REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 22-03-22

“Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar?”

“Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido” (Mt 6,12). En ese fragmento de la oración que el mismo Cristo nos enseñó, y que repetimos a diario sin prestar atención a lo que decimos, podría resumirse la lectura evangélica que la liturgia nos ofrece hoy (Mt 18,21-35). ¡Cuán prestos somos al juzgar y criticar al prójimo, y cuán lentos somos a la hora de perdonar! Se nos olvida que la medida con que nosotros midamos también se usará para nosotros (Mt 7,2b; Lc 6,38b).

En algún lugar he leído que perdonar no es solo un deber moral, sino el eco de la conciencia de haber sido perdonado. Es decir, perdonamos porque hemos sido perdonados, y como una consecuencia directa de ese perdón que hemos recibido.

Para entender el alcance del relato evangélico de hoy, tenemos que entender la mentalidad judía de la época de Jesús, y cómo esta había ido evolucionando. En la antigüedad, cuando alguien nos ofendía merecía una venganza de hasta “setenta veces siete” (Gn 4,24). Posteriormente, con la llamada “ley del talión”, esta venganza se redujo a la medida de la falta: “ojo por ojo, diente por diente…” (Ex 21, 23-25). Este concepto siguió evolucionando y no es hasta una época bien posterior que se introduce la noción del perdón, pero hasta cierto límite, sujeto a ciertas “tarifas”. Cabe señalar que estas “tarifas” variaban de una escuela rabínica a otra. Así se establecía el número de veces que se debía perdonar a los hermanos, las esposas, los hijos.

Jesús era considerado por sus discípulos como raboní. Dentro de ese marco es que Pedro pregunta a Jesús: “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?”. Quería saber cuál era la “tarifa” que Jesús iba a imponer a sus discípulos. A lo que Jesús le responde: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”.

Para explicar su punto, les expone la “parábola del servidor despiadado”; aquél de quien el rey se había compadecido y le había perdonado una deuda considerable. Luego, ese mismo servidor hizo encarcelar a otro que le debía una suma mucho menor. Al enterarse el rey, le hizo encarcelar también hasta que pagara la deuda en tu totalidad diciéndole: “¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?”. Al final Jesús añade: “Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos”.

No podemos negar el perdón a los demás, porque nosotros mismos hemos sido perdonados; y ese perdón no puede estar sujeto a un número de veces, a una “tarifa”, porque a nosotros Dios nos perdona sin límite. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, nos perdona incluso antes de que le pidamos perdón, teniendo tan solo que acercarnos al sacramento de la reconciliación para poder recibirlo. Solo perdonando sin medida al que nos ofende, como Dios lo hace con nosotros, estaremos proclamando la Buena Noticia del perdón de Dios.

Señor, ayúdame a perdonar como Tú me perdonas…

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA 21-03-22

Naamán se bañó siete veces en el Jordán como había dicho el profeta, y quedó limpio de su lepra.

Hoy la liturgia nos ofrece como primera lectura el pasaje del segundo libro de los Reyes (5,1-15a) sobre Naamán, el general del ejército sirio que padecía de lepra, y una criada judía le recomendó a su esposa que fuera a Israel a ver al “profeta de Samaria”, quien lo curaría. Debemos recordar que Siria era un país que vivía en constante guerra con Israel. La sierva que dirige al general al profeta había sido llevada a Siria como esclava. El general era un hombre poderoso, pero estaba afectado por la lepra, una enfermedad catastrófica en su época (y considerada producto del pecado). A aquella sierva no le importó que hubiese sido llevada a Siria como esclava ni que aquél hombre fuera pagano. Estaba enfermo, necesitaba curación. Ella se compadeció de él, no le importó su religión, practicó la misericordia. “Ojalá mi señor fuera a ver al profeta de Samaria: él lo libraría de su enfermedad”. Se refería al profeta Eliseo.

