de Dios, imponiendo sobre el pueblo unas cargas muy pesadas que ellos
mismos no estaban dispuestos a soportar (Cfr.
Mt 23,4). Esos preceptos mostraban una obsesión con la pureza ritual cuyo
cumplimiento se tornaba en algo vacío, que se quedaba en un ritualismo formal
que no guardaba relación con lo que había en su corazón. Por eso una vez más
les tildó de “hipócritas”.
Hoy vemos cómo Jesús, una vez más “regaña” a
sus discípulos cuando le piden que les explique qué quería decir con sus
palabras, llamándoles “torpes” por no haber comprendido. No obstante, se sienta
a enseñarles con paciencia: “Nada que entre de fuera puede hacer impuro al
hombre, porque no entra en el corazón, sino en el vientre, y se echa en la
letrina” (Marcos nos dice que con esto declaraba puros todos los alimentos). Y
siguió: “Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre. Porque de dentro, del
corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos,
homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia,
difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al
hombre impuro”.
Lo cierto es que en ningún lugar del decálogo
dice qué alimentos podemos consumir ni cómo tenemos que purificar nuestras
manos, brazos, etc. Lo que sí dice es que no se puede fornicar, ni robar, ni
matar, ni cometer adulterio, codiciar, etc. Esas son las cosas que tornan al
hombre impuro porque son fruto de la maldad que sale de su corazón.
Una vez más Jesús nos recuerda que Dios no se
fija en lo exterior al momento de juzgarnos; Él, que “ve en lo oculto” (Mt 6,6),
mirará la pureza o impureza de nuestro corazón. A esa mirada nadie puede
escapar… Pidámosle pues, al Señor que nos conceda un corazón puro como el de un
niño (Cfr. Mt 18,4), de manera que de
nuestro corazón no salga nada que pueda tornarnos impuros. “Por sus obras los
conoceréis” (Mt 7,15-20). ¿Quién dijo que el fariseísmo había desaparecido?
Meditando sobre esta lectura, digamos a Dios
con humildad: “Señor, dame un corazón puro que sea agradable a ti”.
La lectura evangélica de hoy (Mc 7,1-13), nos
sitúa de lleno nuevamente en la pugna entre Jesús y los escribas y fariseos; la
controversia entre “cumplir” la Ley al pie de la letra, relegando el amor y la
misericordia a un segundo plano, como proponen los fariseos, y la primacía del
amor que predica Jesús.
La lectura comienza diciendo que “se acercó a
Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén”. Aquí Marcos
quiere enfatizar la diferencia entre Galilea y Jerusalén. Jesús ha desarrollado
su misión mayormente en el territorio de Galilea; allí ha calado hondo su
anuncio de Reino, allí ha obrado milagros y ganado adeptos. Por el contrario,
de Jerusalén siempre ha venido la crítica, la oposición virulenta a su mensaje
liberador. Allí vivirá su Pascua (Pasión, muerte y resurrección).
Los fariseos y escribas, con el propósito obvio
de desprestigiar o hacer desmerecer la persona de Jesús ante los presentes,
critican a Jesús y sus discípulos por no seguir los rituales de purificación
previos a sentarse a comer. El mismo Marcos describe el ritual de purificación
para sus lectores (recordemos que Marcos escribe su relato evangélico para los
paganos de la región itálica que no conocían las costumbres judías; por eso
también explica los arameismos con que salpica en ocasiones su relato): “Los
fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos,
restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la
plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de
lavar vasos, jarras y ollas”.
Jesús arremete contra el legalismo de los
fariseos: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: ‘Este
pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que
me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.’
Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los
hombres”. Está claro, los fariseos habían convertido el decálogo en un complejo
cuerpo de preceptos (la Mitzvá),
compuesto por 613 mandamientos que todo judío venía obligado a cumplir. De ahí
que Jesús en un momento diga a los fariseos: “Atan pesadas cargas y las ponen
sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni
siquiera con el dedo” (Mt 23,4). La hipocresía, el legalismo ritual vacío.
Jesús está claro, la tradición está basada en
el decálogo. Pero esa tradición, propia del pueblo judío, tiene que ceder ante
las exigencias del anuncio de la Buena Nueva del Reino a otros pueblos que no
tienen la misma cultura, las mismas tradiciones. No podemos establecer un
abismo entre lo “sagrado” y el mundo, pues estamos llamados a vivir y proclamar
nuestra fe en este mundo. Y esa fe está fundamentada en el amor y la caridad.
La tradición es secundaria y tiene que ceder ante estas.
