REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 21-10-20

“Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”.

El Evangelio que contemplamos en la liturgia de hoy (Lc 12,39-48) tiene un tono apocalíptico que nos exhorta a la vigilancia y al servicio como preparación para el “regreso” inesperado de Jesús: “Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”. Pero la tónica de hoy se sienta con la pregunta de Pedro: “Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?”.

Después de haber invitado a la vigilancia a todo cristiano Jesús centra su mensaje en aquellos “administradores” que el “amo” ha puesto al frente de su “servidumbre”, es decir a los pastores de la Iglesia, que tendrán que rendirle cuentas cuando llegue el amo. “Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá”.

Esta parábola nos evoca el capítulo 34 de Ezequiel cuando Yahvé, por voz del profeta increpa a los pastores de Israel por haber descuidado el rebaño que se les confió: “¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿Acaso los pastores no deben apacentar el rebaño? Pero ustedes se alimentan con la leche, se visten con la lana, sacrifican a las ovejas más gordas, y no apacientan el rebaño”. “Porque mis ovejas han sido expuestas a la depredación y se han convertido en presa de todas las fieras salvajes por falta de pastor; porque mis pastores no cuidan a mis ovejas; porque ellos se apacientan a sí mismos, y no a mis ovejas”.

Tal vez Pedro entendió que como él había sido nombrado “persona a cargo”, “responsable” (Cfr. Mt 16,18), estaba seguro en su “puesto”. De nuevo la naturaleza humana interponiéndose, creando esos “fantasmas” del orgullo que se interponen entre nosotros y el verdadero seguimiento de Jesús. Pero Jesús no vacila en derrumbar su falso orgullo. Le dice todo lo contrario; mientras más responsabilidades se nos encomienden, más estricto será el Señor al momento de exigirnos cuentas.

La tentación de utilizar, oprimir, e ignorar las necesidades de aquellos que están bajo los que ocupan posiciones de autoridad es grande. El mismo Jesús nos lo advirtió: “Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos.” (Mc 10,42-44).

En la primera lectura de hoy (Ef 3,2-12) Pablo está claro que su ministerio no es obra suya, sino producto de la gracia divina que se le reveló (Cfr. Hc 9,1-18) en el camino a Damasco: “A mí, el más insignificante de todos los santos, se me ha dado esta gracia: anunciar a los gentiles la riqueza insondable que es Cristo, aclarar a todos la realización del misterio, escondido desde el principio de los siglos en Dios, creador de todo”.

Hoy, pidamos al Señor por nuestros obispos, sacerdotes, diáconos y laicos comprometidos a cargo de los diversos ministerios o movimientos, para que adquieran conciencia de la grave responsabilidad que conlleva su elección por parte del Señor, y que como mucho se les ha encomendado, mucho se les exigirá; y que mientras más sirvan, mayor será su recompensa.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMA NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 20-10-20

“Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela”.

“Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos”. Así de corta y contundente es la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 12,35-38).

Esta lectura, que nos evoca la parábola de las vírgenes necias y prudentes (Mt 25,1-13), enfatiza la necesidad de permanecer vigilantes, con la cintura ceñida (el delantal de trabajo puesto) y la lámpara (de la fe) encendida, pues nadie sabe el día en que el Señor “regresará”. Esa figura de ceñirnos el “delantal de trabajo” nos apunta a que tenemos que estar siempre prestos a servir (Cfr. Lc 17,8; Jn 13,4; Ef 6,14); y la lámpara encendida nos recuerda que debemos estar prestos a la acción,  a servir en todo momento, día y noche.

La lectura nos habla del Señor que “vuelve” de la boda, el único evento del cual los judíos del tiempo de Jesús llegaban tarde en la noche. Y nos dice que tenemos que estar listos para abrirle “apenas venga y llame”.  Si Jesús llega de imprevisto nos corremos el riego de no estar preparados. Podríamos pensar que esta lectura tiene un sentido escatológico, es decir, que se refiere únicamente a esa “segunda venida” de Jesús en el final de los tiempos. Pero, como digo siempre a mis estudiantes, la Palabra de Dios es “viva y eficaz”, y nos habla, nos interpela aquí y ahora.

