REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 06-05-22

¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús?

Hemos estado leyendo como primera lectura el libro de los Hechos de los Apóstoles. Durante esta semana hemos sido testigos de la predicación y martirio de Esteban, y cómo tras su muerte se recrudeció la persecución contra los discípulos de Jesús, lo que hizo que estos abandonaran la ciudad de Jerusalén y comenzaran a evangelizar en Judea y Samaria. Luego vimos a Felipe convertir y bautizar al funcionario de la reina de Etiopía en el camino a Gaza, para de allí seguir llevando la Buena Noticia hasta el mismo corazón de África, en lo que hoy día es Sudán. Ese celo apostólico encendido por la fe Pascual y el poder del Espíritu Santo que llevaría a los discípulos a evangelizar el mundo entero.

En la lectura de hoy (Hc 9,1-20) vemos a Dios, en su infinita sabiduría que rebasa toda comprensión humana, colocar la última pieza del rompecabezas para configurar su plan de salvación. Esta lectura nos narra la conversión de san Pablo. Esa fue precisamente la persona que Jesús, en su sabia “necedad”, escogió para ser el “súper apóstol” que necesitaba para que su Iglesia, pequeña como un grano de mostaza, extendiera sus ramas hasta los confines de la tierra.

¿Qué ocurrió en ese instante enceguecedor en que Saulo cayó en tierra, que le hizo entregarse a la causa de Jesús? Nunca lo sabremos, pero de lo que yo estoy seguro es que Jesús le mostró a Pablo en ese instante un Amor como no había conocido jamás, y en ese momento Saulo conoció la Verdad, que como hemos dicho en ocasiones anteriores, es el Amor incondicional que Dios nos tiene. El impacto de ese Amor fue tal, que Pablo experimentó una conversión instantánea. Ya no había marcha atrás; había conocido el Amor de Dios, y ese Amor lo impulsó, lo obligó a compartirlo; no pudo evitarlo, era una fuerza superior a la de él.

El perseguidor se enamoró del perseguido y se sintió llevado a predicar el amor hacia Él a todos. Eso le llevaría a evangelizar a los pueblos paganos, lo que le ganó el título de “apóstol de los gentiles”.

La pregunta obligada es: Y tú, ¿has sentido ese Amor? ¿Has tenido un encuentro íntimo con el Resucitado? Si has sentido un impulso incontrolable de predicar ese Amor a todos, no hay duda de que lo has tenido. Pero si todavía no lo has tenido, lo bueno es que todavía estás a tiempo.

En la lectura evangélica de hoy (Jn 6,51-59) continuamos leyendo el “discurso del pan de vida” que también hemos venido leyendo durante la última semana. Jesús nos dice: “Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. Si crees en Jesús y le crees a Jesús, es decir, si tienes fe, creerás que Él está real y sustancialmente presente en las especies eucarísticas, con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Te acercarás a la Santa Eucaristía, y Él habitará en ti, y tú habitarás en Él. Entonces conocerás su Amor, y vivirás por Él, como lo hizo Saulo de Tarso después de aquél encuentro en el camino a Damasco.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 05-05-22

Hoy encontramos a Felipe convirtiendo y bautizando a un alto funcionario de la reina de Etiopía, esto a apenas unos meses de la Resurrección de Jesús.

La primera lectura de hoy (Hc 8,26-40) nos presenta a Felipe, quien ha salido de Jerusalén luego de la muerte de Esteban y ha continuado la propagación de la Buena Noticia, siguiendo el mandato de Jesús de ir por todo el mundo y proclamar el Evangelio (Mc 16,15), reiterado en la promesa de Jesús a los apóstoles antes de su ascensión (Hc 1,8) de que recibirían el Espíritu Santo y darían testimonio de Él hasta los confines de la tierra. Hoy encontramos a Felipe convirtiendo y bautizando a un alto funcionario de la reina de Etiopía, esto a apenas unos meses de la Resurrección de Jesús. Es el comienzo de ese testimonio que llevará al mismo Felipe a evangelizar hasta el actual Sudán al sur del río Nilo. Y el “motor” que impulsaba esa evangelización a todo el mundo era la fe Pascual, guiada por el Espíritu Santo que les había sido prometido y que recibieron en Pentecostés.