No puede haber prácticas piadosas que
aprisionen las obras de misericordia corporales y espirituales. Pues como
escribía San Juan de la Cruz, “en el atardecer de nuestras vidas, seremos
juzgados en el amor”.
El relato evangélico que nos presenta la liturgia de hoy (Mc 6,53-56), nos muestra a Jesús y sus discípulos llegando a Genesaret, inmediatamente después del episodio en que Jesús caminó sobre las aguas. Una vez más encontramos a Jesús curando enfermos: “cuando se enteraba la gente dónde estaba Jesús, le llevaban los enfermos en camillas. En la aldea o pueblo o caserío donde llegaba, colocaban a los enfermos en la plaza y le rogaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto; y los que lo tocaban se ponían sanos”. La fama de Jesús seguía creciendo, sobre todo después de la “primera multiplicación de los panes” (Mc 6,30-44), que había suscitado un entusiasmo desbordante.
El poder de la fe. Como hemos dicho en
ocasiones anteriores, la fe es el “gatillo” que dispara el poder de Dios.
Aquella gente creía, y actuaba conforme a su fe. Creían que con tan solo tocar
el borde de su manto sanarían, pero no se conformaban con creer, hacían el
esfuerzo hasta tocar el manto, y se obraba el milagro; como la hemorroísa (Mc
5,25-34), quien se arrastró hasta tocar el manto de Jesús. Aquella mujer, por
padecer flujos de sangre era considerada “impura” y no podía tocar a ningún
hombre, so pena de ser lapidada. Pero tuvo fe, actuó conforme a esa fe, y fue
curada.
Encontramos un patrón que se repite: Jesús y
sus discípulos tratando de encontrar un lugar donde descansar. En esta ocasión
acababan de llegar de misionar, y para llegar a Genesaret habían tenido que
remar largo rato contra un viento contrario. Necesitaban el descanso. Pero la
gente se los impedía. Por más que trataran de pasar desapercibidos, siempre los
encontraban. Y como siempre, Jesús se compadece. No puede permanecer ajeno al
dolor y enfermedad ajenos. El descanso tendrá que esperar…
Nos llamamos discípulos de Jesús. Una de las
características del discípulo es que sigue al Maestro, lo imita. Este pasaje
nos llama a hacer introspección. ¿Cómo reaccionamos ante el dolor las
necesidades, la soledad de nuestros hermanos? (¡Cuántos de nuestros viejos
mueren de soledad!) ¿Los atendemos, los acompañamos, los ayudamos, los
escuchamos cuando lo necesitan, o lo hacemos cuando “podamos” o “tengamos
tiempo”? ¿Anteponemos nuestra comodidad, nuestros placeres, nuestras
“necesidades” por encima de la misericordia? ¡Cuántas veces, al encontrarnos
ante la necesidad de un hermano nos hacemos de la vista larga o “damos un
rodeo” para no enfrentarnos a la situación, como el sacerdote y el levita de la
parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37)!
No nos podemos quedar en el hecho del milagro;
tenemos que ver más allá para encontrar su verdadero significado. No podemos
perder de vista que los milagros de Jesús son producto de su gratuidad, de su
Amor infinito, de su Misericordia…
Todas las obras de Dios son buenas, por eso
debemos alabarle con el salmista: “Bendice, alma mía, al Señor, ¡Dios mío, qué
grande eres!” (Sal 103).
Que pasen una hermosa semana alabando y
bendiciendo al Señor, comenzando por el regalo de la vida.
Cuando
Jesús anuncia a sus discípulos su pasión, muerte y resurrección, para cumplir
con la voluntad del Padre, les revela el sentido profundo de su misión y los
exhorta a asociarse a ella, para la salvación del mundo.
Recorriendo
el camino cuaresmal, que nos conducirá a las celebraciones pascuales,
recordemos a Aquel que «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte,
y una muerte de cruz» (Flp 2,8). En este tiempo de conversión renovemos nuestra
fe, saciemos nuestra sed con el “agua viva” de la esperanza y recibamos con el
corazón abierto el amor de Dios que nos convierte en hermanos y hermanas en
Cristo.
En
la noche de Pascua renovaremos las promesas de nuestro Bautismo, para renacer
como hombres y mujeres nuevos, gracias a la obra del Espíritu Santo. Sin
embargo, el itinerario de la Cuaresma, al igual que todo el camino cristiano,
ya está bajo la luz de la Resurrección, que anima los sentimientos, las
actitudes y las decisiones de quien desea seguir a Cristo.
