REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO DOMINGO DEL T.O. (C) 14-08-22

“He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!”.

La palabra que sirve de hilo conductor a las lecturas que nos ofrece la liturgia para este vigésimo domingo del tiempo ordinario es “conflicto”.

La primera lectura, tomada del libro de Jeremías (38,4-6.8-10), nos presenta el resultado de la fidelidad a la palabra de Dios por parte del profeta, palabra que desenmascara el pecado de los hombres y provoca reacciones que llegan incluso a la violencia. Por eso todo el que es fiel a la Palabra provoca conflicto. En el caso de Jeremías estuvo a punto de costarle la vida: “Muera ese Jeremías, porque está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y a todo el pueblo, con semejantes discursos. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia”.

Con la frase “no busca el bien del pueblo” lo que querían decir los príncipes que pedían la muerte de Jeremías es que su discurso no se amoldaba a los deseos del pueblo. Es bien fácil adoptar un discurso que acomode los deseos o preferencias del pueblo, aunque estos sean contrarios a la Palabra de Dios.

No tenemos que ir muy lejos, basta mirar a nuestro alrededor para encontrarnos con gobernantes que adoptan un discurso reñido con los valores cristianos, especialmente los relacionados con la vida, la familia y el matrimonio, con tal de ganarse la simpatía de un grupo de personas, aunque ello implique darle la espalda a Dios. Y lo peor es que pretenden justificar su conducta con la misma Palabra que pisotean. Se trata de “fabricar” una imagen de Dios que se acomode a nuestros deseos y, ¿por qué no?, a nuestro pecado.

A estas personas se les olvida que con Jesús no hay términos medios; o estás con Él o en contra de Él: “El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23). O como nos dice el Espíritu en el libro del Apocalipsis: “Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca” (3,15-16). No se trata de “quedar bien”, tampoco de “no hacer sentir mal” al otro. Se trata de ser fiel a Dios y a su Palabra salvífica. En eso Jesús es radical.

La lectura evangélica de hoy (Lc 12,49-53) no puede ser más clara: “He venido a prender fuego en el mundo… ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”. Todo el que acepta y proclama la Palabra de Dios va entrar en conflicto con el mundo, comenzando con su propia familia. Porque esa Palabra, más cortante que espada de doble filo, “penetra hasta la división entre alma y espíritu” (Cfr. Hb 4,12). Por eso resulta incómoda para muchos.

No podemos caer en la trampa del relativismo moral. Por eso nuestra sociedad está cada vez más alejada de Dios. Corresponde a nosotros “prender fuego en el mundo” o, como nos dijo el papa Francisco, “hacer lío”. Pero… ¡ojo!, eso tiene un costo bien alto. Si vas a seguir a Jesús, prepárate para la prueba (Cfr. Sir 2,1).

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA DECIMONOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 13-08-22

Sabe que si estira sus bracitos hacia él, él la levantará y entonces podrá mirarlo cara a cara, y confundirse en un abrazo amoroso.

“En aquel tiempo, le acercaron unos niños a Jesús para que les impusiera las manos y rezara por ellos, pero los discípulos los regañaban. Jesús dijo: ‘Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos’. Les impuso las manos y se marchó de allí”.

En este corto evangelio que leemos en la liturgia para hoy (Mt 19,13-15), Jesús vuelve a insistir en que si queremos entrar al Reino de los cielos, tenemos que ser como los niños. Ya en el evangelio que leímos el pasado martes (Mt 18,1-5.10.12-14), Jesús había dicho: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos”. Hoy nos dice: “no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos”.

Jesús no nos está diciendo que tenemos que asumir una actitud infantil respecto a las cosas del Reino. En ambas instancias Jesús nos está diciendo que tenemos que ser “como” los niños; es decir, sin dobleces, espontáneos, sencillos, sin estar contaminados con las ínfulas de grandeza que produce el orgullo. Solo un alma sencilla es capaz de abrir su corazón a Dios sin condiciones, sin “peros”, con la sonrisa que solo un niño puede mostrar cuando alza sus brazos para que su padre lo levante. Es la actitud de ese niño o niña que está consciente de su pequeñez al compararse con su padre, pero que sabe que si estira sus bracitos hacia él, él le levantará y entonces podrá mirarlo cara a cara, y confundirse en un abrazo amoroso.