Aquél etíope encontró el Evangelio, no en el templo, sino en la carretera de Jerusalén a Gaza. ¡Jesús viene a nuestro encuentro en las calles, en las carreteras, en todos los caminos! El Evangelio es Palabra de Dios viva, y nos sale al paso donde menos lo imaginamos. Al igual que Felipe, todos estamos llamados a proclamar la Buena Noticia de la Resurrección a todo el que se cruce en nuestro camino.

En el pasaje evangélico que contemplamos hoy (Jn 6,44-51) Jesús se describe una vez más como el pan de vida que ha bajado del cielo: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él ya no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”.

“El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”… Juan sigue presentándonos a “Jesús Eucaristía”, poniendo en boca de Jesús un lenguaje eucarístico que nos presenta el pan que es su propia carne, para que el que crea y lo coma tenga vida eterna. La promesa de vida eterna. Restituir al hombre la inmortalidad que perdió con la caída y expulsión del paraíso. El hombre fue creado para ser inmortal; vivía en un jardín en el que había un árbol de la vida del que no podía comer, pues Yahvé le había advertido que “el día que comas de él, ten la seguridad de que vas a morir”. La soberbia llevó al hombre a comer del árbol, y la muerte entró en el mundo.

Jesús nos asegura que quien coma su cuerpo recuperará la inmortalidad. Se refiere, por supuesto, a esa vida eterna que trasciende a la muerte física, sobre la cual esta ya no tendrá poder. Pero para recibir los beneficios de ese alimento de vida eterna  es necesario creer; por eso, la frase “Yo soy en pan de vida” está precedida en este pasaje por esta aseveración de parte de Jesús: “Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna”.

Esas es la gran noticia de Jesús, la Buena Nueva por excelencia para nosotros. Si aceptamos su invitación a hacernos uno con Él en la Eucaristía, Él nos dará su vida eterna. ¿Aceptas?

REFLEXIÓN PARA LA MEMORIA DEL BEATO CARLOS MANUEL RODRÍGUEZ 04-05-22

Esa Sabiduría hizo posible que el beato, adelantándose al Concilio Vaticano II, entendiera y proclamara la importancia del Misterio Pascual.

Hoy celebramos la memoria libre de nuestro primer beato puertorriqueño, Carlos Manuel (“Charlie”) Rodríguez. En una ocasión anterior publicamos su biografía. Les invitamos a leerla para conocer mejor a este cristiano ejemplar.

El calendario litúrgico-pastoral para la Provincia de Puerto Rico nos sugiere unas lecturas opcionales para esta celebración litúrgica. Como primera lectura se nos ofrecen dos lecturas alternas. Hemos escogido 1 Co 1,26-31: “Hermanos, tengan en cuenta quiénes son los que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios, hablando humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale. Así, nadie podrá gloriarse delante de Dios. Por él, ustedes están unidos a Cristo Jesús, que por disposición de Dios, se convirtió para nosotros en sabiduría y justicia, en santificación y redención, a fin de que, como está escrito: El que se gloría, que se gloríe en el Señor”.

Basta leer la biografía de nuestro beato Charlie para ver personificada esta lectura. Un humilde oficinista, de constitución débil y acosado por la enfermedad, que supo compenetrarse de tal modo con el Resucitado y la liturgia de la Iglesia, que se convirtió en precursor de los cambios en la liturgia que serían adoptados por los sabios y entendidos en el Concilio Vaticano II. Su secreto fue “estar unido a Cristo Jesús, que por disposición de Dios, se convirtió para nosotros en sabiduría y justicia, en santificación y redención”. En comparación con Cristo, nada puede ni tan siquiera considerarse como una alternativa real. Él es la fuente última de sabiduría, justicia y redención.

Vemos constantemente esa preferencia de Jesús por los débiles, lo pequeños, los humildes, cuando se trata de la Revelación de los grandes misterios del Reino. Así encontramos una santa Catalina de Siena, una santa Teresa del Niño Jesús, un beato Charlie, junto a los grandes pensadores y eruditos con todos los títulos académicos posibles. No es que Dios desprecie a los sabios e intelectuales; es que tal vez los pequeños y humildes no se sienten apegados a su propia “sabiduría” o a su éxito, y por ello pueden sentirse más receptivos y dependientes de Dios, quien les hace partícipes del Misterio.