El rey sirio envió a Naamán con una carta ante el rey de Israel para que dirigiera a su general ante el profeta. Cuando finalmente llegó ante la puerta de Eliseo “con sus caballos y su carroza” y los tesoros que había traído (como si con ellos pudiera comprar su salud), se molestó porque Eliseo ni tan siquiera le recibió, sino que mandó a decirle: “Ve a bañarte siete veces en el Jordán, y tu carne quedará limpia”. Él se molestó porque Eliseo no salió a recibirle y, luego de decir: “Yo me imaginaba que saldría en persona a verme, y que, puesto en pie, invocaría al Señor, su Dios, pasaría la mano sobre la parte enferma y me libraría de mi enfermedad”, dio media vuelta y se marchó.

Si no es porque sus siervos, tal vez por ser más sencillos, intervinieron y le dijeron: “Señor, si el profeta te hubiera prescrito algo difícil, lo harías. Cuanto más si lo que te prescribe para quedar limpio es simplemente que te bañes”. Naamán se bañó siete veces en el Jordán como había dicho el profeta, y quedó limpio de su lepra.

Naamán estaba acostumbrado al ritualismo pagano, vacío. El gesto sencillo de bañarse en el Jordán no tenía sentido. Le faltaba la fe. La fe es la que nos sana y nos salva. Los ritos, los sacrificios, el incienso, las fórmulas sacramentales, no tienen sentido, no tienen efecto, si nos falta la fe. Lo mismo nos pasa a nosotros al acercarnos a los sacramentos. Algo tan sencillo como bañarse en el Jordán, acompañado de la fe, podía limpiar aquél hombre de su lepra. Sus siervos le transmitieron la fe. Él creyó, se bañó, y fue sanado. No basta con creer, hay que actuar conforme a lo que creemos.

“Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio”, nos dice Jesús en la lectura evangélica de hoy (Lc 4,24-30). Se refería a la falta de fe de los suyos. El orgullo, el considerarse miembros del “pueblo elegido” les hacía creerse “salvados”. No tenían la humildad de reconocer su “lepra” y acercarse a Dios con humildad. Por eso no creyeron en Él.

En este tiempo de Cuaresma, pidamos al Señor la humildad de reconocer la “lepra” de nuestros pecados y experimentar la necesidad de volvernos hacia Él, con la certeza de que “una palabra [s]uya bastará para sanarnos”.

REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE CUARESMA (C) 20-03-22

“Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.

“El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles”. Así finaliza el salmo responsorial de la liturgia para hoy (Sal 102).

La lectura evangélica de hoy nos presenta un pasaje compuesto de dos partes. La primera contiene una catequesis de Jesús sobre las desgracias que ocurren a diario en las que perecen varias personas y su relación con la retribución, y la segunda parte nos brinda la parábola de la higuera (Lc 13,1-9): “Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?’ Pero el viñador contestó: ‘Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas’”.

En la primera parte Jesús hace ver que, contrario a la creencia de su época que toda desgracia era producto del pecado, todos estamos sujetos a morir repentinamente. Dios no puede desearnos mal, por eso Jesús deja claro que las muertes que se reseñan no son “castigo de Dios”. Pero termina con un llamado a la conversión y una advertencia: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”.

La parábola nos presenta la misericordia divina (representada en la persona del viñador), y la urgencia de escuchar el llamado a la conversión. La parábola nos recuerda que esas muertes repentinas que vemos a nuestro alrededor deben provocar un proceso de introspección en nosotros. No sabemos el día ni la hora. Nuestro tiempo es finito y debemos aprovecharlo.

El día de nuestro bautismo el Espíritu Santo plantó en nosotros tres semillas: la fe, la esperanza y la caridad. Y desde ese momento el Señor está esperando que den fruto. Dios se nos presenta como el Dios de la paciencia. Él no castiga; Él espera, como el viñador (“déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto”). Nos allana el camino a la conversión y nos invita a seguirle. Pero no sabemos cuándo llegará nuestra hora. Y si para entonces no hemos dado fruto…

Dios es un Dios de amor y misericordia; es infinitamente paciente, nos da una y otra, y otra oportunidad (conoce nuestra débil naturaleza y nuestra inclinación al pecado). Pero también es un Dios justo.

Esta Cuaresma nos ofrece “otra oportunidad” de conversión (Él no se cansa). No sabemos si el Viñador ya le dijo al Dueño: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA VIRGEN MARÍA 19-03-22

“Aunque no lo menciona por su nombre, presumimos que fue quien lo llevó a circuncidar a los ocho días”.