El
ayuno, la oración y la limosna, tal como los presenta Jesús en su predicación
(cf. Mt 6,1-18), son las condiciones y la expresión de nuestra conversión. La
vía de la pobreza y de la privación (el ayuno), la mirada y los gestos de amor
hacia el hombre herido (la limosna) y el diálogo filial con el Padre (la
oración) nos permiten encarnar una fe sincera, una esperanza viva y una caridad
operante.
La fe nos llama a acoger la Verdad y a ser
testigos, ante Dios y ante nuestros hermanos y hermanas.
En
este tiempo de Cuaresma, acoger y vivir la Verdad que se manifestó en Cristo
significa ante todo dejarse alcanzar por la Palabra de Dios, que la Iglesia nos
transmite de generación en generación. Esta Verdad no es una construcción del
intelecto, destinada a pocas mentes elegidas, superiores o ilustres, sino que
es un mensaje que recibimos y podemos comprender gracias a la inteligencia del
corazón, abierto a la grandeza de Dios que nos ama antes de que nosotros mismos
seamos conscientes de ello. Esta Verdad es Cristo mismo que, asumiendo
plenamente nuestra humanidad, se hizo Camino —exigente pero abierto a todos—
que lleva a la plenitud de la Vida.
El
ayuno vivido como experiencia de privación, para quienes lo viven con sencillez
de corazón lleva a descubrir de nuevo el don de Dios y a comprender nuestra
realidad de criaturas que, a su imagen y semejanza, encuentran en Él su
cumplimiento.
Haciendo
la experiencia de una pobreza aceptada, quien ayuna se hace pobre con los
pobres y “acumula” la riqueza del amor recibido y compartido. Así entendido y
puesto en práctica, el ayuno contribuye a amar a Dios y al prójimo en cuanto,
como nos enseña santo Tomás de Aquino, el amor es un movimiento que
centra la atención en el otro considerándolo como uno consigo mismo (cf. Carta
enc. Fratelli tutti, 93).
La
Cuaresma es un tiempo para creer, es decir, para recibir a Dios en nuestra vida
y permitirle “poner su morada” en nosotros (cf. Jn 14,23). Ayunar significa
liberar nuestra existencia de todo lo que estorba, incluso de la saturación de
informaciones —verdaderas o falsas— y productos de consumo, para abrir las
puertas de nuestro corazón a Aquel que viene a nosotros pobre de todo, pero
«lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14): el Hijo de Dios Salvador.
La esperanza como “agua viva” que nos permite continuar nuestro camino
La
samaritana, a quien Jesús pide que le dé de beber junto al pozo, no comprende
cuando Él le dice que podría ofrecerle un «agua viva» (Jn 4,10).
Al
principio, naturalmente, ella piensa en el agua material, mientras que Jesús se
refiere al Espíritu Santo, aquel que Él dará en abundancia en el Misterio
pascual y que infunde en nosotros la esperanza que no defrauda. Al anunciar su
pasión y muerte Jesús ya anuncia la esperanza, cuando dice: «Y al tercer día
resucitará» (Mt 20,19).
Jesús
nos habla del futuro que la misericordia del Padre ha abierto de par en par.
Esperar con Él y gracias a Él quiere decir creer que la historia no termina con
nuestros errores, nuestras violencias e injusticias, ni con el pecado que
crucifica al Amor.
Significa
saciarnos del perdón del Padre en su Corazón abierto. En el actual contexto de
preocupación en el que vivimos y en el que todo parece frágil e incierto,
hablar de esperanza podría parecer una provocación.
El
tiempo de Cuaresma está hecho para esperar, para volver a dirigir la mirada a
la paciencia de Dios, que sigue cuidando de su Creación, mientras que nosotros
a menudo la maltratamos (cf. Carta enc. Laudato si’, 32-33;43-44).
Es
esperanza en la reconciliación, a la que san Pablo nos exhorta con pasión: «Os
pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20). Al recibir el perdón, en el
Sacramento que está en el corazón de nuestro proceso de conversión, también
nosotros nos convertimos en difusores del perdón: al haberlo acogido nosotros,
podemos ofrecerlo, siendo capaces de vivir un diálogo atento y adoptando un
comportamiento que conforte a quien se encuentra herido. El perdón de Dios,
también mediante nuestras palabras y gestos, permite vivir una Pascua de
fraternidad.
En
la Cuaresma, estemos más atentos a «decir palabras de aliento, que reconfortan,
que fortalecen, que consuelan, que estimulan», en lugar de «palabras que
humillan, que entristecen, que irritan, que desprecian» (Carta enc. Fratelli
tutti [FT], 223).