San Pablo enfatiza que “nadie podrá gloriarse delante de Dios”, es decir, que la sabiduría humana es incapaz de conocer por sí misma la sabiduría de Dios. Solo el que se despoje de sus pretensiones humanas, es decir, el que se “gloría en el Señor” y no en su propia sabiduría, podrá alcanzar la verdadera Sabiduría.

Esa Sabiduría hizo posible que el beato, adelantándose al Concilio Vaticano II, entendiera y proclamara la importancia del Misterio Pascual, y cómo toda la liturgia de la Iglesia tenía que girar alrededor de la Madre de todas las vigilas, la Vigilia Pascual. Él supo vivir la alegría y la esperanza que Cristo nos regaló con Su Pascua. De ahí su lema: ¡VIVIMOS PARA ESA NOCHE!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 04-05-22

“Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8). Esa promesa de Jesús se hace realidad en la primera lectura que nos ofrece la liturgia de hoy (Hc 8,1-8). Él les había pedido a los apóstoles que no se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa del Padre (la promesa del Espíritu Santo). De hecho, durante los primeros siete capítulos de los Hechos de los Apóstoles, estos permanecen en Jerusalén.

La lectura de hoy nos narra que luego del martirio de Esteban se desató una violenta persecución contra la Iglesia en Jerusalén, que hizo que todos, menos los apóstoles, se dispersaran por Judea y Samaria. Y cumpliendo el mandato de Jesús, “al ir de un lugar para otro, los prófugos iban difundiendo el Evangelio”. Así comenzó la expansión de la Iglesia por el mundo entero, una misión que al día de hoy continúa.

La lectura nos recalca que el mayor perseguidor de la Iglesia era Saulo de Tarso: “Saulo se ensañaba con la Iglesia; penetraba en las casas y arrastraba a la cárcel a hombres y mujeres”. Sí, el mismo Saulo de Tarso que luego sería responsable de expandir la Iglesia por todo el mundo pagano, mereciendo el título de “Apóstol de los gentiles”. Son esos misterios de Dios que no alcanzamos a comprender.

Jesús vio a Pablo y entendió que esa era la persona que Él necesitaba para llevar a cabo la titánica labor de evangelizar el mundo pagano. Un individuo en quien convergían tres grandes culturas, la judía (fariseo), la griega (criado en la ciudad de Tarso) y la romana (era ciudadano romano). Decide “enamorarlo” y se le aparece en el camino a Damasco en ese episodio que todos conocemos, mostrándole toda su gloria. Ahí se cumple lo que Él mismo nos dice en la lectura evangélica de hoy (Jn 6,35-40): “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (v. 40). Pablo vio a Jesús ya glorificado, creyó en Él, y recibió la promesa de vida eterna.

Continuamos leyendo el capítulo 6 de Juan, el llamado “discurso del pan de vida”. El versículo final del pasaje de hoy que acabamos de citar se da en el contexto de que Jesús dice a sus discípulos (y a nosotros), que Él no está aquí para hacer Su voluntad, “sino la voluntad del que me ha enviado”. Y la voluntad del Padre es que todos nos salvemos, “que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día”.

Y esa salvación, esa vida eterna, la comenzamos a disfrutar desde ahora, en la medida en que creamos en el Resucitado y nos hagamos uno con Él. En la fe, y por la fe, recibimos su llamada amorosa, creemos, y nos ponemos en marcha hacia la meta que es Él mismo.

Lo bueno es que todos estamos invitados, sin excepción: “al que venga a mí no lo echaré afuera”. El hombre fue echado del Paraíso, pero en Jesús encontramos el perdón y la gracia que nos devuelven el favor de Dios y la vida eterna.

Que esa promesa guie nuestra vida y nuestra oración.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA 02-05-22

En ocasiones he visto una pegatina, de esas que se adhieren a los parachoques de los autos (lo que en mi pueblo llaman bumper sticker) que lee: “¿Crees en Cristo? ¡Que se te note!”. Algo así sucedió a Esteban en la primera lectura que nos brinda la liturgia para hoy (Hc 6,8-15).