Hoy hacemos un paréntesis en liturgia cuaresmal, en que la Iglesia celebra la solemnidad de San José, esposo de la Virgen María y patrono de la Iglesia universal. Ya anteriormente hemos reflexionado sobre las lecturas que nos brinda la liturgia para este día. Les invitamos a leer esa reflexión pulsando sobre este enlace.

Es muy poco lo que se sabe sobre este santo varón a quien Dios encomendó la tarea de darle estatus de legalidad a su Hijo, aceptándolo y reconociéndolo como suyo propio, criarlo, cuidar de Él y proveer para su sustento y el de su Madre. Por eso la Iglesia lo venera como santo.

Sin embargo, al leer el Nuevo Testamento encontramos que es muy poco lo que se nos dice de San José. Así, por ejemplo, Marcos, que es el primero de los evangelistas en escribir su relato (entre los años 69-70), ni tan siquiera lo menciona. Tampoco lo hace Juan, el último en escribir (entre los años 95-100).

Mateo (alrededor del año 80), el primero en mencionarlo, nos dice que José era descendiente de David, (1,16) cumpliéndose así las profecías mesiánicas, y que tenía el oficio de artesano –tékton-(13,55a); que el ángel del Señor le dijo que no temiera aceptar a María como esposa, pues el hijo que llevaba en sus entrañas era hijo de Dios (1,20-21); que luego del Niño nacer en Belén (2,1), el ángel del Señor le instruyó que huyeran a Egipto (2,13); y más adelante que regresara a Nazaret (2,20). Luego de eso… ¡silencio total! De paso, hay que señalar que en los evangelios no encontramos ni una sola palabra pronunciada por José. De ahí que se le haya llamado “varón de silencios”.

Lucas (entre los años 80-90), por su parte, lo coloca llevando a su esposa a Belén para empadronarse en un censo, lo que explica por qué el Niño nació allí (2,1-7), y, aunque no lo menciona por su nombre, presumimos que fue quien lo llevó a circuncidar a los ocho días (2,21), y estuvo presente en la purificación de su esposa y presentación del Niño en el Templo (2,22-24). Finalmente lo menciona en el episodio del Niño perdido y hallado en el Templo (2,41-52), de nuevo sin mencionar su nombre y sin que pronuncie palabra (es su madre maría quien increpa al niño). Y otra vez, ¡silencio total!

De hecho, la mayoría de los detalles sobre el origen y la vida de José los recibimos de la Santa Tradición, recogida en parte en los Evangelios Apócrifos, especialmente el Evangelio del Pseudo Mateo, el Libro sobre la Natividad de María, y la Historia de José el Carpintero (a este último se debe que a pesar de que en el original griego Mateo se limita a decir que era “artesano”, la tradición y traducciones posteriores lo traduzcan como “carpintero”).

De estos escritos surge, por ejemplo, las circunstancias en que José advino esposo de la Virgen María, su edad avanzada, que era viudo y que tenía otros hijos, la vara de san José que florece frente a los demás pretendientes (por eso las imágenes lo muestran con su vara florecida), y que José falleció cuando Jesús tenía dieciocho años (a José se le conoce también como el santo del “buen morir”, pues se presume que murió en compañía de Jesús y María).

Lo cierto es que el Señor vio en Él unas cualidades que le hicieron digno de encomendarle la delicada tarea de ser el padre adoptivo del Verbo Encarnado. Por eso hoy veneramos su memoria.

Felicidades a todos los José, Josefa y Josefina (incluyendo a mi adorada esposa), en el día de su santo patrono.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA SEGUNDA SEMANA DE CUARESMA 18-03-22

“El designio de Dios ha transformado en bien el mal que ustedes pensaron hacerme, a fin de cumplir lo que hoy se realiza: salvar la vida a un pueblo numeroso”.