La pregunta obligada es: ¿Estoy preparado para servir en todo momento, en toda circunstancia? Si el Señor llega, ¿me encontrará con el delantal ceñido a la cintura? ¿Y cómo puede el Señor llegar si no al final de los tiempos? Cuando el Señor me habla a través de su Palabra en las celebraciones litúrgicas, ¿le presto atención?, ¿le escucho? “El que los escucha a ustedes, me escucha a mí; el que los rechaza a ustedes, me rechaza a mí” (Lc 10,16). Cuando me encuentro con un hermano necesitado, ¿estoy presto a servirle, a llenar su necesidad? “Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer…” (Mt 25,35-36). Si mantengo encendida la lámpara de la fe, ¿no puedo acaso encontrar a Jesús en todos los acontecimientos de mi vida, en mis penas, mis alegrías, mis triunfos, mis fracasos?

Por eso, tenemos que mantenernos vigilantes y despiertos, para que cuando el Señor llegue podamos escucharle, reconocerle y abrirle, para dejarle entrar en nuestros corazones. “Mira que estoy a la puerta y llamo: si uno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa, y comeré con el y él conmigo” (Ap 3,20). Y entonces Él se ceñirá el delantal, “nos hará sentar a la mesa y nos irá sirviendo”.

En este santo día, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de mantenernos vigilantes para servirle en todo momento y lugar.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 19-10-20

“Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”.

La liturgia para este lunes de la vigésima novena semana del Tiempo Ordinario nos presenta otro pasaje exclusivo de Lucas (12,13-21). El pasaje comienza con uno que se acerca a Jesús y le pide que sirva de árbitro entre su hermano y él para repartir una herencia que habían recibido, una función que los rabinos eran llamados a ejercer en tiempos de Jesús. Pero Jesús, quien obviamente era reconocido como rabino por su interlocutor, no acepta la encomienda, ya que su misión es otra: Anunciar el Reino y los valores del Reino; llamar a los hombres a seguir a Dios como valor absoluto, por encima de todos los bienes terrenales; a poner nuestra confianza en Dios, no en el dinero ni ninguna otra cosa.

Como siempre, queremos enfatizar que Jesús no condena la riqueza por sí misma. El dinero ni es bueno ni es malo. Lo que es bueno o malo es el uso que podamos dar a ese dinero. Lo que Él condena es el apego y confianza en el dinero como seguridad nuestra por encima de los valores del Reino. Se trata de no permitir que la riqueza se convierta en un obstáculo para nuestra salvación (Cfr. Lc 18,23; Mt 19,22).

Por eso le dice al hombre: “Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”. Inmediatamente le propone una parábola; la del hombre que tuvo una cosecha extraordinaria y piensa construir graneros más grandes para acumular su cosecha, para luego darse buena vida con la “seguridad” que su riqueza le brinda. La parábola termina con cierta ironía: “Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?” Así será el que amasa riquezas para si y no es rico ante Dios”. Eso nos recuerda a Job: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí” (1,21).

Las riquezas que podamos acumular en este mundo palidecen ante los valores del Reino, pues los últimos son los que vamos a poder llevar ante la presencia del Señor el día del Juicio. Y como siempre, Jesús es un maestro que nos da las contestaciones al examen antes de que lo tomemos. En las Bienaventuranzas (Mt 5,1-12), y en la parábola del Juicio Final (Mt 25,31-46), Jesús nos dice sobre qué vamos a ser examinados ese día. San Juan de la Cruz lo resume así: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor”.

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda los dones de las Bienaventuranzas para que podamos poner nuestra confianza en Él y en los valores del Reino por encima de toda riqueza, persona, o bienes materiales, pues así tendremos “una gran recompensa en el cielo” (Mt 5,12).

“Oh Dios, Padre bueno y misericordioso: Buscamos con frecuencia seguridad y garantía en cosas que anhelamos poseer y acaparar. No permitas que las cosas nos posean y controlen,… y danos el valor de buscar primero las riquezas de tu reino por medio de Jesucristo, nuestro Señor” (de la Oración Colecta).

Que pasen una linda semana llena de PAZ.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 17-10-20

“Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.

Hoy continuamos la lectura de la Carta a los Efesios (1,15-23) que comenzáramos ayer. Al final del pasaje que contemplamos hoy vemos cómo Pablo entra ya “en materia” con lo que constituye el tema central de la Carta a los Efesios: la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. “Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.

La lectura comienza con una acción de gracias de parte de Pablo por la fe de los destinatarios de la carta, unida a una oración pidiéndole a Dios que les conceda el “espíritu de sabiduría” y revelación a fin de que lleguen a conocer plenamente a Jesucristo. ¿Qué mejor podríamos pedir para alguien? Si llegamos a conocer a Jesús y su Palabra, que es el Amor, conoceremos la verdad, y esa verdad es la que nos proporcionará la libertad que solo los hijos de Dios y hermanos de Jesucristo pueden disfrutar (Cfr. Jn 8,32).