A
veces, para dar esperanza, es suficiente con ser «una persona amable, que deja
a un lado sus ansiedades y urgencias para prestar atención, para regalar una
sonrisa, para decir una palabra que estimule, para posibilitar un espacio de
escucha en medio de tanta indiferencia» (ibíd., 224).
En
el recogimiento y el silencio de la oración, se nos da la esperanza como
inspiración y luz interior, que ilumina los desafíos y las decisiones de
nuestra misión: por esto es fundamental recogerse en oración (cf. Mt 6,6) y
encontrar, en la intimidad, al Padre de la ternura.
Vivir
una Cuaresma con esperanza significa sentir que, en Jesucristo, somos testigos
del tiempo nuevo, en el que Dios
“hace nuevas todas las cosas” (cf. Ap 21,1-6).
Significa
recibir la esperanza de Cristo que entrega su vida en la cruz y que Dios
resucita al tercer día, “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que nos pida una razón de
nuestra esperanza” (cf. 1 P 3,15).
La caridad, vivida tras las huellas de Cristo, mostrando atención y compasión por cada persona, es la expresión más alta de nuestra fe y nuestra esperanza.
La
caridad se alegra de ver que el otro crece. Por este motivo, sufre cuando el
otro está angustiado: solo, enfermo, sin hogar, despreciado, en situación de
necesidad… La caridad es el impulso del corazón que nos hace salir de nosotros mismos
y que suscita el vínculo de la cooperación y de la comunión.
«A
partir del “amor social” es posible avanzar hacia una civilización del amor a
la que todos podamos sentirnos convocados. La caridad, con su dinamismo
universal, puede construir un mundo nuevo, porque no es un sentimiento estéril,
sino la mejor manera de lograr caminos eficaces de desarrollo para todos» (FT,
183).
La
caridad es don que da sentido a nuestra vida y gracias a este consideramos a
quien se ve privado de lo necesario como un miembro de nuestra familia, amigo,
hermano. Lo poco que tenemos, si lo compartimos con amor, no se acaba nunca,
sino que se transforma en una reserva de vida y de felicidad. Así sucedió con
la harina y el aceite de la viuda de Sarepta, que dio el pan al profeta Elías
(cf. 1 R 17,7-16); y con los panes que Jesús bendijo, partió y dio a los
discípulos para que los distribuyeran entre la gente (cf. Mc 6,30-44). Así
sucede con nuestra limosna, ya sea grande o pequeña, si la damos con gozo y
sencillez.
Vivir una Cuaresma de caridad quiere decir cuidar a quienes se encuentran en condiciones de sufrimiento, abandono o angustia a causa de la pandemia de COVID19. En un contexto tan incierto sobre el futuro, recordemos la palabra que Dios dirige a su Siervo: «No temas, que te he redimido» (Is 43,1), ofrezcamos con nuestra caridad una palabra de confianza, para que el otro sienta que Dios lo ama como a un hijo.
«Sólo
con una mirada cuyo horizonte esté transformado por la caridad, que le lleva a
percibir la dignidad del otro, los pobres son descubiertos y valorados en su
inmensa dignidad, respetados en su estilo propio y en su cultura y, por lo
tanto, verdaderamente integrados en la sociedad» (FT, 187).
Queridos
hermanos y hermanas: Cada etapa de la vida es un tiempo para creer, esperar y
amar. Este llamado a vivir la Cuaresma como camino de conversión y oración, y
para compartir nuestros bienes, nos ayuda a reconsiderar, en nuestra memoria
comunitaria y personal, la fe que viene de Cristo vivo, la esperanza animada
por el soplo del Espíritu y el amor, cuya fuente inagotable es el corazón
misericordioso del Padre.
Que
María, Madre del Salvador, fiel al pie de la cruz y en el corazón de la
Iglesia, nos sostenga con su presencia solícita, y la bendición de Cristo
resucitado nos acompañe en el camino hacia la luz pascual.
Roma, San Juan de Letrán, 11 de noviembre de 2020, memoria de san Martín de Tours.
Las lecturas que nos ofrece la liturgia para este
quinto domingo del Tiempo Ordinario giran en torno al tema de la predicación, el
anuncio del Reino.
En la segunda lectura, tomada de la primera
carta del apóstol san Pablo a los Corintios (9,16-19.22-23), encontramos la
famosa frase del apóstol: “¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!”. En este
pasaje san Pablo nos presenta las características del verdadero apóstol, del
enviado por el Señor a predicar la Buena Nueva del Reino (es decir, todos y
cada uno de nosotros): “Porque, siendo libre como soy, me he hecho esclavo de
todos para ganar a los más posibles. Me he hecho débil con los débiles, para
ganar a los débiles; me he hecho todo a todos, para ganar, sea como sea, a
algunos”. En otras palabras, que el seguidor de Jesús ha de seguir los pasos
del Maestro, que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28). Esa es la mejor
predicación, traducir nuestra fe en obras (Cfr.