Esteban estaba tan “lleno de gracia y poder”, que realizaba grandes prodigios y signos delante del pueblo, y predicaba con tanta elocuencia que nadie podía rebatir su discurso. Esa gracia y poder provenían de la efusión del Espíritu Santo que había recibido por la oración e imposición de manos de los Apóstoles (6,6) al ser ordenado como diácono. Tan grande era su fe, y el Espíritu obraba con tanto poder en él, que cuando fue apresado y conducido ante el Sanedrín, “todos los miembros del Sanedrín miraron a Esteban, y su rostro les pareció el de un ángel”.

En ocasiones anteriores, al tratar el tema de la fe, hemos dicho que la fe es “algo que se ve”. Porque los hombres y mujeres de fe actúan conforme a la Palabra de Jesús, en quien confían plenamente. Y eso se ve, la gente lo nota, y les hace decir: “Yo no sé lo que esa persona quiere, pero yo quiero de eso”. La persona que cree en Jesús, y le cree a Jesús, actúa diferente, despliega una seguridad que es contagiosa, y la gente le nota algo distinto en el rostro. Es la certeza de que Dios le ama y que su voluntad es que todos alcancemos la salvación. Eso fue lo que los del Sanedrín vieron en Esteban, al punto que “su rostro les pareció el de un ángel”.

Durante esta semana vamos a estar “degustando” el discurso del pan de vida contenido en el capítulo 6 del Evangelio según Juan, que comenzó el viernes de la segunda semana de Pascua con el símbolo eucarístico de la multiplicación de los panes. Por eso estas lecturas, aunque se refieren a hechos anteriores a la Pasión, muerte y resurrección, las leemos en clave Pascual.

La lectura de hoy (Jn 6,22-29) nos presenta nuevamente a esa multitud anónima que sigue a Jesús, impresionada por sus milagros. Acaban de presenciar la multiplicación de los panes y han saciado su hambre corporal. El gentío quiere seguirlo. Al no encontrarlo, fueron a buscarlo en Cafarnaún.

Cuando al fin lo encuentran, Jesús les cuestiona sus motivaciones para seguirle: “Os lo aseguro, me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a éste lo ha sellado el Padre, Dios”. No se trata de que las motivaciones sean malas, pues se refieren a satisfacer necesidades humanas básicas. Lo que Jesús quiere transmitirles a ellos (y a nosotros) es que esas no son motivaciones válidas para seguirle.

“La obra que Dios quiere es ésta, que creáis en el que él ha enviado”, les dice Jesús. Y para creer tenemos que conocer su Amor. “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn 4,16). Y ese amor nos hará creer en el Resucitado, que es el pan de vida que puede saciar todas nuestras hambres y nos conduce a la vida eterna.

¡Señor, dame de ese Pan!

REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE PASCUA (C) 01-05-22

La primera lectura y el relato evangélico que nos ofrece la liturgia para este tercer domingo Pascua, son repetición agrandada de otras que habíamos contemplado en la liturgia diaria del Tiempo Pascual.

La primera (Hc 5,27b-32.40b-41), es un compendio de las lecturas del jueves y el viernes de la segunda semana de Pascua que acaba de finalizar. En ellas vemos cómo la fe Pascual de los Apóstoles, encendida y guiada por el Espíritu Santo, les impulsa a predicar la Resurrección de Jesús y la Buena Nueva del Reino, y a enfrentar con valentía las consecuencias de esa predicación. Como en todo el libro de los Hechos de los apóstoles, vemos la acción del Espíritu Santo que inclusive pone palabras de la boca de los apóstoles al ser cuestionados por las autoridades que les perseguían.

Como segunda lectura se nos ofrece un pasaje del libro del Apocalipsis (5,11-14) que nos presenta la figura del “cordero degollado”, y a “todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar”, alabándole, bendiciéndole, y rindiéndole culto junto “al que se sienta en el trono”. Es Jesús resucitado ya en la gloria sentado a la derecha del Padre.

El Evangelio (Jn 21,1-19), por su parte, es una versión agrandada del que leyéramos el viernes de la Octava de Pascua (la pesca milagrosa). Les invitamos a repasar nuestra reflexión para ese día en este blog. En esta ocasión centraremos nuestra atención en una parte del pasaje que, por limitaciones de espacio, no abordamos en aquella ocasión. Cuando Juan, que estaba en la barca con Pedro reconoce que es el Señor quien está en la orilla, le dice a Pedro: “Es el Señor”. Y sin pensarlo dos veces, “al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua”.