Pero no se detiene ahí. Continúa pidiendo a Dios que “ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro”.

Las implicaciones de lo que Pablo está pidiendo para sus hermanos de Éfeso son más profundas de lo que parece a simple vista. ¡Le está pidiendo a Dios que derrame sobre ellos la misma fuerza y poder que utilizó para resucitar a su Hijo! Cuando pedimos a Dios, y sobre todo cuando pedimos por nuestros hermanos, tenemos que aprender a ser generosos en nuestras peticiones, recordando que estamos pidiendo a nuestro “Abba”, que siempre nos escucha y no se cansa de prodigar dones a sus hijitos (Cfr. Mt 8,7-8). Y esa “fuerza” que resucitó a Jesús no es otra que la fuerza del Espíritu que el mismo Jesús nos prometió. Pero tenemos que invocarla y dejarnos arropar de ella. Y al igual que el amor, que mientras más se reparte más crece, mientras más la pedimos para nuestros hermanos, con mayor fuerza la recibimos.

Ese mismo Espíritu es el que nos permite incorporarnos a la Iglesia, que es el “cuerpo” de Cristo, donde encontramos su esencia misma, su persona, el Cristo total, la continuación de su obra eterna en el tiempo y el espacio.

Hoy, pidamos a Dios como lo hacemos en la liturgia eucarística: “no mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia”, de manera que siga derramando sobre ella su Santo Espíritu, para que sea lo que Él quiere que sea, a pesar de nuestra fragilidad humana.

Lindo fin de semana a todos, y no olviden visitar la Casa del Padre, aunque sea de forma virtual.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 14-10-20

Papa Francisco optó por hace fila como todos…

En la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Lc 11,42-46), Jesús continúa su condena a los fariseos y doctores de la ley, lanzando contra ellos “ayes” que resaltan su hipocresía al “cumplir” con la ley, mientras “pasan por alto el derecho y el amor de Dios”. Jesús sigue insistiendo en la primacía del amor y la pureza de corazón por encima del ritualismo vacío de aquellos que buscan agradar a los hombres más que a Dios o, peor aún, acallar su propia conciencia ante la vida desordenada que llevan. Todos los reconocimientos y elogios que su conducta pueda propiciar no les servirán de nada ante los ojos del Señor, que ve en lo más profundo de nuestros corazones, por encima de las apariencias (Cfr. Salmo 138; 1 Sam 16,7).

Así, critica también inmisericordemente a aquellos a quienes les encantan los reconocimientos y asientos de honor en las sinagogas (¡cuántos de esos tenemos hoy en día!), y a los que estando en posiciones de autoridad abruman a otros con cargas muy pesadas que ellos mismos no están dispuestos a soportar.

El Señor nos está pidiendo que practiquemos el derecho y el amor de Dios ante todo; que no nos limitemos a hablar grandes discursos sobre la fe, demostrando nuestro conocimiento de la misma, sino que asumamos nuestra responsabilidad como cristianos de practicar la justicia y el derecho, que no es otra cosa que cumplir la Ley del amor. De lo contrario seremos cristianos de “pintura y capota”, “sepulcros blanqueados”, hipócritas, que presentamos una fachada admirable y hermosa ante los hombres, mientras por dentro estamos podridos.

Somos muy dados a juzgar a los demás, a ver la paja en el ojo ajeno ignorando la viga que tenemos en el nuestro (Cfr. Mt 7,3), olvidándonos que nosotros también seremos juzgados. Es a lo que nos insta san Pablo en la primera lectura de hoy (Gál 5, 18-25 2,1-11) cuando nos dice: “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu.”.

A partir del Año del Jubileo Extraordinario de la Misericordia proclamado por el papa Francisco hace unos años, este nos ha venido invitando a todos, al pueblo santo de Dios que es la Iglesia, a poner el énfasis en la misericordia por encima de la rigidez de las instituciones, de los títulos y la jerarquía. La Iglesia del siglo XXI ha de ser la Iglesia de los pobres, de los marginados. De ellos se nutre y a ellos se debe. Y para lograrlo no hay que reinventar la rueda, lo único que se requiere es leer y poner en práctica el Evangelio de Jesucristo y los documentos del Concilio Vaticano II.

Siempre que pienso en la Iglesia de los pobres vienen a mi mente las palabras que el Espíritu Santo puso en boca del Cardenal Claudio Hummes cuando le dijo al entonces Cardenal Bergoglio al momento de ser elegido como Papa: “No te olvides de los pobres”; frase que dio origen al nombre papal que este escogió.