St 2,18).
El Evangelio (Mc 1,29-39) nos narra la
curación de la suegra de Pedro. Una vez más vemos a Jesús curando enfermos,
echando demonios, demostrando su poder. Como hemos dicho en ocasiones
anteriores, Marcos quiere presentar a los paganos un Jesús poderoso en obras,
por eso, de todos los evangelistas, es quien pone más énfasis en los milagros
de Jesús, presentándolo como el gran taumaturgo o hacedor de milagros.
La lectura nos dice que después de curar a la
suegra de Pedro, al anochecer “le llevaron todos los enfermos y endemoniados.
La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos
males y expulsó muchos demonios”. Todos esos milagros y demostraciones de poder
por parte de Jesús constituyen un anuncio de que el Reino ha llegado pero, como
sucede con muchos, en ocasiones no podemos ver más allá de los milagros y el
beneficio que estos puedan brindarnos. Queremos y buscamos a un Jesús
“milagrero” que resuelva nuestro “problema” inmediato, y pasamos por alto el
hecho de que ese milagro es manifestación del Amor de Dios.
Al final de la jornada, luego de descansar un
rato, Jesús se levantó y, como tantas veces, se marchó al descampado y allí se
puso a orar, a retomar ese diálogo continuo con al Padre. Es allí donde los discípulos
lo encuentran, lo interrumpen y le dicen: “Todo el mundo te busca”. La pregunta
que me hago es: ¿para qué lo buscaban? ¿Por curiosidad, para verle hacer
milagros? ¿Para que obrara un milagro en ellos? De todos los que lo “buscaban”,
¿cuántos lo hacían porque querían escuchar Su Palabra para ponerla en práctica?
¿Cuántos habían captado el mensaje detrás de los milagros?
Eso no detiene a Jesús, que dice a sus
discípulos: “Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también
allí; que para eso he salido”. Esa fue la misión de Jesús, anunciar la Buena
Noticia de que el Reino ya está aquí; y es la misión que encomendaría a sus
discípulos antes de partir (Mc 16,15). Es lo que nos dice a nosotros ahora a
través de la Palabra.
Y al igual que Jesús, nuestra predicación ha
de ir acompañada de obras que den testimonio de la misma. No tenemos que hacer
portentos como Jesús; a veces el mejor milagro que podemos hacer es aconsejar o
alentar a alguien, visitar a un enfermo, acoger a alguien que sufra discrimen o
rechazo, hacer una llamada telefónica, o tal vez regalar una sonrisa que
refleje el Amor de Dios… Ese acto se convertirá en un testimonio de que el
Reino ha llegado.
La lectura del Evangelio que la liturgia nos
propone para hoy (Mc 6,30-34) retoma la narración del primer “envío” que
leíamos el pasado jueves (Mc 6,7-13). Hoy se nos presenta el regreso de los
apóstoles de esa misión. El evangelista no nos dice cuánto tiempo estuvieron
misionando, solo nos dice que “los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y
le contaron todo lo que habían hecho y enseñado”. Me imagino el entusiasmo de
los apóstoles contando todas sus peripecias durante la misión. Había llegado la
hora del “informe”, de comparar notas con el Maestro, de recibir crítica
constructiva de Él.
Así debería ser la Asamblea eucarística del
domingo. Cada vez que terminamos la misa, con el rito de conclusión, el
sacerdote nos “envía” a la aventura de la vida a vivir lo que celebramos,
llevando a Jesús en nuestros corazones, para que con nuestros quehaceres
diarios alabemos y bendigamos al Señor. Así, después de nuestra “misión”
durante la semana, nos reunimos nuevamente el siguiente domingo en torno a la
mesa con Jesús, tal como lo hicieron los apóstoles en el pasaje evangélico de
hoy. Cuando el Señor nos pregunte sobre la misión que nos encomendó, ¿qué le
vamos a decir?
Jesús está consciente de que después del viaje
misionero los apóstoles deben estar cansados y hambrientos. Por eso les dice: “Venid
vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco”. El descanso y la
alimentación son necesarios para mantenerse saludables y poder continuar
predicando. En la celebración eucarística del domingo el Señor nos brinda un
espacio de descanso de los trajines de la vida diaria, y nos alimenta con su
Palabra y su Persona.