Jesús nos está señalando la actitud que tenemos que seguir frente a Dios y las cosas de Reino. Tenemos que ser capaces de maravillarnos, ver las cosas sin dobleces, actuar espontáneamente, sin segundas intenciones ni agendas ocultas, ser capaces de acercarnos a Dios con la confianza y la inocencia de un niño: “de los que son como ellos es el reino de los cielos”.

Lo que Jesús nos pide es que, para ser acreedores del Reino, tenemos que poder experimentar la misma sensación de pequeñez que Santa Teresita del Niño Jesús cuando oraba diciendo: “Lo que agrada a Dios de mi pequeña alma es que ame mi pequeñez y mi pobreza…”

Meditando sobre este pasaje, viene a mi mente la imagen de cuando mis hijas eran pequeñas y se les rompía un juguete. Inmediatamente me lo traían, y en su mirada se reflejaba la certeza de que yo era quien único podía repararlo.

En este día, oremos al Padre para que nos conceda un corazón simple y transparente como el de los niños, para confiar plenamente en él y simplificar nuestra vida; para poder confiarle nuestros problemas con la misma seguridad del niño que entrega su juguete roto a su padre, con la certeza de que solo él puede repararlo.

Que pases un hermoso fin de semana, y recuerda, si llevas tu “juguete roto” a la Casa del Padre, Él es quien único puede repararlo. Y, además, tiene un Hijo que te ha prometido: “Vengan a mí todos los que estén cansados y cargados, que yo los aliviaré (Mt 11,28). Él también está allí.

NUEVO VÍDEO EN DE LA MANO DE MARÍA TV: MARÍA, CONSUELO DE LOS MIGRANTES

En este corto vídeo te explicamos el origen y la justificación para la nueva invocación de Nuestra Señora en las letanías del Rosario como “Consuelo de los migrantes”.

Recalcamos el hecho de que la Santísima Virgen María, junto a su Hijo y esposo San José, fueron refugiados e inmigrantes en Egipto cuando huyeron de la persecución del rey Herodes.

No olvides ver el vídeo en YouTube, darle “Like”, dejar tu comentario en la plataforma YouTube, y compartir el enlace con tus amistades y comunidades de fe. De ese modo ayudas a propagar la devoción a Nuestra Madre del Cielo. Ella te sonreirá.

Bendiciones

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DECIMONOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 12-08-22

“Te sentiste segura de tu belleza y, amparada en tu fama, fornicaste y te prostituiste con el primero que pasaba”.

La primera lectura de hoy, tomada del libro del profeta Ezequiel (16,1-15.60.63), nos presenta nuevamente las relaciones entre Dios y su pueblo, específicamente la ciudad de Jerusalén. Para hacerlo, el profeta echa mano de la figura del amor esponsalicio.

Es un relato lleno de amor y ternura, y hasta con cierto erotismo, que narra cómo Jerusalén había sido abandonada (el profeta está haciendo referencia al origen de la ciudad y su posición desventajada en la historia de Canaán y cómo a pesar de ello había sido ocupada por los hebreos), y cómo Yahvé la recoge, la limpia, la nutre, la viste, la ve desarrollarse en una hermosa doncella que le cautiva, al punto que se casa con ella: “Creciste y te hiciste moza, llegaste a la sazón; tus senos se afirmaron, y el vello te brotó, pero estabas desnuda y en cueros. Pasando de nuevo a tu lado, te vi en la edad del amor; extendí sobre ti mi manto para cubrir tu desnudez; te comprometí con juramento, hice alianza contigo –oráculo del Señor– y fuiste mía”.

Pero después que el Señor hizo de Jerusalén la “ciudad santa” (dice el profeta que le dio todo su amor, la alimentó, y la atavió con las prendas y vestidos más finos convirtiéndola en la mujer más hermosa): “Te sentiste segura de tu belleza y, amparada en tu fama, fornicaste y te prostituiste con el primero que pasaba”.

Volvemos a ver la figura de la mujer adúltera que le es infiel a su marido, para describir la idolatría en que había caído el pueblo. No obstante, a pesar de la infidelidad, el marido se mantiene fiel y está dispuesto a perdonar y recibir a su esposa de vuelta: “Pero yo me acordaré de la alianza que hice contigo cuando eras moza y haré contigo una alianza eterna, para que te acuerdes y te sonrojes y no vuelvas a abrir la boca de vergüenza, cuando yo te perdone todo lo que hiciste”.