El primero en reconocerlo fue el discípulo que Jesús tanto amaba. Tal vez ese mismo amor fue el que le hizo reconocerle. Pero fue Pedro el primero en lanzarse al agua. Pedro había estado bregando toda la noche sin éxito. Tal vez pensó que no perdía nada con echar las redes una vez más como les sugería aquél extraño en la orilla. Probablemente “algo” en su corazón le decía que la pesca abundante que resultó no era simplemente que aquél supiera más que él sobre la pesca. Pedro era un pescador experimentado que conocía todos los secretos de la pesca. Y esa sospecha se confirmó cuando escuchó al discípulo amado decir: “Es el Señor”.

Pedro ansiaba estar con el Señor una vez más; por eso su reacción impetuosa. A pesar de que el Señor se les había aparecido dos veces, Pedro no había tenido oportunidad de pedirle perdón por su debilidad al negarlo tres veces. El Señor lo sabe y por eso provoca un diálogo amoroso con Pedro que le da la oportunidad de confesarle su amor en tres ocasiones; el mismo número de veces que le había negado. En el proceso, luego escuchar la profesión de amor de Pedro, Jesús le pide igual número de veces que “apaciente” su rebaño. Le reitera su elección como cabeza de la Iglesia.

Jesús termina el diálogo con las mismas palabras que no cesa de repetirnos a nosotros también día tras día: “Sígueme”. Y tú, ¿amas al Señor? ¿Cuántas veces tendrá que preguntártelo? Estoy seguro que si abres los oídos del alma escucharás su voz que te dice: “Sígueme”.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA 30-04-22

“Soy yo, no teman”.

La primera lectura de hoy (Hc 6,1-7) nos narra la institución del diaconado en la Iglesia, “…escoged a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría, y los encargaremos de esta tarea (atender a las viudas): nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra”.

La institución del diaconado permanente ha ido evolucionando a lo largo de la historia de la Iglesia, y había caído en desuso hasta que el Concilio Vaticano II lo restableció.

Esteban, uno de los primeros diáconos nombrados por los apóstoles, hombre “lleno de gracia y de poder, hacía grandes prodigios y signos en el pueblo” y se convirtió en el primero en dar su vida por el Evangelio, el primer mártir de la Iglesia.

La lectura evangélica nos presenta la versión de Juan del episodio en que Jesús camina sobre las aguas (Jn 6,16-21). Los dos sinópticos que nos presentan el episodio (Mateo y Marcos), al igual que Juan, lo ubican inmediatamente después de la multiplicación de los panes, es decir, dentro de un contexto eucarístico. Y todas las narraciones nos presentan a los discípulos navegando en un mar embravecido con viento contrario, cuando Jesús se acerca a ellos caminando sobre las aguas del lago que se iba encrespando. Este es uno de tan solo siete “signos” (Juan llama signos a los milagros) que Juan nos narra en su relato; el poder de Jesús sobre las leyes naturales (los sinópticos narran alrededor de veintitrés milagros). 

Al verlo acercarse, los discípulos se asustaron. No por la presencia de Jesús, sino porque estaban presenciando algo que su cerebro no podía procesar. Estaban tan ocupados en navegar su embarcación en el mar enfurecido, que aquella experiencia los sobresaltó. La reacción de Jesús, y sus palabras, no se hicieron esperar: “Soy yo, no teman”.

Muchas veces en nuestras vidas acudimos a la celebración eucarística dominical y al salir nos enfrentamos a la aventura de la vida, a “navegar” el mar de situaciones e incertidumbre que nos presenta la cotidianidad. Y las “cosas pequeñas” del diario vivir consumen toda nuestra atención. Nos olvidamos que hemos recibido a Jesús-Eucaristía con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad, y que esa presencia permanece con nosotros. Él prometió que iba a estar con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Pero estamos tan ocupados atendiendo nuestra barca, que no lo vemos; y si lo vemos, o no lo reconocemos, o nos sobresaltamos, como ocurrió a los discípulos aquella noche en el lago de Tiberíades.

Cuando caemos en la cuenta que se trata de Él, y decidimos “recogerlo a bordo” de nuestra vida, nos sucede lo mismo que a los discípulos: “Querían recogerlo a bordo, pero la barca tocó tierra en seguida, en el sitio a donde iban”. Nos percatamos que hemos llegado a nuestro destino y no nos habíamos dado cuenta que Él había estado caminando a nuestro lado, sobre el mar embravecido, todo el tiempo.