Hoy, pidamos al Señor nos conceda un corazón puro que nos permita guiar nuestras obras por la justicia y el amor a Dios y al prójimo, no por los méritos o reconocimiento que podamos recibir por las mismas.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 13-10-20

“Dad limosna de lo de dentro, y lo tendréis limpio todo”.

Continuamos en la liturgia el capítulo 11 de Lucas, y la lectura de hoy (Lc 11,37-41) nos presenta una vez más a Jesús criticando el ritualismo religioso de los fariseos, que enfatizaban el cumplimiento estricto con las prescripciones relativas a la purificación. De esa manera la pureza ritual se había convertido en lo verdaderamente importante, relegando a un segundo plano la pureza de corazón, que es la que verdaderamente agrada a Dios. La escena es típica: Un fariseo invita a Jesús a comer en su casa (hay toda una parte de la cristología que se dedica a “las comidas de Jesús”), este se sienta a la mesa y comienza a comer sin cumplir con las abluciones rituales. Y Jesús lo hace con toda intención.

Aunque el pasaje no expresa claramente si el fariseo dijo algo, es obvio que al menos tiene que haber hecho un gesto de disgusto ante esa falta de “buenos modales” de Jesús. Jesús aprovecha la coyuntura para “catequizar”: “Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades. ¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro? Dad limosna de lo de dentro, y lo tendréis limpio todo”.

La pregunta subyacente en las palabras de Jesús es: ¿Quién es puro delante de Dios, el que cumple estrictamente con las purificaciones rituales, o el que es puro de corazón? La contestación nos remite a Mt 15, 1-11, cuando los fariseos se acercaron a Jesús a “regañarle” porque sus discípulos no se lavaban las manos antes de comer, a lo que Jesús, luego de hablar de la hipocresía del ritualismo vacío, termina diciendo a la gente que le escuchaba: “Lo que entra por la boca del hombre no es lo que lo hace impuro. Al contrario, lo que hace impuro al hombre es lo que sale de su boca”.

“¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro?”. Nos está diciendo que el que hizo lo que captamos con los sentidos, es también el autor del “corazón”, de la conciencia humana, y que debemos prestar más atención a la pureza interior, a las cosas de esa realidad más profunda, lo más íntimo de nuestro ser, en donde solo Él y nosotros podemos ver.

“Dad limosna de lo de dentro, y lo tendréis limpio todo”. Jesús nos está señalando una vez más la supremacía del amor, ese amor que nos lleva a practicar la verdadera “limosna”, palabra cuyo significado, igual al de “caridad”, hemos tergiversado. La palabra limosna viene de la palabra griega eleemosýne, que significa “compasión”, sentimiento que Jesús manifiesta en múltiples ocasiones.

Se trata de algo más que un mero sentimiento de “pena” por el abatido, por el desvalido; es hacerse uno con el que sufre; es el dolor que produce el sufrimiento de un ser amado, que nos lleva a derramar sobre ese hermano el amor de Dios que hemos recibido, como lo hacía Santa Madre Teresa de Calcuta; la compasión que llevó a Dios a diseñar un plan para redimirnos después de la caída (Cfr. Gn 3,15).

Esa es la “pureza” que agrada a Dios, y la que debemos pedir en nuestra oración.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA VIGÉSIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 12-10-20

“Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”.

El Evangelio de hoy (Lc 11,29-32) es uno de esos que está “preñado” de simbolismos y alusiones al Antiguo Testamento. Pero el mensaje es uno: Jesús nos llama a la conversión, y nosotros, al igual que los de su tiempo, también nos pasamos pidiendo “signos”, milagros, portentos, que evidencien su poder. Una vez más escuchamos a Jesús utilizar palabras fuertes contra los que no aceptan el mensaje de salvación de su Palabra: “Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación”.

Aun los que decidimos seguir al Señor y proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos tuvieran que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la Cruz. Si fuera asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para evitar su arresto y ejecución. El que vino a servir y no a ser servido no necesita más signo que su Palabra, pero esa Palabra nos resulta un tanto incómoda; a veces nos hiere, nos “desnuda”. Por eso preferimos ignorarla…

Jesús le pone a los de su tiempo el ejemplo de Jonás, que con su predicación, sin necesidad de signos, convirtió a los habitantes de Nínive, una ciudad pagana a la que Yahvé le envió a predicar (Jon 3). Le bastó a Jonás un recorrido de un día por las calles de la ciudad, para que hasta el rey se convirtiera y emitiera un decreto ordenando al pueblo al ayuno y la penitencia. Sin embargo a Jesús, “que es más que Jonás”, no lo escucharon. No le escucharon porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Exigían signos, “ver para creer”, como Tomás (Jn 20,25).