El profeta está también narrando la historia de nuestras vidas y nuestra relación con Dios. A pesar de todos los cuidados que ha tenido con nosotros, y del amor que nos ha prodigado, sucumbimos ante la idolatría (el dinero, el orgullo, la fama, el sexo, los vicios…). Y de esa manera aprendemos lo que es el amor incondicional de Dios, quien está siempre presto a perdonarnos.

Es nuestra naturaleza humana; y de alguna manera es también parte de esa pedagogía divina que a veces no comprendemos. El que no haya conocido el pecado y el perdón de Dios, no puede dar testimonio de su amor incondicional. No podemos llevar el mensaje de la capacidad infinita de Dios para perdonarnos, si antes no hemos sido objeto de ese amoroso perdón de parte de Dios. Solo así nuestras palabras de justicia y perdón tendrán credibilidad.

Ese Padre amoroso está presto a perdonarnos; de hecho, en su corazón ya nos ha perdonado, pero tenemos que acercarnos a Él para recibir ese perdón. Y ese día habrá fiesta en la Casa del Padre, porque habíamos muerto al pecado y habremos vuelto a la Vida que Él nos da (Cfr. Lc 15,24).

Anda, reconcíliate; todavía estás a tiempo (Él nunca se cansa de esperar).

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DECIMONOVENA SEMANA DEL T.O. (2) – MEMORIA OBLIGATORIA DE SANTA CLARA DE ASÍS 11-08-22

“Perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Cuando repetimos esa frase al rezar el Padrenuestro, la oración que el mismo Cristo nos enseñó, ¿tenemos conciencia de lo que estamos diciendo? Con esta frase podríamos resumir el evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Mt 18,21-19,1).

Se trata del episodio en que Pedro, como portavoz del grupo (ya para entonces Jesús lo había instituido “piedra” de la Iglesia – Mt 16,18) le pregunta a Jesús que cuántas veces tenía que perdonar a un hermano que le hubiese ofendido. Y creyendo expresar lo máximo posible le pregunta que si hasta siete veces (recordemos que el siete es el número que representa la perfección). Pero Jesús lo lleva al infinito, a decirle que debe perdonar no hasta siete, sino hasta setenta veces siete.

Y para que comprendieran mejor, Jesús aprovecha la oportunidad y les presenta la “parábola del siervo sin entrañas”, a quien el rey le había perdonado una deuda cuantiosa, y al salir se encontró con un amigo que le debía una suma insignificante de dinero. Haciendo ademán de ahorcarle, le reclamó el pago de la deuda; y como el amigo no pudo pagarle, lo metió en la cárcel. Cuando el rey se enteró de lo ocurrido, mandó llamar al siervo y le dijo: “¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?” Y el señor, indignado, lo mandó a meter preso hasta que pagara la deuda. A lo que Jesús añadió: “Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano”.

“Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”… Habiendo meditado este evangelio, tenemos que preguntarnos: ¿cuántas veces ofendemos a Dios? ¿Cuántas veces Él nos perdona? Al mismo tiempo pensemos cuán difícil se nos hace perdonar, a veces una sola falta de un hermano hacia nosotros; falta que con toda seguridad palidece ante las faltas que Dios, como una madre que se desborda en amor a hacia el hijo de sus entrañas, nos perdona una y otra vez, “hasta setenta veces siete”.

Y ahí está la clave. ¡En el amor! Amor y perdón son como dos caras de una misma moneda. El que ama de verdad perdona de corazón, porque el que ama no puede albergar rencor, ni odio, ni resentimiento en su corazón. La luz no admite la oscuridad… En el Antiguo Testamento se nos pedía que amáramos al prójimo como a nosotros mismos. Jesús los llevó más allá al pedirnos que nos amemos los unos a los otros COMO ÉL NOS AMA. Un salto cuantitativo y cualitativo que implica estar siempre en disposición de servir al prójimo por amor (tanto al que nos ama como al que nos ofende). El reto es grande; solos no podemos, pero con Su ayuda, ¡nada es imposible!