Señor, ayúdame a estar consciente de Tu presencia en mi vida, para abandonarme a Tu santa voluntad, con la certeza de que me has de conducir al puerto seguro de la Salvación que compraste para nosotros con tu Misterio Pascual.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA 28-04-22

“¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre?”

Durante el Tiempo Pascual la primera lectura que nos propone la liturgia es del Nuevo Testamento, especialmente el libro de los Hechos de los Apóstoles. Y en estas lecturas sobresale el testimonio de la fe Pascual de los Apóstoles inspirados y guiados por el Espíritu Santo, quien se nos presenta como el gran protagonista de este libro sagrado.

El libro de los Hechos de los Apóstoles se llama así porque recoge la actividad misionera de los apóstoles Pedro y Pablo. Pero sobre todo recoge la actividad divina del Espíritu Santo en el desarrollo de la Iglesia. Por eso se le ha llamado el “Evangelio del Espíritu Santo”. Como el Antiguo Testamento nos habla de Dios Padre y los relatos evangélicos de Jesucristo, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos habla del Espíritu Santo. Fue escrito por san Lucas, como secuela de su relato evangélico, para documentar esos primeros años del desarrollo de la Iglesia. Por eso se le considera también el primer libro de historia de la Iglesia.

En las lecturas de los días anteriores hemos visto cómo las autoridades judías, amenazadas por el éxito de la predicación de los apóstoles, les habían prohibido continuar predicando el Evangelio de Jesucristo y su Misterio Pascual. Por ello habían sido encarcelados.

El pasaje que contemplamos hoy (Hc 5,27-33) nos muestra a los apóstoles conducidos nuevamente ante el Sanedrín e increpados por haber continuado predicando el Evangelio a pesar de las advertencias, luego de haber sido liberados de la cárcel por un ángel del Señor. En ese momento se hacen realidad las palabras de Jesús a sus apóstoles: “A causa de mí, serán llevados ante gobernadores y reyes, para dar testimonio delante de ellos y de los paganos. Cuando los entreguen, no se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará a conocer en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el Espíritu de su Padre hablará en ustedes” (Mt 10,18-20).

Inspirados por el Espíritu Santo, Pedro y los apóstoles replicaron: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. La diestra de Dios lo exaltó, haciéndolo jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen”. En la continuación de este pasaje, que leeremos mañana, veremos el resultado de estas palabras inspiradas.

“El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero”. Vemos cómo la fe Pascual es la que les lanza con valentía y coherencia, inspirados y asistidos por el Espíritu Santo, a predicar la Buena Noticia del Reino en la persona de Jesucristo.

Esto los llevará (junto a miles a través de la historia) a dar testimonio, incluso con sus vidas, de su fe en el Resucitado. Si nosotros estuviéramos tan llenos de fe Pascual como aquellos apóstoles, y nos dejáramos guiar por el Espíritu santo como ellos, estaríamos proclamando esa fe con valentía en nuestros hogares, nuestros lugares de trabajo, nuestras comunidades y, hoy en día, en las redes sociales. ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA 29-04-22

“En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.

La lectura evangélica que nos presenta la liturgia para hoy (Jn 3,16-21) es la culminación del diálogo de Jesús con Nicodemo que hemos venido comentando. Algunos exégetas sostienen que esta parte del diálogo no fue pronunciada por Jesús, sino que es una conclusión teológica que el autor añade a lo que pudo ser el diálogo original. Lo cierto es que en esta parte del diálogo Jesús llega a una mayor profundidad en la revelación de su propio misterio.

“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único” … Todo es iniciativa de Dios, iniciativa de amor y su máxima expresión: la Misericordia. Todo el relato evangélico de Juan, toda su teología, gira en torno a este principio del amor gratuito, incondicional, e infinito de Dios, que es el Amor mismo. Analicemos esta frase. El uso del superlativo “tanto”, implica que ese amor no tiene límites, es hasta el fin, hasta el extremo (Jn 13,2). Juan no cesa de repetirlo. Dios nos ama con locura, con pasión; y ese amor lo llevó a regalarnos a su propio Hijo, para que todos podamos salvarnos, “para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”. Tanto nos ama Jesús, tanto te ama, tanto me ama…

Y todo el que conoce ese amor incondicional de Dios cree en Él. “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él” (1 Jn 4,16).