Jesús pone también como ejemplo a la reina de Saba (“la reina del sur”), una reina también pagana, que viajó grandes distancias para escuchar la sabiduría de Salomón. Es decir, compara a los de su “generación” con los paganos y les dice que primero se salvan estos antes que ellos. “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,11).

Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera conversión, o me gustaría al menos “un milagrito” para afianzar esa “conversión”?

En esta semana que comienza, pidamos al Señor que nos conceda el don de la fe, y la valentía para deshacernos de todo lo que nos impide la conversión plena.

Que tengan una linda semana llena de la PAZ que solo la fe en Cristo Jesús puede traernos.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 10-10-20

“Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”.

La lectura del Evangelio que nos presenta hoy la liturgia (Lc 11,27-28) es tan corta que podemos transcribirla sin dificultad: “En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las gentes, una mujer de entre el gentío levantó la voz, diciendo: ‘Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron’. Pero él repuso: ‘Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen’”.

Vemos cómo Lucas continúa presentándonos a un Jesús que enfatiza la importancia de la escucha de la Palabra de Dios y su cumplimiento, cualidad que antepone inclusive a los lazos familiares, incluyendo los suyos propios con su Madre. Es decir, con la contestación que Jesús brinda a esta mujer, está diciendo que la Virgen María es más dichosa por haber escuchado y puesto en práctica la Palabra del Padre que por haberle parido y amamantado.

Así, este pasaje, exclusivo de Lucas, se convierte en el mayor elogio de Jesús a su madre, no solo por exaltar su fe y su calidad de discípula, sino por reconocerle una dignidad y una libertad desconocidas en la mentalidad del Antiguo Testamento, que consideraba a la mujer como una “paridora” y criadora de hijos para su marido. Esa libertad es la que la hace “bienaventurada”, “dichosa”, como había reconocido su prima Isabel, quien llena de Espíritu Santo exclamó: “Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor”, frase que sirve de preámbulo al hermoso canto del Magníficat.

La libertad manifiesta de María va unida a otra de sus características que la convierten en modelo y paradigma para todos los cristianos: la fe, que a su vez va unida a otra que se deriva de esta: la dócil aceptación de la Palabra de Dios. Así María se convierte en modelo de fe para toda la humanidad. La encarnación se hizo posible por la fe de María, y se viabilizó gracias a su libertad en ese “hágase”, que selló el pacto de amor eterno que culminó el plan salvador de Dios. Por eso san Agustín decía que “en María es más importante su condición de discípula de Cristo que la de Madre de Cristo; es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser Madre de Cristo”. O como decían los antiguos: “María concibió con la fe antes de hacerlo con el vientre”.

Jesús nos presenta a su Madre santísima como su primera y más perfecta discípula; la que creyó que el niño que llevaba en sus purísimas entrañas era verdaderamente Dios; creyendo escuchó la profecía de Simeón; creyendo, el día que encontró a su Hijo en el Templo, comprendió que lo había perdido para siempre mientras “guardaba todas estas cosas en su corazón”; y creyendo se mantuvo erguida al pie de la cruz con la certeza de que su Hijo resucitaría al tercer día.

Hoy sábado, día que la liturgia dedica a Santa María, pidámosle que interceda por nosotros ante su Hijo para que, a ejemplo de ella, aprendamos a escuchar y cumplir su Palabra.

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 09-10-20

“Si echa los demonios es por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios”.

La liturgia de hoy continúa presentándonos el Evangelio según san Lucas (11,15-26), específicamente el pasaje en que, ante el magnífico poder demostrado por Jesús para expulsar demonios, algunos “de entre la multitud”, le acusaban de echar demonios por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, o sea Satanás. Debemos recordar que la mentalidad bíblica concibe el universo, y la vida de la humanidad como una batalla entre el bien y el mal, entre los espíritus que “amarran” al hombre a lo natural, y el Espíritu de Dios que lo “libera” permitiéndole participar de la libertad divina. Es la batalla entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal que se refleja en la literatura apocalíptica (de la cual, La guerra de las galaxias es un magnífico ejemplo), en la cual al final siempre ha de prevalecer el bien.