Hoy la Iglesia celebra la memoria de santa Clara de Asís, quien supo vivir el mandamiento de amor a plenitud. Se cuenta que aún después de haber sido nombrada abadesa del convento de San Damián, servía la mesa y brindaba agua a todas las religiosas a su cargo para que se lavasen las manos, además de estar continuamente pendiente a sus necesidades.

Pidamos al Padre que nos de la mansedumbre y humildad de santa Clara para seguir los pasos de su Hijo, de manera que seamos acreedores a la gloria que nos tiene prometida.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE SAN LORENZO, DIÁCONO Y MÁRTIR 10-08-22

Hoy la Iglesia universal (¿sabías que la palabra “católica” quiere decir “universal”?) celebra la Fiesta de san Lorenzo, mártir. Lorenzo fue uno de los siete diáconos de la Iglesia de Roma, en donde fue martirizado el 10 de agosto de 258. El papa Sixto lo había ordenado diácono y nombrado administrador de los archivos y los bienes de la Iglesia, y el cuidado de los pobres. Se le venera como santo patrón de los bibliotecarios.

Lorenzo es uno de esos santos cuya vida está rodeada de anécdotas y leyendas, entre las que podemos resaltar que se dice que entre los tesoros de la Iglesia cuya custodia se le habían confiado a Lorenzo estaba el “Santo Grial”, es decir, la copa utilizada por Jesús en la institución de la Eucaristía durante la última cena. A partir de ahí se han urdido toda clase de leyendas e intrigas, sobre todo para aquellos que gustan de ese tipo de historias.

Otra anécdota cuenta que cuando el papa Sixto fue asesinado, el alcalde pagano de Roma le pidió a Lorenzo que le entregara todas las riquezas de la Iglesia, a lo que éste le pidió tiempo para recolectarlas. Entonces fue y recogió a todos los pobres, huérfanos, viudas, enfermos, tullidos, ciegos y leprosos que él atendía y se los presentó al alcalde diciéndole: “Estos son los tesoros de la Iglesia”. El alcalde, furioso por la actuación de Lorenzo lo condenó a muerte diciéndole: “Pero no creas que morirás en un instante, lo harás lentamente y soportando el mayor dolor de tu vida”.

Precisamente con su martirio tiene que ver la tercera anécdota. La “muerte lenta” que le prometió el alcalde fue morir asado en una parrilla. Cuenta la leyenda que, en medio del martirio, dijo a su verdugo: “Dadme la vuelta, que por este lado ya estoy hecho”.

En ocasiones hemos hablado de la “letra chica” del seguimiento de Jesús y cómo Jesús tiene una cruz distinta para cada uno de nosotros, según sus misteriosos designios. Lorenzo leyó esa letra chica y aceptó seguir a Jesús y dar testimonio de su Palabra sin importar las consecuencias. Con su muerte dio testimonio de la resurrección de Jesús (la palabra “mártir” quiere decir “testigo”) y logró que la Palabra de Dios diera fruto en abundancia.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para esta Fiesta (Jn 12,24-26) le da sentido al martirio de Lorenzo: “Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará”.

Jesús nos invita a seguirle y nos advierte lo que nos espera. Lorenzo lo siguió hasta la muerte. Y pensar que a nosotros se nos hace tan difícil seguirlo en el sufrimiento, aún en las cosas más pequeñas, insignificantes, que a veces sacamos de proporción y nos parecen tan “dolorosas”. ¡Atrévete! No te vas a arrepentir. ¿Sabes cuál es el secreto? Una sola palabra: Amor.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMONOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 09-08-22

“…el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos”.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para hoy (Mt 18,1-5.10.12-14) forma parte del “discurso eclesiástico” de Jesús contenido en el capítulo 18 de Mateo. En esta lectura encontramos el pasaje en que los discípulos le preguntan a Jesús que quién es el más importante en el reino de los cielos. Tal parece que los discípulos no han comprendido en su totalidad el mensaje de Jesús, y continúan haciendo referencia a conceptos políticos.

Jesús, con la paciencia que lo caracteriza, lejos de regañarlos, opta por un ejemplo. Tomó un niño, lo puso en medio y dijo: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos”.

Para comprender el alcance de estas palabras de Jesús, tenemos que comprender lo que significaba ser un niño en tiempos de Jesús. En esa época un niño no valía nada, no se le reconocía derecho alguno. Dependía totalmente de su padre, y si era huérfano, se convertía en un marginado, un anawim, un “pobre de Yahvé”, que dependía totalmente de Dios y su Divina Providencia. Anawim se equipara a los “mansos” que se mencionan en las Bienaventuranzas (Mt 5,4), como aquellos que heredarán la tierra (En el Salmo 37,11 se traduce como “humildes”).