Continúa diciendo el relato que era tanta la
gente que “no encontraban tiempo ni para comer”. Se montaron en una barca para
ir a otro lugar tranquilo, pero la gente los siguió corriendo por la orilla del
lago y se les adelantaron.
Al ver a la gente, Jesús sintió “lástima de
ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma”.
Vio la necesidad, el hambre espiritual de aquella multitud, y se sintió
conmovido, al punto del sacrificio. Aquí se destaca otra dimensión de Jesús. En
este pasaje Marcos nos presenta, no tanto el gran hacedor de milagros, sino el
Pastor que cuida de su rebaño, aludiendo a una figura que encontramos en el
antiguo testamento para referirse al pueblo de Israel que se había descarriado:
“He visto a todo Israel disperso por las montañas, como ovejas sin pastor” (1
Re 22,17). Asimismo, nos lo presenta como el hombre sensible, que se compadece.
Recordemos que Marcos es quien más acentúa la dimensión humana de Jesús, quien habla
con toda naturalidad de las emociones intensas de Jesús.
Trato de imaginar qué le diría Jesús a aquella
multitud. Marcos no nos ofrece detalles sobre el contenido de la enseñanza de
Jesús. Debemos suponer que les hablaba de la llegada del Reino, pues Marcos
había establecido esto como la misión de Jesús, desde el comienzo de su Evangelio
(1,14-15).
Esa es también nuestra misión (Mc 16,15). ¿Aceptas
el reto?
En el relato evangélico de ayer (Mc 6,7-13), se
nos presentaba a Jesús haciendo el primer “envío” de sus discípulos. Los envió
de dos en dos, así que descenderían sobre seis ciudades o aldeas a la vez. Pero
aun así, esa misión puede haber tomado meses. El evangelista no nos dice qué
hizo Jesús durante esos meses. A mí me gusta pensar que debe haber aprovechado
ese tiempo para visitar a su madre, sobre quien los evangelios guardan un
silencio total durante esta etapa de su vida. Trato de imaginarme la escena, y
la felicidad que se dibujó en el rostro de María al ver a su hijo acercarse a
la casa.
De todos modos, Marcos aprovecha ese
“paréntesis” en la narración para intercalar el relato de la muerte de Juan el
Bautista (6,14-29). Algunos ven en este relato un anuncio por parte del
evangelista de la suerte que habría de correr Jesús a consecuencia de la
radicalidad de su mensaje. Juan había merecido la pena de muerte por haber
denunciado, como buen profeta, la vida licenciosa que vivían los de su tiempo,
ejemplificada en el adulterio del Rey Herodes Antipas con Herodías, la esposa
de su hermano Herodes Filipo. Jesús, al denunciar la opresión de los pobres y
marginados, y los pecados de las clases dominantes, se ganaría el odio de los
líderes políticos y religiosos de su tiempo, quienes terminarían asesinándolo.
Marcos coloca este relato con toda intención
después del envío de los doce, para significar la suerte que podía esperarles a
ellos también, pues la predicación de todo el que sigue el ejemplo del Maestro
va a provocar controversia, porque va a obligar a los que lo escuchan a
enfrentarse a sus pecados. De este modo, el martirio de Juan el Bautista se
convierte también en un anuncio para los “doce” sobre la suerte que ha de
esperarles.
Hoy nosotros estamos llamados a volver los
ojos a Cristo, “el mismo ayer y hoy y siempre”, como termina la primera lectura
de hoy, tomada del último capítulo de la carta a los Hebreos (13, 1-8). El
autor finaliza su carta con una serie de consejos para llevar una vida virtuosa
de acuerdo con las enseñanzas de Jesús. Virtudes que cobran relevancia en la
sociedad desordenada y egoísta que nos ha tocado vivir: la hospitalidad, la
compasión por los que se ven privados de su libertad, por los enfermos y los
que sufren por cualquier causa, el respeto a la santidad del matrimonio, la
confianza en la Divina Providencia, y el agradecimiento a los predicadores y
gobernantes.
Esa conducta y ese mensaje pueden resultar
escandalosos, especialmente para aquellos que adelantan una agenda que pretende
desvirtuar la institución de la familia y el matrimonio, quienes nos criticarán
e intentarán acallarnos. El autor nos exhorta a poner toda nuestra confianza en
Dios, citando el Salmo 118: “El Señor es mi auxilio: nada temo; ¿qué podrá
hacerme el hombre?”
Esa es la confianza que debemos tener cuando
llevemos a cabo nuestra misión profética de anunciar la Buena Nueva y denunciar
el pecado y la injusticia donde les veamos. Para eso fuimos ungidos en nuestro
bautismo.