La liturgia de hoy nos brinda como primera lectura (Gn 37,3-4.12-13a.17b-28) la historia de José, uno de los doce hijos de Jacob (Israel). Esta narración tiene el propósito de explicar la procedencia de la tribu de José y el porqué de su preeminencia sobre las demás tribus. La historia nos presenta cómo la providencia divina hace que un acto, producto de la envidia y la maldad de los hermanos de José, desencadene una serie de eventos que culminan con la salvación del pueblo.

Así, al final de la narración, José dirá a sus hermanos: “El designio de Dios ha transformado en bien el mal que ustedes pensaron hacerme, a fin de cumplir lo que hoy se realiza: salvar la vida a un pueblo numeroso” (Gn 50,20).

Esta historia nos demuestra a nosotros cómo Dios muchas veces permite que nos sucedan cosas que nos hieren, nos causan daño, pero con el tiempo descubrimos que todo tenía un propósito. Alguien ha dicho que “Dios escribe derecho en renglones torcidos”.  Es en la prueba, en la mortificación, que nos purificamos, como el oro en el crisol: “Por eso, ustedes se regocijan a pesar de las diversas pruebas que deben sufrir momentáneamente: así, la fe de ustedes, una vez puesta a prueba, será mucho más valiosa que el oro perecedero purificado por el fuego, y se convertirá en motivo de alabanza, de gloria y de honor el día de la Revelación de Jesucristo” (1 Pe 1,6-7).

Los hermanos de José lo vendieron por veinte monedas, y al llevar a cabo ese acto detestable e inmoral, sin saberlo, estaban contribuyendo a realizar un episodio importante en la historia del pueblo de Israel y, de paso, al desarrollo de la historia de la salvación; esa que Yahvé tenía dispuesta desde el principio (Cfr. Gn 3,15).

Asimismo, cuando meditemos sobre la Pasión de Nuestro Señor durante la Semana Santa, veremos cómo Jesús también es vendido por treinta monedas de plata y posteriormente torturado y asesinado. Lo que aparenta ser una derrota, un fracaso estrepitoso, se convierte en el acto de amor más sublime en la historia de la humanidad, en la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte, dando paso a nuestra salvación. La “locura de la cruz”, que cuando la miramos desde la óptica de la fe se convierte en “fuerza de Dios” (Cfr. 1 Cor 1,18).

José, a quien sus hermanos desecharon, e incluso conspiraron para matar, se convirtió en la salvación de sus hermanos y de todo su pueblo. Asimismo Jesús, mediante su Misterio Pascual, se convirtió en la salvación para toda la humanidad, incluyendo los que no le aman.

“La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente” (Sal 118,22; Mt 21,42).

Durante este tiempo de Cuaresma, meditemos sobre el Misterio Pascual de Jesús y cómo Jesús, por amor, ofrendó su vida para el perdón de los pecados de toda la humanidad, los cometidos y por cometer. Los tuyos y los míos.

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia de hoy es la versión de Mateo de la parábola de los “labradores asesinos”. Para una reflexión sobre la versión de Marcos sobre la misma ver: http://delamanodemaria.com/?p=5482.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SEGUNDA SEMANA DE CUARESMA 17-03-22

Un pobre mendigo que se acercaba a la puerta de la casa del rico con la esperanza de comer algo “de lo que tiraban de la mesa del rico”.

La primera lectura que nos propone la liturgia para hoy (Jr 17,5-10) nos recuerda que solo obtendremos la bendición del Señor si ponemos nuestra confianza en Él, y no en nuestras propias fuerzas o habilidades (nuestra “carne”): “Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita. Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto”.

Esta opción, esta decisión, ocurre en lo más profundo de nuestro corazón, el que Jeremías tilda de “falso y enfermo”. Y el resultado de nuestros actos dependerá de si optamos por uno u otro camino, si confiamos en nuestras propias fuerzas, o en Dios.

En este tiempo de Cuaresma se nos llama a la conversión y, del mismo modo, no podemos lograr esa conversión por nuestras propias fuerzas; esa conversión solo es posible con la ayuda del Santo Espíritu de Dios (Cfr. Lam 5,21).