No debemos confundir las palabras de Jesús con comportarnos como niños, con asumir una actitud infantil hacia Dios y las cosas del Reino. Por el contrario, las cosas del Reino hay que abordarlas con toda seriedad. Lo que Jesús nos está recalcando es que para entrar en el Reino de los Cielos tenemos que hacernos disponibles como un niño, es decir, ser transparentes, sencillos, no pretender los primeros puestos. Solo tendrán cabida en el Reino los humildes, los que estén dispuestos a servir a los demás, y en consecuencia, estén dispuestos a amar a los más insignificantes. Por eso añade que: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial”.

Jesús fue el mejor ejemplo de los que es un anawim. Nació, vivió y murió como un pobre más, y siempre hizo la voluntad de su Padre. Fue objeto de burlas, menosprecio, persecución… Los que pretendemos seguir a Jesús hemos de estar conscientes de que esas burlas, esos menosprecios, esas persecuciones, constituyen para nosotros el camino más seguro hacia la Jerusalén celestial que nos tiene prometida.

Jesús termina su enseñanza resaltando la importancia que tienen los “pequeños” para el Padre, con la parábola de la oveja perdida: “Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en el monte y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, os aseguro que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”.

Señor, ¡danos un corazón de niño!

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN, FUNDADOR DE LA ORDEN DE PREDICADORES 08-08-22

La Orden de Predicadores (Dominicos) celebra hoy la Solemnidad de nuestro padre y fundador Santo Domingo de Guzmán, y en esta fecha celebramos la liturgia propia de la solemnidad, apartándonos de las lecturas correspondientes al tiempo ordinario.

Como primera lectura propia de la Solemnidad, se nos ofrece un texto de la Primera Carta del Apóstol san Pablo a los Corintios (2,1-10a), que nos presenta el secreto de la predicación de Pablo: “Cuando vine a ustedes a anunciarles el testimonio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre ustedes me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a ustedes débil y temeroso; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios”. Pablo termina este pasaje diciendo: “«Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman». Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”.

Ahí está el secreto de la evangelización: predicar a Jesús muerto y resucitado, y las maravillas que ha obrado en cada uno de nosotros a través de su Santo Espíritu. El Padre Emiliano Tardiff lo expresó de manera elocuente: “Un evangelizador es ante todo un testigo que tiene experiencia personal de la muerte y resurrección de Cristo Jesús y que transmite a los demás, más que una doctrina, una persona que está viva, que comunica vida y vida en abundancia. Después, solo después y siempre después, se debe enseñar la catequesis y la moral. A veces estamos muy preocupados en que la gente cumpla los mandamientos de Dios antes de que conozcan al Dios de los mandamientos”.

De Santo Domingo se dice que “hablaba con Dios y de Dios”. Hablaba con Dios porque era hombre de oración, estudio de la Palabra y contemplación de la verdad revelada a través del estudio. El fruto de esa contemplación, que es el conocimiento de Dios, es lo que le permitía “hablar de Dios”, es decir, compartir con otros su experiencia de Dios como “una persona que está viva que comunica vida y vida en abundancia”. Ese fue el secreto de Pablo, y el secreto de Domingo de Guzmán, y es el ejemplo que debemos emular.

Como lectura evangélica contemplamos a Lc 9,57-62, que nos presenta dos frases que resumen las exigencias del seguimiento de Jesús: “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. “Deja que los muertos entierren a sus muertos, tú vete a anunciar el Reino de Dios”. Jesús no solo abandonó su casa, sino que junto a ella abandonó también a su familia, especialmente a su madre, que era la persona que más amaba. Cuando Jesús le dice a su discípulo que seguirlo a Él es más importante que cumplir con el piadoso deber de enterrar a los muertos, lo hace con todo propósito, para recalcar la radicalidad del seguimiento, y que no hay nada más importante que el anuncio del Reino.

Domingo de Guzmán vivió esa radicalidad en el seguimiento de Jesús, e imprimió a la Orden ese carisma, que me honro compartir.

¡Santo Domingo de Guzmán, ruega por nosotros!