“Jesús instituyó a Doce para que estuvieran
con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14). Así nos dice el Evangelio según
san Marcos al narrarnos la “vocación” de los doce. De ahí en adelante vemos
cómo Marcos constantemente nos presenta a “Jesús con sus discípulos”
enfrentándose a las multitudes que se agolpaban frente a Él, frente a los
adversarios que querían eliminarlo, frente a los incrédulos, haciéndole frente
al maligno, expulsando demonios. Los discípulos, especialmente los “doce”, han
seguido sus pasos, se han sentado a sus pies a escuchar sus enseñanzas, has
sido testigos del anuncio de la Buena Noticia por parte de Jesús, han aceptado
compartir su destino. En otras palabras, se han comportado como verdaderos
discípulos.
El relato evangélico de hoy (Mc 6,7-13) nos
presenta el momento de la “prueba”. Ha terminado el período de adiestramiento.
Llegó la hora de la verdad. Jesús llama a los doce y por primera vez los “envía”
como verdaderos apóstoles. Solos, sin el maestro, en su primer “vuelo de
práctica”. Pero los envía de dos en dos. Ese gesto de Jesús, como todos sus
actos, tiene un fin pedagógico. La misión evangelizadora es una labor de
equipo, no hay (o no debe haber) lugar para protagonismos.
Y al enviarlos, les dio “autoridad sobre los
espíritus inmundos”. Esta frase tenemos que leerla en el contexto
religioso-cultural de la época de Jesús en la cual sus contemporáneos veían a
Satanás en todas partes. Lo cierto es que la Palabra que ellos iban a proclamar
no era una campaña publicitaria para vender algo que va a “hacernos sentir
bien”, a la manera de algunas sectas. No, la Palabra de Dios, “cortante como
espada de dos filos” (Hb 4,12), nos hace enfrentarnos a nuestros pecados, a
nuestros propios demonios.
En palabras de Bruno Maggioni, “la misión es, como dice Marcos, una lucha contra
el maligno; donde llega la palabra del discípulo, Satanás no tiene más remedio
que manifestarse, tienen que salir a la luz el pecado, la injusticia, la
ambición; hay que contar con la oposición y con la resistencia. Por eso el
discípulo no es únicamente un maestro que enseña, sino un testigo que se
compromete en la lucha contra Satanás de parte de la verdad, de la libertad y
del amor”.
Como parte esencial de las “instrucciones” (me
imagino a Jesús como el “coach” de un equipo de fútbol, dando las últimas
instrucciones a sus jugadores antes del primer partido de la temporada), les
encargó que viajaran livianos, que llevaran “un bastón y nada más, pero ni pan,
ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una
túnica de repuesto”. Dos lecciones. Nada que pueda preocuparles perder; nada
que desvíe su atención de la misión que se les ha encomendado. Segundo: confiar
en la providencia divina. El que los envió, se encargará de proveer.
Finalmente, les prepara para el rechazo,
compañero inseparable del misionero. Y la instrucción es sencilla y al grano: “si
un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies”.
El mensaje de Jesús interpela, no nos puede dejar neutrales e indiferentes; lo
aceptamos o lo rechazamos. Y muchos optan por el rechazo, la vía más fácil. En
ese caso, vayamos a “sembrar” en otros campos.
“Vino a los suyos, y los suyos no le
recibieron” (Jn 1,11). Este versículo, tomado del prólogo del Evangelio según
san Juan, resume lo ocurrido en el pasaje evangélico que nos brinda la liturgia
para hoy (Mc 6,1-6).
Jesús regresa a su pueblo de Nazaret y, cuando
llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga. Era costumbre que se asignara
la responsabilidad de pronunciar la homilía a un varón de la comunidad. Jesús,
que se había marchado de Nazaret regresa de visita, y las noticias de su fama, y
sobre todo sus milagros, han llegado a oídos de sus antiguos vecinos. El pasaje
no nos dice qué les dijo Jesús en su enseñanza, pero lo que fuera les dejó
asombrados: “¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han
enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de
María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con
nosotros aquí?”
Ignoraron el mensaje y fijaron su atención en
el mensajero. Para los judíos Dios era un ser distante, terrible, inalcanzable.
Y el Mesías esperado había de ser una persona rodeada de esplendor, de
majestad. No podían concebir que aquél que había sido su vecino, que había
compartido su vida cotidiana con ellos durante treinta años, fuera el Mesías
esperado, y mucho menos que fuera el Hijo de Dios, Dios encarnado. “Y esto les
resultaba escandaloso”.