El relato evangélico (Lc 16,19-31) nos presenta la parábola del rico epulón y el mendigo Lázaro. Aunque el nombre del rico no se menciona en el relato, se le llama el rico “epulón” y muchas personas creen que ese es su nombre (y hasta lo escriben con mayúscula), lo cierto es que epulón es un adjetivo que significa: “hombre que come y se regala mucho”.

La parábola, con cierto aire escatológico (del final de los tiempos), nos muestra el contraste entre un hombre rico que gozaba de banquetear y darse buena vida, y un pobre mendigo que se acercaba a la puerta de la casa del rico con la esperanza de comer algo “de lo que tiraban de la mesa del rico”. De la lectura no surge que el hombre rico fuera malo. Tan solo que era rico y que disfrutaba de su riqueza (que de por sí no es malo), lo que nos da a entender que ponía su confianza en esa riqueza y de nada le sirvió, a juzgar por el final que tuvo. El pobre, por el contrario, dentro de su pobreza, puso su confianza en el Señor y eso le llevó a la felicidad eterna, al “seno de Abraham”, al sheol que iban las almas de los justos en espera de la llegada del Redentor, pues las puertas del paraíso estaban cerradas. Esas son las almas que Jesús fue a liberar cuando decimos en el Credo que “descendió a los infiernos” (pero eso será objeto de otra enseñanza).

En esta parábola hallan eco las palabras de Jeremías, que parecen tomadas del Salmo 1. La Cuaresma nos prepara para la gloriosa Resurrección de Jesús, pero la Palabra, como el pasaje de hoy, nos interpela, nos llama a hacer una opción, recordándonos que también habrá un juicio. ¿En qué o en quién vamos a poner nuestra confianza? ¿En nuestra fuerzas, nuestras capacidades, nuestras habilidades, nuestras posesiones materiales? ¿O, por el contrario, vamos a poner nuestra confianza en nuestro Señor y Salvador y seguir sus enseñanzas?

La opción es nuestra…

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SEGUNDA SEMANA DE CUARESMA 16-03-22

Las lecturas que nos presenta la liturgia para hoy tienen un tema común. La Palabra de Dios es cortante, pone al descubierto los pecados de los hombres. Por eso incomoda a muchos, especialmente a aquellos que no son sinceros. La reacción es siempre la misma: Hay que eliminar el mensajero.

En la primera lectura (Jr 18,18-20) vemos cómo sus detractores conspiran para difamar a Jeremías, desprestigiarlo para restarle credibilidad a su mensaje, que es Palabra de Dios. Él es tan solo un profeta, un portavoz de Dios.

Los malvados dijeron: “Venid, maquinemos contra Jeremías”. De este modo Jeremías se convierte en prefigura de Cristo, quien será perseguido y difamado a causa de esa Palabra (Él mismo es la Palabra encarnada). “Venid, lo heriremos con su propia lengua”. Lo que hacen los difamadores, tergiversan las palabras del que quieren difamar, tratan de herirlo con sus propias palabras. Me recuerda la Pasión. Jesús habla del Reino y lo acusan de proclamarse rey (Jn 18, 18-20); dice que destruirá el templo y lo reconstruirá en tres días (refiriéndose a su muerte y resurrección), y lo acusan de blasfemo y terrorista (Mt 26,60b-61). El poder de la lengua… Capaz de herir a una persona en lo más profundo de su ser, de “matar” su reputación. No solo peca contra el quinto mandamiento el que mata físicamente a su prójimo; también el que mata su reputación (Cfr. Mt 5,21-22).

La lectura evangélica de hoy (Mt 20,17-28) nos presenta el tercer anuncio de la pasión por parte de Jesucristo a sus discípulos en el Evangelio según san Mateo. Ya anteriormente lo había hecho en Mt 16, 21-23 y 17, 22-23; 20.

Este tercer anuncio, a diferencia de los anteriores, tiene un aire de inminencia. Jesús sabe que su hora está cerca, el pasaje comienza diciendo que Jesús iba “subiendo a Jerusalén”. Su última subida a Jerusalén, en donde culminaría su misión, enfrentaría su muerte: “Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen; y al tercer día resucitará”. Anuncia su misterio pascual.