Jesús, luego de enfatizar la importancia de la unidad para poder vencer las fuerzas del mal, anuncia: “si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros”. Con esta aseveración Jesús quiere señalar que un nuevo Reino acaba de instaurarse sobre la tierra, el Reino de Dios, el único capaz de destruir el reino de Satanás, “el gran acusador”, como se nos presenta en esa gran batalla final que nos narra el capítulo 12 del libro del Apocalipsis. La traducción de la frase “el reino de Dios ha llegado a vosotros” que encontramos en la lectura de hoy, suena más contundente en el original griego: “el reino de Dios os ha llegado por sorpresa… de súbito”. Tan de sorpresa que ni el mismo Satanás ha tenido tiempo de esquivar el “golpe” que se le vino encima.

Es el poder del “dedo de Dios”, que en términos bíblicos representa la potencia divina, ya que Dios, con tan solo mover la punta del dedo realiza los actos más portentosos (Cfr. Ex 8,15). No hay duda. Jesús tiene el poder del “dedo de Dios”, el único capaz de derrotar a Satanás.

En esta versión de Lucas encontramos además una alusión al “hombre más fuerte” (algunas versiones dicen “más poderoso”) que puede vencer a su adversario, en una clara alusión al nombre que Juan el Bautista había dado al Mesías (Lc 3,16). Otra señal de la divinidad de Jesús.

Y como para cerrar con broche de oro, Jesús enfatiza una vez más a sus discípulos la radicalidad del seguimiento, la intransigencia que se espera de ellos (y de nosotros) al momento de elegir entre los dos reinos: “El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama”. Si en algo Jesús es claro es en esto; no hay tal cosa como términos medios. O eres frío o eres caliente; porque Él no te quiere tibio (Cfr. Ap 3,15-16).

Hoy, pidamos al Señor, por la intercesión de Nuestra Señora María, la Virgen del Rosario, que nos conceda el don de discernimiento para decir “SÍ”, y escoger y mostrar siempre preferencia por el reino de Dios.

Pidamos también al “más fuerte” que venga en nuestro auxilio y el de nuestro pueblo, para que con el poder del “dedo de Dios”, eche todos los demonios que nos mantienen esclavizados.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 08-10-20

“Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”. Este es el párrafo final del Evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Lc 11,5-13). Y debemos leerlo dentro del contexto del Padrenuestro que Jesús acaba de enseñar a sus discípulos.

En el Padrenuestro Jesús nos ha enseñando a tratar a Dios como Abba, con la misma confianza y familiaridad con que un niño trata a su padre. ¿Cuántas veces vemos a los niños pedirle algo a su padre, y si no lo consiguen de inmediato, seguir insistiendo hasta ponerse impertinentes, hasta que el padre, con tal de “quitárselos de encima”, siempre que se trate de algo que no les malcríe o les dañe, los complacen?

La parábola nos presenta a un amigo que le pide tres panes al otro en medio de la noche (acaba de decirnos que tenemos que pedir al Padre “el pan nuestro de cada día”). Ante la negativa inicial del segundo, el primero sigue insistiendo, hasta que el amigo “si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite”. Jesús nos está enseñando que, siendo hijos del Padre, podemos y debemos ser insistentes en nuestra oración. Que debemos reiterar nuestras peticiones, como el amigo impertinente de la parábola, o como la viuda que comparece ante el juez inicuo de la que nos hablará Jesús más adelante (Lc 18,4-5).

Con la oración final de este pasaje Jesús reitera nuestra filiación divina, y nos recuerda que la mejor respuesta que Dios puede brindarnos a nuestras oraciones es, ¡nada más ni nada menos que el Espíritu Santo! “¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”. Ese Espíritu Santo que derrama sus siete dones sobre nosotros y nos da la fortaleza para superar las pruebas y aceptar la voluntad del Padre. “Quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre”.

En la primera lectura (Ga 3,1-5), Pablo nos recuerda el ingrediente principal de la oración, y el requisito para recibir el Espíritu: “Contestadme a una sola pregunta: ¿recibisteis el Espíritu por observar la ley o por haber respondido a la fe? ¿Tan estúpidos sois? ¡Empezasteis por el espíritu para terminar con la carne! ¡Tantas magníficas experiencias en vano! Si es que han sido en vano. Vamos a ver: Cuando Dios os concede el Espíritu y obra prodigios entre vosotros, ¿por qué lo hace? ¿Porque observáis la ley o porque respondéis a la fe?”

No basta con ser “bueno”; ¡hay que tener fe!