Una vez más vemos a Marcos enfatizando la
importancia de la fe: “No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos
enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe”. No es que
Jesús “necesite” de nuestra fe para obrar milagros, no se trata de una
“condición”; Él es omnipotente, no necesita de nadie. Pero la fe es necesaria
para para recibir el milagro en nuestras vidas.
Jesús “se extrañó de su falta de fe”. Muchas
veces, en nuestra labor apostólica nos frustramos, nos extrañamos, y hasta nos
escandalizamos ante la falta de fe que encontramos en aquellos a quienes
llevamos la Buena Noticia del Reino. Este pasaje nos debe servir de consuelo y,
a la vez, de estímulo para seguir adelante. Vemos a Jesús, la segunda persona
de la Santísima Trinidad, Dios encarnado, predicando Su Palabra, ¡y no le
hicieron caso!, ignoraron su mensaje. Cuando nos enfrentemos a una situación
similar, hagamos como Jesús, que continuó “recorriendo los pueblos de alrededor
enseñando”. Como Él dirá a sus discípulos en el Evangelio de mañana: “Si no los
reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta
el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos” (Mc 6,11).
Estamos llamados a sembrar la semilla del
Reino, pero tenemos que estar conscientes que esta no siempre caerá en terreno
fértil (Mc 4,3-9; Lc 8,4-8; Mt 13,1-9). Jesús nos invita a no desanimarnos,
porque muchos de los que escuchan nuestro mensaje “miran y no ven, oyen y no
escuchan ni entienden” (Mt 13,13; cfr.
Is 6,9).
Jesús nos está invitando a seguirle. Muchas
veces preferimos la recepción cálida de nuestra predicación por parte de un
grupo de “los nuestros” antes que enfrentar el rechazo o la burla de los no
creyentes. El papa Francisco nos invita a salir a la calle, a la periferia, a
misionar en nuestra propia tierra. Nadie dijo que era fácil. ¡Atrévete!
Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la
Presentación del Señor. Esta fiesta conmemora el momento en que, en
cumplimiento de la Ley de Moisés, la Sagrada Familia acude al Templo para la
purificación de la madre (Lv 12,1-4), la ofrenda del primogénito a Dios (Ex
13,2; Núm 18,15), y su rescate mediante un sacrificio. Según Lv 12,1-4, la
madre quedaba impura por cuarenta días después del parto por haber derramado
sangre, y tenía que acudir al Templo para su purificación. En esa misma fecha
tenía que ofrecer el primogénito a Dios. Por eso la liturgia coloca esta Fiesta
cuarenta días después de la Navidad. Con esta celebración se cierra el tríptico
que comienza con la Natividad el Señor, sigue en la Epifanía y culmina con la
Presentación.
La entrada de Jesús en brazos de su Madre en
el Templo representa el cumplimiento de la profecía de Malaquías que leemos
como primera lectura (3,1-4): “De pronto entrará en el santuario el Señor a
quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis”.
Como lectura alterna la liturgia nos ofrece la
Carta a los Hebreos (2,14-18), que nos presenta a Jesús como el “sumo sacerdote
compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere”. Así, nos presenta un sacerdote
que se sometió a la Ley y los mandatos de Padre para expiar nuestros pecados.
Está claro; Jesús es Dios, no necesita
presentarse a sí mismo. Pero Él optó por hacerse igual en todo a nosotros,
excepto en el pecado (Hb 4,15), y eso incluye el cumplimiento de la Ley y la
obediencia al Padre (Cfr. Mt 5,17-18):
“No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a
abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni
una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo
se realice”. Él mismo quiso sentir el peso de la Ley, quiso ser uno con
nosotros, aún en el dolor: “Como Él ha pasado por la prueba del dolor, puede
auxiliar a los que ahora pasan por ella”.
Así, el Evangelio (Lc 2,22-40) nos narra el
episodio de la Presentación. Lucas es el único de los evangelistas que nos
narra ese importante evento en la vida de Jesús.
Las palabras de Simeón anuncian el cumplimiento de la profecía de Malaquías. Tomando al Niño en brazos exclamó: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. A renglón seguido dice a María: “Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Cuando María entró al Templo con el Niño en brazos para presentarlo, dando una muestra de obediencia al Padre (Cfr. Lc 1,38), sabía que no solo lo estaba presentando y ofreciendo a Dios en el Templo, lo estaba presentando y ofreciendo a toda la humanidad. Sí; a ti y a mí. De ese modo estaba cooperando en la obra salvadora de su Hijo. Las palabras de Simeón ponen de manifiesto el papel de María en el misterio de la redención. Al entregar a su Hijo, se estaba entregando también a sí misma a la misión redentora de este. ¡María corredentora!…