Pero a pesar de que era el tercer anuncio, los discípulos no parecieron comprender la seriedad ni el alcance del mismo. Siguen pensando en “pequeño”, en su “mundillo”, en “puestos”, en reconocimiento. Ya se acerca la hora definitiva y todavía no han captado el mensaje de Jesús, del que vino a servir y no a ser servido. Por eso Jesús les dice: “el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos”.

Tal vez por eso, en la hora final, recurre al gesto dramático de quitarse el manto, ceñirse una toalla, echar agua en un recipiente, y lavar los pies de sus discípulos (Jn 13,4-5).

Hoy hemos de preguntarnos: ¿He captado el mensaje de Jesús, o estoy todavía como los discípulos, pendiente de puestos y reconocimientos?

Señor, danos el don de la humildad.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEGUNDA SEMANA DE CUARESMA 15-03-22

“El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

Las lecturas que nos presenta la liturgia para hoy nos confrontan con la hipocresía religiosa del pueblo. En la primera lectura (Is 1,10.16-20), el profeta pronuncia un oráculo de Yahvé en el que repudia los sacrificios que le ofrece el pueblo mientras  sus corazones están cada vez más alejados de Él. Si leemos el pasaje completo, incluyendo los vv. 11-15, notamos que este oráculo aparenta haber sido proclamado en medio de una celebración litúrgica, pues hace referencia a los “holocaustos de carneros y grasa de animales cebados”, “incienso”, y “manos extendidas”. Yahvé hace claro que está “harto”, que “detesta” esos rituales vacíos, esas celebraciones litúrgicas falsas, que se han convertido para Él en “una abominación”, en una “carga” que no está dispuesto a soportar. Llega al punto de comparar su generación con la de Sodoma y Gomorra.

Hace claro que ese no es el sacrificio agradable a Él. Por el contrario, les exhorta: “Cesad de obrar mal, aprended a obrar bien; buscad el derecho, enderezad al oprimido; defended al huérfano, proteged a la viuda”. La primacía del amor, de la caridad, sobre la ley y el ritualismo vacío. A Él no le interesan los sacrificios ni holocaustos. Si, por el contrario, obramos el bien y nos apartamos del pecado, “aunque vuestros pecados sean como púrpura, blanquearán como nieve; aunque sean rojos como escarlata, quedarán como lana”. El profeta nos señala en qué consiste el verdadero culto religioso: en obras de caridad (misericordia-amor).

En el pasaje del Evangelio (Mt 23,1-12), que es el preámbulo de las “siete maldiciones” que Jesús lanza contra los escribas y fariseos, Jesús arremete contra la hipocresía de los escribas y fariseos que se han sentado en la cátedra de Moisés (el “autor” de la Ley) y “no hacen lo que dicen”. “Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar”. Se refería Jesús a todos los numerosos preceptos (613 en total) en que los fariseos habían convertido la Ley de Moisés y que, por su número eran prácticamente imposible cumplir.

Se consideraban superiores, mejores que los demás (de hecho, “fariseo” significa “separado”). Toda su actitud iba dirigida a ostentar su superioridad (que pretendía ser producto de su “santidad”) ante todos: las vestimentas y otros accesorios, como las filacterias (unas bandas que llevaban en la frente o en los puños, con unos cofrecitos que contenían textos de la Ley), los primeros lugares, los asientos de honor, las reverencias que esperaban, los títulos. Todo era apariencia exterior, “sepulcros blanqueados” (Mt 23, 27-28). Y por dentro, ¿qué?

El Concilio Vaticano II hizo un gran esfuerzo para eliminar la “pompa” en nuestros ritos y celebraciones litúrgicas, inculturándolos a nuestros respectivos países. Pero, ¿logró acabar con el fariseísmo?

En esta Cuaresma, hagamos examen de conciencia: ¿Me gusta recibir honores?, ¿reconocimiento?, ¿me siento mejor o superior a los demás? Señor, ayúdame a recordar que todos somos hermanos, y que “el que se humilla será enaltecido”, como Aquél que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28), de modo que al llevar a cabo mi misión pastoral pueda tener “olor de oveja”.

Lo repito; el papa Francisco no está diciendo nada nuevo; simplemente está leyendo el Evangelio…