Pero Dios nos ama tanto que respeta nuestra libertad, nuestro libre albedrío; nos da la opción del aceptar el regalo o rechazarlo: “El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios”. Para mostrar su punto, Juan echa mano de la contraposición entre la luz y las tinieblas: “El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.

En el mismo Evangelio Jesús dirá más adelante: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida” (Jn 8,12)

En el pasaje que nos ocupa hoy vemos que la contraposición entre la luz y las tinieblas no depende del conocimiento de Jesús y su doctrina, sino de nuestras obras. “El que obra perversamente detesta a Luz… el que realiza la verdad se acerca a la Luz, para que vea que sus obras están hechas según Dios”. Es claro: todo el que ha conocido el amor de Dios no tiene más remedio que reciprocarlo, y esa reciprocidad se traduce en obras. Es “la fe que se ve” … “La fe, si no va acompañada de las obras, está completamente muerta”… “el hombre no es justificado sólo por la fe, sino también por las obras” (St 2,17.24). En eso consiste el plan de salvación que Jesús nos presenta.

Dios es amor. Él no condena a nadie como lo haría un juez humano. Cada uno de nosotros, según nuestro modo de actuar, estamos forjando nuestra salvación o condenación. El cielo, la salvación, comienza aquí. ¡Manos a la obra!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA 26-04-22

“Y tú, el maestro de Israel, ¿no lo entiendes?”

Nicodemo es un personaje que aparece solamente en el relato evangélico de Juan; personaje importante porque sirve de contrapunto en un diálogo profundo con Jesús que ocupa una buena parte del capítulo 3 del relato. Durante ese primer encuentro con Jesús, es que se desarrolla el diálogo que se recoge parcialmente en la lectura que nos ofrece la liturgia para hoy (Jn 3,5a.7b-15).

En el pasaje que le precede inmediatamente, y que hubiésemos leído ayer, de no haber coincidido con la Fiesta de san Marcos, evangelista, veríamos cómo, cuando Jesús le dijo que “el que no renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios”, Nicodemo le preguntó: “¿Cómo un hombre puede nacer cuando ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y volver a nacer?”.

Y es esa pregunta de Nicodemo la que provoca las palabras de Jesús con que comienza la lectura de hoy: “Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu”.

Nicodemo es incapaz de comprender lo que le dice Jesús. Su mentalidad de fariseo no le permitía ver más allá de la Ley y su cumplimiento. Jesús le está hablando de la verdadera Libertad que solo el Espíritu (que es el Amor entre el Padre y el Hijo) puede darnos. Ese concepto de libertad en el Espíritu que Jesús le planteaba resultaba incomprensible para él.

La idea de “nacer de nuevo” resulta irrisoria, imposible, para todo aquél que no ha conocido el Amor de Dios, ese Amor que nos hace comprender que para Dios todo es posible y que solo podemos alcanzar la Libertad plena abrazando la Cruz de su Hijo.

Entonces Jesús le dice: “Y tú, el maestro de Israel, ¿no lo entiendes? Te lo aseguro, de lo que sabemos hablamos; de lo que hemos visto damos testimonio, y no aceptáis nuestro testimonio. Si no creéis cuando os hablo de la tierra, ¿cómo creeréis cuando os hable del cielo?” El cielo del que le habla Jesús a Nicodemo (y a nosotros) no hay que buscarlo en las alturas; es la experiencia de hacerse uno con el Padre como Él lo es. Es esa toma de conciencia grande y profunda de que Dios está con uno y uno está con Dios, en un pacto producto de la Libertad que solo puede provenir del Amor.

“Si permanecéis en mi palabra, verdaderamente sois mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32); libres, no para “hacer lo que nos dé la gana”, sino libres para amar. Porque como hemos dicho en ocasiones anteriores, la “verdad” a la que se refiere Jesús es el Amor incondicional de Dios. Ese es el concepto de Libertad que nos plantea Jesús; libertad que le hizo optar libremente por la Cruz, y que Él trata de comunicar a Nicodemo pero que este no puede entender: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.

Y tú, ¿le crees?